G. K. Chesterton El hombre eterno


 
Allá lejos, en alguna extraña constelación celeste infinitamente remota, existe una diminuta estrella que los astrónomos quizá lleguen un día a descubrir. Hasta ahora, al menos, no me ha parecido observar en el rostro o en la actitud de la mayoría de los astrónomos ningún signo manifiesto de haberla descubierto, aunque de hecho estuvieran caminando sobre ella todo el tiempo. Se trata de una estrella capaz de engendrar por sí misma plantas y animales de muy diversos géneros, entre los cuales el más curioso es el de los hombres de ciencia. Así es como empezaría yo una historia del mundo si hubiera de seguir la costumbre científica de comenzar con un relato del universo. Trataría de ver la tierra desde fuera, no desde la reiterada perspectiva de su posición relativa con respecto al sol, sino imaginando cómo vería las cosas un espectador que no habitara en nuestro mundo. Pero, por otra parte, no creo que salirse del ámbito de lo humano sea el mejor procedimiento para estudiar la humanidad. No soy partidario de insistir en distancias que se supone empequeñecen el mundo, de la misma manera que creo que hay algo de vulgar en burlarse de una persona por su tamaño. Y puesto que no es factible esa primera idea que pretende hacer de la tierra un planeta extraño para darle importancia, no buscaré hacerla pequeña para convertirla en algo insignificante. Me gustaría insistir más bien en que ni siquiera sabemos si se trata de un planeta, en el mismo sentido en que sí sabemos que se trata de un lugar, y un lugar verdaderamente extraordinario. Éste es el enfoque que pretendo aplicar desde el principio: un planteamiento no tanto astronómico como de carácter familiar. 

G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 20
 
 
El hombre no es mero producto de una evolución sino más bien una revolución.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 25
 


El arte es la firma del hombre.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 34



La verdad más sencilla acerca del hombre es la de que es un ser muy extraño, en cuanto que es un desconocido sobre la faz de la tierra.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 36
 
 
La verdad más sencilla acerca del hombre es la de que es un ser muy extraño, en cuanto que es un desconocido sobre la faz de la tierra.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 44
 
 
La civilización es anterior a los vestigios humanos. Éste es el punto de partida adecuado para plantear nuestras relaciones con el pasado. La humanidad nos ha dejado ejemplos de otras habilidades anteriores al arte de la escritura o, al menos, de las escrituras que somos capaces de leer. Pero no hay duda de que las artes primitivas eran artes, y es muy probable que las civilizaciones primitivas fueran civilizaciones. El hombre primitivo nos legó una pintura del reno, pero no nos dejó una narración acerca de cómo cazaba los renos y, por tanto, lo que afirmamos de él es hipótesis y no historia. Pero su arte era bastante artístico. Su dibujo manifiesta mucha inteligencia, y no hay por qué dudar de que su relato acerca de la caza fuera igualmente inteligente, aunque de existir, no sería fácil de entender. Es decir, que un período prehistórico no tiene por qué significar un periodo primitivo, en el sentido de ser un periodo caracterizado por la barbarie o la brutalidad. No se refiere al periodo anterior a la civilización, a la aparición de las artes o la artesanía, sino al periodo que precede a la aparición de escritos que estamos en condiciones de descifrar. Este hecho marca la diferencia práctica que existe entre recuerdo y olvido. Pero es perfectamente posible que hubieran existido todo tipo de formas de civilización olvidadas junto a todo tipo de olvidadas formas de barbarie. En cualquier caso, todo indica que muchas de estas olvidadas o medio olvidadas etapas de la civilización eran mucho más civilizadas y menos bárbaras de lo que la mayoría de la gente se imagina. El problema es que sobre estas historias no escritas de la humanidad, cuando la humanidad era muy probablemente humana, no es posible hacer sino conjeturas, sumidos en las mayores dudas y precauciones. Y, desgraciadamente, la duda y la precaución no son el camino preferido por los partidarios del evolucionismo laxo de la cultura actual. Pues dicha cultura está llena de curiosidad y lo único que no puede soportar es la agonía del agnosticismo. Fue en la época de Darwin la primera vez que esta palabra se hizo famosa y la primera vez que este asunto se volvió imposible.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 44
 
 
Así pues, en este esbozo del hombre en su relación con ciertos problemas históricos y religiosos, no emplearé más tiempo en especulaciones sobre la naturaleza del hombre antes de que fuera hombre. Su cuerpo puede haber evolucionado de los animales, pero no sabemos nada de dicha transición que arroje la menor luz acerca de su alma, tal como se manifiesta en la historia. Desgraciadamente, unos escritores tras otros siguen el mismo estilo de razonamiento en lo que se refiere a los primeros vestigios de la existencia de los hombres primitivos. Estrictamente hablando, no sabemos nada de los hombres prehistóricos por la sencilla razón de que eran prehistóricos. La historia del hombre prehistórico es una evidente contradicción en los términos. Es ese tipo de sinrazón al que sólo los racionalistas pueden acogerse. Si a mil sacerdotes en su predicación se les ocurriera comentar que el Diluvio fue antediluviano, probablemente suscitarían comentarios irónicos acerca de su lógica. Si a un obispo se le ocurriera decir que Adán fue preadamita, provocaría en nosotros cierta extrañeza. Pero se supone que no somos capaces de notar las trivialidades formuladas por los historiadores escépticos cuando hablan de esa parte de la historia que es prehistórica. El hecho es que estos historiadores utilizan los términos histórico y prehistórico sin un claro análisis o definición en sus mentes. Lo que quieren decir es que existen rastros de vidas humanas anteriores al comienzo de las crónicas de la humanidad, y, en ese sentido, sabemos al menos que la humanidad fue anterior a la historia. La civilización es anterior a los vestigios humanos. Éste es el punto de partida adecuado para plantear nuestras relaciones con el pasado. La humanidad nos ha dejado ejemplos de otras habilidades anteriores al arte de la escritura o, al menos, de las escrituras que somos capaces de leer. Pero no hay duda de que las artes primitivas eran artes, y es muy probable que las civilizaciones primitivas fueran civilizaciones. El hombre primitivo nos legó una pintura del reno, pero no nos dejó una narración acerca de cómo cazaba los renos y, por tanto, lo que afirmamos de él es hipótesis y no historia. Pero su arte era bastante artístico. Su dibujo manifiesta mucha inteligencia, y no hay por qué dudar de que su relato acerca de la caza fuera igualmente inteligente, aunque de existir, no sería fácil de entender. Es decir, que un período prehistórico no tiene por qué significar un periodo primitivo, en el sentido de ser un periodo caracterizado por la barbarie o la brutalidad. No se refiere al periodo anterior a la civilización, a la aparición de las artes o la artesanía, sino al periodo que precede a la aparición de escritos que estamos en condiciones de descifrar. Este hecho marca la diferencia práctica que existe entre recuerdo y olvido. Pero es perfectamente posible que hubieran existido todo tipo de formas de civilización olvidadas junto a todo tipo de olvidadas formas de barbarie. En cualquier caso, todo indica que muchas de estas olvidadas o medio olvidadas etapas de la civilización eran mucho más civilizadas y menos bárbaras de lo que la mayoría de la gente se imagina. El problema es que sobre estas historias no escritas de la humanidad, cuando la humanidad era muy probablemente humana, no es posible hacer sino conjeturas, sumidos en las mayores dudas y precauciones. Y, desgraciadamente, la duda y la precaución no son el camino preferido por los partidarios del evolucionismo laxo de la cultura actual. Pues dicha cultura está llena de curiosidad y lo único que no puede soportar es la agonía del agnosticismo. Fue en la época de Darwin la primera vez que esta palabra se hizo famosa y la primera vez que este asunto se volvió imposible. Es preciso decir claramente que toda esta ignorancia se cubre bajo una capa de desvergüenza. Se hacen afirmaciones con tanta apariencia de normalidad y cientificismo que a la gente apenas le quedan ganas de detenerse a reflexionar y darse cuenta de que se trata de afirmaciones sin fundamento. El otro día, sin ir más lejos, un resumen de carácter científico, al hablar de las condiciones en las que vivía una tribu prehistórica, comenzaba con las palabras: «No iban vestidos». Probablemente, de cien lectores ni uno solo se paró a pensar cómo se puede llegar a la conclusión de si iban o no vestidas, unas personas de las que no nos queda más vestigio que unos trozos de hueso o de piedra. Esperaban, sin duda, que encontraríamos algún sombrero de piedra, como encontramos el hacha. La afirmación encerraba, evidentemente, la esperanza de que, con el tiempo, llegarían a descubrirse unos pantalones de duración eterna, de la misma sustancia que la roca. Pero a personas con un temperamento menos sanguíneo, les resultaría inmediatamente evidente que aquella gente pudiera llevar unos sencillos ropajes, o incluso ropas más elegantes, sin necesidad de que hubieran dejado más rastro de los mismos que el que nos han legado los hombres primitivos. El trenzado de hierbas y juncos, por ejemplo, pudo ser objeto de una mejor elaboración con el correr del tiempo, sin necesidad de alargar por ello eternamente la vida de los tejidos. Una civilización se podría haber especializado en cosas que luego no dejaran rastro, como el tejido o el bordado, y no en cosas que fueran permanentes, como la escultura o la arquitectura. Son múltiples los ejemplos de este tipo de sociedades especializadas. Aplicando el mismo criterio, una persona que viviera en el futuro y se encontrara las ruinas de la maquinaria de una de nuestras fábricas, podría llegar a la conclusión de que estábamos familiarizados con el hierro y con ningún otro tipo de material, y se apresuraría a revelar el descubrimiento de que el propietario y administrador de la fábrica iba, indudablemente, desnudo, o es posible que vistiera pantalones y sombrero de metal. No es mi intención sostener aquí que los hombres primitivos iban vestidos o que se dedicaran a la elaboración de tejidos, sino que no tenemos suficientes pruebas que nos permitan afirmar o negar el hecho. Pero merece la pena detenerse un instante en algunos de los escasos detalles que conocemos y de los que existe constancia. Si reflexionamos un poco ante ellos, nos daremos cuenta de que no son incompatibles con la idea del vestido y el decoro externo. No sabemos si adornaban otras cosas o si realizaban bordados y, si los realizaron, hay pocas probabilidades de que perduraran en el tiempo. Lo que sí sabemos es que dibujaron pinturas, y éstas han permanecido hasta el día de hoy. Y, con ellas, como vimos anteriormente, perdura el testimonio de un hecho de carácter singular y absoluto, algo que pertenece al hombre, y a nadie más salvo a él. Hay una diferencia de género y no de grado. No se trata de que el mono haga dibujos absurdos y, en cambio, el hombre los haga razonables. No es que el mono marque el comienzo del arte de la representación y el hombre continúe su tarea perfeccionándola. El mono no hace nada de eso: ni lo empieza, ni manifiesta el menor signo de comenzarlo. Antes de que el primer débil trazo se plasme en el arte, una línea de origen extraño se cruza en su camino. Hay otro destacado escritor que, al comentar los dibujos de renos atribuidos a los hombres del neolítico, no duda en afirmar que tras aquellas pinturas no se trasluce ningún propósito religioso, lo que lo lleva a concluir que aquellos hombres no practicaban la religión. Me cuesta imaginar un hilo de argumentación más estrecho que éste, que reconstruye las disposiciones interiores más profundas de la mente del hombre primitivo, del hecho de que a alguien —que ha pintado unos pocos dibujos sobre la roca por un motivo que desconocemos, con una finalidad que desconocemos e influido por unas costumbres y convencionalismos que nos son ajenos— pueda haberle resultado más fácil dibujar unos renos que un elemento religioso. Quizá dibujó aquello por ser su símbolo religioso o quizá porque no lo era. Fácilmente podría haber dibujado su verdadero símbolo religioso en cualquier otro lugar, o quién sabe si no lo destruiría deliberadamente después de dibujarlo. Podría haber hecho o dejado de hacer un millón de cosas. En cualquier caso, se produce un salto de lógica increíble al concluir que el hombre primitivo no tenía ningún símbolo religioso y deducir a continuación de este hecho que no practicaba la religión. Ahora bien, este caso particular parece ilustrar con gran claridad la poca consistencia de esas conjeturas. Poco tiempo después, la gente descubrió, no sólo pinturas, sino esculturas de animales dentro de las cuevas. Algunas de ellas parecían estar dañadas, con abolladuras o agujeros que atribuyeron a la marca dejada por algún impacto de flecha. Se plantearon la hipótesis de que aquellas imágenes fueran los restos de algún rito mágico que consistiera en matar animales en efigie, mientras que las figuras intactas se explicarían mediante otro rito mágico para invocar la fertilidad sobre los ganados. Nos encontramos de nuevo con el hecho particularmente gracioso de la costumbre científica de ver las cosas desde los dos lados. Si la imagen está dañada prueba la existencia de una superstición, mientras que si no lo está, prueba la existencia de otra. Y nos volvemos a encontrar con un imprudente salto a las conclusiones. Naturalmente, no se les ha ocurrido a este grupo de especuladores que un grupo de cazadores refugiados al abrigo del invierno en el interior de una cueva, pudieran pasar el rato probando la puntería, como una especie de entretenimiento primitivo entre colegas. En todo caso, si lo hacían por superstición, ¿qué ocurre entonces con la tesis que sostenía que aquellos objetos nada tenían que ver con la religión? La verdad es que toda esa suposición nada tiene que ver con nada. Sus conclusiones ni siquiera son comparables al entretenimiento de unos amigos disparando flechas sobre la talla de un reno: lo suyo no es sino disparar flechas en el aire. Tales especulaciones tienden a olvidar, por ejemplo, que los hombres actuales a veces hacen también sus marcas en las cuevas. El paso de un multitudinario grupo de turistas por la Gruta de las Maravillas u otras cuevas semejantes, suele dejar tras de sí un curioso rastro de jeroglíficos, iniciales o inscripciones que los más entendidos rehúsan reconocer como algo perteneciente a épocas remotas. Pero llegará el momento en que esas inscripciones pertenecerán realmente a épocas remotas. Y si los profesores del futuro conservaran algún parecido con los actuales podrían deducir una enorme cantidad de detalles vivos e interesantes de aquellos grabados de nuestro siglo. Y, si no conozco mal a la raza humana, y no pierde ésta la confiada actitud de sus predecesores, descubrirán los hechos más increíbles acerca de nosotros a la vista de las iniciales dejadas en aquella Gruta por «Ana» y «Alberto», probablemente, en forma de dos «A» entrelazadas. De este hecho aislado, deducirán: 1) que, puesto que las letras están toscamente escritas con una navaja de bolsillo no afilada, nuestro siglo se caracterizó por tener herramientas de tallado poco definidas y por no estar familiarizado con el arte de la escultura. 2) Que puesto que las letras eran mayúsculas, nuestra civilización nunca desarrolló letras más menudas o algo parecido a la escritura cursiva. 3) Que puesto que las consonantes iniciales aparecen juntas de forma impronunciable, nuestra lengua posiblemente tenía afinidades con el galés o quizá pertenecía al tipo de los primitivos semitas que ignoraban las vocales. 4) Que puesto que las iniciales de Ana y Alberto no parecen indicar de ninguna manera un contenido religioso, nuestra civilización no tendría religión. Quizá sea esto lo que más se acerque a la realidad pues, qué duda cabe, que una civilización religiosa habría dado muestras de un poco más de sentido común.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 44
 
 
¿Quién no encuentra misteriosos los sueños y no siente que se bailan en la oscura frontera de la existencia? ¿Quién no percibe en la muerte y el resurgir perpetuo de los seres que habitan en la tierra un escondido secreto del universo? ¿Quién no es capaz de entender que un carácter sagrado ha de rodear siempre la autoridad y la solidaridad que constituyen el alma de la tribu?
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 50
 
El amanecer de la historia nos revela una humanidad ya civilizada.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 60


El hombre pierde su humanidad cuando pierde la capacidad de aislarse, de encontrarse solo, y cuanto menos aislado, más difícil resulta comprenderlo. Podríamos afirmar, sin salimos de la verdad, que cuanto más cerca están los hombres entre sí, más lejos se encuentran.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 91
 
