Rafael Solana

"Cada generación tiene algunos maestros a los que recuerda con mayor veneración y cariño que a los otros, o que ejerce sobre ella una más profunda y determinante influencia. La mía tuvo varios, unos que ya venían de generaciones anteriores, otros que pesarían sobre las siguientes; todavía fue nuestro maestro el inmortal don Antonio Caso, de brillantez maravillosa; escuchamos también con respeto a don Vicente Lombardo Toledano, de personalidad impresionante; ya iban en decadencia; en cambio, don Enrique O. Aragón, que era el último defensor del viejo positivismo, y don Samuel García, y don Erasmo Castellanos Quinto [...]. Pero el maestro que más honda huella produjo en mi generación fue don Agustín Loera y Chávez; no era un maestro muy popular, porque era muy severo, y algunos le temían; resultaba demasiado exigente para muchos de sus alumnos pero otros reaccionaban, ante esta exigencia, en forma de superación. Daba las clases de historia de México y de historia del arte; pero estos títulos no marcaban límites, pues en esos cursos se hablaba de todo y, principalmente, de cosas de las que nunca antes habíamos oído hablar los jóvenes estudiantes que llegábamos a la preparatoria; se ponía el maestro en un supuesto completamente falso: el de que, al salir de la secundaria, tuviéramos ya conocimiento de historia, de literatura y aun de sociología, de filosofía, de idiomas, que jamás nos habían sido impartidos; el primer choque era tremendo; algunos alumnos estallaban en indignación cuando el maestro les preguntaba sobre asuntos acerca de los cuales no tenían por qué saber. Luego, algunos fuimos comprendiendo que aquello quería decir que, si queríamos llegar a brillar, tendríamos que saber de todo, hasta de lo que no nos enseñaran en la escuela; entonces comenzamos a acudir a las bibliotecas, academias e instituciones particulares, para poder saber aquéllos idiomas que en la escuela no nos habían enseñado pero que el maestro Loera y Chávez pretendía que conociésemos, y para tener leídos todos aquellos libros, inclusive los de más reciente publicación, que no entraban en ninguno de los cursos que habíamos hecho o que actualmente hacíamos, pero sobre los cuales deberíamos estar informados; más que clases de historia eran las suyas de cultura general, de curiosidad; nos despertaban el ansia de saber de todo, y no nada más de memorizar un texto o aprender algo sobre los temas de un programa; esta fue la enseñanza más valiosa que nos dio este maestro inolvidable; y también esta otra: la de que ninguna exigencia es demasiada, la de que para llegar a valer algo hay que pedir mucho de uno mismo [...]. Este sistema produjo los alumnos más brillantes de aquella generación; a Octavio Paz, a Salvador Toscano y, luego, a Cristóbal Sáyago a Ignacio Carrillo Zalce, a Xavier Aragón, Efraín Huerta, Carmen Toscano."

Rafael Solana Salcedo




"El lector había cerrado ya su periódico, después de echar un vistazo a las noticias; siguió subiendo gente en cada parada y ahora el vehículo estaba lleno. La noche se anunciaba fresca y algunas personas traían abrigo, o gabardina, o al menos bufanda; los fumadores habían ya hecho el aire difícilmente respirable, y no faltó quien levantase el vidrio de una ventanilla, con lo que una bocanada de frescura renovó el ambiente; ahora el tranvía se deslizaba entre tiendas muy iluminadas, especialmente dedicadas a la venta de trajes o de zapatos; la teoría de escaparates se rompió por ambos lados de la calle para dar lugar al paso del sombrío edificio chato que fue de la Inquisición, y ahora era de la Facultad de Medicina, y de la iglesia y la plazoleta de Santo Domingo; luego vinieron más cajones de ropa y nuevas zapaterías; las aceras estaban atestadas de gente.
Con nuevos lamentos, tomando una curva forzada, el tranvía entró al fin en la plaza mayor de la ciudad: hubo revuelo entre los viajeros, que se dispusieron a apearse; allí cambiarían de tren muchos de ellos, para seguir hacia otros lugares de la capital, a las colonias distantes, y otros completarían a pie su camino, que ya sería corto; cuando el pesado mamotreto ancló finalmente frente a la Catedral también nuestro hombre descendió de él; pasó frente a la barroca pesadilla del Sagrario, cruzó la calle de Seminario, cerca de la fuente de fray Bartolomé de las Casas, y se aventuró por la oscuridad de la calle de la Moneda, a un costado del chaparro y espeso Palacio Nacional.
La noche había cerrado; el alumbrado municipal en esa zona de la ciudad era muy pobre; nuestro hombre cambió los lentes que había usado para leer por otros de cristales oscuros, y se sumió hasta las cejas el sombrero negro y de alas anchas; caminaba cerca de la pared, como un conspirador, y se escabulló rápidamente cuando una mujer de edad se detuvo frente a él como dispuesta a reconocerle y a saludarle.
De una alta ventana abierta bajaba a la calle el sonido algo destemplado de unos instrumentos musicales, en los que algunos estudiantes de música se ejercitaban; habría sido posible reconocer, con cierto esfuerzo, unos compases de Tannhäuser; pero pronto también aquello quedó atrás. Los camiones casi se echaban sobre la banqueta al afinar su puntería hacia un estrechamiento de la calle, a partir de la de la Academia, donde serenamente velaba una reproducción del San Jorge de Donatello."

Rafael Solana Salcedo
La casa de la Santísima















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