Juan Suárez Proaño

El olvido

Solo pueden serte gratos, señor,
los que poco recuerdan,
los que no han sentido la memoria entrando en ellos
como un toro bramando,
con sus dientes y su pelaje transformando la luz,
con esas imágenes tan tristes como corales de pecera,
como hierba seca en los lugares que dejamos.

Bellos serían, señor, estos barrios
si pudiéramos olvidar
que aquí vimos cojear a un niño.
Cálida sería esta plaza
si no recordáramos el rictus de la compañera
cuando la arrastraban, atada, los caballos.
Qué agradable sería tenderse junto a las tapias
si no recordáramos los gruñidos de los perros
desolados y leales
que lloraban a la hembra amarrada.
Cuánta tranquilidad habría en la vida
si pudiéramos olvidar lo que es el corazón
y lo hiciéramos uno
con la primera roca
que dejó su peso en nuestras manos.

Quizás la verdadera compasión
la merecida clemencia
sea un breve derecho al olvido.
Pero nosotros no fuimos
como los perros, como los gorriones
como otras tantas criaturas
hechos para inspirar misericordia.
Las memorias nos doblan las vértebras
hasta que solo nos asombra el asombro.
Una sola vez podemos preguntar:
¿es lo que escucho, madre, el trotar de los caballos?
¿son mis brazos extensos como los puentes?
¿es aquel hombre que grita en la plaza
alguno de los hermanos que he perdido?
¿dónde están, si no bajo los árboles?
¿es temor lo que siento al mirar la rosa?
Y las respuestas nos persiguen por la vida
y vivir no es otra cosa que ir acumulando
en pequeños cofres dentro de la frente
cuerpos verdosos de moscas
y huesos de falanges que nos apuntaron,
huesos de mascotas y amigos
picoteados por el uso
y rara vez una luciérnaga exiliada.

Señor,
solo tú tienes el don del olvido.
Solo tú que nos olvidaste en los suburbios del alba,
solo tú que olvidas atender el timbre
y nos dejas en la calle con nuestra caja
llena de nombres, gestos últimos, febriles espantos
y tardes
tardes en las que perdimos hasta la simpatía de las palomas.

Juan Suárez Proaño



Este es nuestro sitio

I

Fue una madrugada como cualquiera,
prescindible y pacífica sobre las colinas:
llegamos
hartos de tanto buscar el mañana,
hartos de no recibir otra señal
que no fueran los halcones
que venían a llevarse las crías de nuestros perros.
Alguien
desde la umbría celda del frío
susurró en los oídos del sueño
«es aquí, descarga tus valijas».
Y así lo hicimos.
Llegamos
a los rincones amarillos de la ciudad
            para ver como el día ejecutaba a los gorriones,
llegamos a los purísimos hospitales
            aromados de tos y vergüenza
y más tarde a las tabernas
repletas de cuerpos no nacidos
que en silencio andan desde entonces a nuestro lado
           y vamos en silencio con ellos
porque tenemos clara nuestra repartición de lealtad.

II

Y revolotearon
ante los ojos habituados al asombro
las cosas que nos habían sido otorgadas:
hojarascamente llegaron las charlas de las viudas
y las conversaciones de los ciegos con la luz.
Vino la pobre sal buscando su sitio en los riñones,
             los capataces del destino
             a pisotearnos el hígado y la garganta,
los días como una cicatriz ardiente
que nos alcanza cuando estiramos las manos.
Y de los muchos pájaros que la ciudad acoge
              picotearon nuestros pies las palomas,
              siervas de lo común y prescindible.
Eventualmente vino el cuarto sombrío
que se repiensa siempre,
el amor leal en la infidelidad,
el metálico olor
del pisoteado corazón del cielo,
y los mensajes en garabatos que el dios más viejo
nos hacía llegar en el vuelo de las moscas.

III

Desde esa madrugada
tenemos el agua sedosa de la fiebre,
           y para que nunca hagamos reclamos
corre por nuestros dedos los domingos
el agua bendita
que no cura los navajazos ni el fracaso
ni la llaga de saber que de ninguna pobreza
          tenemos la culpa
pero que eso no será impedimento
para que atraviese los huesos de los hijos
y ellos, en justas rabietas, nos hallen culpables.