 
La religión comparada es tanto una cuestión de grado, distancia y diferencia que únicamente es un método acertado cuando intenta comparar. Y cuando nos paramos a examinarlo de cerca nos encontramos con que se comparan cosas realmente incomparables. Se acostumbra a presentar las grandes religiones del mundo en columnas paralelas, y ello nos induce a pensar que realmente son paralelas: o se colocan los nombres de los grandes fundadores religiosos en hilera: Cristo. Mahoma, Buda o Confucio. Pero esto no es más que un truco, una de esas ilusiones ópticas por las que cualquier objeto se puede poner en relación particular con otro, colocándolo simplemente en un lugar concreto de nuestro campo visual. Esas religiones y fundadores religiosos o, más bien, los que decidimos colocar juntos como religiones y fundadores religiosos, no presentan realmente ningún aspecto en común. La ilusión es producida en parte por el islam, que va inmediatamente después del cristianismo en la lista, de la misma forma que llegó también a continuación del cristianismo en el tiempo y, en gran medida, resulta una imitación del mismo. Pero, las otras religiones orientales, o lo que llamamos religiones, no sólo no se asemejan a la Iglesia, sino que difieren profundamente entre sí. Cuando llegamos al confucionismo, al final de la lista, llegamos a algo que se encuentra a un nivel totalmente distinto de pensamiento. Comparar la religión cristiana y la de Confucio es como comparar un deísta con un hacendado inglés o plantear a un hombre la disyuntiva de si cree en la inmortalidad o se considera cien por cien americano. El confucionismo puede ser una civilización, pero no es una religión.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 93
 
 
Al considerar los elementos que conforman la humanidad pagana, hay que empezar por intentar describir lo indescriptible. Muchos resuelven esta dificultad recurriendo a su negación, o ignorándolos por completo, pero lo curioso es que, aun ignorándolos, nunca han podido obviarlos por completo. Están obsesionados en su monomanía evolucionista de que todo lo grande procede de una semilla, o de algo incluso más pequeño. Parecen olvidar que toda semilla procede de un árbol, o de algo más grande. Y existen buenas razones para pensar que la religión no tuvo su origen en un detalle olvidado, tan pequeño que sería imposible encontrar su rastro. Es más probable que su origen fuera una idea, tan difícil de abarcar, que por ello hubiera sido relegada al olvido.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 96
 
 
Lo que aquí se llaman dioses podríamos llamarlos, casi mejor, ensueños. Compararlos a los sueños no implica negar que los sueños puedan convertirse en realidad. Ni compararlos a los relatos de viajeros quiere decir que estos relatos no puedan ser auténticos o contener, al menos, alguna verdad. En realidad, los dioses vienen a ser como una especie de cuentos que el viajero se cuenta a sí mismo. Toda la trama mitológica pertenece a la parte poética de los hombres. Parece curiosamente olvidado hoy en día que el mito es una obra de la imaginación y, por tanto, una obra de arte. Es necesario un poeta para crearla. Y es necesario también un poeta para criticarla. Y, como lo prueba el origen popular de tales leyendas, hay más poetas que no poetas en el mundo. Pero, por alguna razón que nunca me han explicado, sólo una minoría de no poetas tiene licencia para hacer estudios críticos de dichos poemas populares. A nadie se le ocurrirá la peregrina idea de entregar un soneto o una canción a un matemático para que se la valore. Sin embargo, mucha gente parece aceptar la idea, igualmente fantástica, de que las costumbres populares pueden tratarse como ciencia. No es posible apreciar estas cosas si no se las considera desde un punto de vista artístico.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 111
 
 
La mitología es un arte perdido, una de las pocas artes que realmente se ha perdido, pero es un arte.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 112
 
 
Los científicos apenas entienden, como lo hacen los artistas, que una de las caras de lo hermoso es lo feo. No toleran la legítima libertad de lo grotesco. Y rechazarán un mito salvaje como algo burdo, tosco y como una prueba evidente de degradación, porque no tiene toda la belleza de Mercurio, mensajero de los dioses, sobre lo alto de una colina, cuando posee toda la belleza de un Quasimodo. La prueba suprema de un hombre prosaico es su constante insistencia en que la poesía debe ser poética. El humor se encuentra a veces presente tanto en el tema como en el estilo de la fábula. Los aborígenes australianos, considerados los más rudos salvajes, poseen una historia de una rana gigante que se tragó el mar y todas las aguas del mundo y que, para poder expulsarlas, necesitaba que alguien la hiciera reír. Uno tras otro, todos los animales desfilaron en su presencia, realizando las mayores bufonadas, pero ninguno conseguía hacerla reír. Por fin, una anguila, que se sostenía en equilibrio sobre el extremo de la cola poniendo en juego la dignidad de su porte, logró el efecto deseado. Muchas páginas de buena literatura fantástica se podrían escribir a partir de esta fábula. La filosofía se esconde tras esa visión de un mundo seco, a la espera del benéfico Diluvio de la risa. La imaginación se desborda ante ese montañoso monstruo que irrumpe como un volcán acuoso. Y es divertido imaginar los ojos de la rana saliéndose de sus órbitas a la vista del pelicano o del pingüino. La rana finalmente se rio, pero el estudiante de las costumbres populares continúa serio.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 113
 
 
El artista siente que nada es perfecto a menos que sea personal.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 115



El verdadero artista advierte, consciente o inconscientemente, que toca verdades transcendentales, que sus imágenes son sombras de cosas que se contemplan como a través de un velo. En otras palabras, el que ha nacido místico sabe que allí hay algo; algo se esconde tras las nubes o en el interior de los árboles. Pero cree que la búsqueda de la belleza es la manera de encontrarlo. Y la imaginación es una especie de hechizo que puede hacerlo surgir.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 116
 
 
El peligro de clasificar las cosas es que puede parecer que se comprenden.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 116
 
 
Supongamos que alguien en una historia dice: «Coge esta flor y una princesa morirá en un castillo al otro lado del mar». No sabemos por qué algo se agita en el subconsciente, o por qué lo que es imposible parece casi inevitable. Supongamos que otra historia nos cuenta: «Y en el mismo instante en que el rey apagó la vela, sus naves naufragaron lejos de la costa de las Hébridas». No sabemos por qué, la imaginación ha aceptado esa imagen antes de que la razón pueda rechazarla; o por qué tales correspondencias parecen coherentes con algo dentro del alma. Cosas muy profundas en nuestra naturaleza, una pálida percepción de la dependencia de las cosas grandes respecto a las pequeñas, una velada sugerencia de que las cosas más cercanas a nosotros se encuentran más allá de nuestras fuerzas naturales; un sentir sagrado de lo mágico en las cosas materiales y muchos otros sentimientos que pasan, desapareciendo progresivamente, están en una idea como la del alma externa. Las fuerzas naturales en los mitos de los salvajes son como las fuerzas naturales expresadas en las metáforas de los poetas. El alma de dichas metáforas es, con frecuencia, del mismo tipo que un alma externa.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 116
 

… aquél que no comprenda los mitos tampoco comprenderá a los hombres.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 121
 
 
La reencarnación no es propiamente una idea mística, trascendental o, en ese sentido, una idea religiosa. El misticismo concibe algo que trasciende la experiencia: la religión busca chispazos de un bien mejor o un mal peor que el que pueda ofrecer la experiencia. La reencarnación sólo necesita ampliar las experiencias en el sentido de repetirlas. No es más trascendental para un hombre recordar lo que hizo en Babilonia antes de nacer que recordar lo que hizo en Brixton antes de darse un golpe en la cabeza. Sus sucesivas vidas no necesitan ser más que vidas humanas, independientemente de las limitaciones que la misma vida le pueda imponer. No tiene nada que ver con contemplar a Dios o invocar al diablo. En otras palabras, la reencarnación, como tal, no se escapa necesariamente de la rueda del destino; es, en cierto sentido, la rueda del destino.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 147
 
 
La historia materialista es la historia más locamente increíble de todas las historias e, incluso, de todas las novelas. Sea lo que sea lo que provoca las guerras, aquello que las sostiene está dentro del alma, es decir, tiene alguna relación con la religión. Es algo relacionado con lo que los hombres sienten acerca de la vida y de la muerte.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 156
 
 
 
Hay una guerra religiosa cuando dos mundos se encuentran, es decir, cuando se encuentran dos distintas visiones del mundo o, empleando un lenguaje más moderno, cuando se encuentran dos atmósferas morales. Lo que para unos es el aire para respirar para otros es el veneno, y en vano se fundirá lo turbio con las aguas cristalinas,
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 158
 
