Fernando Schwartz

"Así fue como regresé al hogar de mi infancia. Me asomé al portal, casi convencida de que en el patio me estarían esperando mis abuelos para darme la bienvenida después de tanto tiempo, pensando que sus fantasmas me sonreirían antes de deshilacharse en la niebla de la noche. Pero mi vuelta a Hanoi parecía flotar sobre un espejismo detrás de otro. ¿Quién me iba a recibir sino mis recuerdos? De pronto, añoré a Luc y pensé en cómo me habría reconfortado en aquellos momentos inseguros, pero enseguida me venció la tentación de la soledad y preferí estar de nuevo en casa sin que nadie difuminara las embriagadoras sensaciones del regreso.
Y, en efecto, después de que mi padre se hubiera marchado, nada más entrar en el patio de la vieja casona, el olor a bálsamo de tigre del que parecían impregnadas de forma indeleble las paredes me hizo dar un salto hacia atrás en el tiempo para recuperar la memoria de toda mi infancia con un aroma dulce y enternecedor que en nada se parecía al hedor de antaño, cuando nos enfrentábamos a la inevitable aplicación del remedio de todos nuestros males. Lo que hace la nostalgia. Pisaba de nuevo aquella casa y, salvo que las dimensiones que recordaba eran, lo hubiera jurado, mucho más grandes de lo que se me aparecía ahora, todo estaba exactamente igual que entonces. Me invadió una gran sensación de bienestar. Nada podía pasarme allí.
Desde la calle se accedía al gran patio por una puerta muy ancha abierta sobre la fachada y coronada por un altillo de tejas. El portalón tenía anchura suficiente como para permitir el paso de una gran carreta tirada por bueyes, de las que se usaban para el comercio del arroz. De hecho, el arroz se almacenaba en el granero del primer piso y debajo se encontraba el almacén.
El resto de la casa era muy espacioso y estaba exactamente como lo recordaba. Al patio daban cuatro edificios, uno por cada costado. El que lindaba con la calle correspondía a los salones, pero cuando yo era pequeña y vivía allí, se utilizaba sólo en contadas ocasiones, para visitas muy importantes. Al fondo, en el centro de la casa, se encontraba la habitación de mi abuelo; había que subir unos peldaños para llegar hasta una cama de estilo tradicional sobre la que, al final de sus días, le gustaba tumbarse para beber vino de arroz y, cuando se quedó ciego, fumar sus pipas de opio.
Las terrazas interiores, elevadas unos centímetros sobre plataformas de madera de pino y de caoba, estaban cubiertas por una techumbre oscura de bambú y caña, y tenían, colgadas aquí y allá como decoración, grandes placas de madera preciosa con inscripciones pintadas en oro, sujetas al tabique por clavos de la misma madera.
Las habitaciones estaban separadas del patio por celosías de elaborada escultura. Había mesas y cómodos asientos (reservados para los abuelos; los demás nos sentábamos sobre mesas y camas bajas, e incluso en el suelo). Por doquier había objetos de la más preciosa laca: sillas, armarios y mesas; y, en el interior de la habitación de mi abuelo, separando una alcoba de otra, un magnífico coromandel de siete hojas lacado en oro. Representaba una escena pastoral muy bella en la que retozaban mujeres y niños frente a grandes matas de rododendros, cipreses y camelias y a una laguna que aparecía delante de un portalón de entrada a una pagoda."

Fernando Schwartz
El cuenco de laca



"Creo que mi mayor alegría fue la que sentí ante la capacidad repentina de abandonar un trabajo que yo hacía y saltar al siguiente."

Fernando Schwartz



"Cuando vi que salían dos millones de personas a la calle a exigir una democracia, una democracia que no se conocía, fue bellísimo."

Fernando Schwartz




"El poder no ha conquistado mi respeto."

Fernando Schwartz



"Fueron unos días maravillosos. Hacía mucho frío pero nos paseábamos bien abrigados con chaquetones forrados de piel de cordero y, a la vuelta, nos esperaban en las chimeneas de cada cuarto los fuegos encendidos para secarnos la humedad que se nos había colado hasta los huesos.
Confieso que la primera mañana me subí a la Pola haciéndome la chula, caracoleando, poniéndola de manos, arrancando con un galope corto hasta la primera línea de árboles y volviendo después de costado hasta las caballerizas que estaban a un lado de la casa grande. Sabía que José Luis me miraba y tenía un coqueto deseo de impresionarlo. Me lo agradeció la Pola a la que casi no podía contener de las ganas de dar brincos que tenía.
A José Luis le pusieron uno de los Land Rover, de aquellos viejos e indestructibles Santana, y se dedicó a seguirnos a Miguel, a Borja y a mí por toda la finca. Íbamos al trote pero sobre todo a galope corto, que es lo cómodo con la silla campera. Nos parábamos con frecuencia en las dehesas, en los alcornocales, en los bosques de encina tapizados de bellota, y mirábamos a distancia los grandes rebaños de corderos, las piaras de cerdos moviéndose despacio, y, muy a lo lejos, algún venado apenas apercibido en la maleza.
Entonces desmontaba, José Luis se asomaba por la ventanilla del jeep y yo le cubría la cara de besos. Luego lo hacía bajar del coche, tiraba de él para separarlo de hermanos y guardas y, cogidos de la mano, lo hacía subir a una loma para ver en el infinito los grandes espacios de mies, las labrantías en barbecho y, muy a la derecha encarados al mediodía, los viñedos aún resecos. Y al fondo de todo, casi sólo intuido, el brillo intenso del río iluminado por el sol del invierno."

Fernando Schwartz
Viví años de tormenta



“Hay una forma de enfrentarse a la vida que es mirándola de frente y diciendo ‘pero si produces risa’."

Fernando Schwartz



“La elegancia es una cuestión que expresa el orden en el alma y la serenidad ante la vida.”

Fernando Schwartz



"Me quedé de hielo. La ironía tan increíblemente cruel, el sarcasmo absoluto de aquella proposición, me cortaron el habla. Miré a Masters con asombro, pero, por la seriedad de su semblante, vi que me había hablado con total honradez. Me estaba ofreciendo el puesto de Gardner. ¡A mí!
Poco me faltó para soltar una carcajada. Por pura histeria, ¿eh?, no porque la situación me hiciera gracia.
—Bueno... yo... esto... —balbuceé—... no sé qué decirle, señor. Yo... no sé qué decirle —concluí, bajando la cabeza.
Masters tenía la mirada clavada en mi rostro. Asintió varias veces mudamente, volvió a coger el lápiz y empezó a batir con él un ligero ritmo sobre la mesa.
—Piénseselo, Christopher. No me conteste ahora. Piénselo hasta mañana. —Sonrió con angustia.
Apreté las mandíbulas. Después de unos segundos, dije: —Sí, señor. Muchas gracias. Mañana tendrá usted la contestación. —Me puse de pie, le hice una breve inclinación de cabeza, me di la vuelta y salí de su despacho.
Iba como un sonámbulo. Sabía que me tenía que detener a pensar un poco en todo esto, a reflexionar sobre una situación que me resultaba tan increíblemente ridícula, que me parecía hasta ofensiva.
Eso es lo que era la oferta de Masters: un insulto personal.
Miré hacia atrás, contemplando por unos segundos la imponente mole de Langley. Luego me di la vuelta y seguí andando.
La idea de que yo fuera a sustituir al bueno de Gardner al frente de aquella pandilla de asesinos me parecía obscena. ¡Pero si le había matado yo! De modo que no es que yo fuera una virgen sin mancha. Y, por otra parte, ¿quién era yo, quién era cualquiera, para tirar la primera piedra contra aquella institución? ¿Quién era yo para dudar de la necesidad de su existencia? Yo había sido su instrumento, ¿no?
En este mundo, además, todo es necesario: el espionaje, las muertes, las operaciones de desestabilización. Todo se hace en nombre de la defensa del supremo bien de la patria.
Yo no discutía el concepto. Las he visto de todos los colores en mi vida y mis baremos de tolerancia tienen el diámetro del cráter del volcán Irazú.
Lo que me producía repugnancia, sin embargo, era pensar que yo podía meterme aún más en esa espiral maloliente, hundirme sin remedio y sin salida posible en ese fango.
No señor. No sería yo.
Me quedaba aún un resto de individualidad, un mínimo de libertad. Durante unas horas más, tenía libertad de movimientos. Me quedaban unas horas, apenas unas horas, para volver a ser lo que siempre había querido ser: un hombre solo.
¿Enemigos? ¿Amigos? ¿Había sido Gardner mi amigo? ¿Es Dennis, el que me salvó la vida, el que mimó mi regreso a la existencia, mi enemigo? ¿Es Markoff, el que compartió mi pan y mis canciones y mi barco, mi enemigo? ¿Y Marta? ¿Valía la vida de Marta haber conseguido una pequeña ventaja táctica en la lucha diaria entre Oriente y Occidente? Santo Dios.
Volví a casa en un coche oficial.
—No me espere —dije.
Hice un par de llamadas y subí a mi habitación. Recogí unas cuantas cosas, miré a mi alrededor y salí del cuarto. Cerré cuidadosamente la puerta y bajé las escaleras."

Fernando Schwartz
Al sur de Cartago


"–¿Qué otra cosa podía hacer? –dijo el abuelo–. Ante un fracaso así, había pocas soluciones razonables, hijo. La vida en España era muy formalista, vivíamos todos frente a los demás, sujetos al juicio de la gente, y para mí y para tu abuela y, en realidad, para toda la familia, lo más importante ha sido siempre nuestro buen nombre. Lo único preciado que tiene una persona es su honra.
Me miró fijamente, sentado en su butacón de cuero. No había desafío en su mirada, ni severidad ni desaprobación. Simplemente, el convencimiento apacible de estar en posesión absoluta de la verdad. No intentaba convencerme; sólo explicaba algunas verdades fundamentales a alguien que por una misteriosa razón no acababa de entender lo que se le decía aunque fuera sencillo.
Delante de mi abuelo siempre tuve sensación de inferioridad; es más, nunca dejé de pensar que me consideraba un débil, si no mental, al menos moral, probablemente alguien que carecía de escrúpulos y de principios porque algo fundamental había fallado en su educación. No podían ser mis padres, a los que tenía en alta estima, a menos de que creyera que la educación que me habían dado había sido tolerante en exceso. Me parece que había mucho de eso, aunque es posible que lo achacara a mis viajes al extranjero, a mis más que relativos sentimientos patrióticos, al abandono de la religión, a la laxitud de mis hábitos, qué sé yo.
Para él, la literatura terminaba en don Benito Pérez Galdós (igual que la música en Wagner) y cualquier producción escrita, como la cantada en el caso de los Beatles, podía contener cierta armonía pero nunca nada merecedor de excesiva atención. Un nieto dedicado a la escritura como actividad principal bien entrado el último tercio del siglo XX no podía ser muy serio. No es, por consiguiente, necesario explicar en qué consideración tenía él mi obra publicada: ligeramente por debajo de las gacetillas de un periódico de provincias sin duda. Eso sí, se sumó siempre a las celebraciones familiares en las que se festejaba la aparición de una de mis novelas, un premio (aunque Dios sabe que de ésos ha habido bien pocos), una buena crítica o un éxito de ventas. Yo le dedicaba puntualmente un ejemplar de la nueva obra que él, celebrando el hecho con cariñosa solemnidad, y tras leer en voz alta la dedicatoria, colocaba en su biblioteca sin haberlo abierto siquiera y allí se acababa la cosa. Sospecho que lo hacía más por mi madre (que ella sí se enorgullecía de mis escritos) que por atender mi vanidad o interesarse por el contenido del libro.
El despacho de mi abuelo era una gran habitación de la planta baja que daba sobre el frente de la casa, justo a la derecha del porche. Se accedía a él desde el gran vestíbulo; en el lado izquierdo de éste quedaba el espacioso salón cuyos ventanales estaban protegidos por el porche y, un poco más allá, se entraba en el comedor; de frente se llegaba a la cocina; y a la derecha, se accedía, primero, al despacho, y después a otra puerta que daba paso a un distribuidor desde el que se llegaba a las habitaciones de dormir.
Una gran ventana llenaba de luz el despacho del abuelo. Delante de ella y haciendo ángulo con una de las paredes, una mesa imperio, detrás de la cual había un sillón de trabajo, simulaba ser su lugar de estudio; en realidad, se sentaba rara vez en él. Siempre lo hacía en el butacón de cuero que tenía delante de la mesa y frente al gran mueble en el que estaba el tocadiscos Grundig. Todas las paredes estaban cubiertas de publicaciones de arte y de libros primorosamente encuadernados en cuero verde o rojo o azul, y a lo largo de toda la biblioteca unos armarios que iban desde el suelo al primer estante contenían la colección de discos del abuelo, perfectamente ordenada y catalogada. En el ángulo opuesto a la mesa de trabajo, un gran reloj de péndulo con caja de madera lacada en rojo y oro marcaba solemnemente las horas; todos los sábados, con puntualidad precisa, el abuelo tiraba de las pesas, ajustaba las manecillas y esperaba a que dieran las ocho de la tarde en las señales horarias de Radio Nacional; frecuentemente éstas coincidían con el carillón del reloj y entonces el abuelo sonreía triunfalmente.
Junto a la puerta de entrada al despacho también colgaba un barómetro inglés provisto de todo lo imaginable: higrómetro, medidor de presión atmosférica, termómetro y varias cosas más cuya utilidad se me escapaba. Lo único satisfactorio de aquella antigualla inglesa era que había sido regalo mío y que, por una vez, el abuelo al recibirlo me había mirado con aprobación. Su agradecimiento había sido genuino.
Estábamos sentados frente a frente, él en su butacón de cuero y yo en una butaquita de tela de algodón estampada en vivos colores. Habían pasado pocos días desde mi conversación íntima con África en el jardín del chalé de Las Rozas y yo había acudido nuevamente allá para despedirme antes de regresar a América por un tiempo que se me antojaba sería bastante largo: acababa de firmar un contrato para escribir un ensayo sobre lo que sería la España de finales de siglo sin Franco (si es que eso había de pasar alguna vez) y, francamente además, el ambiente madrileño se me había hecho asfixiante en los últimos tiempos. Huía, huía, una vez más."

Fernando Schwartz
El desencuentro



"Ser un gentleman es una actitud de vida. Supongo que hay mucho de educación en ello, pero es una actitud, y es respeto a los demás y buen gusto. Yo me enorgullezco de ser así."

Fernando Schwartz




















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