IV

¿Realmente esperábamos algo más?
Siempre estuvimos al tanto de la ceniza
siempre fuimos grises en las pistas de baile,
              y aun así, ciertas veces, en ciertas callejuelas,
esperamos hallar un rincón generoso
           un paisaje poblado de luz.

V

A quién podríamos preguntar
cómo luce la belleza. Quién podría decirnos
si no estuvimos frente a ella
y la dejamos pasar
porque estábamos ocupados
hablando con las piedras que sueñan con ser tórtolas.
Quién podría hablarnos
si los padres
hace siglos que no contestan.

VI

Tarde supimos que nos sonreía
el diente oscuro de la intemperie
pero ¿cómo podríamos saborear el mundo sin su mordida?
Tarde supimos que el deseo de vivir
nos estalló en los labios como agua hirviendo.
Pero ¿hay alguien a quién le importe nuestros deseos?

VII

No amamos el mundo que nos toca
porque fue negado a nosotros
el tiempo de la contemplación.
Pero seguimos devorando los panes duros de la verdad
y bebiendo el trago de la pérdida
hasta perder la compostura,
           y entonamos canciones propias, místicas canciones
           aprendidas o inventadas en parques,
           y empieza una celebración lamentable, una celebración
insomne,
una celebración a la que no asisten los triunfadores.
No estamos solos.
Somos también estas mujeres
y su murmullo de mutiladas luciérnagas,
estos adolescentes, amados ya
por el musgo, siervos de su coraje;
estos hombres arrastrados por las olas
         de la imperfección y la fe,
estas crías que huyen con bolsas robadas
         en las manos
y compartimos el golpe del alba,
aprendemos la postura
en que nos luce mejor la medalla de los últimos,
entrenamos en el dolor
          honesto y claro
         sin que nadie haga de él catástrofe
          o leyenda.

VIII

A veces nos asomamos a la vida
y parece un carnero
que mastica las hierbas que germinaron
cuando el bosque de la esperanza fue quemado.
A veces,
nuestra sangre
derrite el granizo en las veredas.
Así seguimos,buscando, en la geometría más feroz,
la ternura.
Si alguien quiere cruzar nuestra puerta
tendrá que demostrar
que lleva en el lugar del alma una piedra oscura,
un pedernal que se enciende
con el roce de la obstinación.
Tendrá que demostrarnos
            que cree con firmeza
que aún no ha sido inventado en el mundo
aquello que no puede ser soportado.
Preferimos la valentía a las razones
            para defender este lugar
            como si alguien
            quisiera disputarlo.
Aquí estamos.
No se nos abrirá otro sitio.

 Juan Suárez Proaño




La leyenda del fango

La casa se alzaba sobre cuatro pilares
que hacían heridas en la inmensa piel del fango.
En los fines de mes,
mientras madre trataba de limpiar las sábanas,
nosotros moldeábamos panes de barro
que en la noche dejábamos a las puertas de la casa
para que devorasen los hambrientos muertos
y se sintieran a gusto
y decidieran entrar.

Nunca supimos ir a ningún sitio
ni entrar a ninguna parte
sin llevar en las suelas
pedazos de nuestro fango.
¿Recuerdas a los maestros,
sacerdotes de la limpieza?
Nos echaban de las aulas
para que limpiáramos nuestros zapatos
en el césped húmedo del patio.
¿Recuerdas que obedecíamos,
que nos tardábamos
jugando con los reflejos de la fuente,
emboscando sapos,
rastreando granizos para saborear
y verlos derretirse en nuestras manos?
Y lejos sonaban las lecciones de la pulcritud.

Nunca pudimos darnos el lujo de riñas
contra el fango. ¿Y para qué?
Siempre fue tarde
para evitar que ingresara en las rendijas del alma.
Enlodadas fueron las trenzas de los abuelos,
enlodadas las cebollas y las colas de los gatos,
enlodados los labios de los hijos
y estos labios.
Debíamos hacer nuestro el mundo desde allí.

¡Ah, señor, no habrá diluvio que borre las huellas
que dejamos en el fango entre casa y casa!
Las huellas de cuando íbamos bajo las faldas de las madres
a oírlas conversar aunque nada entendíamos
pero era música su voz,
las huellas de tardes en que escapábamos a comprobar
si aquella muchachita que el verano había tratado con esmero
nos ofrecía ahora un guiño o un movimiento de sus piernas,
las huellas entre puerta y puerta
cuando íbamos sin más palabras que «lo siento»,
«nos hará falta», «era un gran señor»
«era una madre excelentísima», y luego
las huellas de pocos
acompañándonos en el letargo de la ebriedad
y en el sabroso veneno de las maldiciones.
Al final las huellas
cuando volvíamos arrastrando los pies
dejando en el lodo un hermoso camino reptil
una tosca pincelada de desastre.
No,
no hay lluvia que pueda borrar nuestros signos
escritos con el alfabeto de la dureza.

Nadie podrá romper nuestro pacto con el fango:
llevamos su mancha, su penetrante salpicadura
a donde sea que vayamos
y él, a cambio, guarda para nosotros
la huella que hacemos
como única prueba de haber estado aquí,
un dibujo a imagen y semejanza
de la taciturna, estancada, mínima vida que nos toca.

Juan Suárez Proaño



Ocaso 

El ocaso tiene el color de dos cuerpos
cansados y difusos
detrás de la bruma,
como un país sin frontera
como el agua inquieta bajo un barco
como dos gotas en una sábana
como la sed de todos los días
como un río.

Juan Suárez Proaño



Oración

Señor, no soy digno de que entres en mi casa,
pero una sílaba tuya
una mentira, un respiro
pueden bastar para sanarme.

Yo confieso
ser amigo del dolor.
Los hombres no olvidamos los días
en que se nos clava una espina,
en que nos arrancan el silencio
a dentelladas.
Lo invocamos para escribir en la memoria.

Y confieso que es mío
su andar suelto en estas páginas.

Señor, por eso y más no soy digno.
Pretendí tantas veces
conocer la palabra,
hacer de ella un barco
que abriera el mar para huir del exilio.
Y nunca logré más que un madero
frágil y resbaladizo.

Ahora y en la hora
he dudado de tu voz,
no he visto frutos abrirse con tus versos,
el aire no ha traído tu nombre,
los inviernos llegan aunque no los llames.

Pero aquí estamos, Señor
repitiendo:
“danos tu migaja,
perdona nuestros silencios
como el silencio nos perdona a nosotros,
no nos dejes tropezar en la esperanza,
líbranos de los significados…”

Ya ves, señor.
Es mejor que no entres en mi casa.
Pero dime en qué sombra
bajo qué huerto
sobre qué recuerdo
nos reunimos.

Juan Suárez Proaño



Poeta 

Si hay cárceles donde no cabe ni un suspiro, 

si entiendes del abandono
y sabes que los cortes más limpios provienen
de los pájaros.

Si al cristal de tu ventana
rasgan las uñas del tiempo
como voces detenidas, 

si tus párpados
llevan un sueño desaparecido
y soportas ser acribillado
por las cosas que no dijiste. 

Si comprendes el incumplido final de tus derrotas
y escondes el deber de tus manos
en una caricia. 

Si no te tienes
ni a ti mismo. 

Dime cómo haces después de todo
para seguir creyendo
en el poema.

Juan Suárez Proaño



Silencio

Aquí estamos.
Somos los hijos olvidados
que cruzaron el desierto de tu nombre
en cuarenta días,
y han regresado.

Nos obligaron a oler tu aire
en el aliento de los muertos,
a tocar tu piel en el espacio de su ausencia,
a conversar con su muda memoria.

Pero nuestra forma de sobrevivirte fue sencilla.
Cuando el corazón estaba más cerca del suelo
aprendimos a llorar,
y descubrimos más tarde que el frío
nos sacudiría los huesos
y llenaría las calles con sus campanadas.
Fuimos aliados de la mentira.
También supimos que infringir dolor
podría ahorrarnos las lágrimas,
y reemplazamos el llanto
por el crujir temible
de un insecto bajo las botas,
-a veces fue un ave nacida en mala hora
o un hermano mártir.
Ninguno dejó de amarnos
entre sollozos-.

Así nos convertimos
en los desterrados de tu sombra.
Creímos que la sangre nos crecería
ruidosa como un río.

Pero hoy venimos a decirte
que han sido las pausas del corazón,
sus intervalos de mudez,
los que han despertado la vida.

Su sonido se parece a la poesía.

Ahora tus hijos
tus herederos
hemos regresado.
Venimos a ofrecer humildes
nuestra voz.

Juan Suárez Proaño











No hay comentarios: