Richard Tarnas Cosmos y Psique

El resultado de este momento crucial de la historia de nuestra civilización es profundamente incierto. Algo está muriendo y algo está naciendo. Lo que está en juego es muy valioso, tanto para el futuro de la humanidad como para el de la Tierra.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 7
 
 
Para concebir y proponer la nueva visión del cosmos se necesitaba una nueva confianza humanista en el poder del ser humano y su función en el completamiento del mundo y su autorrealización, en su capacidad para captar y enunciar las formas verdaderas del universo creado por Dios. Para sentirse atraído por la concepción heliocéntrica también hacía falta la convicción platónico–pitagórica de que el Creador del universo expresaba la inteligencia divina a través de formas matemáticas y armonías geométricas de una naturaleza eterna, trascendente, y de que el problema de los movimientos planetarios visibles, de tan tremenda complejidad, ocultaba una verdad más simple y elegante. Era necesaria además una concepción neoplatónica del Sol como reflejo visible de la divinidad, como metáfora viva del divino principio creador, cuya luminosa radiación y gloria lo convertía en el cuerpo celeste más apropiado para ocupar el centro cósmico. En aquellas décadas iniciales, adoptar la idea copernicana implicaba sobre todo una pasión arrolladora por una cierta clase de belleza y precisión intelectuales y una sensibilidad que valorara la elegancia, la armonía, la sencillez y la coherencia como cualidades intrínsecas del cielo divino, hasta el punto de ignorar la evidencia de los sentidos y los argumentos de los físicos contemporáneos contra el movimiento de la Tierra, confiando en que, con el tiempo, se encontrarían las explicaciones adecuadas.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 17
 
 
Si examinamos los principales debates de la cultura intelectual postradicional de nuestro tiempo, podemos ver detrás de muchos de ellos dos paradigmas fundamentales, dos grandes mitos, de naturaleza diametralmente opuesta, en relación con la historia humana y la evolución de la conciencia humana. Como auténticos mitos, estos paradigmas subyacentes no sólo representan creencias meramente ilusorias o arbitrarias fantasías colectivas, ingenuas ilusiones contrarias a los hechos, sino más bien las estructuras arquetípicas de significado que influyen en nuestra psique cultural y dan forma a nuestras creencias hasta el punto de que constituyen los verdaderos medios con los que construimos algo como un hecho. De modo invisible constelan nuestra visión. Filtran y desvelan nuestros datos, estructuran nuestra imaginación, impregnan nuestras maneras de conocer y de actuar. El primer paradigma, con el que estamos familiarizados a través de nuestra educación, describe la historia como la evolución de la conciencia humana en un relato épico del progreso humano, un largo y heroico viaje desde el mundo primitivo de oscura ignorancia, sufrimiento y limitación, a un mundo moderno y más brillante de conocimiento en crecimiento continuo, libertad y bienestar. Se considera que esta gran trayectoria de progreso ha sido posible gracias al desarrollo sostenido de la razón humana y, sobre todo, al surgimiento de la mente moderna. Este punto de vista informa mucho, tal vez la mayor parte, de lo que vemos y oímos sobre el tema y es fácil de reconocer cada vez que topamos con un libro o un programa que lleven por título La evolución del hombre, Los descubridores, La conquista del espacio, o algo semejante. Se percibe que la dirección de la historia es hacia delante y hacia arriba. La humanidad se personifica típicamente en el «hombre» (anthropos, homo, l’uomo, l’homme, man, chelovek, der Mensch) y se visualiza, al menos implícitamente, como un héroe masculino que se eleva por encima de las limitaciones de la naturaleza y la tradición, explora el gran cosmos, domina su medio y determina su propio destino, incansable, audaz y brillantemente innovador, que puja incesantemente hacia delante con su inteligencia y su voluntad, hace estallar las estructuras y los límites del pasado, asciende a niveles cada vez más altos de desarrollo en busca permanente de mayor libertad y nuevos horizontes y descubre ámbitos cada vez más amplios para su autorrealización. Desde este punto de vista, el apogeo de los logros humanos comenzó con el surgimiento de la ciencia moderna y el individualismo democrático en los siglos inmediatamente posteriores al Renacimiento. La historia se ve como un proceso progresivo de emancipación y de aumento de poder. Esta manera de ver la historia surge plenamente en el curso de la Ilustración europea de los siglos XVII y XVIII, aunque sus raíces son tan antiguas como la propia civilización occidental. Como sucede con todo mito poderoso, hemos sido inconscientes, y muchos siguen siéndolo, del dominio de este paradigma histórico sobre nuestra imaginación colectiva. Anima la inmensa mayoría de los libros y ensayos contemporáneos, columnas editoriales, recensiones de libros, artículos científicos, ponencias de investigación y documentales de televisión, así como los programas políticos, sociales y económicos. Tan familiar nos resulta, tan próximo a nuestra percepción, que en muchos aspectos se ha convertido en nuestro sentido común, en la forma y el fundamento de la imagen que tenemos de nosotros mismos en tanto que seres humanos modernos. Durante tanto tiempo nos hemos identificado con esta manera progresista de entender el proyecto humano y en particular el moderno proyecto occidental, que únicamente en las últimas décadas hemos comenzado a ser capaces de percibirlo como un paradigma, es decir, de poder verlo, al menos en parte, desde fuera de su esfera de influencia. La otra gran visión nos habla de una historia muy diferente. Desde este punto de vista, la historia humana y la evolución de la conciencia humana son un relato predominantemente problemático, e incluso trágico, de la gradual pero radical caída y separación de la humanidad respecto de un estado original de unidad con la naturaleza y una integradora dimensión espiritual del ser. En su condición primordial, la humanidad había poseído un conocimiento instintivo de la profunda unidad e interconexión sagradas del mundo, pero bajo la influencia de la mentalidad occidental, sobre todo en su expresión moderna, el curso de la historia produjo una profunda escisión entre la humanidad y la naturaleza, así como una desacralización del mundo. Este desarrollo coincidió con una creciente explotación destructiva de la naturaleza, la devastación de las culturas tradicionales indígenas, la pérdida de fe en las realidades espirituales y un estado cada vez más desdichado del alma humana, que se siente cada vez más aislada, superficial e irrealizada. Desde este punto de vista, se considera que tanto la humanidad como la naturaleza han sufrido gravemente bajo una prolongada visión explotadora y dualista del mundo, cuyas peores consecuencias se han debido a la opresiva hegemonía de las sociedades industriales modernas, potenciadas por la ciencia y la tecnología occidentales. El nadir de esta caída es el actual momento de turbulencia planetaria, crisis ecológica y miseria espiritual, que se conciben como la consecuencia directa de la hybris humana, encarnada sobre todo en el espíritu y la estructura de la mente y el ego del Occidente moderno. Esta perspectiva histórica pone de relieve un empobrecimiento progresivo de la vida y el espíritu humanos, una fragmentación de unidades originales y una ruinosa destrucción de la sagrada comunidad del ser. Se advierte hasta qué punto estas dos interpretaciones de la historia, que aquí, con el propósito de facilitar su reconocimiento, hemos descrito mediante contrastes tan tajantes, influyen en gran parte de los problemas más específicos de nuestra era. Representan dos mitos antitéticos básicos de la autocomprensión histórica: el mito del Progreso y lo que en sus primeras manifestaciones se denominó el mito de la Caída. Estos dos paradigmas históricos se muestran hoy en muchas variaciones, combinaciones y alianzas. Subyacen a discusiones –y en ellas influyen– sobre la crisis medioambiental, la globalización, el multiculturalismo, el fundamentalismo, el feminismo y el patriarcado, la evolución y la historia. Se podría decir que estos mitos opuestos constituyen el argumento subyacente de nuestro tiempo: ¿Hacia dónde va la humanidad? ¿Hacia arriba o hacia abajo? ¿Cómo debemos considerar la civilización occidental, la tradición intelectual de Occidente, su canon de grandes obras? ¿Cómo debemos considerar la ciencia moderna, la racionalidad moderna, la modernidad misma? ¿Cómo tenemos que considerar al «hombre»?
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 22
 
 
Lo difícil, por supuesto, es ver al mismo tiempo dos imágenes, dos verdades, es decir, no eliminar nada, permanecer abierto a la paradoja, mantener la tensión de los opuestos. Con frecuencia la sabiduría, lo mismo que la compasión, parece exigirnos tener en la conciencia múltiples realidades a la vez. Puede que ésta sea la tarea que debamos comenzar a abordar si queremos obtener una comprensión más profunda de la evolución de la conciencia humana y de la historia de la mentalidad occidental en particular: la de considerar que el largo viaje intelectual y espiritual que ha pasado por fases de creciente diferenciación y complejidad ha llevado al ascenso progresivo hacia la autonomía y, al mismo tiempo, a la caída trágica desde la unidad –y, tal vez, ha preparado el camino a una síntesis en un nuevo nivel–. Desde esta perspectiva, los dos paradigmas reflejan aspectos opuestos, pero igualmente esenciales, de un inmenso proceso dialéctico, un drama de la evolución que se ha ido desplegando durante miles de años y que en este momento parece alcanzar un momento crítico, tal vez culminante, de transformación.
 
Ahora bien, en este debate hay otra posición importante, otra visión de la historia humana, una visión que en vez de integrar las dos perspectivas históricas opuestas en una más amplia y más compleja, parece refutar por completo a ambas. Este tercer punto de vista, que en nuestros días se expresa con frecuencia y sofisticación cada vez mayores, sostiene que en realidad no hay modelo coherente en la historia o la evolución humana, al menos ninguno que sea independiente de la interpretación humana. Si hay en la historia un modelo general visible, ese modelo ha sido proyectado sobre la historia por la mente humana bajo la influencia de diversos factores no empíricos: culturales, políticos, económicos, sociales, sociobiológicos y psicológicos. Para este enfoque, el modelo –mito o relato– reside en última instancia en el sujeto humano, no en el objeto histórico. Es imposible percibir el objeto como si no estuviera selectivamente conformado por un marco interpretativo, él mismo modelado y construido por fuerzas que lo trascienden y que trascienden la conciencia del sujeto que interpreta. El conocimiento de la historia, como el de cualquier otra cosa, es siempre cambiante, libre, y carece de fundamento en una realidad objetiva. Más que reconocidos en los fenómenos, los modelos son leídos en ellos. La historia, al fin y al cabo, es sólo una construcción conceptual.
 
Por un lado, este vigoroso escepticismo que impregna gran parte de nuestro pensamiento posmoderno no dista mucho de la necesaria perspectiva crítica que nos permite analizar paradigmas, realizar comparaciones y emitir juicios acerca de estructuras conceptuales subyacentes como las que hemos presentado ya. Su reconocimiento del factor radicalmente interpretativo en toda experiencia y conocimiento humano –su comprensión de que constantemente vemos a través de mitos y teorías, de que nuestra experiencia y nuestro conocimiento están siempre constituidos por diversas estructuras de sentido cambiantes por definición y en general inconscientes, es esencial a la totalidad del ejercicio que hemos estado persiguiendo. Por otro lado, este relativismo aparentemente libre de paradigmas, según el cual no hay en historia modelo o sentido alguno que no sea una construcción conceptual que la mente humana proyecta sobre la historia, es sin duda otro paradigma. Reconoce que siempre vemos a través de mitos y categorías interpretativas, pero su debilidad estriba en no aplicarse coherentemente ese principio a sí mismo. Sabe «desenmascarar» muy bien, pero tal vez no ha desenmascarado lo suficiente. En cierto sentido, esta forma de la visión posmoderna puede entenderse mejor como extensión directa, y posiblemente inevitable, de la moderna mentalidad progresista en su reflexión crítica cada vez más profunda, que cuestiona, sospecha y se esfuerza por emanciparse por medio de la conciencia crítica, y alcanza aquí, en su desarrollo más extremo, lo que en esencia es una fase de autodeconstrucción avanzada. Sin embargo, esta perspectiva también puede entenderse como consecuencia natural del hecho de que la Ilustración comenzara a descubrir su propia sombra –el relato oscuro y problemático del paradigma histórico opuesto y fuera desafiada y remodelada por este encuentro. Justamente por esa razón, la perspectiva deconstructivista posmoderna puede representar un elemento decisivo en el despliegue de una comprensión nueva y más general. Esta manera de pensar contiene una profunda verdad, aunque también ésta puede ser una verdad profundamente parcial, un aspecto esencial de otra visión más amplia, más abarcadora y aún más compleja. Quizá se pueda ver a la larga que la mentalidad posmoderna ha constituido una necesaria fase de transición entre épocas, un período de disolución y apertura entre paradigmas culturales más amplios.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 27-28
 
 
Nuestra visión del mundo no es simplemente la manera en que contemplamos el mundo. Se extiende hacia adentro para constituir nuestro ser interior, y hacia fuera para constituir el mundo. Refleja, pero también refuerza e incluso forja, las estructuras, las defensas y las posibilidades de nuestra vida interior. Configura en profundidad nuestra experiencia psíquica y somática, los modelos de nuestra sensibilidad, nuestro conocimiento y nuestra interacción con el mundo. Con no menos fuerza, nuestra visión del mundo –nuestras creencias y teorías, nuestros mapas, nuestras metáforas, nuestros mitos, nuestros supuestos interpretativos– organiza nuestra realidad externa dando forma y elaborando las maleables potencialidades del mundo en mil formas de interacción de sutil reciprocidad. Las visiones del mundo crean mundos.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 29
 
 
En términos muy generales, lo que caracteriza a la mente moderna es su tendencia fundamental a afirmar y experimentar una separación radical entre el sujeto y el objeto, una clara división entre el yo humano y su entorno.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 29
 
 
FORJA DEL YO, DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO
 
Nuestra visión del mundo no es simplemente la manera en que contemplamos el mundo. Se extiende hacia adentro para constituir nuestro ser interior, y hacia fuera para constituir el mundo. Refleja, pero también refuerza e incluso forja, las estructuras, las defensas y las posibilidades de nuestra vida interior. Configura en profundidad nuestra experiencia psíquica y somática, los modelos de nuestra sensibilidad, nuestro conocimiento y nuestra interacción con el mundo. Con no menos fuerza, nuestra visión del mundo –nuestras creencias y teorías, nuestros mapas, nuestras metáforas, nuestros mitos, nuestros supuestos interpretativos– organiza nuestra realidad externa dando forma y elaborando las maleables potencialidades del mundo en mil formas de interacción de sutil reciprocidad. Las visiones del mundo crean mundos.
 
Tal vez la manera más concisa de definir la cosmovisión moderna sea centrarse en lo que la distingue de prácticamente todas las otras cosmovisiones. En términos muy generales, lo que caracteriza a la mente moderna es su tendencia fundamental a afirmar y experimentar una separación radical entre el sujeto y el objeto, una clara división entre el yo humano y su entorno. Esta perspectiva puede oponerse a la que ha dado en llamarse visión primordial del mundo, típica de las culturas indígenas tradicionales. La mente primordial no sostiene esa división decisiva, no la reconoce, mientras que la mente moderna no sólo la sostiene, sino que sobre ella se constituye en lo esencial.
 
El ser humano primordial percibe el mundo natural que lo rodea como impregnado de sentido, sentido cuyo significado es al mismo tiempo humano y cósmico. En el bosque se ven espíritus; en el viento y en el océano, el río y la montaña, se perciben presencias. Se reconoce un sentido en el vuelo de dos águilas que cruzan el horizonte, en la conjunción de dos planetas en el cielo, en los ciclos de la Luna y el Sol. El mundo primordial es un mundo animado. Comunica y tiene propósitos. Está lleno de signos y de símbolos, de implicaciones e intenciones. El mundo está animado por las mismas realidades de resonancia psicológica que los seres humanos experimentan en sí mismos. Hay continuidad entre el mundo interior del hombre y el mundo exterior. En la experiencia primordial, lo que llamaríamos mundo «exterior» posee un aspecto interior ligado a la subjetividad humana. Por doquier se encuentra inteligencia creadora y sensible, espíritu y alma, sentido y finalidad. El ser humano es un microcosmos dentro del macrocosmos del mundo, que participa de la realidad interior de éste y está unido al todo por vías tangibles e invisibles.
 
Esta experiencia tiene lugar, por así decir, en un alma del mundo, un anima mundi, una matriz viva de sentido encarnado. La psique humana está engastada en la psique del mundo, de la que participa de una manera compleja y que constantemente la define. Las operaciones del anima mundi, en todo su flujo y toda su diversidad, se expresan en un lenguaje de índole mítica y numinosa. Precisamente porque se supone que el mundo habla un lenguaje simbólico es posible la trasmisión directa del sentido y la finalidad del mundo al hombre. Las múltiples circunstancias del mundo empírico están dotadas de significado simbólico, arquetípico, y ese significado fluye entre el interior y el exterior, entre el yo y el mundo. En este estado de conciencia relativamente indiferenciado, los seres humanos se perciben en participación y comunicación directas –emocional, mística y cotidianamente– con la vida interior del mundo natural y del cosmos. Para decirlo con más precisión, esta participación mística implica un complejo sentido de participación interior directa de los seres humanos no sólo en el mundo, sino también en los poderes divinos, mediante el ritual, y de los poderes divinos en el mundo, en virtud de su presencia inmanente y transformadora. La participación es multidireccional y multidimensional, penetrante e integradora.
 
En contraste, la mente moderna experimenta una división fundamental entre un yo humano subjetivo y un mundo exterior objetivo. Al cosmos, escindido del ser humano, se lo considera completamente impersonal e inconsciente. No obstante, la belleza y el valor que los seres humanos puedan percibir en el universo, éste es en sí mismo mera materia en movimiento, mecánico y desprovisto de finalidad, gobernado por el azar y la necesidad. Es completamente indiferente a la conciencia y los valores de los hombres. El mundo exterior a los seres humanos carece de inteligencia consciente, de interioridad, de sentido y finalidad intrínseca. Pues todas estas cosas son realidades humanas, y la mente moderna cree que proyectar lo humano sobre lo no humano es una falacia epistemológica. El mundo está desprovisto de cualquier sentido que no derive en última instancia de la conciencia humana. Desde la perspectiva moderna, la personalidad primitiva mezcla y confunde lo interior y lo exterior y de esa manera vive en un estado de continua ilusión mágica, en un mundo antropomórficamente distorsionado, un mundo atractiva y engañosamente lleno del sentido subjetivo de la propia psique humana. Para la mente moderna, la única fuente de sentido del universo es la conciencia humana.
 
