Maximiliano Dí­az

En las plantaciones de cobre 

Hay que esperar algunos dí­as antes de buscar
a los trabajadores abatidos por un derrumbe en la mina.
El terreno se vuelve
      inestable
y nadie quiere que se repita. 

Me gustarí­a decir que lo sé:
cómo hacer funcionar un cuerpo muerto.
Pero la verdad es que ni siquiera
los he visto tan de cerca.
Y es especialmente difí­cil
saber qué hacer
con los que mueren de hambre
en el entierro prematuro de los metales preciosos. 

Tal vez por la posibilidad
(aún no medible en números)
de que el sujeto haya sido aplastado. 

No digo que no haya que intentarlo:
escarbar el terreno con las mismas
cucharas plásticas que se entregan en servicios
de urgencia y patios de comida.

Pero la pregunta es otra:
Cómo obtener el resto:
             piel huesos páncreas enredaderas de pelo o una humilde vértebra
(por la ilusión
del diálogo
con el cerebro
ahí­ contenido). 

Me atreverí­a a decir que no hay
que pensar en sacarlos vivos, 

pero qué podrí­a ofrecerle yo
a la composición inexacta del cuerpo desenterrado. Siendo
galopado por restos de cobre y gravilla; 

Sacudir al cuerpo como alfombras en el jardí­n
si es que las ganas de no abandonar la búsqueda
fueron tan fuertes. 

Pero lo mejor serí­a ignorar mis consejos.
Si ni siquiera me acerco a ellos
ya maquillados a través del vidrio pulido
en cajones de madera.

Maximiliano Dí­az


Este es tu país
el que buscaste escarbando
en la arena y al fondo
de las vitrinas iluminadas
que con sus luces azules
te hablaban de descuentos y
carteras. Un lugar que imaginaste
estaría lleno de acequias
verdosas, trozos de mata nativa,
musgo en paladar de ranas.
Aquí robaste tu primer botón
de oro y te lo echaste en
el bolsillo. Tú creías que acá
encontrarías semáforos
y sus circuitos, que corren
enredan, dictan la dieta
de sus tiempos. Pero esto, este país,
no se trata de eso ni del
tiempo. Esto, de lo que voy
a hablarte y espero me escuches
delgado muchacho de rulos y ojos
almendrados, es otra
cosa. No va de la nostalgia
de otro país dentro del tuyo. Ni
tampoco del amor. Mas para los
efectos de lo que voy a decirte, espero
sea suficiente este poema.

Bien sabes tú que los canales
de riego de televisión los de altos
pastos que te llevaban al río
eran una oleada mansa
de fechas desordenadas. Porque
esto, vas acordándote, pasó antes.
Cuando pensabas que lo siguiente
sería desenrollar con éxito
el pergamino de los años
cumplidos. Esto
comienza cuando tenías
unos tres o cuatro o cinco
años y eras un niño pálido con
las uñas color sol. No te las
manchabas con tierra yeso harina
y dormías bajo la mesa
de centro. Cero pelota, bicicleta

solo con ruedas de apoyo. De todos
los niños eras el más lento. Animal de interior,
televisista prodigioso. Fanático de Disney.
Creías que dos distintos
televisores transmitían dos distintos
programas y horarios. Fan
de las moscas los colmillos el color
gris. Ocasional devorador de hormigas
picantes aplastadas siempre
con el dedo. Todo esto se veía muy claro, muy
visible a tu juicio. En tus cachetes
enrojecidos, en tu ahogo
ante las escaleras
en tu irregular forma de correr
tras los niños del pasaje. Ibas
de la mano con tu padre. Tú lo
recuerdas: venían de la feria. Llevaban
bolsas de tela hecha del mismo
material que un saco
de papas. Él, tu papá, se veía enorme pero
era apenas un muchacho (mucho
más joven de lo que yo mismo
soy ahora). Chascón pelusa
fumaba solo si había más gente.

