Si Jaume se encontraba perdido tras la muerte de su esposa,
Elisa se debatió entre dejarse caer o seguir en esa lucha. Pero sin la persona
que la guiaba. «No dejes que este mundo apague tu resplandor». Recordar
aquellas palabras le hacía encontrar las fuerzas para pasar los años de colegio
y tratar de entrar en la universidad.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 128
Las dos caras de la moneda. El juego al que la vida siempre
está jugando. Aunque ni siquiera lo sepamos.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 191
Es más fácil juzgar que actuar.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 226
Aquella no era una guerra para mejorar la situación del
país. Aquella era una guerra en la que todos los que la habían puesto en marcha
buscaban su cuota de gloria y eternidad.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 226
Gallardo acompasó su paso al del Generalísimo mientras se
alejaban un poco del grupo. Von Schimmer le sacaba una cabeza, y él se la
sacaba a Franco; pero ante los dos se sentía igual de inferior. Los complejos,
a menudo, no tienen cura.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 231
Tan importante es lo que se ofrece como el hombre que se
envía a negociar.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 231
El carácter de una ciudad lo define su arquitectura.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 238
… el origen de todo se encuentra en cada una de las pequeñas
decisiones que tomamos, en cada una de las curvas que el destino nos pone
delante y tratamos de sortear lo mejor que podemos. Desde que nacemos. Desde
las decisiones que nuestros padres tomaron antes de que llegáramos a este
mundo. Desde el primer paso que el hombre dio sobre la Tierra. Porque todo está
conectado. Todo está iluminado por el mismo sol desde el principio de los
tiempos.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 239
… satisfecho al comprobar que el origen de todo se encuentra
en cada una de las pequeñas decisiones que tomamos, en cada una de las curvas
que el destino nos pone delante y tratamos de sortear lo mejor que podemos.
Desde que nacemos. Desde las decisiones que nuestros padres tomaron antes de
que llegáramos a este mundo. Desde el primer paso que el hombre dio sobre la
Tierra. Porque todo está conectado. Todo está iluminado por el mismo sol desde
el principio de los tiempos.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 239
Siempre hay unos pocos que deciden por todos. Pueden haber
sido votados, aclamados por elección popular y ocupado sus puestos de manera
democrática. Pero decidían por todos. Y otros, los que estaban en desacuerdo,
clamaban que se habían alzado contra los primeros en nombre de todos, en busca
de la unidad nacional. Unos y otros en posesión de la razón. Y, en el medio,
los millones de personas que no podían hacer otra cosa que esperar
acontecimientos y salvar algún resto de aquel naufragio.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 240
—Una vez lo vi, cuando era pequeño. —Jaume miró a los dos
jóvenes—. Un viaje a Madrid, a ver a la familia de tu abuela —dijo a su hija—.
Mi padre me explicó el juego de espejos. —Era Velázquez —confirmó Alejandro—.
Muy pocos tienen la técnica, pero solo los elegidos poseen el don de romper con
lo establecido.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 242
Cuando no se tiene nada que perder, se puede pasear con
calma hasta por el infierno.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 251
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 300
Con los ojos vidriosos, Jaume le explicó al joven arquitecto
que ya llegaría a su edad. A esa edad donde las personas que te habían traído
al mundo ya no estaban, y solo vivían dentro de los recuerdos. Esas personas
que, con su sola presencia, te aportaban seguridad y hacían que sintieras que
nada malo podría ocurrir jamás. Cuando dormías de un tirón, sin dar mil vueltas
en la cama antes de sumergirte en el sueño, sin despertar en toda la noche.
Esas personas que construían el castillo en el que estabas protegido, donde a
la vez eran guardianes, cocodrilos en el foso y gruesos muros para que nada te
alcanzara. Para mantenerte a salvo de la maldad, del hambre y del frío. Ese
lugar donde, tras una derrota, podías volver y derrumbarte. Donde siempre eras
recibido y cuidado. Donde recuperabas las fuerzas para la siguiente batalla.
Cuando eres joven, le explicó Jaume, sientes que debes tomar tu camino, el
rumbo que el destino tiene escrito para ti. Y, con la fuerza de sentir que
puedes comerte el mundo, sales a él. Unos días te lo comes, sí, y otros te come
él a ti. Pero avanzas, resistes. Construyes una vida, incluso llegas a sentirte
realizado. Tus logros, tus fracasos, tus metas, tus infiernos. Vas a por
aquello que crees que es tuyo, aquello que mereces sin que nadie te regale
nada. Y, sin darte cuenta, siguiendo ese camino, saliste del castillo, tomaste
la senda que se adentra en el bosque oscuro. Es natural, ley de vida. Pero ya
no vuelves a sentir aquella protección, aquella seguridad. Los guardianes, los
cocodrilos, los gruesos muros. Ya no existen. Satisfecho de lo conseguido, pero
temeroso de que se escape, necesitas mil vueltas para conciliar el sueño. Te
despiertas en mitad de la noche sabiendo que, si atacan los dragones, ahora
eres tú quien tendrá que hacerles frente. Que los días que lleguen las derrotas
no hay lugar al que acudir a refugiarse. Donde te cuiden para recuperar las
fuerzas y galopar a una nueva batalla. Y eres tú quien ha de construir el
castillo para proteger a quienes has traído al mundo. Cuando te detienes a
tomar aliento, cuando los golpes son tan duros que necesitas dejarte caer, recuerdas
a tus padres. Que ya no están, solo viven en tus recuerdos. Y esos recuerdos
son momentos, objetos, huellas borradas del pasado. Los recuerdos de Jaume
vivían en Las meninas. En aquel escudo protector que era la mano de su padre
mientras le explicaba por qué los reyes se reflejaban en ese espejo.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 251
—No es solo un cuadro, hijo. Es una vida. Con los ojos
vidriosos, Jaume le explicó al joven arquitecto que ya llegaría a su edad. A
esa edad donde las personas que te habían traído al mundo ya no estaban, y solo
vivían dentro de los recuerdos. Esas personas que, con su sola presencia, te
aportaban seguridad y hacían que sintieras que nada malo podría ocurrir jamás.
Cuando dormías de un tirón, sin dar mil.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 251
—Elisa…, la vida es como es. —El joven le sonrió—. De algo bueno
puede nacer algo malo, pero de lo malo también nacen cosas buenas. Tu padre se
sentía culpable, yo me siento culpable, tú te sientes culpable…, pero no hemos
hecho daño a nadie, hemos encontrado cosas que nos hacen felices sin robarlas,
sin vender nuestra alma.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 384
—La culpa nunca es de quien vende las armas, sino de quien
las dispara. —Bela recordó las palabras de Félix Santurce en aquel mismo salón,
apenas unos días atrás. —Palabras vacías que solo sirven para aliviar
conciencias. —Pues claro… —Bela se situó delante de él—. ¿Qué te creías?
Nuestros actos tienen consecuencias.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 386
—Evítalo —repitió. —No puedo… —Sí puedes. —Bela buscaba un
razonamiento lógico—. Esos cuadros dejarán Valencia algún día, seguirán su
camino. Haz que los dos cuadros que quieren los alemanes jamás lleguen a sus
manos. —Sería hombre muerto. —¿Prefieres ser un vivo que no pueda volver a
dormir o un muerto que hizo lo que debía?
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 389
La culpa. Ese sentimiento tan traicionero: unas veces real,
otras imaginado. Pero su peso lastra a cualquiera, es capaz de someter al más
fuerte y de hundir en la miseria a quien sea un poco más frágil. Y la culpa
emerge queriendo cobrar sus tributos, sin que nadie se libre. Ni los que la
sienten sin haber hecho nada para ello, como Jaume, Elisa o Alejandro. Ni los
que de verdad la tienen y son los responsables de los mayores daños posibles,
como Mateo. O Gallardo. O Barroso. O Santurce. Pero nadie, sea una culpa real o
una imaginada, puede vivir en paz con ese peso. Y siente la necesidad, urgente,
de librarse de él. Como una de esas enormes piedras que los harrijasotzailes de
Guernica levantaban ante los ojos de Mateo cuando era niño. Un peso que puede
hundirte bajo las aguas más negras y más profundas.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 390
Cuando se ama a alguien, esa persona está por delante de
todo.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 411
Mateo envidió aquella franqueza, aquella pureza que guiaba
al chico por el camino correcto. No se engañaba; él había necesitado que
murieran cientos de personas y que un lugar de su infancia quedara arrasado por
las bombas alemanas para darse cuenta de qué estaba haciendo. Al chico solo hubo
que contárselo una vez.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 425
La muerte siempre ronda, ¿no? En forma de hambre, bombas,
partos que se complican, pulmonías mal curadas… —Bela recordaba a sus padres
con aquellas palabras—. La muerte está en cualquier sitio y, si tiene que
llegar, llegará. Pero si le abrimos la puerta antes de que llegue, ya ha ganado
la partida. —Pensaba que mirarle a los ojos era una prueba de valor —dijo,
molesto, el vasco. —Valor es mirarle a los ojos a la vida. —Ella se puso
seria—. Saber que te va a putear y, aun así, querer seguir viviéndola.
Javier Alandes
Los guardianes del Prado, página 451
Los guardianes del Prado, página 128
Los guardianes del Prado, página 191
Los guardianes del Prado, página 226
Los guardianes del Prado, página 226
Los guardianes del Prado, página 231
Los guardianes del Prado, página 231
Los guardianes del Prado, página 238
Los guardianes del Prado, página 239
Los guardianes del Prado, página 239
Los guardianes del Prado, página 240
Los guardianes del Prado, página 242
Los guardianes del Prado, página 251
Los guardianes del Prado, página 300
Los guardianes del Prado, página 251
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Los guardianes del Prado, página 386
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Los guardianes del Prado, página 411
Los guardianes del Prado, página 425
Los guardianes del Prado, página 451
Los guardianes del Prado, página 451
Los guardianes del Prado, página 488
Los guardianes del Prado, página 498
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