Otra manera de describir esta situación es decir que la mente moderna aborda el mundo desde una estructura experiencial implícita en la que el sujeto está separado del objeto, que es, en cierto sentido, su opuesto. El mundo moderno está lleno de objetos con los que el sujeto humano se enfrenta y sobre los cuales actúa desde su original posición de autonomía consciente. En contraste con esto, la mente primordial aborda el mundo más como un sujeto que participa en un mundo de sujetos, sin límites absolutos entre ellos. De acuerdo con la perspectiva primordial, el mundo está lleno de sujetos. El mundo primordial está saturado de subjetividad, interioridad, sentidos y finalidades intrínsecas.
 
Desde el punto de vista moderno, si considero que el mundo me comunica sentidos humanamente pertinentes con intencionalidad e inteligencia, que está cargado de símbolos plenos de sentido –que es, por así decirlo, un texto sagrado que hay que interpretar–, estoy proyectando realidades humanas sobre el mundo no humano. La mente moderna piensa que esa actitud ante el mundo refleja un estado epistemológicamente ingenuo de conciencia: intelectualmente inmaduro, indiferenciado, infantil, autocomplaciente, que debe ser superado y corregido con el desarrollo de una razón crítica madura.
 
O, peor aún, es una señal de enfermedad mental, de pensamiento mágico primitivo con engañosas ilusiones autorreferenciales, una condición que es preciso tratar con medicación adecuada.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 29
 
 
 
El reconocimiento sistemático de que la fuente exclusiva de sentido y de finalidad en el mundo es la mente humana y que proyectar lo humano sobre lo no humano es una falacia fundamental, constituye uno de los supuestos más básicos –tal vez el supuesto básico– del moderno método científico. La ciencia moderna busca con rigor obsesivo «desantropomorfizar» la cognición. Los hechos están allí, fuera; el sentido que vemos en ellos viene de nuestro interior. Lo fáctico se considera sencillo, sin elaboración, objetivo, no embellecido por lo humano y lo subjetivo, no distorsionado por valores y aspiraciones. Vemos con toda evidencia este impulso en el surgimiento de la mente moderna, a partir de Bacon y Descartes. Para comprender adecuadamente el objeto, el sujeto debe observar y analizar ese objeto con el máximo cuidado a fin de inhibir la ingenua tendencia humana a investir el objeto de características que en rigor sólo se pueden atribuir al sujeto humano. Para que tenga lugar la cognición auténtica y válida, el mundo objetivo –naturaleza, cosmos– debe verse como algo fundamentalmente desprovisto de todas las cualidades subjetivas, interiormente presentes en la mente humana y constitutivas de su propio ser: conciencia e inteligencia, sentido de finalidad e intención, capacidad para significar y comunicar, imaginación moral y espiritual. Percibir estas cualidades como si existieran intrínsecamente en el mundo es «contaminar» el acto de conocimiento con lo que no son otra cosa que proyecciones humanas.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 33
 
 
No sólo la modernidad, sino la totalidad del proyecto humano puede considerarse un camino hacia la gradual diferenciación entre el yo y el mundo.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 34
 
 
En el período moderno tardío, el cosmos se ha metamorfoseado en un vacío sin mente, sin alma, en cuyo interior el ser humano es paradójicamente autoconsciente. El anima mundi se ha disuelto y ha desaparecido; ahora todas las cualidades psicológicas y espirituales se localizan de manera exclusiva en la mente y la psique humanas. Este proceso evolutivo ha estimulado el surgimiento de un yo autónomo que ocupa el centro. Es un yo decididamente separado del mundo, vaciado de todas aquellas cualidades con las que el ser humano se identifica de modo exclusivo, y a la vez dinámicamente comprometido con él. La forja del yo y el desencantamiento del mundo, la diferenciación de lo humano y apropiación de sentido son aspectos del mismo desarrollo. En efecto, para resumir un proceso verdaderamente complejo, el logro de la autonomía humana se ha pagado con la experiencia de la alienación humana. Todo lo que aquél tiene de valioso, lo tiene ésta de doloroso. Lo que podría considerarse la estrategia epistemológica fundamental de la mente humana en evolución –la sistemática separación de sujeto y objeto–, y que la mente moderna ha llevado a sus consecuencias extremas, ha demostrado tener una poderosa eficacia y ser verdaderamente liberadora. Sin embargo, muchas de las consecuencias a largo plazo de esta estrategia también han demostrado ser enormemente problemáticas.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 42
 
 
Ahora la humanidad ha de ser concebida como un «curioso accidente». La revolución copernicana fue el acto de deconstrucción prototípico de la mente moderna.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 46
 
 
La revolución copernicana fue el acto de deconstrucción prototípico de la mente moderna. Produjo un nacimiento y una muerte. Fue el cataclismo primordial de la edad moderna, un enorme acontecimiento que destruyó todo un mundo y constituyó uno nuevo.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 46
 
 
En el cosmos moderno, el alma no tiene hogar. El estatus del ser humano en su ubicación cósmica es fundamentalmente problemático: solitario, accidental, efímero, inexplicable. La orgullosa originalidad y autonomía del «hombre» han costado demasiado caro. El hombre es una brizna insignificante arrojada en medio de un inmenso cosmos sin finalidad, un extraño en tierra extraña. La autoconciencia humana no encuentra su fundamento en el mundo empírico. Lo interior y lo exterior, la psique y el cosmos, son radicalmente discontinuos, mutuamente incoherentes. Como dice el famoso resumen de la cosmología moderna de Steven Weinberg, «cuanto más comprensible parece el universo, tanto menos sentido parece tener». En un cosmos inmenso e indiferente al sentido humano, con un sujeto humano descentrado y accidental como fuente última de todo significado, un mundo con sentido nunca puede ser otra cosa que una intrépida proyección humana. De esta manera, la revolución copernicana establece la matriz esencial para el mundo moderno, con todas sus ramificaciones desencantadoras. El más celebrado de los logros intelectuales modernos es a la vez el momento decisivo de la alienación, el gran símbolo del extrañamiento cósmico de la humanidad.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 46
 
 
Ninguna revisión de la filosofía ni de la psicología, de la ciencia ni de la religión, es suficiente para forjar una nueva visión del mundo si no se da un giro radical en el nivel cosmológico.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 48
 
