Pierre Schoendoerffer

"Ba Kut sigue furioso. Con la cabeza hundida en los hombros, enroscado sobre sí mismo, avanza como un bruto, con el dedo en el gatillo de su metralleta. Ha metido dos cargadores, inmediatamente al alcance de su mano, en el cinto del pantalón. Gotas de sudor resbalan por su cara reluciente. Su oscura mirada registra la jungla, desmenuzando el terreno, previendo a cada paso la réplica a una posible emboscada. Los dos exploradores de punta, encorvados por la inquietud, se dejan alcanzar poco a poco. Ba Kut les tira una piedra y les insulta secamente. Su voz horada el silencio acolchado y sobresalta a los hombres que caminan lamentablemente detrás de él. No hay un soplo de aire y los acres olores de sudor que la columna arrastra en su estela se mezclan lentamente con el hálito podrido del humus. La pista converge con otra pista, se ensancha, bordea una colina y se hunde suavemente en la humedad de un barranco. Los dos exploradores han recuperado su posición corriendo pesadamente. El último se para de pronto, se vuelve y llama a su camarada, designando algo con el cañón de metralleta; después, ambos dan unos pasos atrás y se inclinan sobre una mata. Ba Kut les ve gesticular y esgrimir sus armas hacia la jungla. Detiene con un gesto a la columna, manda algunos auxiliares en protección a la colina y corre a ver lo que pasa. Los hombres se dejan caer donde se encuentran sin ánimos tan sólo para quitarse las mochilas. Apenas prestan atención al incidente y se conforman con esperar.
Ba Kut, de rodillas junto a un hoyo rectangular cavado detrás del matorral, pronto es acompañado por Willsdorff y Torrens, y luego, por Perrin que llega tranquilamente, con el sombrero echado sobre los ojos, las mano en los bolsillos y silbando la marcha de los Marines. Los dos exploradores, muy excitados, explican algo en laosiano y se encaminan por las defensas. Las solas palabras que Torrens llega a comprender son «Viet-Minh, Viet-Minh»."

Pierre Schoendoerffer
Sangre en Indochina



"El 2 de mayo tuvimos noticia de la caída de Berlín, pero sólo el día 11 nos enteramos de la muerte de Hitler y la capitulación de Alemania. Esas noticias nos dejaron casi indiferentes: las esperábamos. Esa guerra en Europa, en la que sin embargo había participado, me parecía tan lejana que casi me era extraña. Learoyd, en cambio, no quería oír hablar de ella: no le interesaba. Mis australianos, que habían participado en la campaña del desierto, improvisaron a pesar de todo, sin gran convicción, una pequeña fiesta para gran deleite de los muruts, que no son nada dormilones y aprovechan cualquier ocasión para pasar la noche de charla y bebiendo grandes tragos de ayak. Lo que quedaba de guerra se ganaba lejos de nosotros. Las dos corrientes formidables, trituradoras y voraces, del ejército aliado pasaban una a seiscientas millas al este, a través de las Filipinas, y la otra a unas dos mil millas al noreste, a través de Birmania, dejando al margen nuestro pequeño reino de jungla y lluvia: Borneo no era más que una pequeña amenaza en el flanco izquierdo de MacArthur. Ni el estado mayor aliado, ni Fergusson sospechaban con claridad lo que podía haber bajo la cúpula de los árboles sobre la que nos habían lanzado sin contemplaciones. Lo único que quería el estado mayor era asegurarse al precio más bajo la seguridad del flanco izquierdo; quería reconquistar una parcela del Imperio, devolver al rey de Inglaterra lo que era del rey de Inglaterra. Éramos los instrumentos convencidos de su política. Sólo que, bajo la cúpula de los árboles, en la penumbra de la jungla, había un sortilegio, un encanto que nos intoxicó a todos para siempre y poco a poco el mundo exterior, «allí», como decíamos por aquel entonces, perdió su consistencia y su realidad. Sin embargo, el primero de mayo, el «allí» hizo irrupción aquí. Una brigada australiana desembarcó en Tarakan y de pronto fue como una patada en un hormiguero. Tanto al oeste como al este, los atareados japoneses se pusieron a correr en todas las direcciones, detuvieron a notables, asesinaron a sospechosos, quemaron poblados y aterrorizaron a la población. Una resistencia sorda, debilitada durante un tiempo tras las sangrientas represiones de 1944, se reanimó y agitó todo el litoral. Una muchedumbre buscó refugio en la jungla. Chinos, malayos, ibans y dusums abandonaron su kampong, acosados por el miedo, el hambre y la miseria, y se adentraron cada vez más en el interior, remontando los ríos y las escasas pistas. Muchos se perdieron y murieron dando vueltas, incapaces de orientarse en el túnel de vegetación. Otros fueron encontrados y guiados por las patrullas comanches. Otros, por último, emergieron de la selva tras días y días de vagabundeo, pálidos y temblorosos, guiñando los ojos bajo el sol y se derrumbaron entre los pilotes de las chozas de la periferia del territorio. El reino muruts adquirió por algún tiempo el aspecto de un islote de paz, golpeado por la tempestad, al que llegaban los pecios de los naufragios. Learoyd se inquietó por esta lastimosa invasión que amenazaba la integridad, el orgulloso aislamiento de su pueblo. No quería que los recién llegados estuvieran en los poblados. Hizo construir para ellos campos en la selva. Gwai, Senghir, y todos los jefes «con las orejas llenas de saber» temían como él que este contacto forzado con el mundo exterior diera lugar a incontrolables transformaciones y Learoyd sabía que, una vez entreabierta, sería difícil volver a cerrar la puerta. Presentía, con toda razón, que su pueblo no estaba preparado para afrontar el siglo XX; que aún debía evolucionar protegido por su aislamiento para no entrar en una decadencia similar a la que habían vivido los perros rojos, hasta acabar en una subcategoría de malayos inadaptados, desclasados y desposeídos. Sobre todo, tenía miedo de la posguerra, creía que esos refugiados, acogidos por caridad, volverían algún día para despojar a los muruts de sus tierras. En vano le dije que su reino perdido no le interesaba a nadie, ni a los plantadores de té, ni a los plantadores de caucho, ni siquiera a los prospectores, porque era demasiado inaccesible, pero no pude convencerlo. Estaba curiosamente persuadido de que una jauría de rapaces, enloquecida por la riqueza del territorio de los Genios, regresaría para saquearlo. Sólo fue bastante más adelante, con motivo de la gran batalla de la montaña de los Muertos, cuando me expliqué esa inquietud irracional. El río Tabuk Libang, al norte de la montaña, arrastra polvo de oro en su limo. Learoyd había abierto una cantera en la que trabajaban una veintena de javaneses, antiguos auxiliares del ejército japonés, hechos prisioneros por los comanches. Descubrí la explotación al remontar el valle por casualidad. A pesar de nuestra amistad, Learoyd nunca me había hablado de ella: también desconfiaba de mí, desconfiaba de la diabólica fascinación del oro. Sin embargo, me había visto distribuir los mil soberanos... El rendimiento de la mina era miserable e, incluso con medios modernos, el oro obtenido habría costado demasiado caro para que fuera rentable. Pero Learoyd no lo sabía; lentamente, grano de polvo a grano de polvo, creía acumular un tesoro que ayudaría a su reino a salir de los remolinos de la posguerra."

Pierre Schoendoerffer
Adiós al Rey



“No soy un hombre fácil. Pero soy fuerte y camino con la cabeza en alto porque soy un sobreviviente.”

Pierre Schoendoerffer




















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