Jorge Galán

22702353

Han pasado los días negros,
he visto hacia atrás golondrinas que migran
ya no al sur sino siempre hacia el norte,
hacia el frío, hacia el acantilado por donde baja el cielo.
Días negros como cartas llenas de frases sin terminar.
A través de ellos he vuelto hasta esa calle
donde existe una casa de una sola ventana
y habitaciones en penumbra donde la vida, mi antigua vida,
es un residuo de sombra bajo muebles
repletos de vestidos manchados por el polvo.
En ese breve sitio no queda nadie para mí. Nadie
que pueda mirarme y decir una palabra que resuma la noche
y la convierta en un punto final.
Pero sé que el caldo aún hierve, que la carne
y la pasta aún se sirven, incluso en platos más hermosos,
y la albahaca florece en las macetas.
Sé que los que debían permanecer aún permanecen.
Una fotografía o muchas deben decirles que les pertenecí,
el dibujo de un plano en la pared, líneas curvas
que no tenían fin, como mis piernas y mis labios de entonces;
un libro, una receta inexplicable, un canción tristísima,
algo debe decirles que aquella fue la casa
de mi adolescencia enfebrecida y enfurecida y terrible,
un enorme cuento de amor reducido a un reflejo:
el de un niño que mira hacia las aguas
y comprende la noche.

Jorge Galán




El olor del café

El olor del café viene de abajo, de ahí donde un perro
ladra a la oscuridad, no hay nadie ahí,
eso quiero creer pero no importa,
el viento se ha aquietado, las aves
no han vuelto con la tarde,
el silencio ha crecido en las paredes
como un mapa del cielo, todo acaba y empieza,
no obstante, la tristeza es la misma,
por ello, confundido, me asomo al mundo,
es nuevo, y sin embargo nada
me parece distinto o más hermoso.
Me siento en el balcón y observo la ciudad,
oscurece, el frío suelta sus trineos,
la oscuridad se mueve, dentro de mí la siento,
de pronto avanza en mí como otra sangre.
Nada parece estar con vida. Los edificios
parecieran vacíos. Las calles,
como ríos que se volvieron látigos
debido a la sequía, se estrellan en la espalda del viento.
De lo que debía venir nada viene, salvo el aroma
del café que me hace pensar en la otra casa,
en el olor de la vainilla, en el lujo
de unos zapatos nuevos, en las voces alegres de los tíos
y el calor de la madre y al beso de la madre
y el padre de mi madre, y el dolor que crecía
entre todos nosotros como una gran penumbra
y a toda la claridad de esa penumbra, a todo eso
vuelvo a través de esta inútil memoria,
cuando veo sin quererlo hacia atrás, hacia el centro
de ese paisaje de árboles raquíticos
donde no queda bosque, ahí donde las épocas del mundo
se volvieron memoria de la dicha
para dejarnos solos.

Jorge Galán



El testigo

Al final, estaba solo. La oscuridad siempre nos halla solos.

Salí del fuego como un profeta sale de la muerte.
Mi espalda fue la última oscuridad que miraron del mundo
los que se quedaron atrás, atrapados
de los talones y las manos por lo definitivo.

Al despertar yacía bajo una sábana como un mar blanco.
A mi alrededor la muerte era un perfume oscuro
y las ventanas atrapaban al día y lo echaban encima de mí.

No podía olvidar que éramos nueve pero al final estaba solo.

El microbús iba a través de la penumbra.
A ambos lados había grandes árboles y todo parecía apacible.
Luego sonó un disparo, el primero, y su sonido
fue exactamente como el último. Y todo se detuvo. El autobús,
la noche, los otros autos, los días venideros.

Entonces vinieron esas voces ininteligibles y aún así humanas.
Maldiciones dichas en lenguajes vulgares.
Y la gasolina rociada como aceite sobre una cabeza,
un acto de fe convertido en terror.

Fue tan difícil comprender que habían sido capaces.

Todos estábamos adentro cuando empezó.
Un bautizo de fuego en plena carretera, bajo la sombra
de los árboles, al inicio de una noche que ya no tuvo límites.