 
El Evangelio está cargado de gestos repentinos claramente significativos, pero que difícilmente acertamos a explicar; de silencios enigmáticos, de contestaciones irónicas.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 206
 
 
Si hay algún aspecto del Nuevo Testamento en el que se pueda decir que Jesús se presenta como una persona eminentemente práctica, es precisamente como exorcista. No hay nada manso y humilde, no hay nada ni siquiera místico —en el sentido que ordinariamente utilizamos este término— en el tono de voz que dice: «Queda en paz y sal de él». Es mucho más parecido al tono de un domador de leones o un resuelto doctor tratando con un maniaco homicida. Pero ésta es una cuestión marginal traída al caso como mera ilustración. No pretendo suscitar estas controversias, sino considerar el caso de un hombre imaginario de otro planeta, para el que el Nuevo Testamento es algo nuevo. Ahora bien, lo primero que se observa es que si lo consideramos simplemente como una historia humana es, en algunos aspectos, una historia muy extraña. No me refiero a su trágica y tremenda culminación o a las implicaciones que conducen al triunfo final en esa tragedia. No me refiero a lo que comúnmente se llama el elemento milagroso, pues en ese punto las filosofías varían y las filosofías modernas dudan con mucha frecuencia. Se puede decir que el inglés educado de hoy día ha pasado de una vieja moda por la que no creería en ningún milagro a menos que fuera antiguo, a una nueva moda por la que no cree en ningún milagro a menos que sea moderno. Antes solía afirmar que las curaciones milagrosas habían desaparecido con los primeros cristianos, y ahora se inclina a creer que aquellas curaciones comenzaron con los primeros Cientistas Cristianos. Pero quiero fijarme más especialmente en los hechos no milagrosos e incluso en las partes inadvertidas e intrascendentes de la historia. Hay muchas cosas grandes en la historia que a nadie se le habría ocurrido inventar, pues son cosas a las que nadie ha hecho nunca un caso muy particular y, que, si en algún momento fueron comentadas, han permanecido más bien como un rompecabezas. Ahí está, por ejemplo, ese largo trecho de silencio en la vida de Cristo hasta los treinta años. De todos los silencios, es el más grande y el más impresionante que cabe imaginar. Pero no es ese tipo de cosas que alguien se sienta particularmente inclinado a inventar para probar algo y, que yo sepa, nadie ha intentado probar nunca nada partiendo de esos hechos. Es algo impresionante, pero sólo en cuanto hecho: no hay nada particularmente popular u obvio sobre él si lo considerásemos una tabula. La corriente habitual de culto al héroe y de creación de mitos es muy probable que diga exactamente lo contrario. Es más probable que diga —como creo que dicen algunos de los evangelios rechazados por la Iglesia— que Jesús mostró una cierta precocidad divina, y que comenzó su misión a una edad milagrosamente temprana. Ciertamente, resulta un poco extraño al pensamiento, que Aquél que necesitaba menos preparación de toda la humanidad, pareció necesitar más preparación que ninguno. No me interesa especular si se trataba de alguna manifestación de la humildad divina, o de una verdad en la que vemos una sombra de la exaltación de la tutela doméstica encarnada en las criaturas más excelsas de la tierra. Lo menciono, simplemente, como ejemplo de ese tipo de detalles que en cualquier caso dan pie a unas especulaciones que suelen estar bastante alejadas de las especulaciones religiosas reconocidas. Ahora bien, la historia entera está llena de esos detalles. Pero no es una historia en la que sea fácil llegar al fondo, a pesar de la sencillez con que se presenta a nuestros ojos. Es lodo menos lo que esta gente denomina un Evangelio sencillo. En términos relativos se podría decir que el Evangelio tiene el misticismo y la Iglesia el racionalismo. Y siguiendo mi exposición, el Evangelio sería el enigma y la Iglesia la respuesta. Pero, cualquiera que sea la respuesta, el Evangelio que se nos presenta es prácticamente un libro de enigmas. En primer lugar, un hombre que leyera el Evangelio no encontraría tópicos. Si hubiera leído, aun con el espíritu más respetuoso, a la mayoría de los filósofos antiguos y moralistas modernos, apreciaría la importancia que tiene decir que en el Evangelio no hay tópicos. Es más, de lo que se puede decir incluso de Platón. Es mucho más de lo puede decirse de Epicteto, Séneca, Marco Aurelio o Apolonio de Tiana. Y es inmensamente más de lo que se puede decir de la mayoría de los moralistas agnósticos y de los predicadores de las sociedades éticas, con sus cánticos de servicio y su religión de la fraternidad. La moralidad de la mayoría de los moralistas antiguos y modernos, no ha sido más que una sólida y pulida catarata de tópicos fluyendo sin cesar. Pero no será ésta, seguramente, la impresión del lector imaginario ajeno al Nuevo Testamento. No encontrará en él tópicos en constante reflujo, sino voces que reclaman para sí extrañas atribuciones, como las del que reclamara para sí ser hermano del sol o de la luna; o encontrará un gran número de consejos sorprendentes, serias advertencias, o historias a la vez extrañas y hermosas. Contemplará auténticos gigantes del discurso hablando de la imposibilidad de pasar un camello por el ojo de una aguja o la posibilidad de arrojar una montaña sobre el mar. Encontrará una serie de atrevidas simplificaciones acerca de las dificultades de la vida, como la de brillar indiferentemente sobre todos como lo hace el sol, o la de no preocuparse del futuro más que los pájaros. Por otra parte, encontrará algunos pasajes de una oscuridad casi impenetrable, como la moral de la parábola del administrador injusto. Algunas de estas cosas podrían antojársele como fábulas y otras como verdades, pero en ningún caso como frases sin sustancia. No encontrará, por ejemplo, los habituales tópicos en favor de la paz, sino varias paradojas en favor de la misma. Encontrará varios ideales de no resistencia que, tomados al pie de la letra, resultarían demasiado pacíficos para cualquier pacifista. En un pasaje se le dirá que ha de tratar a un ladrón no con resistencia pasiva, sino más bien con ánimo positivo y entusiasta y, si hubieran de tomarse las palabras literalmente, acumulando regalos para el hombre que roba las mercancías. Pero no encontrará una sola palabra de esa retórica contra la guerra que ha llenado innumerables libros, odas y oraciones; ni una palabra sobre la maldad de la guerra, el despilfarro de la guerra, la espantosa escala de crímenes en la guerra y todo el resto de desmanes que nos son familiares. Realmente, no se menciona ni una sola palabra sobre la guerra. No hay nada que arroje una luz particular sobre la actitud de Cristo hacia la guerra organizada, salvo que parece haber tenido cierta amistad con los soldados romanos. De hecho, es otro motivo de perplejidad —hablando desde el mismo punto de vista humano y externo— que parece haberse llevado mucho mejor con los romanos que con los judíos. Pero, de lo que se trata aquí es de apreciar un cierto tono ante la lectura de un determinado texto, y podríamos ofrecer un buen número de ejemplos. La afirmación de que los mansos heredarán la tierra está muy lejos de ser una afirmación de mansedumbre. La palabra «manso» no se emplea aquí en el sentido habitual de algo pasivo, moderado o inofensivo. Para justificarlo, sería necesario adentrarse profundamente en la historia y anticipar cosas que no se soñaban entonces y que muchos no son capaces de percibir aún hoy. Es el caso, por ejemplo, de la forma en que los monjes reclamaban las tierras abandonadas que los reyes habían perdido. Si esto fue una verdad, fue porque se trataba de una profecía. Pero, ciertamente, no era una verdad como la de los tópicos. La bendición sobre los mansos era una afirmación muy violenta, en cuanto que se oponía violentamente a la razón y a la probabilidad. Y con esto llegamos a otra etapa importante en la especulación. Como profecía realmente se cumplió, pero no sin haber transcurrido un largo periodo de tiempo. Los monasterios fueron los terrenos más prácticos y más prósperos de la reconstrucción después de la invasión bárbara: los mansos realmente heredaron la tierra. Pero nadie podía haber imaginado nada semejante por entonces, a menos que hubiera uno que lo supiera. Algo parecido se puede decir acerca del incidente de Marta y María, que ha sido interpretado retrospectivamente y desde dentro por los místicos de la vida contemplativa cristiana. Pero este punto de vista no era obvio en absoluto y la mayoría de los moralistas, antiguos y modernos, se habrían confiado y precipitado sobre lo obvio. ¡Qué torrentes de fácil elocuencia habrían fluido de sus palabras para resaltar la más leve superioridad por parte de Marta!; qué espléndidos sermones sobre la «Alegría en el Servicio» y el «Evangelio del Trabajo» y el «Dejar el Mundo Mejor que lo Encontramos», y otros diez mil tópicos que en favor del «tomarse molestias» podría pronunciar tanta gente que no necesita tomarse la molestia de pronunciarlas. Si en María Cristo guardaba la semilla de algo más sutil, ¿quién iba a ser capaz de entenderlo en aquel momento? Nadie más que Él podía haber visto a Clara, a Catalina y a Teresa brillando sobre la pequeña techumbre de Betania. Lo mismo ocurre, de otra manera, con esa gran amenaza de traer sobre el mundo una espada para separar y dividir. Nadie pudo haber adivinado entonces cómo podría cumplirse o cómo podría justificarse. Algunos librepensadores son aún tan simples como para caer en la trampa y sorprenderse ante una frase tan deliberadamente desafiante y llegan a quejarse, de hecho, de que la paradoja no sea un tópico. Pero de lo que se trata aquí es de que si pudiéramos leer los relatos del Evangelio con la misma actitud con la que habitualmente leemos las noticias de un periódico, nos resultarían desconcertantes y quizás nos aterrarían mucho más que el desarrollo de esas mismas cosas en la posterior historia del cristianismo. Por ejemplo, Cristo después de una clara alusión a los eunucos de la corte oriental, dijo que habría eunucos por el reino de los cielos. Si con ello no ha querido significarse el entusiasmo voluntario por la virginidad, no podría significar más que algo mucho más antinatural y zafio. Es la religión histórica la que humaniza este punto para nosotros, a la vista de la experiencia de los franciscanos o las hermanas de la Merced. La mera afirmación aislada podría sugerir una atmósfera algo deshumanizada, el silencio siniestro e inhumano del harem y el diván asiáticos. Éste tío es sino un caso entre muchos, pero su enseñanza es que el Cristo del Evangelio podría parecer realmente más extraño y terrible que el Cristo de la Iglesia. Me estoy deteniendo en las partes oscuras, deslumbrantes, desafiantes o misteriosas de las palabras del Evangelio, no porque no tengan obviamente un lado más conocido y popular, sino porque son la respuesta a una crítica habitual sobre un punto esencial. Con frecuencia oímos decir a los librepensadores que Jesús de Nazaret fue un hombre de su tiempo, aun cuando fuera por delante de su tiempo, y que no podemos aceptar su ética como fin para la humanidad. Y, entonces, continuará su crítica diciendo con suficiente convencimiento que los hombres no pueden presentar la otra mejilla: que deben preocuparse del mañana; que la abnegación es demasiado ascética o que la monogamia es demasiado severa. Pero los zelotes y los legionarios no presentaban la otra mejilla más de lo que lo hacemos nosotros, si llegaban a tanto. Los comerciantes judíos y los recaudadores de impuestos romanos se preocupaban del mañana tanto como nosotros, si no más. No podemos pretender estar abandonando la moralidad del pasado por una más adecuada al presente. No es ciertamente la moralidad de otra época, pero podría ser la de otro mundo. En resumen, podemos decir que estos ideales son imposibles en sí mismos, pero lo que no podemos decir es que sean imposibles para nosotros. Son ideales que se distinguen por un misticismo que, si lucra una especie de locura, habría vuelto locos a toda esa gente. Tomemos, por ejemplo, el caso del matrimonio y de las relaciones entre los sexos. Podría ser verdad que un profesor de Galilea explicara realidades que resultaban naturales para un auditorio de galileos, pero no es así. Cabría esperar racionalmente que un hombre en tiempos de Tiberio se anticipase a una forma de ver las cosas que estaba condicionada por la época de Tiberio, pero no fue así. Lo que aquel hombre anticipó fue algo muy diferente, algo muy difícil de entender, pero no más difícil ahora de lo que fue entonces. Cuando Mahoma, por ejemplo, hizo su compromiso polígamo, podemos decir razonablemente que estaba condicionado por una sociedad polígama. Cuando permitía al hombre tener cuatro esposas, realmente bacía algo que se acomodaba a las circunstancias y que podría haber sido menos adecuado en otras. Nadie pretenderá afirmar que las cuatro esposas eran como los cuatro vientos, algo en apariencia enraizado en el mismo orden de la naturaleza. A nadie se le ocurrirá decir que el número cuatro estaba eternamente escrito en las estrellas del cielo. Pero tampoco habrá nadie que diga que el número cuatro es una cifra inconcebible, que es algo superior a la mente humana contar hasta cuatro, o contar el número de sus esposas y ver si asciende a cuatro. Es un compromiso práctico que lleva en sí el carácter de una sociedad particular. Si Mahoma hubiera nacido en Acton en el siglo XIX, podemos tener nuestras dudas de si habría llenado inmediatamente ese suburbio con harenes de cuatro esposas cada uno. Puesto que nació en Arabia en el siglo VI, su concepción de la unión conyugal se ajusta a las condiciones de Arabia en este siglo. Pero Cristo, en su concepción del matrimonio, no se ajusta lo más mínimo a las condiciones de Palestina en el siglo l. Su concepción del matrimonio se centra en el aspecto sacramental, tal y como lo ha desarrollado más tarde la Iglesia Católica. Era algo tan difícil de entender para la gente de entonces como lo es ahora. Era mucho más desconcertante para la gente de entonces, que ahora. Los judíos, romanos y griegos no creían —y ni siquiera entendían lo suficiente para dejar de creer— la idea mística de que el hombre y la mujer se habían convertido en una sustancia sacramental. Podemos considerarlo un ideal increíble o imposible, pero no más de lo que aquéllos lo habrían considerado entonces. En otras palabras, independientemente de todo lo que sea verdad, no es cierto que la controversia se haya visto alterada con el tiempo, ni tampoco que las ideas de Jesús de Nazaret fueran adecuadas para aquella época y no lo sean para la época actual. Cuán perfectamente adecuadas fueron estas ideas para aquella época es algo que quizás se sugiera al final de su historia. Podríamos expresar la misma verdad de otra manera, diciendo que, si se consintiera la historia como algo simplemente humano o histórico, llama la atención las pocas palabras de Cristo que lo ligan a su tiempo. No me refiero a los detalles de una época concreta, que cualquier hombre sabe que son pasajeros. Me refiero a hechos fundamentales de los que cualquier hombre sabio percibe, al menos vagamente, su trascendencia eterna. Aristóteles, por ejemplo, fue, probablemente, el hombre más sabio y de mayor capacidad intelectual que haya existido. Basó su vida entera en unos principios fundamentales, que han demostrado ser unos principios racionales sólidos a lo largo de todos los cambios sociales e históricos. Sin embargo, vivió en un mundo en que se consideraba tan natural tener esclavos como tener hijos, y ello le llevó a conceder una diferencia entre esclavos y hombres libres. Cristo, lo mismo que Aristóteles, vivió en un mundo que daba la esclavitud por supuesta. No la denunció directamente. Desencadenó un movimiento que podía existir en un mundo con esclavitud, pero que, al mismo tiempo, podía existir en un mundo sin esclavitud. Nunca utilizó una frase que hiciera depender su filosofía sobre la misma existencia del orden social en el que vivió. Habló como quien es consciente de que todo es efímero, incluidas las cosas que Aristóteles consideraba eternas. Por aquel entonces, el Imperio Romano se había convertido simplemente en el orbis terrarum, otro nombre para el mundo. Pero Cristo nunca hizo depender su doctrina moral de la existencia del Imperio Romano o de la existencia del mundo. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». En realidad, las limitaciones de lugar que los críticos atribuyen al Galileo, no son sino un caso de limitación local en los críticos. Es cierto que Aquél creía en ciertas cosas en las que una secta moderna de materialistas no creería. Pero no eran cosas especialmente propias de su tiempo. Nos acercaríamos más a la verdad si afirmáramos que la negación de estas cosas es un rasgo bastante característico de nuestro tiempo. Y aún nos acercaríamos más a la verdad si dijéramos también que un rasgo característico de nuestro tiempo —por parte de una minoría que afirma no creer en ellas— es el concederle una gran importancia social. Cristo creía, por ejemplo, en los espíritus malignos o en la curación de enfermedades corporales, pero no porque fuera un galileo nacido bajo el Imperio de Augusto. Es absurdo decir que un hombre creía en determinadas cosas porque era un galileo bajo el Imperio de Augusto, cuando podía haber creído las mismas cosas si hubiera sido un egipcio bajo el Imperio de Tutankamón o un hindú bajo el Imperio de Gengis Khan. Pero estas cuestiones acerca de la filosofía de lo diabólico o de los milagros divinos ya las tratamos en otro lugar. Basta decir ahora, que los materialistas tienen que probar la imposibilidad de los milagros contra el testimonio de toda la humanidad, no contra los prejuicios de los habitantes del norte de Palestina sujetos al Imperio de los primeros emperadores romanos. Lo que éstos tienen que probar, en lo que atañe a nuestra argumentación, es la presencia en los Evangelios de los prejuicios particulares de aquellos habitantes concretos. Y es verdaderamente asombroso lo poco que son capaces de lograr para comenzar siquiera a probarlo. Es lo que ocurre con el sacramento del matrimonio. Podemos no creer en los sacramentos, como podemos no creer en los espíritus, pero está claro que Cristo creyó en este sacramento a su manera y no a la manera contemporánea o actual. No tomó sus argumentos contra el divorcio de la ley mosaica, de la ley romana o de los hábitos de la gente de Palestina. Estos argumentos resultarían para los críticos de entonces lo mismo que para los críticos actuales: un dogma arbitrario y trascendental que no procede de ninguna parte salvo del mismo Cristo. No me interesa lo más mínimo aquí defender este dogma. Lo que quiero señalar es que es tan fácil defenderlo ahora como lo era entonces. Es un ideal completamente atemporal, difícil en cualquier período, imposible en ninguno. En otras palabras, si alguien dijera que estas palabras son las que cabría esperar de un hombre que caminara por aquellos lugares en aquel periodo, podríamos contestarle justamente, que las palabras de Cristo se parecen mucho más a lo que podría ser el discurso misterioso de un ser superior al hombre, que caminara entre los mortales. Me parece, por tanto, que un hombre que leyera el Nuevo Testamento con sinceridad y sin prejuicios no se llevaría la impresión de lo que ahora se entiende, con frecuencia, por un Cristo humano. El Cristo meramente humano es una figura inventada, una pieza de selección artificial, como la del hombre meramente evolutivo. Por otra parte, se han encontrado demasiados de estos Cristos humanos en la misma historia, igual que se han encontrado también demasiadas claves para la mitología en las mismas historias. Tres o cuatro escuelas distintas de racionalismo han trabajado en el tema, encontrando tres o cuatro explicaciones igualmente racionales de la vida de Cristo. La primera explicación racional de su vida es la de que nunca vivió. Y esto, a su vez, dio pie a otras tres o cuatro explicaciones diferentes, como la de que se trató de un mito del sol o del maíz, o cualquier otro tipo de mito de carácter monomaniaco. Después, la idea de que era un ser divino que no existió dio lugar a la idea de que fue un ser humano que existió. En mi juventud, estuvo de moda decir que fue simplemente un profesor de ética a la manera de los esenios, que al parecer no tenía más que decir que lo que Hillel u otros cientos de judíos podrían haber dicho, como que es bueno ser bueno o que ser puro ayuda a la purificación. Luego, alguien dijo que se trató de un loco portador de un mensaje mesiánico engañoso. Otros afirmaron que se trató de un profesor realmente original puesto que no se ocupó de otra cosa que del socialismo o, como otros defendieron, del pacifismo. Más tarde, apareció en escena un ceñudo personaje científico, diciendo que nunca se habría oído hablar de Jesús a no ser por sus profecías sobre el fin del mundo. Se hizo famoso como milenarista al estilo del Dr. Cumming, sembrando la alarma en ciertos ámbitos provinciales, al anunciar la fecha exacta del fin del mundo. Entre otras variaciones sobre el mismo tema estaba la teoría de que se trató sin más de un curandero espiritual, una visión presente en la llamada Ciencia Cristiana, que tiene que recurrir a un cristianismo sin crucifixión para explicar la curación de la suegra de Pedro o de la hija del centurión. Existe otra teoría que se centra totalmente en el terreno de lo diabólico y lo que en ella se denomina la superstición contemporánea de los endemoniados; como si Cristo, como un joven diácono recibiendo sus primeras órdenes, hubiera aprendido exorcismos y no hubiera pasado de ahí. Ahora bien, cada una de estas explicaciones en sí mismas me parecen absolutamente inadecuadas, pero considerándolas en conjunto nos sugieren algo del mismo misterio que omiten. Algo no sólo misterioso sino lleno de matices, debió haber seguramente en Cristo, cuando de su figura han sido capaces de tallar tantos Cristos menores. Si el seguidor de la Ciencia Cristiana está satisfecho con Él como curandero espiritual, y el partidario del socialismo cristiano está satisfecho con Él como reformador social, incluso tan satisfechos que no esperarían de Él que fuera ninguna otra cosa, parece como si su personalidad abarcara proporciones mayores de lo que ellos mismos se habían propuesto. Y parece sugerir que podría haber más de lo que se imaginan detrás de esas otras cualidades misteriosas como el arrojar los demonios o profetizar el fin del mundo.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 216 u siguientes
 
