Tomás Salvador González

En el poema
no vemos las raíces.
A oscuras viven las raíces
como todas las imágenes que vuelven.
En el poema crece un árbol.

Tomás Salvador González




ÉRASE UNA VEZ

El principio es borroso como una discusión: gestos mudos en la puerta de casa. Hay una calle al sol por donde mi padre nos lleva a las eras. Los hermanitos no sabemos a qué, pero no preguntamos ni decimos nada.

La tarde de los cuentos es la historia de una caseta de adobe que se vuelve de oro y alumbra mientras los cuentos duran.

Tomás Salvador González





LA CASA DE LA LUMBRE

Allí donde dos cuerpos se desnudan
para abrazarse,
la vida escancia un difícil resplandor
que los amantes beben en las bocas,
en los ojos, cuando buscan una mano donde asirse,
cuando besan el pecho o los hombros
ya sin darse cuenta, cuando abren los ojos un instante,
pero no para ver
–no saben lo que buscan–,
pero se cercioran
antes de cerrarlos y dejarse
en brazos de la muerte dulce,
la acunadora,
que se aprovecha y los mece,
y así los acostumbra,
con imágenes:
un animal que la memoria trae,
un prado con un chopo,
las sandalias azules,
que saltan para hundirse muy lejos,
en la blandura de un gran ojo,
en una boca que duerme.

Tomás Salvador González




MONK

cristalino
ardilla
piñón y
ardilla
una piedra
el humo que sé aguantar en la nariz
el frío que sé aguantar
cristalino la ardilla
el humo
                  la niebla
el estornino cristalino
no importa si lento o veloz
no importa el taxi
no importa la ciudad
las panteras son ágiles
               en la lentitud
también en la lentitud
lo único que importa es cristalino
cris
t a ta
li
no.

el más pequeño palitroque
puede volverse cepa en la memoria,
bulbo el rebujo de papeles,
semilla el tamo que se barre.
Nadie sabe de antemano lo grande
y lo pequeño,
atendemos lo urgente,
lo que se hace necesario y visible
en nuestra lengua de hojas
de periódico. Nos desentendemos
de maneras diversas,
y sin maneras sordos apartamos
a lugares oscuros las imágenes
que vienen de la vida:
el pozo que mi padre decide en medio de los campos de secano,
la cal con que dibuja los límites del círculo,
la zanja donde iba a cimentar el palomar,
la buchina, el ciprés, los dos sauces,
la caseta, los meses felices
en que crece como un árbol
y deja que aniden los pájaros
en su cabeza.

Tomás Salvador González



nocturno

1

noche es entrada:
como una muchacha que se acerca a las hogueras
la salamandra vino a la luz del ático,
pero en la cal,
en la pared dos manos
cuando se apaguen las linternas
y descubra el viajero
la trampa en la estación de paso,
y sea tarde y no haya ya escondrijo:
la salamandra detrás de la madera;
busca pizarras, cree que es de piedra la pared,
su mirada asimétrica, son desconocidos,
se acuerda, las ortigas serían salvación
y no la mala sombra de estos marcos,
siquiera la fijeza,
una salida.

2

es rudimento,
la noche es rudimento de nómadas
que ofrecen aguardiente,
la luz es de sirenas,
una turbina llamando despierta cañerías,
la luz es del trabajo, de los grifos,
la tierra oscura de nadie,
pues es un vuelo raso,
o talud de ojos más humanos, la lechuza.

3

los amigos hablan del azar,
del rey del juego, en la cerrada
manta mamíferos y aves,
se habla de los dos,
maestro y perdedores en los pasillos del hotel,
una mirada es rudimento:
edward g. robinson parece la lechuza.
Y el carpintero, el jugador de fiesta
en fiesta de los pueblos: el local lo barren
antes de comer, después lo riegan varias veces
el cemento, el traje de domingo, las mangas
en el baile fugaz de las cosechas;
noche es una voz desde la barra,
o una cabeza asomada a los pilones:
lavarse es ya volver.