Deshojaba él mismo sus lluvias
y rezaba a su propio
dios, con formas irregulares y piedras
en las manos. Unos veinticinco
tenía, ¿no? Y las bolsas
cargadas de apio y naranjas.

Tu padre bajó las
bolsas y las puso en el piso. Da
igual si las verduras se llenan de tierra estas
huevadas de ahí las sacan, te dijo
o crees que te dijo. Tu papá recogió
y estiró sus dedos. Esas hormigas rosadas
que en mañanas semejantes revolvían
la leche y lavaban las maltrechas
pailas de huevo.

Su silueta era lo único
que te tapaba el sol.
Empuñó una mano, la cerró bajo la otra y
sopló con fuerza
de ese cuenco carnoso.
Así, acariciando el aire
tibio sacó con el pulso de su boca
un canto de pájaro. Aleteó con su palma
abierta
y el ave misteriosa de alveolos
que vivía en su garganta
cantó más fuerte, reclamó
la cosecha de esa plaza estéril.

En esa época ignorabas cómo
pasaban las cosas, mas
lo hacían —y en cualquier
momento—. Se interrumpió el juego
de los niños que al fondo, junto
al canal, encorvados como
cangrejos sobre sus cortas
sombras, simulaban una guerra.
Un estado de sitio hecho
de tablas y clavos oxidados

(¿estaba

tu primo entre ellos?
Ese niñito de ojos verdes y pelo
delgado al que le reventaron
la nariz unos punketas).

Se tiraban piedras y
colillas. Varios de ellos, varias
de ellas tenían tu edad. Un par
más afortunados, más grandes
que tú, comenzaban a cauterizar
la herida de la infancia y llamaban
con sus ladridos desafinados
a los perros salvajes
del invierno.
Pero todos, de cierta
manera, estaban a tiempo
para seguir deshilachando
los días bajo la afortunada
bandera del ocio.

En medio de su guerra esos
niños llenaban cestas
imaginarias con camarones
de mentira. Los contaron
tocando aire y para ti
apareció la guarida secreta
entre los hornos botados
sobre las mechas crecidas
de la maleza.

Tu papá se sacó las manos
de la boca y tomó las bolsas.
Siguieron camino a tu casa donde
tu madre estudiaba para
las primeras pruebas de
una universidad que ahora
es un café.

En el patio te llevaste las manos
a la boca y soplaste, pero
nada. Apenas aire tibio sobre
tus palmas color salmón.
¿Divisabas entonces
la lenta aparición
de la tristeza?                 Sea esta lo que sea: si cansancio
odio prístino, fantasías sobre la muerte en micros
y a la hora de comer. La sombra que marcaba
el avance del sol sobre los barrotes
de la ventana, las botellas vacías
que tus vecinos metían bajo el
lavaplatos. Como el silencio de
tu vecinito al que le cayó encima una olla
hirviendo y se tocaba a ciegas
el terreno irregular de la herida
bajo la nuca.

La muerte apuntala
a la vida con una
dedicación admirable. Y algo
del silencio siempre
te lo recordó.

En el ejercicio sigiloso de
la boca recogías tu
carácter. Mientras los niños,
aún afuera, veían cómo el sol
se cortaba un dedo y la tarde
se iba poniendo roja. Pero ellos
recolectaban nísperos y latas
de cerveza. Ellos tropezaban
con coloridas baterías
de autos.

«Es que te entra aire», te dijo
tu papá cuando le preguntaste
por qué a ti por qué solo a ti
no te sonarían las manos. Te las revisó
y repitió las formas que el cuerpo
les había regalado. Tocó las manos que después
intentarán leer las gitanas. Trazar el camino
abierto por las uñas y la saliva

pero nada

aire      entre tus manos

Y con tus manos calladas pasaron
los años. Llegó la hora
del desastre y ya muchacho
rapeabas bajo el cielo
abierto del gimnasio del colegio
aún en construcción.
Te abrías paso en esa aldea
remota, senderos abiertos
por las patas de caballos con sus orejas
sangrantes. A mano limpia
agotabas las tardes llenas
de piojos y vecinos crueles
sudorosos            que gobiernan
con la seguridad de la humillación.

Pero tú y tus amigos rapeaban bajo
el cielo abierto del
gimnasio en construcción.
En el buzo institucional —azul y
delgada franja
roja— llevabas elásticos de costura
que le sacabas a tu abuela. ¿Recuerdas
que ella cosía antes de que la atacara
la Enfermedad del Olvido?
En tu adolescencia ya corrías. No eras
malo para los deportes. Sí regular
mediocre. Del montón. Listo
para sentarte en la banca una hora mientras
los titulares jugaban. Esperabas
oportunidades lesiones un accidente que les impidiera
pero nada.
Tus amigos y tú rapeaban entre
baldosa y hormigón armado
en las horas lectivas. Recuerdas
cuando Bryan y Álvaro
en el invierno de las comidas
aliento amarillento de vienesas y puré
en polvo movían las manos y la cabeza.
Bryan daba el beat, se llevaba
las manos a la boca y —como
tu padre— soplaba un ritmo.
Intentaste rapear esa
vez: invierno abierto. Los búhos
escapaban del día avenida
San Joaquín en dos mil ocho —¿o fue
nueve?—. Pero no pudiste. Se
te trabó la lengua. Las palabras
como el miedo, como la pena
querían salir de tu boca sin
permiso. Y no hallaron orden
ni momento. Te las guardaste en la garganta y
brazos cruzados de por medio
miraste.
Después de clases se iban en
fila al galpón abandonado
cerca de la casa donde tus papás
habían decidido unir deudas, cuentas
bancarias, despensas, álbumes
de fotos —llenos de bautizos y cumpleaños donde la luz

entra irregular—

y rapeaban hasta que les
caía la noche. Tomaban
las palabras de los textos escolares
del Estado y con la voz más
clara que permitían sus bocas
moldearon el aire. No había
vergüenza, solo agitación y las
manos y las cabezas arriba abajo
arriba abajo.
Hacían canto entre ladrillos y piedra roja
manchas fétidas en el piso. El cemento
intentaba ganar territorio
a los pastos. Todo maquillado
de polvo por ese bosque
que no pudo ser.
Y humedecido al borde nocturno
por el tacto de las botellas a medio
tomar.

(Pero van a demolerlo, les dijeron:

y muy pronto edificios: 2ª etapa. Monoambientes
Home Studio Compra hasta*** a 35 años. La familia, el
amor también son

posibles en      espacios pequeños).

Llegaba la
tarde sobre sus mochilas anochecía.
Se sacaban los gorros
de lana o visera plana. Marcado al
costadito AA. Lucían mechas
de clavo, cortes de milico. Escondían
chocolos bajo la camisa por el protocolo
de la imagen escolar. En las manos
se pusieron saliva y cigarro light.
Sacudían sus cabezas y el
cielo casi negro, iluminado
a punta de teléfonos
se llenaba de caspa.

Cerca de las panderetas
entre condones usados, bichos
tornasol, campanas oxidadas
de cocina, bosta de vaca con
textura carbón deshecho
vieron brotar la maleza y los
tomates. Los campos,
ya lo suponías en ese
entonces, están arruinados: ninguna
casa colapsaba sus bodegas de grano,
cereales ni hojas verdes que
adornasen los platos a la
hora de comer. Pero en todas
partes hay semillas que se riegan
a pulso con orina, lluvia y sangre
de chancho.

Pero ¿tú y tus amigos sabían dar cuerda
a la vida? Los hogares
siempre iguales. Tú volvías a la casa
de tu abuela y cada día
el sol trepaba por los techos y los muertos
a la caza de horas de luz
repartían con paciencia sus
cápsulas de rocío. ¿Viste
acaso sus dedos arrugados, su mirada
de profunda molestia
cuando te levantabas en mitad
de la noche a partir un
pan con las manos? Te miraban
en silencio cuando los hormigueros
se alimentaban de las mascotas
enterradas los años anteriores.

En casa tu ánimo se
replegaba con el temple de
las aguas al mediodía.
Siempre silencioso a paso
de culebra hasta el dormitorio
compartido. Pero tu abuela
llevaba siempre un puñado
de porotos para jugar
lotería con el menor y
el deseo de hablar de los tranvías
de sangre. De su abuelo que medía
dos metros quince. De su tía abuela que
en los hombros de alguien mayor
vio entrar a Baquedano a Santiago.

La luz llena de fiebre
escurría por las cabezas
y comías ansioso las
pantrucas. Qué tanto pasaba
en ese tiempo. Mientras
tu mamá compraba fardos
de ropa para vender y tu
papá repartía pan en
las mañanas.

Se guardaban las distancias,
conveniente es no repartir culpas
tampoco plata tampoco
información. En una casa —te dijeron—
hay que crecer con sencillez con
elegancia y altruismo: «Pon la otra
mejilla pero sin ser aweonao».
Tú repasabas de memoria la bolsa
cristiana de valores, todos aprendidos
de la mano de tu hermano muerto. Tu mamá
lo esperaba colgando el teléfono
a los verdugos de la morosidad. Ella
lloraba con amargura. Tenía el ceño
fruncido bajo el poder
de la ruina. Una línea gruesa
en la frente que detenía las embarcaciones
de sudor. La abrazaste bajo
la luz blanca. Ella creía que la
vida se soluciona con más
vida. Ese lactante es un recuerdo sin color
de ojos ni dientes de leche. A veces
—sabes bien— tu mamá sueña
con él. Todas las noches lleva una cara
distinta. En el sueño se toca
el pecho con un dedo como preguntando si
acaso él. Para ella el dolor
se volvió un eco. También los
lugares de ese día. ¿Quién pone una
clínica al frente de un liceo? Como señalando
ese traspaso subterráneo, un remar sobre
el cemento al alcance del color del semáforo.
Ahí mismo, en el Sewell, donde
terminó tu amigo Wasti —que en realidad
nunca te agradó mucho—, los escolares
juntaban la plata de sus pasajes, compraban
un poco de marihuana y se iban en
pareja a dormir siesta a la Plaza
de los Enamorados. Se hacían
piecito y saltaban la
pandereta. Cruzaban en el silencio
ilegítimo del patio en las horas
de clase y se perdían entre
los autos y sus tubos
de escape cortados.

Maximiliano Díaz Troncoso


La justicia de las caravanas

A pesar de que los caballos me asustan
me gusta pensar que todo
debería seguir siendo así:

 una familia
corta el desierto                  la caravana
se detiene en algún lugar
         entierran un chiche
                                 bajo la tierra
y aseguran: «Acá es».

 Algunos dicen que más del ochenta
por ciento de la tierra tiene dueños.
Me pregunto si cuando se pueble
por completo este planeta
                                      volveremos a oír el susurro
de las balas en cada calle.

Las ganas de pagar nos quitaron
el misterio innecesario
del revólver.

El único que yo he visto
está bajo la cama de mis abuelos.
Era del padre
                         de mi abuela y ella

no lo llevará jamás a mantención
por miedo a que se lo quiten.
Un disparo casi recorre
                                        las generaciones
cuando mi primo mayor dijo
que lo usaría
                         para mejorarse.

Pero ya no podemos reclamar nada como nuestro.

Tal vez por eso fantaseo con el poder
adquisitivo de futbolistas y
guionistas de grandes cadenas.
           Afuera         mientras tanto
algunos ponen su bandera
sobre las espigas
y un letrero sale tibio de la fábrica
ofreciendo departamentos
de veinte metros cuadrados.

Maximiliano Díaz Troncoso



Los podadores

 A esta hora del día la luz
entra por todos los vidrios
de la sala de espera.
                        Se pueden ver los balcones
floreados las sillas
en las terrazas. Suponemos
que saldrá el olor a pan
de las ventanas muy pronto.

La gente está llena
                              de prisa pero aquí
                              aguantan.
Se apoyan en sillones ventanales y máquinas
de dulces.

La enfermera pide
que pasemos
                      de a uno.
Toma los datos en la puerta de la Unidad de Cuidados Intensivos.

 Alguna vez lo vi      gordo
imponente tras su escritorio.
Imprimía libretas
de cartón y papel liviano

 San Jerónimo decía que los libros no deben llevar oro encima. 

Ahora está en una pieza oscura
y abierta. No tenía idea de que la piel
tomaba esos colores o que los pacientes
de la Unidad llevaran
                          las manos amarradas. 

Las suyas: grises
con las que alguna vez sostuvo
una trucha viva bajo el remanente
del sol
            enterró a sus perros y cosió
            cuadernos que hizo en casa.

 Me preguntó cómo estaba
y se durmió.

Nunca
conocerá los venados
                                      no volverá
a ver pimentones panes
con mantequilla martillos ni bicicletas.

Pero la luz
                  resulta maravillosa
                  a esta hora del día.

Desde su pieza lo despierta
el ruido de las sierras.

Los podadores llegaron a cortar las hojas
          muertas de las palmeras.

Maximiliano Díaz Troncoso



Quien amasa las olas

Padre
            si usted tiene
las respuestas dígame
                           por favor
si es Él quien amasa las olas.
           Yo crecí para mantenerme inútil.
Para mí es magia
más que cualquier otra cosa
cómo entra una mechita
en la grasa de la vela.

He dudado tantas veces
                                   padre
aunque la mamá me haya escuchado
hablar con mi abuelo
meses después de su muerte
y aun habiendo visto
                           a una rana intacta
después del incendio
en un bosque costero.

 Pero Él
             ¿me lo jura
que revuelve
             las olas y las agarra
de los pies para devolverlas
a su lugar?

Me encomendé por mis padres
ambos tan jóvenes
                        y con un hijo enfermo:
su tórax abierto
                         por el bisturí de un médico
se lo juro yo pensé que en su pulso
no existía nada más que la ciencia

pero mi madre me explicó que Él
obra por caminos misteriosos.
                                                       A veces su mano
guía balas cuchillos escupitajos y pone bombas
de racimo en aldeas

pero todo tiene un destino ¿hay un plan
para nosotros?
                        Para mi madre sus cincuenta
años y su cajetilla diaria
o el seco calor y la cama vacía
del papá en un campamento minero
al norte de Chile.

Dígame si Él dispone de nosotros
como del mar o las velas
por favor
              padre
en el nombre de todo
             lo que nos ha sido
                   heredado.

Maximiliano Díaz Troncoso



Un lugar junto al mar
 
Porque esto es todo
por lo que hemos orado      ¿no?
              Viste a otros partirse las manos
sufrir infartos derrames dedos
                                         amputados
por una casita en la playa.

Nosotros no tenemos jardín
                                       ni una mesa
y aunque no podemos ver cómo
las olas se quiebran
                        y recomponen la arena

 sabemos que estamos aquí. 

Vemos volver
             rendidos contra la tarde
a los pescadores con botes llenos
de carnada

y en la panadería una mujer
te cuenta cómo el mar
se llevó a su muchacho
mientras mariscaba.

Alguna vez pensaste
en un matrimonio celebrado
            en el roquerío.
Regalarías a tus invitados
un saquito de sal      recién obtenido                   del oleaje.

 Sabemos que Él
y su piedad
hacen llover incluso
                         mar adentro. 

De noche prendemos linternas
televisores aquí llegan algunos canales
las cucharas suenan
contra las tazas de té.

Y aún con el pan
                            de azúcar entre los dientes
sueñas con un niño muerto
que recoge peces en la orilla
para devolverlos al mar
                                 pero aquí los peces
                                  no llegan a la orilla.

Maximiliano Díaz Troncoso








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