 
El propósito de estas páginas es mostrar la falsedad de ciertas afirmaciones vagas y vulgares. Y aquí tenemos una de las más falsas. Hay una especie de idea rondando por todas partes de que todas las religiones son iguales porque todos los fundadores religiosos eran rivales, en lucha por obtener la misma corona resplandeciente. Esto es absolutamente falso. La pretensión hacia esa corona o algo parecido a ella, es tan rara como el hecho de que es un caso único. Mahoma no tuvo esta pretensión en mayor medida que Miqueas o Malaquías. Confucio tampoco la pretendió en mayor medida que Platón o Marco Aurelio. Buda nunca dijo que fuera Brahma. Zoroastro no tuvo más pretensión de ser Ormuz que de ser Ahrimán. La verdad es que, en la mayoría de los casos, ocurre lo que cabría esperar de acuerdo con el sentido común y con la filosofía cristiana: sucede precisamente lo contrario. Normalmente se dice que cuanto mayor es la grandeza de un hombre, es menos probable que manifieste grandes pretensiones. Aparte del caso único que estamos considerando, los únicos hombres que manifiestan ese tipo de pretensión son hombres caracterizados por su pequeñez: monomaniacos reservados o egocéntricos. Nadie se imagina a Aristóteles reclamando ser el padre de los dioses y de los hombres bajando del cielo, aunque fácilmente imaginaríamos algún loco emperador romano como Calígula reclamándolo para él, o más probablemente para sí mismo. Nadie se imagina a Shakespeare hablando como si se considerara un ser literalmente divino, aunque fácilmente podríamos imaginar algún americano chiflado descubriendo esa divinidad como un criptograma en sus obras o peor aún, en las suyas propias. En cualquier parte es posible encontrar seres humanos asumiendo tales pretensiones sobrehumanas, particularmente en los manicomios, probablemente con camisa de fuerza. Pero mucho más importante que el mero destino material de estas personas en una sociedad materialista como la nuestra, sujeta a unas leyes muy crudas y poco desarrolladas sobre la locura, el tipo de persona que conocemos tildado con este nombre, o tendente hacia él, es el de un hombre enfermo y desproporcionado, delgado y abultado, y mórbido hasta la monstruosidad. Es por una metáfora poco afortunada por lo que solemos decir del loco que está como una «regadera», pues en cierto sentido su cabeza no tiene los suficientes agujeros como para que el agua fluya con soltura. Esta imposibilidad de disimular un engaño a la luz del día a veces encubre y oculta la pretensión de divinidad. Más no se encuentra entre profetas, sabios o fundadores de religiones, sino solamente en un deprimido círculo de lunáticos. Aquí es precisamente donde la argumentación adquiere un intenso interés, porque prueba muchas cosas. Nadie supone que Jesús de Nazaret fuera esa clase de persona. Ningún crítico moderno en sus cabales piensa que el predicador del Sermón de la Montaña fuera un pobre imbécil medio tonto que podría estar garabateando estrellas sobre las paredes de una celda. Ningún ateo o blasfemo cree que el autor de la Parábola del Hijo Pródigo fuera un monstruo con una idea fija, como un cíclope con un solo ojo. Frente a cualquier crítica histórica posible, su posición en la escala de los seres humanos ha de situarse en un lugar mucho más elevado. Mas en vista de lo que hemos considerado, no queda más remedio que situarlo o entre los locos o en el lugar más alto de todos.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 223
 