 
Se puede decir que lo que sostiene al alma moderna es la fidelidad al Romanticismo, mientras que el pensamiento moderno debe su lealtad más profunda a la Ilustración.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 50
 
 
Se puede decir que lo que sostiene al alma moderna es la fidelidad al Romanticismo, mientras que el pensamiento moderno debe su lealtad más profunda a la Ilustración. Una y otro viven en nosotros, plena, aunque antitéticamente. Por eso, en las profundidades de la sensibilidad moderna hay una insoportable tensión de opuestos. De aquí el pathos desgarrado que subyace a la situación moderna. La biografía del alma moderna se ha dado por entero en el interior del cosmos desencantado de la Ilustración, desde el cual se percibe toda la vida y la lucha del alma moderna como «meramente subjetiva». Nuestro ser espiritual, nuestra psicología, se ve contradicha por nuestra cosmología. Nuestro Romanticismo se ve contradicho por nuestra Ilustración; nuestro interior, por nuestro exterior.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 50
 
 
La angustia y la desorientación subyacentes que impregnan las sociedades modernas ante un cosmos sin sentido crean un adormecimiento colectivo y una desesperada hambre espiritual, que conducen a una insaciable y adictiva búsqueda de más bienes materiales para llenar el vacío interior y producir un tecnoconsumismo maníaco que canibaliza el planeta. De la desencantada visión moderna del mundo se desprenden consecuencias terriblemente prácticas.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 53
 
 
Creo que el desencantamiento del universo moderno es consecuencia directa de una epistemología simplista y de una postura moral extraordinariamente inadecuada a las profundidades, complejidades y grandeza del cosmos. Suponer a priori que todo el universo es en última instancia un vacío inanimado en el que nuestra conciencia multidimensional es un accidente anómalo, y que la finalidad, el sentido, la conciencia inteligente, la aspiración moral y la profundidad espiritual son atributos exclusivos del ser humano, refleja una soberbia del yo moderno que, durante mucho tiempo, se ha mantenido oculta. Como en la tragedia griega, la hybris heroica sigue estando indisolublemente unida a la caída heroica.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 61
 
 
Puede que nuestro futuro dependa de la precisa medida en que estemos dispuestos a ensanchar nuestras vías de conocimiento.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 62
 
 
Al comienzo, Jung se interesó particularmente por las coincidencias significativas debido, sin duda, a que la frecuencia con que ocurrían había ejercido una considerable influencia en su propia experiencia vital. También observó que, en el proceso terapéutico de sus pacientes, esos acontecimientos desempeñaban repetidamente un papel a veces poderoso, sobre todo en períodos de crisis y transformación. La espectacular coincidencia de significado entre un estado interior y un acontecimiento exterior simultáneo parecía producir en el individuo un movimiento sanador orientado a la plenitud psicológica y mediado por la inesperada integración de realidades internas y externas. A menudo estos acontecimientos daban lugar a un nuevo sentido de orientación personal en un mundo al que, en la nueva situación, se consideraba capaz de encarnar finalidades y significados más allá de las meras proyecciones de la subjetividad humana. De pronto, el caos aleatorio de la vida parecía encubrir un orden más profundo. Se había dado, por así decir, un signo sutil, un color inesperado en el pálido vacío de significado, un indicio, en palabras de William James, de «algo más».
Junto con las apariciones más profundas de la sincronicidad se daba la naciente intuición, que a veces se veía como un despertar espiritual, de que el individuo, hombre o mujer, no sólo estaba inserto en un fundamento más amplio de sentido y finalidad, sino que, en cierta manera, era también un foco del mismo. Este descubrimiento, que a menudo emergía después de un prolongado período de oscuridad o de crisis espiritual, tendía a ir acompañado de la apertura a nuevas potencialidades y responsabilidades existenciales. Tanto a causa de este significado personal directamente vivido, como de sus asombrosas implicaciones, semejante sincronicidad era portadora de una cierta numinosidad, una carga espiritual dinámica con consecuencias transformadoras para la persona que la experimentaba. A este respecto, el fenómeno parecía funcionar, en términos religiosos, como algo parecido a una intervención de la gracia. Jung observó que con frecuencia estas sincronicidades se guardaban en secreto o con reserva, para evitar la posibilidad del ridículo que acecha a un acontecimiento de tan relevante significado personal.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 75
 
 
Puesto que las sincronicidades parecían reflejar y encarnar las mismas formas arquetípicas que Jung y muchos otros llegaron a tener por principios básicos subyacentes de la psique humana, el que esas coincidencias significativas ocurrieran realmente y que como tales se las reconociera imprimió una nueva y decisiva dimensión a la perspectiva de los arquetipos. La conformidad empírica entre el acontecimiento que tenía lugar en el mundo exterior y la cualidad arquetípica del estado interior de conciencia sugería que el arquetipo activo no podía localizarse como una realidad intrapsíquica exclusivamente subjetiva. Más bien al contrario, tanto la psique como el mundo, lo interior como lo exterior, estaban informados por el patrón arquetípico y, en consecuencia, unidos por la correlación. Fue específicamente la potencia experiencial de esta espontánea resonancia arquetípica lo que pareció actuar como solvente curativo sobre las encallecidas polaridades entre el yo y el mundo, el sujeto y el objeto, lo consciente y lo inconsciente de la persona que pasaba por una experiencia de sincronicidad.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 102
 
 
 
El inconsciente colectivo nos rodea por doquier... Se asemeja más a una atmósfera en la que vivimos que a algo que se encuentre en nosotros... Además, no se comporta en absoluto de modo simplemente psicológico; en los casos de la llamada sincronicidad demuestra ser un sustrato universal presente en el ambiente antes que una premisa psicológica. Toda vez que tomamos contacto con un arquetipo, entramos en una relación con factores transconscientes, metapsíquicos.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 103
 
 
A pesar de lo enigmático de su naturaleza y de ser a menudo desechadas sin más, las sincronicidades fueron los humildes indicios con los que Jung empezó a abrir la posibilidad de una redefinición fundamental tanto de la situación religiosa moderna como de la moderna descripción científica del mundo, más allá del universo cerrado de una psique con aspiraciones espirituales rodeada de un mundo desencantado. Recordando el diagrama que ilustraba la visión moderna del mundo, la existencia de sincronicidades implicó que el gran círculo exterior que representaba el mundo ya no podía verse como un vacío definitivamente carente de sentido. La relación dinámica entre diferentes dimensiones del ser, tanto entre el yo humano y el mundo que lo rodea como entre la conciencia y el inconsciente, había de ser repensada. Al parecer, fue el creciente reconocimiento de la importancia que estas implicaciones tenían para la visión moderna del mundo lo que impulsó a Jung a trabajar con tanto denuedo, con tanto valor incluso, para incorporar la conciencia crítica del fenómeno de la sincronicidad al discurso intelectual del 113 siglo XX.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 105
 
 
En el curso de su carrera, Jung se sintió cada vez más atraído por la antigua perspectiva cosmológica de la astrología, que postulaba una correspondencia simbólica sistemática entre las posiciones planetarias y los acontecimientos de la existencia humana. Allí estaba la tesis, ampliamente aceptada en la mayoría de las otras culturas, así como en épocas anteriores de Occidente, de que el orden del universo es tal que los movimientos y las configuraciones del cielo están sincrónicamente correlacionados con los movimientos y las configuraciones de los asuntos humanos, de un modo que los hace inteligibles y significativos para la mente humana. Jung empezó a examinar la astrología no más tarde de 1911, cuando mencionó sus investigaciones en una carta a Freud.
 
(«Tengo las noches muy ocupadas por la astrología. Hago cálculos de horóscopos con el fin de encontrar una pista que conduzca al corazón de la verdad psicológica. Han sucedido algunas cosas extraordinarias...») Poco a poco el interés se fue convirtiendo en foco importante de investigación, hasta que en sus últimos años Jung se dedicó con considerable pasión a la investigación astrológica. «La astrología –afirmó– representa la suma de todo el conocimiento psicológico de la antigüedad.» Aunque sus escritos publicados presentan opiniones diversas y a veces ambiguas en torno a este tema en el curso de su vida, es evidente que las intuiciones que tienen origen en sus estudios astrológicos influyeron en muchas de sus formulaciones teóricas más importantes de la fase final, y extraordinariamente fructífera, de su obra (teoría de los arquetipos, sincronicidad, filosofía de la historia). También está claro, de acuerdo con los informes de su familia y de otras personas cercanas a él, que en sus últimas décadas llegó a emplear el análisis de las cartas natales y los tránsitos planetarios como un aspecto habitual e integral de su trabajo clínico con pacientes en análisis.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 108
 
 
Por supuesto, durante la mayor parte de la era moderna, debido a una variedad de convincentes razones, la astrología no ha gozado de gran estima. Ciertamente, es difícil que sus expresiones populares inspiren confianza en tal empresa. En un plano más fundamental, era imposible conciliar la astrología con la descripción del mundo que surgió de las ciencias naturales de los siglos XVII y XVIII, en cuyo marco todos los fenómenos naturales, desde el movimiento de los planetas a la evolución de las especies, se entendían en términos de sustancias materiales y principios mecanicistas que funcionaban sin finalidad o propósito. Ni podía hacer frente a la tendencia de la mente moderna, instaurada durante la Ilustración, a ensalzar su autonomía racional y desvalorizar los sistemas de pensamiento anteriores, que parecían apoyar cualquier forma de participation mystique primitiva entre la psique humana y un mundo dotado de estructuras de sentido dadas de antemano. Es comprensible la reticencia de Jung a dar a conocer más abiertamente la extensión de su empleo de la astrología. En el contexto de las creencias del siglo XX y el dominio del pensamiento científico, ya había llevado lo más lejos posible las fronteras del discurso intelectual sobre el tema.
 
Como la mayoría de los hijos de la educación moderna, yo mismo consideré durante mucho tiempo con automático escepticismo cualquier forma de astrología. Sin embargo, más tarde, no sólo por influencia del ejemplo de Jung, sino también de numerosos colegas en cuyo buen juicio intelectual tenía razones para confiar, llegué a pensar que tal vez había en la tesis astrológica cierta esencia que merecía la pena investigar. Varios factores contribuyeron a mi interés. Una vez que dejé atrás el menosprecio habitual por las versiones convencionales, advertí que la historia de la astrología contenía algunos rasgos notables. Me pareció curioso que los períodos históricos de florecimiento de la astrología en Occidente –la Antigüedad clásica griega y romana, la era helenística en Alejandría, la Baja Edad Media, el Renacimiento italiano, la era isabelina en Inglaterra, el siglo XVI y comienzos del XVII en Europa en general–, fueran todas épocas de creatividad intelectual y cultural inusualmente luminosa. Lo mismo podría decirse de la preeminencia de la astrología durante los siglos en que la ciencia y la cultura se hallaban en su apogeo en el mundo islámico, y también en India. Pensé que también era extraño que la astrología proporcionara el fundamento principal al primitivo desarrollo de la ciencia misma en las antiguas civilizaciones de Mesopotamia, y que su íntima relación con la astronomía haya desempeñado un papel importante en la evolución de la cosmología occidental a lo largo de dos mil años, desde sus orígenes griegos hasta el período de inflexión de la revolución copernicana. Me impresionó además la elevada categoría intelectual de aquellos filósofos, científicos y escritores que en una u otra forma habían dado su apoyo a la tesis astrológica, entre quienes, para mi sorpresa, estaban muchas de las figuras más importantes del pensamiento occidental: Platón y Aristóteles, Hiparco y Ptolomeo, Plotino y Proclo, Alberto Magno y Tomás de Aquino, Dante, Ficino, Kepler, Goethe, Yeats y Jung.
 
Pero lo que me estimuló especialmente y, al final, me impulsó a la reconsideración de la astrología fueron, como en el caso de Jung, los inesperados resultados de la investigación que decidí emprender por mi cuenta. Ahora creo que este encuentro directo con los datos empíricos que uno ha obtenido en su investigación personal es lo único que puede contribuir de un modo efectivo a la superación de la extremada resistencia que, al principio, experimenta ante la astrología prácticamente toda persona educada en el contexto moderno.
 
La astrología ha sido durante demasiado tiempo la antítesis absoluta del pensamiento y de la cosmología modernos como para que pueda ser distinta la actitud con que hoy la abordan la mayoría de los individuos cultos.
 
De todas las perspectivas y teorías del «nuevo paradigma», la astrología es la que traspasa de modo más incómodo la línea fronteriza del paradigma predominante, la que más probablemente evoca el desdén y la burla, la más idónea para que se la conozca más por su caricatura en los medios de comunicación populares que por las investigaciones, revistas y estudios de probada seriedad. Por encima de todo, la astrología es el punto de vista que más directamente contradice la tan arraigada cosmología desencantada y descentrada que abarca prácticamente toda la experiencia moderna y posmoderna.
 
Postula un cosmos intrínsecamente impregnado de sentido que, en cierto modo, tiene su foco, como nexo de ese sentido, en la Tierra e incluso en el ser humano individual. Semejante concepción del universo se contrapone radicalmente a los supuestos más fundamentales de la mente moderna.
 
Precisamente por esta razón, la astrología ha tenido durante mucho tiempo la oposición intransigente, y a menudo vehemente, de la mayoría de los científicos contemporáneos. Como ellos mismos señalan con frecuencia, si la astrología fuera válida en algún sentido, habría que cuestionar los fundamentos mismos de la cosmovisión moderna. Su intrínseco absurdo ha quedado tan patente que no ad-mite siquiera discusión. La astrología es el último vestigio aún subsistente del animismo primitivo, afrenta de extraña perduración a la racionalidad objetiva de la mente moderna.
 
 
Se trata de enormes obstáculos para cualquiera que piense adoptar esta perspectiva y este método de investigación. Sin embargo, el conocimiento humano evoluciona y cambia constantemente, a veces de maneras inesperadas. Lo que en una época se rechaza sin la más mínima duda puede ser vigorosamente reivindicado en otra, como ocurrió con la antigua hipótesis heliocéntrica de Aristarco, que durante mucho tiempo las autoridades científicas habían ignorado por inútil y absurda, cuando fue recuperada y reivindicada por Copérnico, Kepler y Galileo. Nunca la convicción general de un momento, aun cuando fuese universal, ha sido indicio seguro de la verdad o la falsedad de una idea. En lo que a mí respecta, no podía descartar dogmáticamente la posibilidad de que en la astrología hubiera mucho más de lo que la mente moderna había supuesto.
 
Tras aprender los elementos básicos para calcular una carta astral, dirigí la atención a un curioso fenómeno acerca del cual sabía que circulaban informaciones, entre profesionales del campo de la salud mental, que corroboraban una observación que Jung también había hecho. Las informaciones se referían a los «tránsitos» planetarios, que son alineamientos que se forman entre las posiciones actuales de los planetas en órbita y las posiciones planetarias en el momento del nacimiento de un individuo. Comencé con una pequeña muestra, que fui ampliando constantemente, y encontré, para mi gran asombro, que individuos involucrados en una variedad de formas de psicoterapia y de prácticas transformacionales mostraban una coherente tendencia a experimentar progresos psicológicos y transformaciones curativas en coincidencia con una cierta categoría de tránsitos planetarios en sus cartas natales, mientras que los períodos de sostenida dificultad psicológica tendían a coincidir con una categoría distinta de tránsitos, que implicaban otros planetas. La coherencia y la precisión de esas correlaciones iniciales entre estados psicológicos claramente definibles y alineamientos en tránsito coincidentes parecían demasiado significativos como para explicarlos por el azar. Sin embargo, dadas las visiones hoy aceptadas del universo, esas correlaciones simplemente no deberían darse. Lo que me llamó particularmente la atención fue el hecho inexplicable de que el carácter de los estados psicológicos observados correspondiera tan estrechamente a los significados atribuidos a los pertinentes planetas en tránsito y natales, tal como los describen los textos corrientes de astrología. Pues ya era desconcertante que hubiera cualquier correlación coherente; pero que, además, las correlaciones correspondieran a los sentidos tradicionales de los planetas era sencillamente pasmoso. Con el progreso de la investigación, pronto se me hizo evidente que la naturaleza de las correlaciones planetarias era más compleja de lo que me habían hecho creer mis observaciones iniciales relativas a una simple dicotomía entre estados psicológicos positivos y negativos. Una comprensión más profunda de los principios astrológicos, en combinación con avances teóricos recientes en la psicología profunda, en particular desde la escuela arquetípica y la transpersonal, me permitió vislumbrar una gama mucho mayor de correlaciones entre los movimientos planetarios y la experiencia humana. Estos hallazgos me impulsaron a dar un paso atrás y abordar la tarea de investigación de una manera mucho más preparada y sistemática. Decidí examinar seriamente la historia y los principios de la astrología leyendo cuidadosamente el canon de importantes obras de astrología, del compendio de Ptolomeo de la astrología clásica, el Tetrabiblos, y Sobre los fundamentos más seguros de la astrología, de Kepler, a los textos modernos de Leo, Rudhyar, Carter, Ebertin, Addey, Harvey, Hand, Greene y Arroyo. (Ptolemy’s Tetrabiblos, Symbols and Signs, 1976; Johannes Kepler, «On the More Certain Fundamentals of Astrology», prefacio y notas de J.B. Brackenridge, Proceedings of the American Philosophical Society 123, 2, 1979, pp. 85–116; Kepler’s Astrology: Excerpts, Princeton, N.J., Eucopia, 1987; Alan Leo, Art of Synthesis, Londres, Fowler, 1968; How to Judge a Nativity, Londres, Fowler, 1969; Dane Rudhyar, Astrology of Personality, 1936, Garden City, N.Y., Double-day, 1970; Charles E.O. Carter, Principles of Astrology, Londres, Fowler, 1970; Astrological Aspects, Londres, Fowler, 1971; Reinhold Ebertin, Combinations of Stellar influence, Aalen, Alemania, Ebertin–Verlag, 1972; John Addey, Astrology Reborn, Londres, Faculty of Astrologers, 1972; Harmonics in Astrology, 1976; Robert Hand, Planets in Transit, Gloucester, Mass., para Research, 1976; Horoscope Symbols, Rockport, Mass., para Research, 1981; Liz Greene, Saturn: A New Look at an Old Devil, York Beach, Maine, Weiser, 1976; Stephen Arroyo, Astrology, Karma, and Transformation, Davis, Calif., CRCS Publications, 1978; Charles Harvey, Michael Baigent y Nicholas Campion, Mundane Astrology, Londres, Harper Collins, 1984. Entre muchas otras obras, he consultado también los tan utilizados textos de Frances Sakoian y Louis Acker, The Astrologer’s Hand-book, Nueva York, Harper & Row, 1973, y Predictive Astrology, Nueva York, Harper & Row, 1977; y también, a partir de 1976, las entregas bimensuales de Journal of the Astrological Association, británica, y las bianuales de Correlation Journal of Research into Astrology.)
 
Estudié las efemérides planetarias –tablas astronómicas que enumeran las posiciones del Sol, la Luna y los planetas para un día y un año cualesquiera en términos de grados y minutos de longitud celeste tal como se miden a lo largo del Zodíaco– hasta que pude descifrar con cierta facilidad las cambiantes configuraciones y alineamientos planetarios. Como esto ocurrió antes de la aparición de los ordenadores personales, aprendí a realizar con gran rapidez los múltiples cálculos necesarios para la elaboración de rigurosas cartas natales, que mostraban las posiciones exactas de los planetas en el momento del nacimiento de una persona, y para determinar otros indicadores astrológicos básicos, como los tránsitos. Las matemáticas necesarias para estas operaciones –descubrí entonces– son relativamente sencillas. Lo que encontré más importante, y más revelador, fue que los principios simbólicos asociados a los planetas en el corazón de la tradición astrológica resultaban inesperadamente fáciles de asimilar, dada su asombrosa semejanza con los arquetipos de la psicología profunda moderna –en lo esencial, eran idénticos–, ya familiares desde la obra de Freud, Jung y sus sucesores en la psicología arquetipal y en la transpersonal. Así equipado, examiné intensivamente en primer lugar mi propia carta natal y las de cuarenta o cincuenta personas a las que conocía bien, con la intención de averiguar si había alguna correlación significativa entre, por un lado, las posiciones planetarias en el momento de su nacimiento y, por otro lado, su carácter y su biografía personal. Aunque sin perder de vista el factor de sugestión inherente a ese tipo de evaluaciones, me impresionó profundamente la amplitud y la compleja precisión de las correspondencias empíricas. Era como si un psicólogo del inconsciente particularmente dotado, tras larga familiarización con mi vida y mi personalidad, o con las de otro individuo, hubiera determinado la dinámica arquetípica que operaba en la biografía de esta persona y luego hubiese construido un diagrama planetario adecuado para reproducirla, aunque en realidad este diagrama representara las posiciones reales de los planetas en el momento del nacimiento de la persona en cuestión. Esto habría sido sin duda asombroso por sí mismo, pero más extraordinarias aún eran las correlaciones entre tránsitos específicos y el momento en que tenían lugar importantes acontecimientos y condiciones psicológicas. Al extender mis observaciones iniciales, observé que los planetas en constante movimiento, tal como figuraban en las tablas astronómicas, parecían cruzar coherentemente, o transitar, las posiciones planetarias de la carta natal en coincidencia con momentos de la vida de una persona que, en términos arquetípicos, resultaban misteriosamente apropiados. En cada ejemplo, el sentido y el carácter particular de experiencias vitales significativas guardaban estrecha correspondencia con el sentido atribuido a los tránsitos planetarios que tenían lugar en ese momento. Cuanto más sistemáticamente examinaba los dos conjuntos de variables –posiciones planetarias y acontecimientos biográficos–, más impresionantes eran las correspondencias.
 
Sin embargo, también había problemas y discrepancias. Una parte considerable de la tradición astrológica era demasiado vaga, puntillosa o irrelevante como para obtener correlaciones útiles. Llegué a sospechar que una cantidad de principios astrológicos convencionales no eran más que heredadas fórmulas ad hoc que se habían ido solidificando hasta formar una doctrina establecida, elaborada y transmitida de generación en generación durante siglos, de modo muy parecido a las acreciones epicíclicas de la astronomía medieval.
 
Ciertamente, gran parte de la teoría y la práctica astrológicas carecían por completo de rigor crítico. Me pareció que muchas enseñanzas y consultas astrológicas encerraban un considerable volumen de material desechable, desorientador y hasta perjudicial.
 
No obstante, cierto núcleo de tradición astrológica, sobre todo las correspondencias planetarias con principios arquetípicos específicos, y la importancia de significativos alineamientos geométricos entre los planetas parecía tener un sustancial fundamento empírico.
 
A medida que pasaba el tiempo, apliqué la misma modalidad de análisis a la vida de un número creciente de personas en un círculo de investigación cada vez más amplio y obtuve los mismos esperanzadores resultados. Cuanto más exactos eran los datos disponibles y cuanto más profunda era mi familiaridad con la persona o el acontecimiento, más convincentes eran las correspondencias. Tanto la cantidad como la calidad de las correlaciones positivas hicieron difícil de sostener mi escepticismo inicial. La coincidencia entre las posiciones planetarias y los fenómenos biográficos y psicológicos era en general tan precisa y coherente que me resultaba imposible considerar la intrincada configuración como mero producto del azar.
 
Debo aclarar que esta investigación no se centró en la astrología de los adivinos ni de las secciones periodísticas. No tenía nada que ver con las predicciones de los horóscopos de signo zodiacal. Contrariamente a mi mal informada impresión anterior sobre el tema, descubrí que la modalidad de investigación que iba surgiendo poco a poco era un método de análisis intelectualmente exigente, matemáticamente preciso e incluso elegante, que empleaba todos los planetas y sus cambiantes alineamientos geométricos recíprocos, a la vez que requería una constante interacción entre la intuición arquetípica y el rigor empírico. Además, una característica esencial de este análisis era que no predecía acontecimientos específicos o rasgos de personalidad. Más bien al contrario, presentaba la dinámica arquetípica más profunda de la que los acontecimientos y los rasgos eran la expresión concreta. Y parecía hacerlo con asombrosa precisión y sutileza.
 
En comparación con la mayor rigidez del determinismo y la literalidad que caracterizaba gran parte de la tradición astrológica, la evidencia que encontré apuntaba más bien a otra manera de entender la «influencia» astrológica en los asuntos humanos. Esta renovada comprensión reconocía mejor el significado crítico tanto del contexto particular como del papel participativo del hombre y desafiaba la posibilidad y la adecuación de una específica predicción concreta.
 
Richard Tarnas
Cosmos y Psique, página 100-118
 
 
 


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