4

después dinero y lujos, pero derrota
es sin duda la más vieja de mujer,
si no, mirad los barrios bajos,
siempre los mece un alboroto
que sube desde el río:
         tres callados, absortos en las ranas.
Ven acá,
ven acá, venid,
de un coche atravesado bajan tres,
una sollozos:
Ven acá remediaora
y remédiame mis males
que se rompe el corazón, que
no son argos los de a pie,
         tres que dormirán solos esta noche
troncho de repollo, muy desnudos.

5

en la ciudad alta,
los guardas vigilantes, los hierros
van en coche; por el centro, mercancías,
dan vueltas
y más vueltas, gatos
de caza
dejan atrás gatos en celo,
laberinto de los comerciantes, rejas
en las joyerías,
noche es acecho,
dicen  que conocen por la forma de andar
a los rateros.

La luz ya no son bultos,
arboledas.

Tomás Salvador González




UNA PIZARRA MUDA

    En las curvas, los faros
alumbraban el desmonte,
y a veces un rimero de trozas regulares,
pero en los tramos más o menos rectos
veíamos en la cuneta
los grandes pinos sin trozar,
hileras de cuerpos desnudos,
relucientes bajo la lluvia.
    Quien conducía levantó
sin dramatismo, como quien se recoge el pelo,
las manos del volante.
Qué tristeza, dijo, qué rabia,
mientras relucían delante de nuestros ojos,
limpios y esbeltos,
desnudos cuerpos esperando.
    Cuando volví en el otoño,
buscando no sabía qué,
ya se los habían llevado:
el monte aún seguía negro,
varales
que no había merecido la pena cortar,
tocones enfriándose
en su sección pulida,
tierra removida por los arrastres,
roderas y tamuja chamuscada.
    Me adentré hasta un árbol,
el único que se mantenía erguido.
Era puro carbón,
de una negrura quebradiza
que parecía brotar de la tierra.
Ni siquiera me atreví a tocarlo.
En las grietas de la corteza
crecían hongos blanquecinos,
exquisitas y ácidas láminas
extendiéndose vivas
como una nueva piel.

    Perdona este incendio apagado,
pero en este tiempo que tú me das sin querer
todo se vuelve signo nuestro,
incluso en este incendio
que se resistía intacto y sordo en mi memoria;
de monte bajo
se puebla el paredón
que era ceniza,
una pizarra muda,
sin estrenar
o recién borrada encima de las casas blancas…
Y entre la retama y los brezos,
a la sombra y con la humedad
de las escobas,
rebrotan los castaños y los robles
del monte originario.
Reverberan con esta luz los viajes,
las roderas, los tocones ocultos
entre las hojas nuevas. Las imágenes
de muerte y resurrección intercambian sus voces,
y somos tú y yo los troncos desnudos
que se llevaron,
los tímidos micelios.
Entramos y salimos
en la pizarra renegrida.
Una tiza nos dibuja como un matorral
y un trapo húmedo nos borra
y nos devuelve a la negrura
que ha ardido. Quien observa
incapaz de ver, quien se adentra
con el presentimiento del sentido,
pero sin poder apresar un significado,
en realidad atraviesa su casa.
No se atreve a tocar su cuerpo
por temor al rescoldo,
pero vuelve la cabeza,
mira su interior desolado
y guarda en la retina
un árbol,
los despojos de un árbol
que se salvó quemándose.

La canción es siempre,
dice siempre sin tristeza
ni consuelo:
es una canción de muerte.

Los largos dedos sin luz,
la abuela espesando el chocolate
enseñan una canción de muerte,
pero los muertos abren sus puertas,
caminan con los vivos y les muestran intactos
la cocina y el huerto,
las calles y las gentes que habían desaparecido.
La muerte mece un árbol
que se quemó,
y allí en su muerte
brotan todavía las hojas
y anidan los pájaros
muertos para siempre.

La canción es siempre,
dice siempre sin tristeza
ni consuelo:
es una canción de vida.

Tomás Salvador González







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