Y al final, estaba solo. Y aún no comprendo cómo me levanté
y salí de aquella selva de luz envilecida,
erguido como un hombre pero siendo menos que un hombre:

un recordatorio, una carta sombría, un vestigio
donde los que se asomen podrán sentir el peso de la luz estos días.

Jorge Galán



Transeúnte

Parado en la acera, a la orilla de esta calle
situada a su vez al norte de esta ciudad
donde puede morir un hombre y su muerte
tendría la misma importancia
que la aspiración de una pequeña dama
que percibe un leve aroma blanco que jamás
podría ser el aroma de la nieve.
La muerte no vale mucho aquí,
sólo un poco más que el árbol que se derrumba
sobre sí mismo en la profundidad del bosque,
sin que nadie le note,
pero debería tener un valor similar al de esa torre
que se derrumba por el sonido incalculable
de un millar de trompetas.
Los gritos aquí, lo mismo que palomas oscuras,
penden de los aleros o llegan a morir a los techos
de edificios y casas donde el ratón y el musgo se conocen.
El viento es el único abrigo aquí, el único edredón.
Los autos pasan como mínimas olas a mis pies.
Atrás de mí los transeúntes y la noche son lo mismo.
Los faroles se han encendido como ojos repentinos
que recobran la vista.
La muerte es la única abundancia cotidiana.
Vuelvo a moverme, camino en línea recta,
ni a izquierda ni a derecha volteo,
la sombra de un muchacho se enreda a mis pies
como algún día un niño lo hizo en las piernas de una madre
cuyos ojos no miraban el mundo sino la oscuridad.
Mi paseo me lleva hasta una esquina. Me detengo.
Pienso que las estaciones andan y se detienen en ese lugar
donde debían de llegar y que jamás se equivocan de sitio.
Quisiera ser el invierno estacionado en esta esquina distante,
la femenina primavera o el enfebrecido verano me interesan muy poco,
el otoño sólo le interesa a mis ojos y unos ojos no pueden ser un alma,
si mi alma fuese un martillo yo mismo sería un yunque y el martillo que golpea ese yunque,
si fuese un animal sería una lombriz que repta en recónditos lugares,
cavernas parecidas a la inmensidad antes de la creación;
si fuese un árbol no sería un árbol sino una multitud de bambúes,
amarillos y esbeltos como las uñas de algún enfermo inútil.
Me siento, me recuesto en el piso, veo la noche establecida,
los astros que no puedo leer y la negrura que no puedo explicar ni poseer.
Quienes me observan prefieren ver un cuerpo tendido y no la eternidad
que se abre en el cielo como unos brazos llenos de amor en torno de otro cuerpo,
poco antes de cerrarse;
prefieren ver la ingenuidad colmando el rostro de la inerte inmundicia,
el hambre dibujando unos pómulos que alguna vez fueron manzanas frescas,
prefieren observar la palidez de lo insano y el orgullo de la demencia
antes que el mapa de la creación que sobre cada una de sus cabezas baja
como lo haría una corona interminable y espléndida sobre la cabeza de un rey.

Me siento. Me levanto. Cruzo una calle. Me detengo en la acera,
en esta acera donde podría morir y no doblaría una campana anunciando mi muerte
ni se doblaría una rodilla ni caería una lágrima ni se oiría una oración.
Los automóviles son relámpagos en la oscuridad que se reafirma.
Me doy cuenta de que soy el sedimento de esa oscuridad y me sonrío y creo
saber que he descubierto la importancia de una existencia,
el fin absoluto de la misma, el motivo por el que un hombre fue creado.
Debiera de haber ángeles abrazando mis pies.
Debiera de haber una docena de bellísimos niños besándome las manos.
Debiera de haber un millar de mujeres humedeciéndome el cabello con perfume finísimo.
Debiera de haber música de panderos a mi espalda y al frente.
Debiera de ser ésta una playa flanqueada por palmeras y no una triste calle.
Debo decir que mi aliento me ha descubierto a veces el olor de la muerte.
Y pensar que fui bello como el cachorro blanco de un León poderoso.
Atrás de mí los seres y la noche no pueden ni deben ser distintos.
Mi discurso es la niebla que baja de los árboles.

Jorge Galán







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