 
Si Cristo fue simplemente un personaje humano, realmente se trató de un personaje humano muy complejo y contradictorio, pues supo conjugar perfectamente los dos aspectos que se sitúan en los extremos de la humana variación. Fue exactamente lo que nunca puede ser un hombre víctima de una alucinación: un buen sabio y un buen juez. Lo que dijo fue siempre inesperado, pero al mismo tiempo inesperadamente magnánimo y muchas veces inesperadamente moderado. Fijémonos en el contenido de la parábola del trigo y la cizaña. Tiene esa cualidad que une la cordura y la sutileza. No tiene la simplicidad de un loco. Ni siquiera tiene la simplicidad de un fanático. Podría ser pronunciada por un filósofo centenario, al final de un siglo de utopías. Nada menos parecido a esta capacidad de ver más allá de todas las cosas obvias, que la condición del egomaníaco con un único punto sensible en su cerebro. Realmente, no veo cómo podrían combinarse estos dos caracteres de forma convincente, sino es de la asombrosa manera en que se combinan en el Credo. Pues mientras no alcancemos la aceptación completa del hecho como tal, aunque sea un hecho maravilloso, todas las aproximaciones nos alejarán más y más de él. La Divinidad posee la suficiente grandeza para ser divina y llamarse como tal. Pero a medida que la humanidad se hace más grande, se le hace más difícil el llamarse divina. Dios es Dios, como dicen los musulmanes, pero un gran hombre sabe que él no es Dios, y cuánto mayor es su grandeza, mayor conciencia adquiere de esa realidad. Ésta es la paradoja: todo lo que se aproxima a ese punto, se aleja al mismo tiempo de él. Sócrates, el más sabio de los hombres, sabía que no sabía nada. Un loco puede pensar que es la omnisciencia, y un tonto puede hablar como si fuera omnisciente. Pero Cristo es omnisciente en otro sentido: no sólo sabe, sino que sabe que sabe.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 224
 
 
Posiblemente no existen dos cosas más diferentes que la muerte de Sócrates y la muerte de Cristo. Nos inclinamos a pensar que la muerte de Sócrates fue, al menos desde el punto de vista de sus amigos, una estúpida confusión y un error de la justicia interfiriendo en el curso de una filosofía humana y lúcida, casi diría que diáfana. Nos inclinamos a pensar que la Muerte fue la novia de Cristo, como la Pobreza fue la novia de san Francisco, y su vida fue, en ese sentido, una especie de trasunto de amor con la muerte, una novela sobre la búsqueda del sacrificio de la propia vida. Desde el momento en que la estrella sube hacia el cielo como un cohete de feria, hasta el momento en que el sol se extingue como una antorcha fúnebre, la historia entera se desplaza sobre sus alas con la velocidad y la dirección de un drama, finalizando en un acto que no se alcanza a expresar con las palabras.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 228
 
 
La tarea ha sido emprendida por muchos hombres de auténtico genio y elocuencia, así como por gran número de vulgares sentimentalistas y tímidos retóricos.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 230
 
 
La fuerza demoledora de las sencillas palabras del Evangelio es como la de una piedra de molino, y los que sean capaces de leerlo con la suficiente inocencia, sentirán como si unas rocas les hubieran pasado por encima. La crítica no es más que palabras acerca de otras palabras. ¿Y qué utilidad tienen unas palabras acerca de palabras como éstas? ¿Qué sentido tiene colorear con palabras un oscuro huerto que repentinamente se llena de antorchas y rostros furiosos? «¿Cómo contra un ladrón, habéis salido con espadas y palos a prenderme? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo y no me prendisteis». ¿Cabe añadir algo a la imponente y recogida moderación de esa ironía, como una ola que se elevara hacia el cielo y se negara a caer? «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos». Igual que el sumo sacerdote preguntó qué necesidad tenían ya de más testigos, podríamos nosotros preguntar qué otra necesidad tenemos de palabras. Pedro, en un momento de pánico, lo negó: «Y al instante cantó un gallo (…) El Señor se volvió y miró a Pedro (…), y Pedro salió y lloró amargamente». ¿Alguien tiene alguna otra observación que hacer? Momentos antes de su muerte, rezó por toda la raza de asesinos de la humanidad, diciendo: «No saben lo que hacen»; ¿hay algo que decir a esto, salvo que nosotros sabemos poco más que éstos lo que decimos? No hay necesidad de repetir y alargar la historia, contando cómo se consumó la tragedia por la pendiente de la Vía Dolorosa y cómo lo arrojaron sin más con dos ladrones en una de las tandas ordinarias de ejecuciones. Y cómo, en todo aquel terrible y desolador abandono, oyó una voz en homenaje, una voz sorprendente, procedente del último lugar esperado: el madero de uno de los ladrones. Y le dijo a aquel rufián sin nombre: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». ¿Qué otra cosa se puede poner después de esto sino un punto final?, o ¿hay alguien preparado para contestar adecuadamente a ese gesto de despedida a todos los hombres, por el que creó para su Madre un nuevo Hijo?
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 230
 
 
Todos los grandes grupos que vemos alrededor de la Cruz, representan de una u otra forma la gran verdad histórica de su tiempo: que el mundo no podía salvarse a sí mismo.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 231
 
 
Todos los grandes grupos que vemos alrededor de la Cruz, representan de una u otra forma la gran verdad histórica de su tiempo: que el mundo no podía salvarse a sí mismo. El Hombre no podía hacer más. Roma, Jerusalén y Atenas y, con ellas, todo lo demás, se precipitaban al vacío como un mar convertido en una lenta catarata. En apariencia, el mundo antiguo se hallaba en el apogeo de su fuerza. Pero es siempre en esos momentos cuando se hace sentir la debilidad interior. Esta debilidad, como hemos repetido más de una vez, no era una debilidad natural, sino la fuerza del mundo transformada en debilidad y la sabiduría del mundo transformada en locura.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 231
 
 
Cristo fundó la Iglesia con dos grandes figuras retóricas, en las palabras finales a los Apóstoles que recibieron autoridad para fundarla. La primera, fue la frase en la que señala que fundará su Iglesia sobre Pedro como sobre una roca. La segunda, fue el símbolo de las llaves. Sobre el significado de la primera no me cabe ninguna duda, pero no afecta directamente al hilo de nuestra argumentación, salvo en dos aspectos más secundarios. Por un lado, es un ejemplo de algo que sólo encontrará su explicación plena mucho más adelante. Por otro, es una paradoja del lenguaje sencillo y evidente que describe a un hombre como una roca cuando éste tenía mucha más apariencia de paja. Pero la otra imagen de las llaves es de una exactitud que no se ha sabido apreciar del todo. Las llaves han tenido bastante importancia en el arte y la heráldica del cristianismo, pero no todo el mundo se ha percatado del particular acierto de la alegoría. Llegamos ahora a un punto en la historia donde conviene decir algo acerca de la primera aparición y de las actividades de la Iglesia en el Imperio Romano, y para esa breve descripción nada podía ser más perfecto que esa antigua metáfora. De los primitivos cristianos se podía afirmar con toda propiedad que eran portadores de una llave, o lo que ellos llamaban llave. Todo el movimiento cristiano consistió en proclamar que poseían esa llave. No se trataba simplemente de un vago movimiento hacia adelante que podríamos representar mejor con un ariete. No se trataba de algo que arrastraba consigo otros movimientos similares o diferentes, como ocurre con los movimientos sociales modernos. Como veremos enseguida, no tenía ninguna intención de hacer semejante cosa. Afirmaba, por el contrario, que había una llave y que ellos la poseían y que ninguna otra llave era semejante a aquélla. En este sentido se puede afirmar que era tan estrecha como se quiera. Lo que ocurre es que resultó ser la llave que podía abrir la prisión del mundo entero y permitir contemplar la blanca luz diurna de la libertad.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 235 y siguientes
 
 
El credo cristiano es, por encima de todo, la filosofía de las formas y el enemigo de lo informe.
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 237
 
 
Pero Manes, el gran místico, les contestará desde su trono secreto y gritará: «Estos cristianos no tienen ningún derecho a ser llamados espirituales, ni poseen ningún título que les permita llamarse ascetas. Son gente comprometida con la maldición de la vida y la inmundicia de la familia. Por su culpa la tierra sigue siendo inmunda, llena de frutos y cosechas, y contaminada por la población. El suyo no fue un movimiento contra la naturaleza, o mis hijos lo habrían hecho triunfar. Pero estos estúpidos renovaron el mundo cuando yo lo habría aniquilado con un gesto».
 
G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 253


Asia es toda la humanidad en cuanto forjadora de su propio destino. Asia, en su vasto territorio, en su variada población, en las cumbres de sus logros pasados y las profundidades de su oscura especulación, es un mundo en sí mismo, y representa algo de lo que queremos decir cuando hablamos del mundo. Es un universo más que un continente. Es el mundo como el hombre lo ha hecho, y contiene muchas de las cosas más maravillosas que el hombre ha hecho. Por ello, Asia se presenta como el único representante del paganismo y el único rival del cristianismo. Allí donde percibimos algún atisbo de ese destino mortal, encontramos etapas de la misma historia. En las huellas de Asia que descubrimos en los archipiélagos meridionales, en el corazón de África, donde habita una oscuridad repleta de formas indecibles, o allí donde los últimos supervivientes de razas perdidas subsisten en el frío volcán de la América prehistórica, vemos siempre repetirse la misma historia o, en algún caso, capítulos más avanzados de la misma. La historia del hombre enredado en el bosque de su propia mitología. La historia del hombre ahogado en el mar de su propia metafísica. Los politeístas causados de sus salvajes ficciones. Los monoteístas cansados de la más maravillosa de las verdades. Los seguidores del diablo manifiestan en todas partes tal odio al cielo y a la tierra, que buscan refugiarse en el infierno. Es la Caída del Hombre. Y es precisamente esa caída la sensación percibida por nuestros propios padres en el primer momento del declinar de Roma. También nosotros nos precipitábamos por aquel camino, por aquella cómoda pendiente, tras esa magnífica procesión de las grandes civilizaciones del mundo. Si la Iglesia no hubiera irrumpido entonces en el mundo, es probable que Europa fuera ahora algo muy parecido a lo que es Asia actualmente. Hay que reconocer una verdadera diferencia de raza y de ambiente, visible tanto en el mundo antiguo como en el moderno. Pero, después de todo, hablamos del Oriente inmutable en gran parte porque no ha sufrido la gran mutación. El paganismo en su última fase dio muestras considerables de hacerse igualmente inmutable, lo que no quiere decir que no surgieran nuevas escuelas o sectas de filosofía, como surgieron nuevas escuelas en la antigüedad y surgen en Asia. No quiere decir que no hubiera auténticos místicos o visionarios, como hubo místicos en la antigüedad y hay místicos en Asia. No quiere decir que no hubiera códigos sociales, como hubo códigos en la antigüedad y hay códigos en Asia. No quiere decir que no pudiera haber hombres buenos o vidas felices, pues Dios ha dado a todos los hombres una conciencia, y la conciencia puede dar a todos los hombres una especie de paz. Pero sí quiere decir que el tono y la proporción de todas estas cosas, y especialmente la proporción de cosas buenas y malas, serían en el inmutable Occidente, lo que son en el inmutable Oriente. Y nadie que mire hacia ese inmutable Oriente con ojos limpios y verdadera simpatía, admitirá que algo allí se asemeja, siquiera remotamente, al desafío y la revolución de la Fe. En resumen, si el paganismo clásico hubiera perdurado hasta el momento presente, habrían perdurado con él muchas cosas que se asemejarían bastante a lo que llamamos religiones orientales. Aún habría pitagóricos enseñando la reencarnación, como aún existen hindúes enseñando la reencarnación. Aún habría estoicos haciendo de la razón y de la virtud una religión, como aún hay seguidores de Confucio que hacen de la razón y de la virtud una religión. Aún habría neoplatónicos estudiando verdades trascendentales cuyo significado era misterioso para los demás y controvertido para sí mismos, como aún hay budistas que estudian un transcendentalismo misterioso para los demás y controvertido para ellos mismos. Habría aún inteligentes seguidores de Apolo adorando al dios-sol, pero explicando que lo que adoraban era el principio divino, igual que aún hay inteligentes parsis que aparentemente adoran al sol pero explicando que lo que adoran es la deidad. Aún habría impetuosos seguidores de Dioniso bailando en la montaña, como aún existen impetuosos derviches que bailan en el desierto. Habría aún multitud de gente asistiendo a los banquetes populares de los dioses en una pagana Europa, como también los hay en el Asia pagana. Habría aún multitud de dioses a los que adorar. Y habría aún mucha más gente que los adorara que gente que creyera en ellos. Finalmente, habría aún un número muy grande de gente que adoraría a los dioses y creería en ellos, y gente que creería en los dioses y los adoraría simplemente porque eran demonios. Aún habría levantinos que sacrificarían secretamente a Moloc, lo mismo que aún hay gente perversa que sacrifica secretamente a Kali. Aún habría mucha magia, y en su mayor parte se trataría de magia negra. Habría aún una gran admiración por Séneca y una considerable imitación de Nerón, lo mismo que los elevados epigramas de Confucio podían darse en China al mismo tiempo que las torturas. Y, sobre todo este bosque enmarañado de tradiciones cada vez más poderoso o más marchito, se abriría el amplio silencio de una disposición de ánimo singular y sin nombre, pues el nombre que más se le acercaría sería el de la nada. Todos estos elementos, buenos y malos, presentarían el aire indescriptible de algo demasiado viejo para morir. Ninguna de estas cosas, dominando en Europa en ausencia del cristianismo, se asemejaría lo más mínimo al cristianismo. Puesto que la metempsicosis pitagórica estaría aún allí, podríamos llamarla la religión pitagórica, lo mismo que hablamos de la religión budista. Como las nobles máximas de Sócrates aún estarían presentes, podríamos denominarlas religión socrática, lo mismo que hablamos de la religión de Confucio. Como el día de fiesta popular estaría todavía marcado por un himno mitológico a Adonis, podríamos llamarlo la religión de Adonis, lo mismo que hablamos de la religión de Juggernaut[60]. Como la literatura estaría todavía basada en la mitología griega, podríamos llamar a aquella mitología una religión, como llamamos religión a la mitología hindú. Podríamos decir que hubo tantos miles o millones de personas que pertenecían a esa religión, por el hecho de frecuentar sus templos o de vivir sencillamente en un territorio donde abundaban dichos templos. Pero, si a la pasada tradición de Pitágoras o a la persistente leyenda de Adonis diéramos el nombre de religión, entonces deberíamos buscar otro nombre para la Iglesia de Cristo.

G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 261


La vida del hombre es una historia, una historia de aventuras y, desde nuestro punto de vista, lo mismo se puede decir de la historia de Dios.

G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 271


Cuanto más profundicemos en la materia, más pronto llegaremos a la conclusión de que si ciertamente hubiera un Dios, su creación sólo podría culminar con la concesión de una verdadera novela de aventuras para el mundo. De otra forma, los dos lados de la mente humana nunca habrían podido tocarse, y el cerebro del hombre habría permanecido dividido y doble, uno de sus lóbulos soñando sueños imposibles y el otro repitiendo cálenlos invariables. Los pintores habrían seguido pintando eternamente el retrato de nadie. Los sabios habrían permanecido eternamente añadiendo números que no servían para nada. Este abismo sólo podía llenarlo una encarnación, una personificación divina de nuestros sueños. Y sobre esa grieta se alza aquél cuyo nombre es superior al del sacerdote y más antiguo que el cristianismo: el Pontifex Maximus, el más poderoso creador de puentes.

G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 274


Una cosa muerta puede ser arrastrada por la corriente, pero sólo algo vivo puede ir contra ella.

G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 284


La religión del mundo, en sus proporciones correctas, no está dividida en finas sombras de misticismo o formas más o menos racionales de mitología, sino que se encuentra dividida por la línea entre los hombres que traen el mensaje y los que todavía no lo han oído o aún no pueden creer en él.

G. K. Chesterton
El hombre eterno, página 296

















 
 
 
 

No hay comentarios: