Nemrod Carrasco Nicola Viaje al centro de la filosofía

 
Las obras completas de Sócrates
 
Se cuenta que en una ocasión se le preguntó al expresidente argentino Carlos Menem acerca de sus gustos literarios. Es sabido que, cuando a alguien se le formula una pregunta de estas características, siempre cabe el recurso de declararse profundo admirador de los escritos griegos clásicos. Ahora bien, el exmandatario argentino no contaba con que el entrevistador quisiera concretar su respuesta y conocer cuál era su autor favorito. Ante lo cual, y sin el más mínimo titubeo, dijo: «Sócrates, me encanta leer las obras completas de Sócrates». Menem cometió un desliz bastante cómico, puesto que Sócrates no escribió ninguna obra a lo largo de su vida. Sin embargo, la cuestión es más seria de lo que parece. Si hemos podido reconstruir la figura histórica de Sócrates, llegar a adivinar quién era ese hombre llamado Sócrates (porque no había modo de conocerlo sino a través de otras personas), es sólo porque Platón lo ha dejado por escrito y lo ha hecho en la única forma que sabía recordarlo. Platón pudo haber redactado tratados o manuales de filosofía, pero prefirió escribir sus impresiones en forma de diálogo, convencido, al igual que su maestro, de que la verdad es algo que siempre debemos buscar. En muchas de sus obras, Sócrates es el protagonista; en otras, ni tan siquiera aparece. Pero lo más importante es que se trata de un personaje de ficción, con el que Platón no tiene por qué simpatizar en cualquier circunstancia. En realidad, no resulta nada fácil saber cuáles son las doctrinas que defendió Platón. Nunca, en ninguna parte, expone de forma explícita y completa, afirmativa y razonada, en qué consiste su enseñanza filosófica. En sus diálogos, Platón jamás se representa a sí mismo: se oculta a sus lectores como el autor de un inagotable teatro de pensamientos.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 12
 
 
Aristóteles es el principal encargado de educar a la filosofía, de someterla a una cierta disciplina. Es algo que puede advertirse en la Metafísica, probablemente la obra más significativa de Aristóteles. Su objetivo es construir un saber sistemático, rigurosamente codificado, capaz de remontarse a aquellas «primeras causas y primeros principios» que den cuenta de la totalidad del mundo presente. Cualquier tentativa de aproximarse a la filosofía de Aristóteles, de captar aquello que constituye su verdadero significado, pasa precisamente por este tipo de pasajes:
 
Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por el asombro; al principio, estupefactos ante los fenómenos sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a poco y planteándose problemas mayores, como los cambios de la luna y los relativos al sol, a las estrellas y a la generación del universo. Pero el que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia. De suerte que, si filosofamos para huir de la ignorancia, es claro que buscaban el saber en busca del conocimiento, y no por ninguna utilidad. Y así lo atestigua lo ocurrido. Pues esta disciplina comenzó a buscarse cuando ya estaban casi todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida. Es, pues, evidente que no la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al que es para sí mismo y no para otro, así considera
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 30
 
 
Se ha escrito mucho acerca de la trascendencia filosófica de la Metafísica. Sin embargo, Aristóteles nunca redactó ninguna obra con semejante título. Además, la palabra en cuestión no aparece en ninguno de los tratados reunidos bajo este nombre. Fue Andrónico de Rodas quien, en el siglo I a. C., clasificó la obra de Aristóteles y, al no saber muy bien dónde ubicar estos textos, decidió agruparlos en la última de sus carpetas, donde se hallaban los libros de la física. Siempre quedará la duda de si la Metafísica se llamó así porque su objeto de estudio estaba situado «más allá» de la física (ese es el significado del prefijo griego meta-) y constituía un orden distinto del de la realidad o, simplemente, por tratarse de una obra que venía «después» de la física. Lo que sí nos cuenta la tradición es que cada vez que a Andrónico le preguntaban por estos textos, solía decir: «Son los libros de la metafísica». Parece un chiste, pero este es el motivo más probable por el que estos tratados han pasado a la posteridad con el nombre de Metafísica.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 30
 

Es imposible buscar la verdad si no tenemos capacidad para asombrarnos. Asombrarse implica establecer una distancia, una separación, ver de otra manera lo que uno tiene ante sí.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 31
 

 
En el fondo, a los epicúreos les encantaría poder apresar el dolor con las manos, sujetarlo con todas sus fuerzas y convertirlo en una superficie vidriosa: un cristal tenuamente azul por donde atisbar esa paz del alma llamada ataraxia. Les gustaría pasar al otro lado del espejo, estar en un mundo distinto que mitigara los estragos de la enfermedad. Donde el desasosiego se apagara con una cierta indiferencia hacia la realidad.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 45
 
 
La verdadera terapia para un epicúreo comienza cuando tratamos de superar el miedo a los dioses y a la muerte.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 47
 
 
Epicuro quiere una humanidad liberada de las supersticiones, pero también emancipada del miedo a la muerte.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 11
 
 
Epicuro no quiere una humanidad maleable, miedosa, fácil de conducir. Cuanto más dócil es a causa de los embustes y la superchería religiosa, más dúctil resulta para la obediencia, la sumisión y la renuncia de sí misma. Epicuro quiere una humanidad liberada de las supersticiones, pero también emancipada del miedo a la muerte.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 48
 
 
El argumento al que recurre Lucrecio para exponer el carácter infinito del cosmos es especialmente gráfico. Supongamos que todo el espacio está limitado, que alguien llegue hasta el borde y que desde allí lance una flecha con gran fuerza. Si nos dejamos llevar por este experimento mental, únicamente caben dos posibilidades: que la flecha siga su curso indefinidamente, o que acabe detenida por algún obstáculo. Ahora bien, las dos opciones nos obligan a reconocer lo mismo: que el universo no puede tener fin porque si hay un obstáculo que detiene la flecha no hemos llegado al fin del universo. Y lo mismo se puede decir si la flecha prosigue su recorrido. En este punto, la mirada de Lucrecio no parece muy distinta a la del niño que, alzando la vista hacia el cielo, se pregunta si aquello que está mirando tiene o no tiene fin. Por un lado, ha de acabar, pues la referencia a todo lo que llamamos cielo debe tener algún tipo de límite; pero, por otro lado, por mucho que intentemos imaginar el fin de todo eso, no cesa de presentarse la terrible cuestión de qué pueda haber más allá de ese límite. Lo que es evidente es que nada puede tener final si no hay algo más allá que pueda limitarlo. La diferencia entre el niño y el poeta epicúreo es que el primero se queda con esta paradoja; el segundo parte del vacío y, como más allá de él no parece haber nada, concluye que el universo carece de límites y fronteras.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 52
 
 
El argumento al que recurre Lucrecio para exponer el carácter infinito del cosmos es especialmente gráfico. Supongamos que todo el espacio está limitado, que alguien llegue hasta el borde y que desde allí lance una flecha con gran fuerza. Si nos dejamos llevar por este experimento mental, únicamente caben dos posibilidades: que la flecha siga su curso indefinidamente, o que acabe detenida por algún obstáculo. Ahora bien, las dos opciones nos obligan a reconocer lo mismo: que el universo no puede tener fin porque si hay un obstáculo que detiene la flecha no hemos llegado al fin del universo. Y lo mismo se puede decir si la flecha prosigue su recorrido. En este punto, la mirada de Lucrecio no parece muy distinta a la del niño que, alzando la vista hacia el cielo, se pregunta si aquello que está mirando tiene o no tiene fin. Por un lado, ha de acabar, pues la referencia a todo lo que llamamos cielo debe tener algún tipo de límite; pero, por otro lado, por mucho que intentemos imaginar el fin de todo eso, no cesa de presentarse la terrible cuestión de qué pueda haber más allá de ese límite. Lo que es evidente es que nada puede tener final si no hay algo más allá que pueda limitarlo. La diferencia entre el niño y el poeta epicúreo es que el primero se queda con esta paradoja; el segundo parte del vacío y, como más allá de él no parece haber nada, concluye que el universo carece de límites y fronteras.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 53
 
 
El argumento al que recurre Lucrecio para exponer el carácter infinito del cosmos es especialmente gráfico. Supongamos que todo el espacio está limitado, que alguien llegue hasta el borde y que desde allí lance una flecha con gran fuerza. Si nos dejamos llevar por este experimento mental, únicamente caben dos posibilidades: que la flecha siga su curso indefinidamente, o que acabe detenida por algún obstáculo. Ahora bien, las dos opciones nos obligan a reconocer lo mismo: que el universo no puede tener fin porque si hay un obstáculo que detiene la flecha no hemos llegado al fin del universo. Y lo mismo se puede decir si la flecha prosigue su recorrido. En este punto, la mirada de Lucrecio no parece muy distinta a la del niño que, alzando la vista hacia el cielo, se pregunta si aquello que está mirando tiene o no tiene fin. Por un lado, ha de acabar, pues la referencia a todo lo que llamamos cielo debe tener algún tipo de límite; pero, por otro lado, por mucho que intentemos imaginar el fin de todo eso, no cesa de presentarse la terrible cuestión de qué pueda haber más allá de ese límite. Lo que es evidente es que nada puede tener final si no hay algo más allá que pueda limitarlo. La diferencia entre el niño y el poeta epicúreo es que el primero se queda con esta paradoja; el segundo parte del vacío y, como más allá de él no parece haber nada, concluye que el universo carece de límites y fronteras.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 53
 
 
Una vez que el universo ha sido creado, todo oscila, va y viene, en esa lógica implacable de átomos que en su infinito danzar hacen y deshacen mundos. Que Lucrecio habla del placer, de la alegría y del amor es algo evidente. Pero también habla de las miserias, los dolores y los sufrimientos. El nacimiento de un niño aquí, la muerte de un viejo allá. Dichas y desdichas perfectamente entrelazadas en el juego eterno de los átomos en movimiento. Se entiende que Lucrecio evoque la presencia luminosa, viva e infinita de Venus, la diosa romana del amor. No es que crea en ella y le profese un culto semejante al que podría tributarle un creyente religioso. Estamos ante una figura poética que para el poeta ejemplifica a la perfección la fuerza de la vida. Venus es la primavera en la tierra, el retroceso de la tormenta, los campos cubiertos de flores, la luz del sol inundando el cielo sereno, el impulso poderoso que sienten en su corazón todas las especies animales. Aprender a vivir es entregarse a Venus, ese sublime amor que nos incita a sentir todos los latidos de esta inmensa noche estrellada que es el cosmos. Si sólo existiera Venus, quizá el mundo sería más sencillo. Pero, evidentemente, no sería el mundo que conoce un epicúreo, el único real y verdadero, donde también existe, profundamente arraigado, Marte, con sus mil caras y su insaciable propensión a destruirlo todo. Venus es el impulso que produce vida, atando, reuniendo y ensamblando unas cosas con otras; Marte, por el contrario, es el impulso mortífero que desliga, deshace y dispersa las cosas. Este mundo, tal y como lo conocemos, se disolverá algún día en todos sus elementos, y no porque haya un fin que así lo determine, sino porque su solidez es tan sólo aparente: es un simple parpadeo en el movimiento eterno e infinito de la vida. Como todo lo que genera esta inagotable corriente de átomos, no hay nada en este mundo que no vaya a desvanecerse tarde o temprano. Tanto los seres humanos como los dioses agotarán su existencia. Ni siquiera sobrevivirá el alma, convertida en una simple combinación de átomos. No somos seres eternos ni inmortales: lo único verdaderamente eterno e inmortal son todos y cada uno de los átomos simples que flotan en el cosmos. Cualquier combinación entre ellos, incluso la más sublime, está condenada a desaparecer. De ese combate eterno entre Venus y Marte, entre la vida y la muerte, proceden las transformaciones del mundo. En su pequeño jardín, el filósofo epicúreo asiste a ese espectáculo interminable que es la danza infinita de los átomos, esa corriente universal que continuamente destruye para crear y crea para destruir. En un mundo así, no parece que haya mucho que ganar, pero tampoco parece que haya mucho que perder. «Seamos razonables», nos enseña Epicuro. Sigamos a Venus, tratemos de inspirarnos en su fuerza apaciguadora para burlar, en la medida de lo posible, la voluntad y los caprichos del dios de la perturbación, del caos y de la guerra. Amemos la vida como a esa ola que debe elevarse antes de deshacerse, porque todo lo que participa de la vida finalmente declina y muere.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 54
 
 
A pesar de sus discrepancias con Platón, hemos visto que la filosofía de Aristóteles permanece todavía muy vinculada a la vida contemplativa. Para el fundador del Liceo, sigue siendo la mejor vida. A ella se consagra el hombre que dispone de tiempo para ello, aunque ya no se dedique a escrutar el reino celeste de las ideas y se ponga a estudiar la única realidad que podemos conocer: el cosmos. Epicuro nos plantea algo de carácter radicalmente distinto. No pensamos para conocer, como si hubiera algo en la naturaleza humana que nos empujara a ello. Al contrario, pensamos para vivir. El problema de la felicidad es previo a cualquier otra consideración. De ahí que deban atacarse los mitos, las creencias, las religiones, los dogmas, las ilusiones y otras evasiones imaginativas si queremos evitar todo lo que produce miedo, temor, dolor y sufrimiento. La suya es una medicina preventiva. Procede a partir de una sola preocupación: la consecución de la paz en el alma y en el cuerpo. Aristóteles plantea un experimento metafísico, la idea de una pregunta inicial que pone todo en cuestión: ¿qué es esta totalidad que llamamos cosmos? ¿Hay un principio que sustente este orden? ¿Qué tipo de saber nos permite acceder a la contemplación de este fundamento? Lo que busca la filosofía de Aristóteles es algo verdaderamente sustancial, aquello de lo que no es posible prescindir sin someterlo a una drástica pérdida de realidad. A partir de ahí, Aristóteles construye todo un edificio conceptual para seguir dando cuenta del orden del mundo, donde sobresalen categorías tan decisivas como «forma» y «materia», «sustancia» y «accidentes». Epicuro tiende más bien a la materialización: sólo le interesa producir conceptos o pensamientos con efectos concretos en la vida cotidiana. Como la realidad en su conjunto procede del movimiento de los átomos en el vacío, todo se reduce a esta proposición simple y evidente. Fuera de la materia no hay nada, como tampoco hay ninguna verdad más allá del placer o del dolor. Esclarecido en sus repliegues más nimios, el mundo se nos presenta como lo que es: átomos infinitos danzando en un espacio infinito, vibrando todos ellos al modo de un inmenso cuerpo viviente. Ya sea mediante un primer motor inmóvil o mediante la presencia de Venus, Aristóteles y Epicuro todavía se pueden referir a esa totalidad llamada cosmos, cuyas partes se mantienen unidas en virtud del amor. Conforme avance el helenismo, irá palideciendo esta imagen de un mundo ordenado, se acentuará la distancia entre el mundo celeste y el terrenal y aquello que le servía de centro dejará de presentarse como algo evidente. Cuando lleguemos al siglo II d. C., el mundo se habrá ensombrecido, la relación entre el orden divino y el material se habrá transformado en una oposición insalvable y comenzaremos a sentir un cierto extrañamiento respecto de la realidad. Serán tiempos propicios para las escuelas filosóficas. Escépticos, gnósticos, estoicos y neoplatónicos nos acogerán con los brazos abiertos.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 55
 
 
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
 
A pesar de sus discrepancias con Platón, hemos visto que la filosofía de Aristóteles permanece todavía muy vinculada a la vida contemplativa. Para el fundador del Liceo, sigue siendo la mejor vida. A ella se consagra el hombre que dispone de tiempo para ello, aunque ya no se dedique a escrutar el reino celeste de las ideas y se ponga a estudiar la única realidad que podemos conocer: el cosmos. Epicuro nos plantea algo de carácter radicalmente distinto. No pensamos para conocer, como si hubiera algo en la naturaleza humana que nos empujara a ello. Al contrario, pensamos para vivir. El problema de la felicidad es previo a cualquier otra consideración. De ahí que deban atacarse los mitos, las creencias, las religiones, los dogmas, las ilusiones y otras evasiones imaginativas si queremos evitar todo lo que produce miedo, temor, dolor y sufrimiento. La suya es una medicina preventiva. Procede a partir de una sola preocupación: la consecución de la paz en el alma y en el cuerpo. Aristóteles plantea un experimento metafísico, la idea de una pregunta inicial que pone todo en cuestión: ¿qué es esta totalidad que llamamos cosmos? ¿Hay un principio que sustente este orden? ¿Qué tipo de saber nos permite acceder a la contemplación de este fundamento? Lo que busca la filosofía de Aristóteles es algo verdaderamente sustancial, aquello de lo que no es posible prescindir sin someterlo a una drástica pérdida de realidad. A partir de ahí, Aristóteles construye todo un edificio conceptual para seguir dando cuenta del orden del mundo, donde sobresalen categorías tan decisivas como «forma» y «materia», «sustancia» y «accidentes». Epicuro tiende más bien a la materialización: sólo le interesa producir conceptos o pensamientos con efectos concretos en la vida cotidiana. Como la realidad en su conjunto procede del movimiento de los átomos en el vacío, todo se reduce a esta proposición simple y evidente. Fuera de la materia no hay nada, como tampoco hay ninguna verdad más allá del placer o del dolor. Esclarecido en sus repliegues más nimios, el mundo se nos presenta como lo que es: átomos infinitos danzando en un espacio infinito, vibrando todos ellos al modo de un inmenso cuerpo viviente. Ya sea mediante un primer motor inmóvil o mediante la presencia de Venus, Aristóteles y Epicuro todavía se pueden referir a esa totalidad llamada cosmos, cuyas partes se mantienen unidas en virtud del amor. Conforme avance el helenismo, irá palideciendo esta imagen de un mundo ordenado, se acentuará la distancia entre el mundo celeste y el terrenal y aquello que le servía de centro dejará de presentarse como algo evidente. Cuando lleguemos al siglo II d. C., el mundo se habrá ensombrecido, la relación entre el orden divino y el material se habrá transformado en una oposición insalvable y comenzaremos a sentir un cierto extrañamiento respecto de la realidad. Serán tiempos propicios para las escuelas filosóficas. Escépticos, gnósticos, estoicos y neoplatónicos nos acogerán con los brazos abiertos. ¿QUÉ EMPEZAR A LEER DE ARISTÓTELES Y EPICURO? En el caso de Aristóteles, la Metafísica es un punto de partida excelente, porque esta obra constituye el leitmotiv teórico de toda su filosofía y porque en ella encontrarás una amplia gama de nociones que han sido reiteradamente recogidas y desarrolladas a lo largo de la historia del pensamiento. Es interesante que sigas con la Ética a Nicómaco, donde Aristóteles trata de descubrir qué forma de actividad es la más elevada y capaz de dar sentido a nuestra vida. En lo que se refiere a Epicuro, comienza por la Carta a Meneceo, una lectura obligatoria si quieres conocer los puntos más decisivos de su terapia filosófica. Luego puedes continuar con el estremecedor «Himno a Venus» del poema de Lucrecio. El De rerum natura, además de ser un excelente compendio de las principales enseñanzas de la física epicúrea, es una de las obras más bellas de la literatura latina. Vale la pena disfrutar de su lectura.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 55
 
 
Las escuelas filosóficas de la Antigüedad griega y romana no son meros lugares donde se comentan textos y los profesores enseñan distintas teorías. Los miembros de una misma escuela no se limitan a estudiar un conjunto de preceptos teóricos, sino que adoptan un modo de vida compartido. Lo que se pone en juego no es simplemente una doctrina fundada por un maestro y transmitida a través de una serie de libros. Mientras reflexionan, sus discípulos se esfuerzan por cambiar su mirada sobre el mundo y sobre ellos mismos. La filosofía se asocia a un estilo de vida. Incluso sus especulaciones más abstractas (en física, metafísica, astronomía) están en cierto sentido destinadas a comprender cómo podemos actuar mejor, y no sólo a saber por el simple placer de saber. De modo que, día tras día, los miembros de estas escuelas se ejercitan para incorporar a su vida los principios de su propia doctrina. Lo que se transmite en tales escuelas no son contenidos puramente teóricos, ideas convenientemente pulidas y elaboradas en arduos sistemas categoriales. Las escuelas de la Antigüedad son, en primer lugar y ante todo, escuelas «buscadoras de sabiduría». Sólo que ahora, además, tienden a una acción terapéutica y consideran la verdad no simplemente como un objeto de conocimiento, sino como una palanca decisiva para transformar la vida. Son instituciones con una vocación redentora, pues lo que se decide en ellas es, nada más y nada menos, que la salvación del alma.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 58
 
 
Lo que habitualmente se denomina «escepticismo» abarca toda una serie de transformaciones históricas que cubren al menos seis siglos de existencia. El nombre mismo de la escuela viene del griego skeptomai y se refiere a los skeptikoi, los que tienen la cualidad de observar las cosas de un modo agudo y penetrante. Esto es lo primero que podemos decir de un escéptico: que no se relaciona con la realidad de un modo cualquiera, sino que la mira atentamente.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 59
 
 
El escéptico se distingue del epicúreo en este punto decisivo: no puede llegar a afirmar que los razonamientos que emplea son verdaderos, pues pone en duda que estemos en posesión de ninguna verdad. Pero tampoco tiene por qué rechazarlos ni considerarlos falsos. Lo único que nos dice es que el sabio no puede aseverar nada: se limita a practicar lo que los primeros escépticos ya denominaban epojé, o sea, el abstenerse de emitir cualquier juicio. Antes de predicar la verdad o falsedad de cualquier aspecto de nuestro mundo, es preferible dejar entre paréntesis cualquier afirmación que podamos expresar sobre la realidad y permanecer sumidos en el silencio. Esto es lo único que podemos hacer para alcanzar una vida sin creencias, vaciada de toda clase de apegos y compromisos firmes. Sin embargo, hay quienes entienden que no es nada fácil poner en práctica la epojé y, aún menos, ofrecer un modo de vida perfectamente consecuente con ella. El mejor ejemplo es la vida misma de Pirrón de Elis, el fundador de la escuela.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 60
 
 
La baba del caballo y la esponja
 
Una de las imágenes tradicionales para representar cómo podemos alcanzar la serenidad a partir de la epojé está protagonizada por el pintor Apeles. Según Enesidemo, el célebre artista, que trabajaba al servicio de Alejandro Magno, estaba pintando un caballo, tal vez el famoso Bucéfalo. Pero al llegar a la baba que debía salir de los belfos equinos, el pobre Apeles, que en otro tiempo había logrado pintar la Afrodita más bella de cuantas se habían retratado jamás, se las ve y se las desea para reproducir semejante fluido orgánico. Se cuenta que, tras muchos intentos, el pintor de Colofón, desesperado, arrojó al cuadro la esponja con la que había mezclado los colores. Y fue entonces cuando, de manera inesperada, el pintor consiguió plasmar la baba del caballo. Esto mismo es lo que les sucede a los escépticos. Si trataran de conocer los medios que han de conducirnos a la ataraxia, correrían el riesgo de desesperarse y pondrían en peligro la posibilidad de alcanzar semejante estado. Por el contrario, dice Sexto Empírico, «a quienes suspenden el juicio, les acompaña como por azar la serenidad de espíritu, lo mismo que la sombra sigue al cuerpo». Así como Apeles no esperaba nada cuando tiró la esponja y, pese a todo, logró el efecto pictórico deseado por una feliz coincidencia, exactamente lo mismo sucede al escéptico cuando le viene la ataraxia. Al ponerlo todo en duda, él no la anda buscando, no cree en ella: simplemente es algo que le sucede.
 
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 11
 
 
En el gnosticismo, el mundo se convierte en una férrea mazmorra en la que los poderes del mundo luchan con todas sus fuerzas para que no salgamos de nuestra ignorancia.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 67
 
 
Recordemos que en la caverna de Platón, se nos presenta a los seres humanos como prisioneros férreamente atados a sus asientos y obligados a ser espectadores de una oscura representación de lo que (engañados) consideran que es la realidad. En el gnosticismo, el mundo se convierte en una férrea mazmorra en la que los poderes del mundo luchan con todas sus fuerzas para que no salgamos de nuestra ignorancia. En Platón, el filósofo tiene la oportunidad de escapar de la cueva, ascender a la superficie de la tierra y encontrar la brillante superficie iluminada por los rayos de sol de antaño. Pero también sabemos que, una vez que se ha acostumbrado a contemplar el mundo de las ideas, debe emprender el camino de retorno. En la cárcel de los gnósticos, no hay escapatorias ni regresos posibles, sino solamente un inmenso muro hecho de materia, que apenas deja entrar la luz y obstaculiza cualquier intento de hallar una salida. Lo único que nos queda es mirar hacia dentro y después hacia el cielo, y comprobar que en ambos casos sólo podemos salvarnos atisbando en nuestro interior:
 
Los gnósticos —cuenta Ireneo de Lyon— no conciben la redención corporalmente, puesto que el cuerpo es corruptible; ni tampoco de un modo psíquico, pues el alma procede de la deficiencia y es como la casa del espíritu; por consiguiente, debe ser espiritual. El hombre interior, el espiritual, es redimido por medio del conocimiento, y le basta con el conocimiento de todas las cosas
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 66
 
 
De este modo, la única escalera posible hacia el cielo es la ejercitación del pneuma, esa chispa «divina» que habríamos conservado en nuestro interior a pesar de haber sido arrojados al mundo. Esta parte de nuestra naturaleza es precisamente lo que debe liberarse en cuanto iniciamos nuestra ruptura con el mundo. Pero para ello es preciso instruirnos y alcanzar la gnosis, es decir, aquel conocimiento que debería ponernos en contacto con nuestra verdadera espiritualidad. Dado que nuestra alma ha sido arrojada a un entorno extraño e inhóspito, el sendero de la salvación pasa única y exclusivamente por superar nuestra ignorancia, interiorizar con ayuda de un maestro el mensaje de los textos sagrados y trascender el mundo de las apariencias materiales mediante la obtención del verdadero conocimiento. La cuestión consiste en elegir lo espiritual como forma de vida o, por el contrario, decantarse por lo material. Esta es la disyuntiva que debe afrontar el alma: participar de la vida del espíritu o permanecer recluida en la cárcel del cuerpo, esa mazmorra inexpugnable en la que entramos al nacer y de la que saldremos cuando muramos. Lo primero supone el ascenso del alma, que en su elevación hacia lo divino revierte la caída de los tiempos originarios; lo segundo nos deja completamente sumidos en la inercia de nuestro universo material, lejos de nuestro verdadero hogar. No sorprende pues que la gnosis se entienda finalmente como un reto a la deserción. Cualquier idea basada en que no pertenecemos a esta tierra, que el mundo es un universo abyecto, una prisión para nuestra alma que se debate para liberarse de la realidad del cuerpo, será acogida como una apuesta por la verdadera vida.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 67
 
 
Los evangelios gnósticos En diciembre de 1945, un campesino árabe realizó un asombroso hallazgo histórico en el Alto Egipto, en las cercanías de la aldea de Nag Hammadi. Se trataba de una vasija de cerca de un metro que contenía trece libros de papiro forrado en cuero escritos en los primeros siglos de nuestra era. De los manuscritos encontrados, 52 eran textos-evangelios, la mayoría de ellos desconocidos hasta entonces, de diversas sectas gnósticas que presentan una visión doctrinaria cristiana muy diferente a la ortodoxia defendida en el credo de los Apóstoles. Sin ir más lejos, algunos de ellos narran la historia del género humano en términos muy distintos a los del Génesis. El Testimonio de la verdad, por ejemplo, cuenta la historia del Jardín del Edén ¡desde el punto de vista de la serpiente! En este texto, la serpiente convence a Adán y Eva para que compartan el conocimiento, mientras el Señor los amenaza de muerte, tratando celosamente de impedir que logren la gnosis y expulsándolos del Paraíso cuando lo logran. También resulta llamativo, entre otros, el Evangelio de Judas. En lugar de presentárnoslo como un traidor capaz de vender a su maestro por treinta monedas de plata, el texto nos muestra a un Judas actuando a petición de Jesús para que este llegue a cumplir su misión final, la crucifixión, y de este modo logre deshacerse del cuerpo que lo reviste, de su parte material, liberando así al Cristo verdadero, al ser divino alojado en su interior. Dejando a un lado su alcance mediático, el Evangelio de Judas nos muestra una faceta del cristianismo primitivo que, con razón, sigue levantando ampollas entre los partidarios de la religión institucionalizada. La tesis, cuando menos, resulta inquietante: ¿y si aquel que ha pasado a la historia del cristianismo como emblema de su traición a Cristo hubiese sido el discípulo más fiel de Jesús?
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 68
 
 
Sea cual sea el papel que nos haya asignado el orden del universo, lo crucial para un estoico es ordenar nuestras vidas con arreglo a esta razón soberana, la única que puede situarnos por encima de las contingencias y hasta del azar, hacernos verdaderamente libres y procurarnos el estado de felicidad que necesita nuestra alma.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 70
 
 
Entre Marco Aurelio y Constantino (161-306 d. C.) se extiende entre los romanos y los habitantes de las provincias la terrible sensación de estar asistiendo al desmoronamiento de su Imperio. En este clima de inseguridad material y desamparo espiritual, la filosofía pasa a concebirse como un medio para afrontar las dificultades más penosas de la vida humana. El escéptico ve al filósofo como un médico cuyos fármacos pueden curar muchos y diversos tipos de sufrimiento humano; el estoico concibe la filosofía como un modo de vida comprometido cuyo fin es la lucha contra la desdicha; el gnóstico entiende que sólo a través del conocimiento podemos orientar nuestra vida hacia la liberación y la salvación; el neoplatónico aspira a contemplar esa realidad suprema que designa como el Uno, el Bien o, en ocasiones, Dios, con el único objeto de alcanzar la forma de vida más noble. Lo que caracteriza a estas escuelas es su empeño común por ilustrar y liquidar aquellas creencias y opiniones adquiridas a lo largo de nuestro aprendizaje y trato cotidiano con este mundo. El escéptico recurre a la epojé; el gnóstico se deshace de todo compromiso terrenal; el estoico plantea una sabiduría práctica, diaria, austera; el neoplatónico opta por una ejercitación orientada a la contemplación interior de la belleza. En vez de hacer lo necesario para acercar los bienes de este mundo a cada ser humano, las escuelas filosóficas de la Antigüedad tardía se centran en los cambios de creencias y deseos que deben efectuar sus discípulos para ser lo menos dependientes posible de los bienes de este mundo. Por muy diversos que resulten sus tratamientos y remedios, el diagnóstico siempre es el mismo. Ante la fractura abierta entre los dos mundos, se impone el retiro a la intimidad, el repliegue del alma sobre sí misma, el vaciado de todo aquello que le impide retornar a su verdadera naturaleza. El escéptico prescribe el silencio; el gnóstico trata de insuflar vida a nuestro espíritu; el estoico nos conmina a ser fuertes para hacer frente a las adversidades; el neoplatónico entiende su relación con el mundo sensible como un aprendizaje irrenunciable si queremos contemplar el Bien. En tiempos de indigencia, proliferan las filosofías a las que acogerse, las escuelas de vida entre las que poder elegir. Pese a esta masa floreciente de alternativas, crecerá el número de personas que no acaban de sentirse seguras y que, viéndose excluidas por el carácter elitista de algunas de estas escuelas, habrán de recobrar la convicción de que alguien se interesa por nosotros, en «este» mundo y en el «otro». No resulta sorprendente que, a partir del siglo IV, esa primacía de la vida interior, que tanto le había costado conquistar a la filosofía, comience el proceso de su cristianización.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 85
 
 
La curiosidad tiende a pervertir y a fomentar el interés por la naturaleza, la magia y los espectáculos asombrosos. Nos acostumbra a lo insustancial, al juego de las ilusiones y a la costumbre adquirida de considerar como existentes cosas que no lo son. Especializados en apariencias y ejercitados en naderías, aquellos que se dejan seducir por la curiositas se dedican a amasar conocimientos que distan mucho de lo que realmente merece ser sabido. Para san Agustín, la curiosidad nos desvía de lo esencial y, lo que es peor, nos expone a caer víctimas del orgullo: nuestro intento de emular a Dios procede precisamente de nuestra falta de autoconocimiento. Los curiosos siempre quieren más y quieren algo distinto de lo que realmente pueden. En lugar de conocerse a sí mismos, dirigen sus facultades hacia el exterior, hacia un mundo que permanece lejos de la verdad. Si las hubieran interiorizado, si las hubieran dirigido hacia lo realmente importante, se habrían salvado. Pero la mayoría de los seres humanos no actúan así y se dejan arrastrar por la curiosidad:
 
Hay hombres que abandonan toda virtud y en desconocimiento de la esencia de Dios y de la majestuosidad de una naturaleza inmutable, creen realizar algo importante al investigar con curiosidad y atención extremas toda la masa de cuerpos que nosotros llamamos «mundo». Y de ahí nace la soberbia, que hace que se sientan transportados al mismo cielo, del que tanto se ocupan.
Pero el Señor rara vez se acerca salvo a los contritos de corazón, y no es hallado por los soberbios, aunque con curiosa pericia cuenten las estrellas del cielo y las arenas del mar, y midan las regiones del cielo e investiguen el curso de los astros.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 92
 
 
San Agustín no deja de identificar la filosofía con una cierta forma de recogimiento. Lo contrario equivale a precipitarnos en el mundo, a dejarnos arrastrar por el tiempo con el ánimo distendido, a vivir apresuradamente y sin resquicio alguno para el descanso. Las Confesiones están completamente atravesadas por esta contraposición. De un lado tenemos la vida cotidiana, llena de tentaciones y deseos que no podemos dejar de colmar; del otro, la vida recogida, la vida meditada, que reclama una cierta dosis de ascetismo disciplinado. Quien escoge el primer tipo de vida no se dedica a pensar, sino a satisfacer todos sus deseos sin medida alguna; quien se decanta por la filosofía busca, en cambio, un lastre capaz de anclarlo en una realidad más profunda y elevada que la de los deseos que la perturban. Estamos ante una elección que no admite medias tintas. Quien se niega a explorar su interioridad está más expuesto que nadie al flujo irreversible del tiempo, de modo que la satisfacción que pueda ocasionarle cualquier bien ha de serle forzosamente efímera. Y, por si fuera poco, tan pronto como queda satisfecho por poseer algo, no puede evitar temer en el acto su próxima pérdida. Para san Agustín, esta es la prueba más evidente de que nada en nuestro mundo puede garantizarnos la verdadera felicidad. No hay ningún bien terrenal que no lleve consigo el miedo a la pérdida y, por consiguiente, la imposibilidad de ser enteramente felices. De ahí la necesidad de reorientar nuestro deseo, dice san Agustín, de guiarlo no hacia algo transitorio, contingente y mudable, sino hacia algo realmente eterno que no podamos perder en modo alguno. Este cambio de dirección no es cosa sencilla ni, desde luego, sale gratis: significa estar dispuesto a pagar un precio, a hacer sacrificios, y, consiguientemente, adoptar un modo de vida presidido por la continencia. El ascetismo del que nos habla san Agustín no es la destrucción del deseo, como afirman diversas corrientes del budismo. Se trata más bien de regenerarlo terapéuticamente, alejándolo de todos aquellos vicios que han precipitado la caída del Imperio romano: el ansia de gloria, la codicia del poder, la sed de riquezas, la sumisión al placer. Convertir cualquiera de estos bienes en el fin último de la vida es el peor modo de alcanzar la felicidad, esa plenitud eterna que en san Agustín está directamente ligada a Dios y, en particular, a un nuevo modo de concebir el deseo amoroso.
 
Y es que el amor a Dios, tal como se predica en las Confesiones, constituye toda una ruptura respecto a lo que significa eros. En el amor al que se refieren los filósofos griegos, el eros, se ama con la expectativa de recibir algo a cambio. Hay un bien que se supone que nos falta y que la filosofía nos puede brindar oportunamente gracias a sus medios. Pero el amor que invoca san Agustín, lo que la tradición cristiana denomina agape, es, por el contrario, algo totalmente inmotivado y gratuito. Dios nos ama de una manera absolutamente libre. No hay nada que haga necesaria su justificación: Dios es amor. Y lo mismo sucede en la otra dirección. El que ama a Dios lo ama sin condiciones. No hay razones que nos impulsen a amarlo: quien ama a Dios lo hace porque sí. He ahí donde se hace más visible la fractura entre eros y agape: lejos de ser un simple medio, el amor a Dios es un fin en sí mismo, un amor «verdadero y puro». En contraste con eros, el amor auténtico es desinteresado. Y esto significa que no podemos exigir al objeto amado que nos haga felices, ni siquiera que nos ame. Se trata de un amor tan incondicional que deberíamos estar dispuestos a no esperar nada del objeto de nuestro amor, hasta el punto de que no deberíamos tener miedo a perderlo. En esto consiste la pureza del amor del que nos hablará el pensamiento cristiano. San Agustín sabe que el verdadero amante se encuentra en una posición en la que, lejos de «servirse» del objeto de su amor, en cierto modo se entrega plenamente a él. Pero esta relación con el amor debe ir acompañada de una nueva mirada hacia el interior. Es ahí donde el alma puede comprender que existe un objeto de amor mucho más denso, más vasto, el único que puede apaciguarla. Las Confesiones son el relato de este pasaje, esta travesía que supone el descubrimiento en nuestro interior de una nueva fuerza capaz de reanudar los dos mundos: el amor a Dios.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 100
 
 
Quien cree dominar al azar acaba sometido al yugo de la Fortuna. Quien logra mantener su firmeza interior, goza en cambio de la más excelsa libertad. El primero es esclavo del mundo terrenal, cuyos bienes están siempre expuestos a los avatares de la vida; el segundo, en cambio, es libre de acceder al mundo celestial, cuyos bienes están completamente desconectados del curso imprevisible de los acontecimientos. La disyuntiva entre los dos mundos no puede formularse más nítidamente. Lo que nos viene a decir la Filosofía es que no hay modo alguno de erradicar el azar ni de utilizarlo a nuestro favor. Sean cuales sean nuestros esfuerzos, nuestras tentativas y planes, en cualquier instante puede caernos encima un grano de arena del azar y frenar nuestro éxito o, a la inversa, hacer que nos llegue de manera inesperada, sin motivo alguno, sin que nosotros podamos saber ni cómo ni por qué. Podemos vernos zarandeados del éxtasis al sufrimiento, de la estabilidad al caos, pero hay algo que el azar no puede arrebatarnos: la libre decisión de soportarlo.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 107
 
 
La Fortuna y la tormenta
 
La consolación de la filosofía es el primer texto donde encontramos representada la vieja imagen de la Fortuna como una rueda capaz de dispensarnos todo tipo de bienes y de males. Pero Boecio también se sirve de otra conocida metáfora: la que relaciona esta divinidad con las agitadas aguas de un mar tempestuoso. Nuestra vida sería como esa frágil barquilla que debe afrontar los vuelcos imprevistos de la Fortuna y no abandonar «las velas a merced de los vientos», ya que quedaríamos a merced de esa diosa que lo mismo puede llevarnos a buen puerto que causar nuestra perdición. El diccionario etimológico de Corominas habla de «borrasca» como posiblemente la acepción más antigua de «fortuna» en los romances mediterráneos, un término que surge al mismo tiempo en Italia, Occitania y Cataluña en el siglo XIII y que en esa misma época se propaga al árabe y a los diversos idiomas balcánicos. Según Corominas, «fortuna» podría haberse empleado inicialmente como un eufemismo para indicar tormenta o tempestad.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 107
 
 
En La consolación de la filosofía hay un reconocimiento explícito de la libertad de los seres humanos. Ya que no podemos modificar la rueda de la Fortuna, hagamos todo lo posible por desvincular la felicidad de su giro continuo. Los accidentes de la vida, buenos o malos, seguirán existiendo. Pero no por ello debemos ser vulnerables a los percances de la existencia, ni renunciar a la libertad de nuestros actos. Sin embargo, la obra de Boecio nos plantea el siguiente problema: ¿cómo conciliar la libertad humana con la omnisciencia de Dios? Si Dios sabe de antemano lo que va a ocurrir, ¿cómo puede nuestra voluntad decidir algo que no esté previsto? ¿Cómo podría una mente eterna tener conocimiento de todo lo que ha de suceder, incluyendo de este modo los actos libres que, como bien indica su propia naturaleza, deberían resultarle forzosamente desconocidos? ¿Cómo determinar lo que no se puede determinar, puesto que es algo libre? Aunque Boecio se esfuerza en diluir al máximo el problema, lo cierto es que no hay solución para este dilema. Si Dios es omnisciente, debe saber de manera inmutable todo lo que voy a hacer y, por consiguiente, es imposible que mi acción sea libre. Al contrario, parece que no tenemos más elección que hacer aquello que está previsto que pase. Si está en nuestras manos decidir algo que todavía está por suceder, no tiene sentido que Dios lo sepa antes que nosotros. Esta es la dificultad que el pensamiento de Boecio intenta sortear como buenamente puede. Y es también el obstáculo que la filosofía cristiana tendrá que superar o soslayar cuando empiece a reflexionar sobre la libertad humana. Boecio se contenta con sacar a Dios del tiempo, situarlo en esa perspectiva donde nada pasa porque todo ha tenido ya que pasar. Nos coloca así ante una providencia que, aun siendo preferible al carácter arbitrario y hasta incomprensible e injusto de muchas de las deidades del panteón pagano, en ningún caso se trata de un Dios cercano a nosotros, de una divinidad que pueda auxiliar a nuestra alma cuando se ve acuciada por las múltiples tentaciones de la vida terrenal. En la soledad de su celda, Boecio nos ofrece una nueva lectura del Fedón de Platón: tenemos que desprendernos del miedo y de la esperanza, oponer una resistencia interior a nuestra dependencia del flujo de las cosas externas, mantenernos firmes frente a los locos y caprichosos designios de la Fortuna, como si pudiéramos permanecer inmunes a todo lo que pueda ocurrirnos. El reto consiste en anticiparnos a la propia vida, estar dispuestos a vivirla como algo inevitable y carente de sorpresas, pues ¿qué otra cosa es la filosofía sino la visión translúcida de la fatalidad, el máximo grado de luminosidad en la agitación ciega de la vida?
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 108
 
 
La novedad que suscita el siglo XIV es, por lo tanto, la aparición de un nuevo orden cosmovisional. Para ello ha sido preciso que las palabras que se refieren a las grandes ideas de la filosofía platónica (Belleza, Justicia o Verdad) hayan perdido su significado unívoco, que el mundo se haya vuelto ilegible y que debemos acercarnos a las cosas de un modo radicalmente distinto. Esto lo sabe perfectamente Ockham, que busca conocer bien y explicar de manera clara y sencilla. En las antípodas de los maestros académicos del momento, Ockham nos indica con suma sencillez que hemos convertido el lenguaje en un galimatías y que hay que volver a establecer la correspondencia entre las palabras y las cosas. Y eso sólo se puede hacer a través del análisis: la realidad nos brinda una distinción de sentidos, nos descubre que el lenguaje no es significativo a menos que las palabras tengan un uso, y usarlas implica seleccionar, de todos los sentidos posibles, el que sea mejor o más apropiado. El lenguaje por sí solo no afirma ni niega nada. Como dice Ockham, lo hace cuando nos servimos de él, eligiendo entre diversos sentidos, decidiéndonos por uno u otro.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 120
 
 
Filósofos y barbudos
 
Así como la navaja de Ockham es conocida por rasurar de la realidad todo tipo de entidades sobrantes, la barba es uno de los atributos que con mayor facilidad asociamos a los filósofos. Ya entre los griegos constituía toda una seña de identidad. En el Dictionary of Greek and Roman Antiquities de William Smith se explica lo siguiente: Las naciones modernas más refinadas consideran la barba un estorbo, sin belleza ni significado, pero los antiguos por lo general prestaban atención a su crecimiento y forma, y prueba de que los griegos no se quedaban atrás en este aspecto son las estatuas de sus filósofos. La frase «dejarse crecer la barba» implica una cultura positiva. Por regla general, una barba espesa era considerada muestra de virilidad. Los filósofos griegos se distinguían por sus largas barbas, como si fueran una especie de insignia, y de ahí que Persio utilizara el término magister barbatus para referirse a Sócrates. En la época romana, varios autores satíricos se mofaron de una costumbre bastante extendida: la de aparentar sabiduría por el simple gesto de dejarse crecer la barba. Amiano, sin ir más lejos, dijo: «¿Das por hecho que la barba genera cerebros y por eso te has dejado ese matamoscas? Sigue mi consejo y aféitate de una vez, pues la barba genera piojos y no cerebros». También se cuenta que Epicteto llegó a huir de Roma cuando reinaba Domiciano, del cual se dice que persiguió a los filósofos tras afeitar la cabeza y la barba de Apolonio de Tiana, acusado de magia y de actividades subversivas. En el ámbito de la reflexión filosófica, la barba también ha inspirado una de las paradojas más conocidas de Bertrand Russell: En la única barbería del único pueblo que hay a cientos de kilómetros a la redonda, cuelga un cartel que dice: «Yo afeito a quienes no se afeiten a sí mismos, y solamente a ellos». La pregunta es: ¿quién afeita al barbero? — Si el barbero se afeita a sí mismo, entonces forma parte de las personas que se afeitan a sí mismas, por lo que no podrá afeitarse a sí mismo. — Y si no se afeita a sí mismo, entonces forma parte de las personas que no se afeitan a sí mismas, por lo que tampoco podrá afeitarse a sí mismo. La gracia de la paradoja es que, se mire por donde se mire, no tiene solución.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 121
 
 
A menudo se confunde la navaja de Ockham con esta otra fórmula: «En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta». En efecto, cuando dos teorías en igualdad de condiciones tienen las mismas consecuencias, se suele decir que la más simple tiene más probabilidades de ser la correcta.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 123
 
 
 
Cuando empleamos la navaja de Ockham, ya no estamos obligados a admitir como evidente todo aquello que no pueda ser comprobado por la experiencia. Pero el uso de esta herramienta filosófica tiene una consecuencia todavía más radical: todo lo que tradicionalmente se había considerado perteneciente al ámbito de la teología y la metafísica se desplaza automáticamente al campo de la fe. El ejemplo más claro lo encontramos en la valoración relativa a las pruebas de la existencia de Dios. Según Ockham, no podemos demostrar racionalmente que Dios existe. Cualquier afirmación que hagamos al respecto debe situarse en el terreno de la mera probabilidad.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 123
 
 
El nacimiento de la ciencia moderna En 1277 fueron condenados 219 argumentos filosóficos y teológicos que se consideraban inaceptables para la doctrina y enseñanza de la Iglesia en la Universidad de París. Muchos de estos argumentos provenían de Aristóteles y de sus doctrinas sobre la materia, el espacio y el movimiento. Todo el sistema de su física negaba la posibilidad de los átomos, el vacío, el mundo infinito y la pluralidad de los mundos. De modo que cuando sus tesis fueron condenadas por los teólogos, se abrió el camino a la especulación sobre estos temas, lo cual dio lugar a formulaciones bastante peculiares. Así, por ejemplo, nada impedía argumentar, sin peligro de caer en la herejía, que Dios podía crear otros mundos. Podía concebirse perfectamente que el universo estuviera lleno de mundos en forma de esferas, aun sabiendo que todas estas esferas tendrían que tocarse solamente en unos puntos, y ello implicaba reconocer la posibilidad de un espacio vacío, algo contradictorio y radicalmente inconcebible en una cosmología como la de Aristóteles. Además, si Dios podía crear otros mundos, los pensadores científicos del siglo XIII no tardarían en preguntarse ¿cómo serían esos otros mundos? ¿Serían paralelos en cualquier sentido al mundo en que vivimos? ¿Vivirían criaturas como nosotros en estos otros universos? Si la respuesta fuera afirmativa, ¿sería entonces necesaria otra Encarnación y otra Crucifixión para salvar a estas criaturas o bastaba una sola de cada una de ellas para todos los mundos posibles y plurales? Aunque todo esto pareciera un extraño camino para hacer ciencia, no hay duda de que todos estos empeños se dirigían en la misma dirección. Se discutió acerca de la posibilidad de que hubiera dos infinitos, sobre el centro de gravedad, la aceleración de los cuerpos, el vuelo de los proyectiles e, incluso, sobre la posibilidad de que la Tierra estuviera en movimiento. Las críticas de Aristóteles no sólo eliminaron muchas de las restricciones metafísicas que su sistema impuso al empleo de las matemáticas: constituyó el germen de muchos de los conceptos que fueron incorporados posteriormente a la mecánica del siglo XVII.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 126
 
 
Según Ockham, no hay una estructura o unas leyes universales a las que Dios estaría sujeto de una manera tan contradictoria como incomprensible. Como Dios lo puede todo, es preciso que no exista nada absolutamente imposible. Por lo tanto, es necesario que en términos absolutos no haya ningún orden que constriña su libertad. La tesis de Ockham es que Dios podría haber creado un mundo cualquiera entre sus infinitas posibilidades, aunque sólo una haya sido la elegida. Esto es precisamente lo que le hubiera resultado inimaginable a Aristóteles: el universo es el que es y no podemos concebirlo de otra manera a como es. A partir de Ockham, resulta perfectamente viable plantear la imagen del cosmos en términos de posibilidades. Podemos discutir sobre un sinfín de aspectos que en la imagen del cosmos aristotélico son imposibles: la pluralidad de mundos, el vacío, el espacio infinito, el movimiento diario de la tierra... Nada impide teorizar sobre el universo y hacer toda clase de suposiciones, sin que ello implique forzosamente la realidad de lo que se establece como posible. Nada impide argumentar la posibilidad física de cualquier cosa, aunque de facto no se dé. Por supuesto, la simple mención de esta opción suponía abrir la puerta a suposiciones sumamente inquietantes. Si Dios es omnipotente, ¿por qué son incuestionables ciertas leyes naturales? ¿No podría decidir Dios que el pasado no ha sucedido? ¿No podría, en virtud de su omnipotencia, suprimir la tabla de los Diez Mandamientos y convertir en norma de obligado cumplimiento el hecho mismo de matar o de adorar a otros dioses? Si santo Tomás está convencido de que Dios no podría suprimir o modificar ni una sola de las leyes naturales o de los Diez Mandamientos, pues ello equivaldría a suprimirse o modificarse a sí mismo, Ockham, en cambio, se muestra rigurosamente consecuente con la absoluta libertad de Dios: el asesinato y la idolatría podrían haber sido méritos reconocidos en otros mundos posibles si Dios así lo hubiese querido. Cierto, Dios ha impuesto un orden que integra las leyes naturales y cualquier principio o criterio moral, pero el mundo podría haber sido bien distinto.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 127
 
 
… la libertad absoluta del Dios de Ockham implica la negación de todo orden estrictamente necesario en el mundo natural. Nada impide que Dios, haciendo uso de su poder absoluto, pueda cambiar en cualquier momento el orden o las leyes (naturales o morales) de su propia creación. Dios es tan omnipotente que podría sin problema alguno disponer de infinidad de modos de producir fenómenos observables en la naturaleza que fueran idénticos en términos causales.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 128
 
 
 
En el siglo XIV, la verdad es como una escalera. Una vez que hemos subido, podemos olvidarnos de ella porque ha cumplido su función.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 130
 
 
Para Ockham, solo hay un mundo: el natural. Esta es la única realidad que está dispuesto a admitir. En ese mundo natural no existe el universal; no hay una esencia eterna de las cosas que les dé un nombre en este mundo. Sólo hay singularidades. De modo que los nombres que les atribuimos a estos objetos singulares no son más que convenciones adoptadas por los seres humanos. Por eso, Ockham saca su navaja y se pone a cortar la realidad en trozos. Si queremos reconocer algún orden en la naturaleza hay que proceder caso por caso, sin admitir de antemano discursos excesivamente abstractos o entidades teóricas demasiado alejadas de la experiencia concreta. Con esta manera de proceder, la filosofía de Ockham prefigura de algún modo el nacimiento de la ciencia moderna.
 
Su pensamiento no sólo representa la negación de toda esencia definida previamente; significa asimismo la negación de toda ley o necesidad natural a la cual pudiera estar sujeta la omnipotencia de Dios. Ockham parte de la base de que todo lo que sucede en este mundo podría ser de otra manera. No hay ninguna razón por la que Dios haya de crear necesariamente este mundo. Si lo ha hecho, es porque ha querido. Sin embargo, la afirmación de la omnipotencia divina por parte de Ockham tiene una contrapartida: lleva consigo la suposición de que existe un mundo del que sólo se pueden emitir formulaciones hipotéticas; es decir, la imagen de una naturaleza que no puede ser sino objeto de explicaciones o predicciones meramente probables.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 131
 
 
La modernidad tratará de restituir en el mundo ese orden necesario que se ha quebrado con Ockham. A partir del siglo XVII, se sentarán las bases de una nueva manera de entender la filosofía, un método capaz de deducir todas las verdades a partir de unos principios absolutamente evidentes para la razón. El fantasma de Ockham se conjurará entonces con la hipótesis más temible: la existencia de un genio maligno.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 131
 
 
El siglo XVII fue una época deslumbrante y combativa, un tiempo de efervescencias espirituales que trajo consigo guerras civiles y espirituales. Asistimos también a la formación y al desarrollo de los imperios globales, a un crecimiento explosivo del comercio internacional y, al menos para una selecta minoría, a un nuevo tipo de saber que nace llevando consigo todo tipo de promesas: la ciencia moderna. Los historiadores se han referido a esta época como «el siglo del genio». Pero si hay un hilo que atraviesa el rico tapiz de la vida y del pensamiento del siglo XVII es el intento de determinar la presencia de un orden en el mundo.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 132
 
 
En lugar de la vieja figura del teólogo se va imponiendo paulatinamente, a partir del Renacimiento, la figura del científico: su única guía es la razón, su obsesión es construir un saber lo más racional posible y disponer de un método infalible capaz de alcanzar la verdad de una vez por todas. Como dice Descartes, su única herramienta es el sentido común o el entendimiento, o sea, «la capacidad de distinguir lo verdadero de lo falso». A partir de la Edad Moderna, el filósofo ya no es sabio ni teólogo, sino que se confunde la mayoría de las veces con el científico. La ciencia, en todas sus formas y acepciones, se ha alzado con la victoria y comienza a modelar la realidad a su imagen y semejanza.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 133
 
 
A ojos del filósofo, ya no se trata tanto de interpretar el mundo como de lanzarse a conocerlo. En vez de relacionarse con él como un libro abierto, ahora se pretenden establecer evidencias demostrables, certezas impersonales relacionadas con las matemáticas, las leyes del universo o la existencia del alma. El tema central de la filosofía moderna es cómo alcanzar un saber que esté en condiciones de preservar la verdad. Una verdad no interpretable, necesaria, sujeta a un orden inconmovible. Para ello habrá que definir en términos radicalmente nuevos qué entendemos por Dios; qué lugar ocupamos en un universo en el que, desde Copérnico, ya nada gira alrededor de nosotros; qué significa el mundo y cómo podemos volver a acceder a él sobre la base de medios terrenales y racionalmente justificados. Descartes (1596-1650) será el primer pensador que dé un paso firme en esta dirección. Y en gran parte como resultado directo de su manera de entender la filosofía, irrumpirán las figuras de Pascal, Spinoza y Leibniz en su empeño por dar una respuesta original a los desafíos planteados por Descartes.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 133
 
 
Las incógnitas de Descartes Cualquiera que haya sufrido estudiando matemáticas podrá recordar los quebraderos de cabeza que puede ocasionar la presencia de tres letras tan simples como la x, la y o la z. En efecto, estas letras son las utilizadas habitualmente para representar las incógnitas en las ecuaciones matemáticas. El objetivo, en este caso, es despejarlas para averiguar qué número real representan. Pero ¿por qué se utilizan estas letras y no otras? Su origen está curiosamente relacionado con una de las obras más populares de Descartes: el Discurso del método, publicado en 1637. El libro es bien conocido por una serie de reglas que se han hecho célebres en la historia del pensamiento y que no dejan de ser una especie de tutorial moderno sobre cómo utilizar la razón de un modo que sea eficaz. Menos conocido es que la obra constituía en realidad el prólogo a tres ensayos, uno de los cuales estaba dedicado a la geometría. Como es lógico, la obra estaba plagada de ecuaciones, lo cual planteaba un problema en aquella época. Y es que por aquel entonces se necesitaban tipos móviles para imprimir los libros, lo cual hizo que en este caso escasearan algunas letras (la a, por ejemplo, se usaba en el texto en sí y además en las ecuaciones, donde se repetía continuamente). El caso es que los impresores preguntaron a Descartes si tenían que emplear necesariamente las letras indicadas en las ecuaciones, o bien podían usar otras cualesquiera. Descartes respondió que en las ecuaciones las letras no son más que símbolos, por lo que era absolutamente indiferente que usaran la a, la b o cualquier otra. Y así es como decidieron utilizar las letras menos usadas en su idioma: la x, la y y la z, que en francés se utilizan muy poco. Es una tradición que se ha mantenido hasta nuestros días y que sigue atormentando a los que no son muy diestros en el arte de despejar incógnitas.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 134
 
 
 
Para Descartes, el universo se reduce a un modelo matemático que Dios es capaz de regir con precisión geométrica. En Pascal, esa convicción se ha perdido para siempre. Aunque existiera ese Dios matemático, es una evidencia que «el silencio eterno de los espacios infinitos me aterra». Es difícil negar la indiferencia y la falta de consideración del cosmos frente a la precaria situación del ser humano. Cuanto más se universaliza la forma y el método cartesianos, más obvio resulta este sentimiento de abandono. El gesto fundamental de Pascal consiste en hacer frente a esa angustia y mostrar que, a pesar de todo, debe de haber algún Dios que nos ampare.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 146
 
 
Pascal sufre un grave accidente en el carruaje en el que viajaba. Al llegar a su casa, se pone a orar y tiene una vivencia espiritual que le marcará profundamente. Es tal el impacto de esa experiencia que Pascal la pone por escrito en un papel que luego cose en el forro de su abrigo. Ese papel, hallado días después de la muerte de Pascal entre su vestimenta, decía lo siguiente: El año de gracia de 1654, lunes 23 de noviembre [...], desde la diez y media de la noche hasta las doce y media de la noche. FUEGO. Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, no el de los filósofos y sabios. Certeza. Sentimientos. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo [...]. Olvido del mundo y de todo. Sólo Dios.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 147
 
 
La rueda de la ruleta
 
Cualquiera que haya ido a un casino o siga uno de esos infumables programas nocturnos dedicados al juego de la ruleta, se habrá preguntado por qué los números están siempre dispuestos en ese mismo orden aleatorio. Pues bien, no se trata de una disposición caprichosa, sino que fue creada y diseñada por Blaise Pascal. En 1645, en su intento por crear una máquina de movimiento perpetuo, acabó regalando a la humanidad uno de los juegos de azar más populares de la historia: la roulette. Para ello, Pascal decidió disponer los números de tal forma que tuviesen las mismas posibilidades de salir los más altos y los más bajos en un mismo porcentaje de probabilidades, garantizándole así que la ruleta fuera totalmente beneficiosa para el jugador. En 1658 escribió incluso un Tratado general de la ruleta y muchas de sus investigaciones iban encaminadas a descifrar los códigos secretos del azar. Quien ha pasado igualmente a la historia de la ruleta con sus experimentos es Gonzalo García Pelayo que, sin utilizar ninguna estrategia científica, sino simplemente observando las pequeñas imperfecciones físicas de la propia rueda, diseñó un método perfecto para ganar una buena millonada de las antiguas pesetas. Ahora bien, que nadie espere encontrar en Pascal ni en ningún otro científico o matemático, el sistema o estrategia para emular el éxito de los García Pelayo. Como dijo Albert Einstein en cierta ocasión: «Nadie puede ganar en la ruleta, a menos que robe el dinero de la mesa, mientras el crupier no le mira».
 
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 123
 
 
La máxima de Spinoza es «caute», prudencia, de evidente afinidad con la de Descartes. En el caso del filósofo neerlandés, esa prudencia le lleva a cambiar varias veces de ciudad, de barrio y de domicilio. Maldecido por la comunidad judía, Spinoza evita mostrarse en público, prefiere no manifestarse abiertamente en su correspondencia ni en sus conversaciones, y hasta se niega a publicar sus libros, como sucedió por ejemplo con una de sus obras más conocidas, la Ética. Al igual que Epicuro, vive según la fórmula del placer ataráxico, que consiste en bastarse uno a sí mismo. De ahí que se abstenga de enseñar en la universidad. Como buen epicúreo, entiende que la transmisión de la filosofía no puede efectuarse al amparo de una institución educativa. Él lo tiene claro: la universidad impide pensar.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 155
 
 
 
Mientras que Descartes busca la verdad, Spinoza se pregunta si vale la pena cambiar de forma de vida, dejar de moverse por los parámetros de la «riqueza, el honor y el placer» y buscar un bien distinto que nos proporcione la máxima felicidad. Tal vez el camino sea largo y deban seguirse reglas estrictas, pero hay perspectivas de éxito. Es algo que confirmará años después la última frase de la Ética: «Todo lo bello es tan difícil como raro».
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 156
 
 
El virtuoso, en el sentido espinoziano del término, es el que aspira al amor a sí mismo, a mantener una relación alegre y feliz con el mundo, a expandir su propio deseo en un ejercicio de admiración por la vida. Nada de esto es del agrado de los defensores de la noción ortodoxa de virtud, un término normalmente cargado con unas siniestras connotaciones cristianas de abnegación, sacrificio y ascetismo. Y, sin embargo, ser virtuoso no es algo tan sencillo. Spinoza hace hincapié en que somos de lo más débiles frente a las fuerzas exteriores, y que incluso el más razonable de los hombres encontrará que los objetos de su esperanza y su temor se hallan en gran medida fuera de su control. La única forma de no sucumbir a las emociones, afirma, es amparándonos en una clase más elevada de emoción. No se trata, como hacían los estoicos, de extirpar las emociones. No es una cuestión de «resignación» o «indiferencia». La actitud que debe adoptarse no es una forma de fatalismo, sino algo más parecido a lo que Nietzsche describe como amor fati: amor a lo que nos depare el destino. Esta es la verdad que nos permite descubrir la filosofía de Spinoza: informados de nuestro lugar en el mundo, no nos resignamos a ello por el simple hecho de disponer de un margen de maniobra muy reducido; al contrario, acogemos esto con la alegría de quien conoce la inmensidad de sus afectos, de quien accede a un nuevo estado que le transforma en un ser para la vida y no en un ser para la muerte y de quien está ansioso, en definitiva, por conocer las verdades que nos permiten dejar atrás las pasiones tristes.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 161
 
 
Leibniz llegó a La Haya convencido de que la nueva deidad de Spinoza no podía explicarlo todo, y aún menos emanciparse de ese determinismo absoluto que le impedía decidir libremente nada. El rechazo del Dios de Spinoza constituye, de hecho, el punto de partida de su filosofía.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 163
 
 
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
 
Lejos de la tutela de la Iglesia, la filosofía moderna representa la búsqueda de un saber racional, la apuesta por un método, la fe en un pensamiento cada vez más sistematizado. Un problema en concreto se vuelve crucial: fundamentar el orden de ese nuevo mundo revelado por la ciencia. Para ello es necesario acudir al poder de la razón y, a partir de ahí, alcanzar una verdad que sea equivalente en Dios y en mí. Desde esta perspectiva, la figura del cogito cumple una función decisiva en la filosofía de Descartes. Aunque los sentidos me engañen, aunque no sepamos si dormimos o soñamos o si un genio maligno quiera reírse de nosotros haciéndonos creer cosas que no son, nada parece poner en duda que «yo pienso». A partir de esta certeza, la idea de un Dios absolutamente perfecto, capaz de garantizar el orden necesario del mundo, se impone igualmente como una evidencia irrebatible. El mundo que nos describe Pascal, en cambio, no tiene nada que ver con las verdades inquebrantables que nos descubre el racionalismo de Descartes. Se trata de distinguir otro tipo de verdades, puesto que lo realmente importante es la salvación. No niega Pascal la fuerza intelectual de los argumentos. Pero reconoce la superioridad decisiva del corazón. El Dios pascaliano no habla para los matemáticos, sino para quienes quieren amarlo. En Spinoza, Dios y la Naturaleza son lo mismo y no hay manera de que las cosas puedan ser de otro modo. La verdad significa en último término ver las cosas como Dios las ve, lo cual significa relacionarse con un mundo en el que todo está regido por una absoluta necesidad. No somos libres para cambiar nada. Pero eso no debe deprimirnos. El hecho de conocer la necesidad, la Naturaleza y, por lo tanto, el punto de vista de Dios, es en sí mismo liberador. Tiene la virtud de acabar con los falsos saberes que son fuente de tristeza y de una vida meramente reactiva. En Leibniz, el problema de la relación entre la verdad y Dios se plantea desde el ángulo de los mundos posibles. Lo que sucede ahora, en nuestra realidad, no es el resultado de una serie de actos radicalmente contingentes. Desde luego, sólo es realmente posible un mundo, el mundo en el cual vivimos actualmente, pero puesto que Dios es bondadoso y no puede elegir el mal, lo único que podemos saber es que Dios calcula en cada instante el mundo menos malo posible. Entre la realidad de Dios y la del hombre, la filosofía moderna parece haber tendido un puente. Pero la reconciliación entre esos dos mundos lleva consigo una escisión inesperada: el «yo» de Descartes está dividido en dos sustancias separadas; Pascal ahonda esa fractura al contraponer la razón con el corazón; Spinoza habla de una única sustancia, pero nos muestra un deseo (el conatus) que amenaza con desgarrar el «yo»; Leibniz introduce un número infinito de sustancias llamadas mónadas, pero no resulta nada fácil determinar la relación que mantienen con el mundo y con ellas mismas. Cuanto más firme es la convicción en Dios, mayores son las contradicciones que nos impiden pensar este «yo» como un todo armónico. Ante esta tesitura, el pensamiento del siglo XVIII, la Ilustración, optará por el camino más directo: matar a Dios.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 167
 
 
Si tuviéramos que condensar la esencia del siglo XVIII en una sola palabra, seguramente tendríamos que apelar al término «razón». La razón se convierte en el punto unitario y central del pensamiento filosófico. Se parte de su universalidad e invariabilidad: es la misma para todos los seres humanos, para todas las naciones, para todas las épocas, para todas las culturas. Los modernos consideraban que la misión propia de la razón era la construcción de «sistemas» filosóficos; entendían que no se alcanzaría un verdadero saber filosófico en tanto no se lograra una certeza fundamental. Los pensadores del siglo XVIII, los ilustrados, ya no compiten con Descartes, Leibniz y Spinoza por su rigor y obsesión por el sistema filosófico. Buscan otro concepto de la verdad y de la filosofía, un concepto que las amplíe, que les dé una forma más concreta y viva. Para los modernos, la razón era la región de las «verdades eternas», verdades comunes a Dios y a los seres humanos. Lo que conocemos en virtud de la razón lo contemplamos inmediatamente «en Dios». El siglo XVIII maneja la razón con un sentido nuevo. No es algo que, una vez poseído, nos descubra la esencia absoluta de las cosas. Al contrario, es una fuerza que sólo se puede entender en la medida en que la usamos. En lugar de acceder a ciertas verdades inamovibles, debemos emplear la razón con fines prácticos. Su función esencial será desarticular las mentiras de los poderosos, los engaños de la superstición, las falsedades de las creencias. La razón pasa a considerarse liberadora en todos los aspectos. Como instrumento de rebeldía, se convierte en una forma de destruir toda clase de autoritarismo y de servidumbres. Actuarán precisamente en este sentido autores tan dispares como Diderot (1713-1784), Voltaire (1694-1778), D’Alembert (1717-1783), Helvétius (1715-1771), D’Holbach (1723-1789), La Mettrie (1709-1751), Rousseau (1712-1778) y muchos más. Hay entre ellos diferencias fundamentales, por supuesto, pero todos comparten la idea de que la verdad es emancipadora. Como nada puede detenerla, debemos remover los obstáculos para que salga a la luz y permitir que todos los seres humanos accedan a ella.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 169
 
 
La doble moral de Diderot
 
Diderot, figura principal de los philosophes, era bien conocido en Francia y en Europa entera por sus ideas y su talante: defensor acérrimo de la libertad de expresión, tuvo que recurrir en muchas ocasiones a imprentas clandestinas para publicar sus propias obras o las de sus colegas ilustrados. Sus Pensées philosophiques (Pensamientos filosóficos) fueron condenados por el Parlamento de París y quemados públicamente y, tres años después, él mismo fue encarcelado en la prisión de Vincennes por su obra Lettre sur les aveugles (Carta sobre los ciegos). Acabó prisionero por sus propios ideales, pero era respetado y venerado por sus coetáneos, pues no en vano había impulsado las obras de autores como Rousseau o D’Holbach. Aunque Diderot representa el espíritu de la República, su vida reproduce también las contradicciones de su época. Era conocido en París por sus numerosas aventuras amorosas, y sin embargo exigía a su mujer el cumplimiento riguroso de los deberes conyugales. Se mostró especialmente crítico con la familia, hasta el punto de enfrentarse con su propio padre cuando decidió fugarse con su amante, pero se resistió celosamente a que su hija contrajera matrimonio libremente. Diderot fue un crítico incansable de la moral dominante y, sin embargo, no pudo librarse de muchas de las máximas que él mismo criticaba. ¿Cómo apostar por el libertinaje si necesitas poseer a tu mujer? ¿Qué sentido tiene criticar la familia tradicional si luego te comportas como un hombre sumamente estricto con tu hija? No tratemos de buscar coherencia en Diderot. Si representa tan bien a la Ilustración francesa seguramente sea por sus contradicciones antes que por aquello que defendía. No resulta sorprendente, pues, que un autor tan astuto como el Marqués de Sade se viera en la obligación de escribir: «Un esfuerzo más si queréis ser republicanos».
 
 
Antes de la Ilustración, el mundo había estado sumergido en la oscuridad, viviendo en medio del error y la ignorancia. Con la llegada de la razón, un gran rayo de luz se proyecta sobre las grandes masas de sombra que todavía cubrían el mundo. La luz es la palabra mágica de una época que se sabe distinta. Será la primera época que se refiera a sí misma como tal. No esperarán a que la historia o los historiadores digan: «Aquí empezó la Edad Media. A continuación, vino el Renacimiento, después el Barroco...». Los ilustrados saben que están viviendo un momento excepcional de la historia y se complacen en decirlo y en repetirlo. Ellos son los hijos del Siglo de las Luces, las antorchas que nos van a dirigir por el camino recto, la lámpara que va a destruir la venda que nos cubre los ojos. Están tan convencidos del poder de la razón, de su capacidad de revelar la verdad, de denunciar el error, que escribirán todo tipo de textos y panfletos sobre la época y lo que significa ser ilustrado. En este clima triunfal, se gestará el proyecto de la Enciclopedia.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 175
 
 
Lo que internet ha hecho hoy en día posible con la propagación de todo tipo de tutoriales —incluso para cuestiones sumamente técnicas—, lo encontramos perfectamente anticipado en la Enciclopedia.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 176
 
 
Suponiendo que la razón pueda procurarnos los medios necesarios para alcanzar la felicidad, ¿por qué deberíamos esperar al «más allá» para ser felices? ¿Por qué no aspirar a la felicidad en este mundo? La buena nueva que traen los ilustrados es que, tan pronto como los cielos se han vaciado, podemos acceder al verdadero objeto de nuestro deseo. Está en nuestras manos disfrutar del placer de la vida. Se ha levantado la barrera que prohibía nuestra felicidad. No hace falta que nos comportemos como los estoicos, con un alma sana y robusta, propia de seres celestiales, pero apartada de las pasiones y de los bienes corporales. No hace falta soñar con una felicidad sobrehumana: los ilustrados no desean ser felices si eso significa despreciar la vida, prescindir del bienestar que pueden procurarnos los bienes de este mundo. Contrarios a las salvaciones celestiales de cualquier clase, los ilustrados diseñan el proyecto de una felicidad material, terrenal. Es un plan de largo alcance, cuya realización se presenta estrechamente ligada a la idea de progreso. Gracias a la felicidad, todos los progresos avanzan ahora al mismo paso. Todo lo que permite el incremento de nuevos conocimientos, contribuye al perfeccionamiento de la moral y a las posibilidades de una vida más justa. Todo lo que hace avanzar a las ciencias y a las artes, aumentando de ese modo la participación en los saberes, promueve la consecución de mayores cotas de libertad, igualdad y fraternidad. Un solo y mismo progreso, en forma de conocimientos y de derechos universales, nos señala el camino que debe seguir el individuo para ser feliz. Pero no tardarán en salir las primeras voces discrepantes.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 178
 
 
Haciendo alarde de una brillante retórica, Rousseau nos ofrece un agudo retrato de la vida de su tiempo, de la servidumbre y la miseria social que el Siglo de las Luces parece acoger tan favorablemente y del papel que ha desempeñado la filosofía en la aceptación de esa misma situación: Hoy, cuando rebuscamientos más sutiles y un gusto más refinado han reducido a principios el arte de agradar, reina en nuestras costumbres una vil y engañosa uniformidad, y todos los espíritus parecen haber sido fundidos en un mismo molde: la urbanidad exige siempre, la conveniencia manda; se siguen siempre usos establecidos, jamás la inspiración personal. Ya no se atreve nadie a parecer lo que es; y en ese perpetuo cohibirse, los hombres que forman ese rebaño llamado sociedad, puestos en las mismas circunstancias harán las mismas cosas, si no hay motivos más poderosos que de ello las retraigan. Así pues, no se sabrá nunca con quién se codea uno. Para conocer al amigo será preciso esperar a las grandes ocasiones, es decir, esperar a que sea tarde, puesto que es justamente para esas ocasiones para lo que hubiera sido esencial conocerle.[7] Ahí es donde Rousseau sitúa el foco de su discurso. Se trata de mostrar la hipocresía, la excesiva dependencia de la opinión ajena, la falta de singularidad, el gregarismo de la sociedad de su tiempo, que tan fácilmente podemos identificar con la nuestra. Tras ese velo de cortesía, tras esa urbanidad tan bien ponderada, tras esa máscara, se hallan los temores, la frialdad y el odio. Poco queda de la estimación auténtica que, según Rousseau, parece estar enraizada en el corazón humano. La cortesía, los modales hipócritas, el arte del buen decir, convierten al pueblo en un rebaño y, lo que es más importante, matan toda emoción verdadera, esto es, la posibilidad de percibir nuestros sentimientos. A la pregunta «¿Quién soy yo?», Rousseau ya no responde como Descartes: «Una cosa que piensa», sino que afirma directamente: «Yo soy mi corazón». El afecto, la sensibilidad y las emociones ya no tienen por qué ser consideradas pasiones más o menos inferiores y peligrosas. Para llegar a ser filósofo, convenía desconfiar de esa parte de nuestro yo. Era preferible llevar las riendas, controlándolas a través de la razón. Con Rousseau, todo cambia. «Corazón», «sentimiento», «intuición», «voz de la conciencia», son expresiones recurrentes en la filosofía de Rousseau. Según él, lo único que cuenta es esa voz pura que percibimos en nuestro interior. Hay algo que habla dentro de nosotros que puede leerse a corazón abierto, sin intermediarios, sin libros. La reflexión y los conocimientos dejan de ser apoyos indispensables. La inteligencia es capaz de erigir barreras artificiales y de instaurar distancias que enturbian la relación con nuestro corazón. De repente, toda la miseria humana se presenta como un efecto inevitable de esa profunda desnaturalización a la que parece habernos sometidos el afán ilustrado por la razón y el progreso: El efecto es cierto, la depravación efectiva, y nuestras almas se han corrompido a medida que nuestras ciencias y nuestras artes se han acercado a la perfección.[8] Hemos visto desvanecerse la virtud a medida que la luz de artes y ciencias se alzaba sobre nuestro horizonte, y el mismo fenómeno se ha observado en todos los tiempos y en todos los lugares.[9] La astronomía nació de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del odio, de la lisonja, de la mentira; la geometría, de la avaricia; la física, de la curiosidad vana, y todas ellas, sin excluir la moral, del orgullo humano. Las ciencias y las artes deben, pues, su nacimiento a nuestros vicios.[10] Si nuestras ciencias son vanas en cuanto al objeto que proponen, todavía son más peligrosas por los efectos que producen. Hijas del ocio, lo nutren a la vez; y la pérdida irreparable del tiempo es el primer perjuicio que causan necesariamente a la sociedad.[11] Esa obsesión de los philosophes por conocerlo todo es para Rousseau un lujo innecesario, fruto de una sociedad ociosa y envilecida que enmascara sus verdaderas pasiones y acentúa la insensibilidad, la frialdad y los corazones apagados. Rousseau nos invita a quedarnos «en nuestra oscuridad», pues «no tenemos necesidad de saber más». Su crítica a la filosofía es furibunda. No le corresponde a ella legitimar y embellecer las ciencias y las artes, ni propagar el amor por estos conocimientos que oprimen a los seres humanos. La filosofía debería abstenerse de «tender guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro», no debería hacernos amar todo lo que nos esclaviza y nos aleja de nuestra verdadera naturaleza. No es extraño que Rousseau lance su ofensiva más dura contra los filósofos: lo que está tras ellos es un discurso que crea sumisos.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 180
 
 
El sadismo no es masoquismo Hoy lo decimos en una sola palabra, «sadomasoquismo», y, sin embargo, el sadismo y el masoquismo son dos prácticas que no pueden identificarse, aunque tendamos a relacionarlas como una pareja complementaria. El sadismo es un término que deriva del Marqués de Sade. Sus obras principales están escritas en plena Revolución francesa, bajo el contexto del Terror, y son la expresión de una violencia tan radical como desgarradora. En la literatura de Sade difícilmente encontraremos goce del lado de las víctimas: sólo horror y sufrimiento. El «masoquismo», en cambio, debemos situarlo a mediados del siglo XIX en las obras de Leopold von Sacher-Masoch. El Estado de Derecho se ha consolidado, pero ahora la violencia se camufla bajo la forma de un contrato. Lo firman individuos que se reconocen iguales, aunque en la puesta en escena cada cual represente un rol de sumisión o dominación. El sexo se convierte en una obra teatral en la que el amo y el esclavo asumen perfectamente sus papeles, saben cuáles son los límites, qué prácticas pueden ejercerse y cuáles deben evitarse. Las diferencias entre ambos autores son claras. En la obra de Sade la naturaleza humana es malvada, hay un instinto de dominación que no admite ningún tipo de mediación política: debe imponerse el más fuerte, sin compasión alguna. En Sacher-Masoch, por el contrario, se escenifica el triunfo de la política; se fijan unos derechos mínimos que garantizan la integridad del más débil, incluso cuando es él quien reclama el goce a través del sufrimiento. Hoy, en nuestros tiempos políticamente correctos, no podemos admitir el sadismo sino bajo el amparo de una forma de consenso. Por eso preferimos englobar ciertas prácticas con el nombre de «sadomasoquismo» (o en las siglas BDSM). Nos cuesta reconocer que hay personas que gozan violando, que disfrutan hiriendo, que sienten placer asesinando. Esas personas se llaman precisamente sádicas.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 185
 
 
Treinta años después de la publicación de la Enciclopedia, Kant intenta responder a la pregunta «¿Qué es la Ilustración?». Si los filósofos franceses se consideraban a sí mismos ilustrados y no dudaban en emplear este apelativo, Kant, en cambio, ya no tiene tan claro el sentido de esta palabra. El mero hecho de preguntárselo pone de manifiesto que la Ilustración ha dejado de ser algo evidente. Hay que volver a pensar en qué consiste su proyecto, recordar cuáles son sus verdaderas posibilidades. En la respuesta que nos ofrece Kant no faltan elementos de continuidad con los philosophes, aunque destacan especialmente los que se presentan como una ruptura.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 187
 
 
Según Kant, la Ilustración es la voluntad del hombre de salir de su minoría de edad, de la que sólo él es culpable.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 187
 
 
La vía de escape que nos propone Kant es que seamos por fin responsables de nosotros mismos. El abandono de la minoría de edad exige un coraje suplementario, puesto que ya no tenemos un dios ni una autoridad a la que podamos endosarle la culpa de nuestro estado. De este modo, Kant insiste en desplazar el acento de la culpa hacia nosotros mismos. Tanto es así que el paso a la mayoría de edad se expresa a través de un enunciado imperativo: Sapere aude!, «¡Atrévete a saber!». Kant no formula aquí ningún tipo de deseo, sino que se trata más bien de un deber. Si queremos continuar haciendo filosofía, debemos acatar esta orden. Atrás quedan los tiempos de Platón, cuando la filosofía resultaba inconcebible sin la presencia de eros. Lo que nos mueve a pensar ya no es simplemente el deseo de pensar, sino un deber insoslayable para cualquier ser humano.
 
En efecto, estamos muy lejos de Grecia, de la época en que la filosofía implicaba un vínculo erótico, una pasión por la verdad. Pensar ahora es un imperativo, una orden incondicional cuyo rigor no admite ningún tipo de excusa. Pero, al mismo tiempo, representa una conquista: una autonomía y una madurez irrebatibles. Los logros derivados del «sapere aude» ponen de manifiesto que el verdadero fin del proyecto ilustrado no es en modo alguno la felicidad del género humano, sino la consecución de su «mayoría de edad». Hablar de Ilustración es referirse, pues, a un pensamiento verdaderamente emancipado, que ha conquistado su libertad y se ha desembarazado de todo tipo de padres y tutores para llegar a una época de ciudadanos libres. Pensar por uno mismo significa, por tanto, razonar con autonomía, formar una nueva comunidad en la que no haya amos ni señores, convertir la verdad en algo a lo que podamos llegar de un modo crítico. Por eso Kant suele insistir en la necesidad que todo individuo tiene de poder hacer «uso público de su razón». Expresarse sin ser amenazado o castigado, criticar si es necesario el poder o las instituciones religiosas, disponer de libertades públicas: todo esto forma parte de lo que Kant llama «uso público de la razón». Por eso acallar a los filósofos no es algo deseable, ya que sería lo mismo que intentar enmudecer la razón humana. Ahora bien, esto no significa que podamos hacer un uso ilimitado de nuestra razón. Pensar libremente no nos autoriza a hacer cualquier cosa. En textos como El conflicto de las facultades, Kant es todavía más taxativo cuando asegura que la libertad de pensar debe «dirigirse al público ilustrado y al monarca para su esclarecimiento, y no al pueblo con el fin de incitarlo a la rebelión». Y en otro momento dirá: «Ciertamente resulta agradable elaborar en nuestra mente constituciones políticas que correspondan a las exigencias de la razón (especialmente desde el punto de vista del derecho); pero es presuntuoso proponerlas y culpable [quien] subleva con ellas al pueblo para abolir las constituciones existentes». El uso público de la razón se mueve, pues, dentro de unos límites bien precisos. Debajo de todo ello encontramos una valoración de la rebelión por parte de Kant no excesivamente alentadora ni optimista. Puede que una revolución logre derrocar a un individuo déspota y acabe con la opresión generada por la codicia o la ambición. Pero, tal como nos recuerda Kant, «nunca logrará establecer una auténtica reforma del pensar». El problema de la revolución es que puede cambiar el marco que determina las relaciones de poder, pero apenas cambia el marco de lo pensable y, si lo hace, es de un modo superficial. Esto explica que Kant desmitifique la revolución como vía emancipatoria. Si hay algo políticamente revolucionario es el esfuerzo de pensar por nosotros mismos, de no querer reproducir lo que ya ha sido dicho. Atreverse a pensar de otro modo: esa debería ser la verdadera tarea de una razón ilustrada.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 188
 
 
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
 
En el Siglo de las Luces, la oscura figura de Dios comienza a desvanecerse. Denigrado por su permisividad con el mal, por la incomprensión de sus designios o por conducirnos a una vida sombría y triste, Dios se ve obligado a rendir cuentas de su comportamiento. Sin duda son los philosophes quienes llevan a cabo este juicio sumarísimo. Se trata de someter a Dios a los más severos escrutinios de la razón. Pero, de un modo más general, se debe liquidar cualquier vestigio de sacralidad en una época caracterizada por su racionalidad. El pensamiento ilustrado supone la desmitificación de los dogmas religiosos, la oposición frontal a cualquier forma supersticiosa de conocimiento, el descrédito absoluto de la fe. La razón humana ya no está al servicio del conocimiento de unas verdades eternas. A partir de ahora hay que buscar la felicidad, un ideal que los ilustrados identifican con el progreso material, moral y político del género humano. Sin embargo, no todos comparten el optimismo de los ilustrados. Rousseau niega que el rasgo distintivo de la especie humana sea el avance inevitable hacia el progreso. Al contrario, si hay algo que parece alejarnos de nuestra verdadera naturaleza es precisamente la fe en este avance mecánico que proclaman tan ciegamente las ciencias y la filosofía. Sade también desconfía del proyecto ilustrado, pues lo ve como un producto pervertido de la razón y presenta el Terror revolucionario como una consecuencia lógica e inevitable de sus ideales de libertad e igualdad. Kant, por su parte, no considera que la Ilustración esté destinada al fracaso. Pero es preciso fundamentarla de nuevo, someterla a una revisión crítica, confrontarla con sus efectos, tanto los deseables como los no deseables. De este modo, no correremos el riesgo de traicionar la Ilustración, sino todo lo contrario: al ser críticos con ella, nos mantendremos fieles a su espíritu y pondremos en práctica sus enseñanzas. La revolución filosófica de Kant pasará precisamente por su atención a la crítica, que marcará de un modo radicalmente nuevo los límites del pensamiento humano.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 190
 
 
La figura de Kant está inevitablemente asociada a la Ilustración. Lo está por razones cronológicas, pero sobre todo porque comparte los presupuestos básicos de la Ilustración. Como los philosophes, cree haber encontrado en la razón un instrumento de lucha contra el oscurantismo, una herramienta emancipadora capaz de hacernos salir de nuestra minoría de edad. Sin embargo, a diferencia de ellos, no cree que el ser humano esté en disposición de conocerlo todo. Tampoco se dedica a vanagloriar la razón como si fuera una deidad intocable, sino que prefiere someterla al duro ejercicio de la crítica. Su intención es poner límites a esta razón que se cree capaz de todo, acotar del modo más preciso posible cuál es su alcance teórico y en qué consiste su uso práctico. En Kant encontramos, pues, un examen metódico de la razón, que cambiará radicalmente el paisaje mismo de la reflexión filosófica.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 191
 
 
En efecto, el pensamiento europeo ya no será el mismo después de su filosofía crítica, expuesta en sus tres obras fundamentales: Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica y Crítica de la capacidad de juzgar. Esta profunda reforma del pensamiento emprendida por Kant está directamente ligada al significado de la palabra «crítica». En el sentido más amplio del término, la «crítica» recoge la idea de una razón que lo interroga todo, incluida ella misma; un pensamiento donde poder reventar desde dentro cualquier posición. La «crítica» retira de la filosofía algunas preguntas inútiles, pero al mismo tiempo tiene la extraña habilidad de adentrarnos en nuevos y apasionantes callejones sin salida. Tiene la intención de retomar todo aquello que la Ilustración ha puesto de manifiesto tras la muerte de Dios. Para ello es preciso realizar un inventario de las capacidades efectivas de nuestra razón y de los resultados a los que podemos aspirar. ¿Qué puedo saber?, ¿qué debo hacer? y ¿qué puedo esperar?: estas son las preguntas que en adelante convendrá plantearse y que la filosofía no podrá ya seguir ignorando.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 192
 
 
Kant nos dice que ya no podemos razonar del siguiente modo: «Ese bolígrafo que veo encima de la mesa es y existe fuera de mí, tal y como aparece en mi mente». Se suponía que las cosas que aparecían en nuestra mente eran copias exactas de las cosas exteriores y que, por lo tanto, se nos mostraban en nuestra mente tal y como eran. Lo que Kant nos plantea es la relación inversa: de las cosas sólo conocemos aquello que nuestra mente pone en ellas. Para entender lo que significa este giro copernicano, podemos recurrir a la imagen de las gafas verdes que emplea Heinrich von Kleist en una de las cartas dirigidas a su prometida: imaginemos que todos viéramos el mundo a través de unas gafas con cristales verdes, ¿no nos veríamos obligados a juzgar que todo es verde? ¿Cómo podríamos estar seguros de que nuestros ojos ven las cosas tal como son realmente, o si, por el contrario, somos nosotros los que imprimimos el color verde en el mundo? Estas son las cuestiones que nos ofrece Kant: no hay modo de decidir si lo que llamamos verdad es realmente verdad, o si simplemente nos parece que es así; tampoco podemos saber con certeza si la imagen que nos llega del mundo, a través de esas gafas verdes, es exactamente igual a la imagen «real» del mundo. Pero Kant va aún más lejos cuando asegura que no podemos quitarnos esas gafas verdes y prescindir de ese filtro si realmente queremos conocer las cosas de este mundo. La razón es la siguiente: todo lo que llamamos tiempo y espacio no se encuentra en el campo de las cosas, sino en el de nuestro entendimiento. Hasta ahora habíamos creído que el tiempo y el espacio eran atributos que forman parte de la realidad. La Crítica de la razón pura subraya, por el contrario, que el tiempo y el espacio son categorías mentales: filtros a través de los cuales percibimos la realidad sin que podamos separarnos de ellos.   Como no conocemos nada sin la mediación de estos filtros, Kant nos dice que podemos saber cómo son las cosas en el espacio y en el tiempo, pero que no tenemos modo de acceder a lo que son «en sí mismas». Lo único que podemos llegar a conocer de las cosas de este mundo es el modo en que aparecen en el tiempo y en el espacio, es decir, dentro del campo de nuestra experiencia. Más allá de este filtro, es imposible conocer lo que son las cosas en sí mismas. Así pues, sólo podemos estar seguros de aquellos conocimientos constituidos dentro del ámbito de la experiencia. Cuando salimos de este territorio, la razón se extravía, se ilusiona: cree que conoce cuando lo único que hace es comportarse como un visionario soñador.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 194
 
 
Bastan cien táleros para refutar a Dios
 
El primer argumento ontológico nace en la Edad Media con san Anselmo. Su intención es demostrar a Dios con una lógica que parezca evidente e irrefutable. Veámoslo en una sencilla frase: «Tengo en mi mente la idea de perfección. Un ser que existe como idea en la mente y existe asimismo en la realidad será más perfecto que un ser que sólo existe en la mente. Dios es perfecto, luego Dios existe». Aunque el argumento parece implacable, Kant nos ofrece en su Crítica de la razón pura una de las refutaciones más demoledoras que se recuerda. Primero señala que no podemos probar la existencia de algo (Dios) si la prueba de esa existencia se basa en una cualidad que le presuponemos (perfección, grandeza, existencia). Y a continuación toma como ejemplo la idea de cien táleros, la antigua moneda alemana, y nos dice: «Puedo concentrar toda mi energía en pensar que tengo cien táleros en el bolsillo de mi chaqueta, del mismo modo que puedo tener alojada en mi cabeza la idea de que Dios es perfecto. Y sin embargo, ¿quién me asegura que, por mucho que me concentre, esos cien táleros estarán realmente en mi bolsillo cuando vaya al mercado?». Ante un argumento como el de san Anselmo, sólo hay una moraleja: hay que llevar el dinero siempre encima.
 
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 123
 
 
¿Qué es lo que nos propone entonces la Crítica de la razón práctica? Cambiar radicalmente nuestra manera de pensar la moral, recurrir a un criterio que cualquiera de nosotros pueda conocer de manera intuitiva e inmediata, preguntándonos «¿puedo convertir mi acción en una ley universal?». Este es el segundo giro copernicano que Kant introduce en la historia de la filosofía. Para determinar si una acción es moralmente buena o mala no debo preguntarme si tiene algún tipo de correspondencia con una idea concreta de lo que es el bien o el mal. Kant nos dice que debemos actuar basándonos en la regla siguiente: que todo aquello que queremos para nosotros lo queramos igualmente para todos. Una acción es buena cuando lo que es válido para mí tiene que ser válido de manera universal. Así es como puede ponerse a prueba la validez moral de cualquier comportamiento: si no puede aplicarse a los demás lo que yo hago, entonces no puede servir como ley moral. Kant lo ilustra con un ejemplo. Supongamos que tenemos a un amigo hospedado en nuestra casa. De repente llaman a la puerta y, al abrir, nos encontramos con alguien que pregunta por nuestro huésped porque quiere matarlo. Ante una situación así, seguramente recurriríamos a una mentira piadosa que intentase despistar al potencial asesino y alejar el peligro que se cierne sobre la vida de nuestro invitado. Esto es lo que haríamos la mayoría de nosotros si estuviéramos en esa situación. Pues bien, lo que nos enseña la Crítica de la razón práctica es justamente lo contrario. Para que nuestro acto sea moral, según Kant, no deberíamos mentir ni en un caso así, puesto que no podemos convertir en universal un comportamiento basado en la mentira. Incluso en estas circunstancias, deberíamos actuar respetando estrictamente nuestro deber moral y decir la verdad, sean cuales sean las consecuencias derivadas de nuestro acto.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 198
 
 
La puntualidad kantiana Contrariamente a la de Diderot, la vida de Kant no fue demasiado espectacular. Era un hombre de complexión enfermiza, que no salió nunca de su lugar natal, Könisberg. Tenía, sin embargo, un rasgo muy peculiar: era exquisitamente puntual. Su vida era la eterna repetición de una estricta rutina: se levantaba cada día a las cinco de la mañana, impartía sus lecciones de siete a nueve y luego se dedicaba al estudio. Después de comer, le gustaba pasar la sobremesa con sus compañeros y por la tarde realizaba su paseo diario, siempre a la misma hora. Era tan puntual que sus vecinos aprovechaban la referencia de su paseo diario para poner en hora sus relojes. Hasta la fecha, no se tiene constancia de que a Kant se le hubiera parado alguna vez el reloj. Pero de haber sido así, tampoco habría supuesto ningún problema.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 200
 
 
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
 
Los ilustrados estaban convencidos que tras la muerte de Dios se habían eliminado todas las barreras. Teníamos simplemente que ejercitar la razón para alcanzar la verdad, la moral y la felicidad. Pero con la aparición de la crítica, Kant no sólo somete a examen la idea misma de la razón, sino que, al mismo tiempo que determina sus posibilidades, pone en juego tres interrogantes cruciales: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer? y ¿qué puedo esperar? En la Crítica de la razón pura asistimos a la primera revolución kantiana. La cuestión no es qué verdades debemos buscar, como si existieran ideas verdaderas y tuviéramos que hacer lo imposible por descubrirlas. Lo que hay que hacer es otra cosa: preguntarse si puede haber una verdad y, en este sentido, cuáles son los límites del pensamiento humano. Este es el principal hallazgo de la primera crítica: el terreno de lo que es posible conocer (las cosas tal y como se nos presentan) debe distinguirse de aquel en que está lo que no se puede conocer (las cosas tal y como son en sí mismas). En la Crítica de la razón práctica, Kant se propone acotar el terreno de la moral. Hasta ahora determinábamos la moralidad de nuestras acciones con arreglo a una idea que identificábamos con el bien y el mal. El nuevo criterio invocado por Kant se basa en esta sencilla regla: una acción es moralmente buena si puedo convertirla en ley y aplicarla a todos por igual, sin excepción. El problema es si en el mundo en que vivimos, inevitablemente atravesado por múltiples deseos e intereses, podría realizarse una acción moral como la descrita por Kant. La Crítica de la capacidad de juzgar intenta buscar un deseo que sí pueda universalizarse. Kant sostiene que la belleza tiene el poder de complacernos a todos por igual. Ante algo bello experimentamos un goce desinteresado, sin que esté mediado por ningún concepto y libre de todo fin determinado. En lo sublime, en cambio, descubrimos la presencia de una fuerza oculta en nuestro interior. Tan pronto como nos vemos expuestos a la vastedad de la naturaleza, podemos reconocer en nosotros un poder aún más ilimitado: la capacidad de hacer de nosotros lo que libremente queramos. Si la crítica de Kant acota el terreno de la razón y se dedica a delimitarlo para confirmar sus posibilidades, Hegel, por el contrario, insistirá en el carácter dinámico de la razón. Con él, que trata de pensar la totalidad de la historia y de las distintas verdades forjadas por los hombres, la razón tendrá que ser considerada como algo en movimiento, como un proceso, un camino, y no simplemente como una realidad petrificada en un marco rígido e inamovible. En el desván de su casa, Hegel oculta la máquina que embarcará a la razón en una nueva aventura. Se llama dialéctica y Marx aprenderá mucho de ella.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 206
 
 
Digámoslo desde el principio: Hegel (1770-1831) es un filósofo complicado, difícil de seguir. Para los fanáticos de la claridad, es toda una agonía tratar de entender a Hegel. En efecto, hay muchos pasajes de su obra en los que no se sabe de qué demonios está hablando. Sus textos son espesos, impenetrables, rodeados de una bruma a menudo irrespirable. Y, sin embargo, esta dificultad es parte de su encanto. Es, incluso, la razón de ser de su filosofía. No es que Hegel sea un filósofo deliberadamente hermético, un autor obcecado en esconder sus tesis; al contrario, tiene la extraña virtud de querer exponerlo todo, de decir todo lo que se tiene que decir del modo más explícito posible. En la lectura de Hegel, no sirve de nada estudiar formulaciones aisladas ni entrar en controversias interminables sobre qué haya querido decir en este pasaje o en aquel otro. Hay que seguirlo como podamos, armarnos de paciencia y dejarnos llevar por su disertación.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 208
 
 
El adjetivo que mejor define la filosofía de Hegel es su insaciabilidad. Su intención es alcanzar la totalidad, forjar un sistema filosófico que permita abarcar con el pensamiento la realidad en su conjunto.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 210
 
 
 
El hecho de que haya una historia de la filosofía significa que no hay ninguna filosofía que haya podido decir la verdad. Debemos partir siempre de esta evidencia. Pero esto, que podría interpretarse como un fracaso, es en realidad el impulso mismo de la filosofía, la clave de su avance histórico. Hegel se propone, justamente, «hacer un sistema» con la suma de todos los intentos frustrados en el pasado por decir la verdad de las cosas. Para ello habrá que explicitar lo que en cada momento se ha dejado de pensar. Tendremos que explicar cómo aparece un determinado pensamiento a partir de las inconsistencias e insuficiencias de otro pensamiento, y así hasta que la cadena de estos pensamientos llegue a configurarse como un todo. Este entretejimiento orgánico de los distintos pensamientos es lo que constituye el camino de la verdad. Por eso, Hegel identifica la verdad con su propio movimiento. La verdad no está de este lado o del otro, de parte de Platón o de Aristóteles, de Descartes o de Spinoza. La verdad es recorrido, itinerario, paso de un lado al otro. Ninguna de las etapas que conforman la historia de la filosofía contiene la verdad. Solo el viaje en su totalidad constituye la verdad.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 211
 
 
No es ninguna exageración: Hegel disponía de una máquina perfecta que a más de un filósofo le hubiera gustado tener. Tenía la maravillosa virtud de detectar la verdad. Era un polígrafo perfecto, capaz de ver contradicciones por todas partes, de mostrar la manera en que se contraponen unos discursos a otros e, incluso, de reconciliarlos en una especie de síntesis superior. Esa máquina prodigiosa es lo que Hegel bautizó con el nombre de la dialéctica. Con el hallazgo de este impresionante mecanismo, Hegel daba satisfacción al viejo anhelo de construir una ciencia verdadera: un saber auténtico, liberado de la parcialidad de todas las opiniones, dispuesto a conocer lo que Kant había prohibido: cómo son las cosas en sí mismas. Gracias a la dialéctica, ya no tenemos por qué dudar de la supuesta verdad de nuestras verdades. Tampoco es necesario llevar a la razón al borde de la locura, sospechando de absolutamente todo, incluso de la propia sospecha. Mientras cumpla con su trabajo, estaremos en la senda de la verdad. Para saber cómo funciona la dialéctica, conviene recordar la fórmula generalmente empleada por Hegel: «tesis, antítesis y síntesis». Supongamos que alguien afirma que «todo es negro». A esta tesis se le podría oponer otra que dijera exactamente lo contrario: «Todo es blanco». Para unos, «todo es negro»; para otros, «todo es blanco», sin que haya posibilidad de establecer ninguna mediación entre los opuestos. Tanto la tesis como la antítesis se creen en posesión de la verdad y no están dispuestas a reconocer que la otra pueda tener su contrario. Pero lo que nos dice Hegel es que, por mucho que una tesis se oponga a una antítesis, siempre cabe la posibilidad de pasar a una nueva posición (la síntesis) en la que se cambien por completo los términos del problema. En este caso, el dialéctico razonaría del siguiente modo: la afirmación «todo es negro» es falsa porque para reconocer que algo es negro tenemos que oponerlo a algo que no lo sea, es decir, el blanco; pero la antítesis «todo es blanco» también es falsa por el mismo motivo, porque si el color blanco fuera el único realmente existente, no podríamos distinguirlo. Así las cosas, la única manera de salir de esta disyuntiva entre «todo es negro» o «todo es blanco» es el color gris. En este tercer color, el negro y el blanco quedan abolidos, suprimidos, destruidos por la mezcla y, sin embargo, están al mismo tiempo preservados, prolongados en él. Es solo entonces cuando ambos se niegan y se elevan a un nivel superior, cuando el blanco y el negro pasan a tener una entidad real. Aunque el ejemplo sea bastante sencillo, nos muestra lo que a Hegel verdaderamente le interesa: la presencia de este tercer paso que niega y transforma el marco de lo que hasta entonces se había pensado. Para que haya rebasamiento o progreso filosófico es preciso que intervenga este momento de la síntesis. Sólo procediendo de esta forma se encamina la filosofía hacia el saber absoluto, que únicamente podrá alcanzar cuando se lleven a cabo todas las negaciones posibles. En ese estadio final, no debería haber ninguna distinción entre la manera como son las cosas y lo que nosotros decimos de ellas. Gracias a la dialéctica, las palabras y las cosas se habrán cosido definitivamente en un solo mundo. La filosofía de Hegel es el testigo final de este momento histórico. Con él, la historia de la filosofía habría llegado definitivamente a la verdad: ese punto en el que ya no hay nada que decir porque todo está dicho.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 212
 
 
Hegel decía que ningún individuo, por muy clarividente que fuera, podría ir por delante del mundo que le ha tocado vivir. Lo único que nos permite ser mejores es conocer el mundo tal como es; lo único que podemos realmente hacer es comprender su propia racionalidad, por muy fascinante, dolorosa o violenta que pueda ser.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 217
 
 
La miserable situación de la clase obrera Para saber contra qué realidad luchaba exactamente Marx, basta con leer un puñado de fragmentos de La situación de la clase obrera en Inglaterra de Friedrich Engels. Hijo de un fabricante alemán, Engels fue enviado por su padre a Manchester para familiarizarse con la vida de aquella ciudad industrial. Allí conoció de primera mano la realidad de la población trabajadora, denunciada en este libro, en el que abundan los detalles sobre las condiciones de trabajo, la adulteración de alimentos y las deficiencias de la vivienda obrera. Con estos términos tan crudos describe la vida de alguno de los barrios en los que se amontona la clase trabajadora: A menudo, a decir verdad, la miseria habita en callejuelas escondidas, junto a la de los palacios de los ricos; pero, en general, tiene su barrio aparte, donde, desterrada de los ojos de la gente feliz, tiene que arreglárselas como pueda. En Inglaterra estos barrios feos están más o menos dispuestos del mismo modo en todas las ciudades; las casas peores están en la peor localidad del lugar; por lo general, son de uno o dos pisos, en largas filas, posiblemente con los sótanos habitados, e instalados irregularmente por doquier. Estas casitas, de tres o cuatro piezas y una cocina, llamadas cottages, son en Inglaterra, y con la excepción de una parte de Londres, la forma general de la habitación de toda la clase obrera. En general, las calles están sin empedrar, son desiguales, sucias, llenas de restos de animales y vegetales sin canales de desagüe y, por eso, siempre llenas de fétidos cenagales. Además, la ventilación se hace difícil por el defectuoso y embrollado plan de construcción, y dado que muchos individuos viven en un pequeño espacio, puede fácilmente imaginarse qué atmósfera envuelve a estos barrios obreros.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 220
 
 
 
El capital constituye uno de los análisis más críticos y profundos que se hayan hecho jamás del funcionamiento de la sociedad capitalista. El retrato que Marx nos ofrece del capitalismo, a partir de todo tipo de documentos estadísticos e informes oficiales, así como de periódicos y autores nada sospechosos de anticapitalistas, es realmente desgarrador. Pero conviene tener en cuenta dos cosas. Primero, que las descripciones empleadas por Marx no pretenden sacudir conciencias, sino fundamentar sus tesis sobre el modo de producción capitalista. No hay que olvidar que estamos en un momento histórico en el que las máquinas no alivian las condiciones de trabajo y la lucha por la duración de la jornada laboral es un componente crucial de la explotación obrera. Segundo, por muy crítico que sea Marx con el sistema capitalista, El capital constituye una «crítica a la economía política», es decir, hay un intento de revisar algunos conceptos básicos de lo que hasta entonces había sido la economía clásica. Esto significa que debe pensarse en términos radicalmente nuevos lo que hasta ese momento se había defendido acerca del mundo de las mercancías.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 221
 
 
Marx explica que las personas comen, se visten y satisfacen sus necesidades esenciales a través del mercado. De modo que las mercancías son las verdaderas protagonistas de la relación social más básica del capitalismo. Ahora bien, según Marx, hay un momento en el que las mercancías se desligan de quienes las han producido y pasan a marcar el compás de la producción. Ya no se produce para satisfacer las necesidades vitales de los individuos, sino que son las mercancías —y, en último término, el mercado— las que crean esas necesidades a los individuos. Es lo que se conoce como «fetichismo de la mercancía». El producto pasa a percibirse de manera independiente, mientras que la vida de los productores termina subordinada a la vida de las mercancías y en dependencia directa de ella:
 
En las neblinosas comarcas del mundo religioso, los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre con los productos de la mano humana. A esto lo llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo, no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil.
 
Cada vez que compramos o vendemos alguna cosa, quedamos prendados por el fetichismo de la mercancía. Nos relacionamos con esos objetos como si estuvieran animados, movidos por una misteriosa fuerza que nada tiene que ver con nosotros y a la que también acabamos sucumbiendo. Al final, bailamos al compás de la mercancía tal y como en el mundo religioso bailábamos al compás de la divinidad. En ambos casos nos olvidamos de que son productos creados por nosotros mismos. Podríamos tener la ilusión de que no fuera así y tratar de impedir que las mercancías no adquirieran esa vida propia que hemos descrito; podríamos creer que es posible imponerles nuestra voluntad y que, cuando vamos a comprar, somos nosotros los que en último término tomamos la decisión de hacer esa compra. Pero no hay que ser ingenuos, nos dice Marx. Si realmente eso fuera posible, las mercancías dejarían de ser lo que son: habría que sacarlas del mercado capitalista y convertirlas en simples medios para vivir. La idea fundamental es que mientras sea el mercado el que marque las necesida­des de las personas, y no al revés, no hay manera de salir de la lógica de las mercancías; una red en la que todos estamos atrapados, tanto obreros como capitalistas. Por eso debemos comprender su mecanismo.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 224
 
 
Que haya un «mercado laboral» y que sea allí donde tengamos que vender nuestra fuerza de trabajo pone de manifiesto la primera verdad que nos señala El capital: nos hemos convertido en mercancías.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 225
 
 
Marx nos recuerda que hubo un tiempo en que los trabajadores iban al mercado con el producto ya elaborado y allí lo cambiaban, pero no por dinero, sino por otros productos necesarios para su vida. En el sistema capitalista, ya no vendemos simplemente el producto de nuestro trabajo; tenemos a un nuevo personaje, un «propietario de mercancías», dispuesto a cambiar su dinero por nuestra fuerza de trabajo: es el capitalista. En su fábrica, este extraño personaje se pone a producir mercancías y las vende por lo que valen. Cumple aparentemente todas las leyes del mercado: entra invirtiendo dinero y luego lo recupera con un beneficio. Pero entonces, ¿dónde se produce el milagro de su revalorización?, ¿cómo obtiene resultados? Según Marx, el beneficio se obtiene porque lo que se paga por nuestra fuerza de trabajo siempre será inferior a lo que realmente cuesta. De ahí la risa del capitalista: después de habernos contratado, tiene los bolsillos más llenos que antes.   Esta es la principal singularidad de esa mercancía llamada fuerza de trabajo: nunca se paga por ella lo que realmente vale. Dado que el precio viene marcado por el mercado, siempre llevará implícita la presencia de la «plusvalía», es decir, aquello que permite que el capitalista obtenga beneficios. La idea de Marx es que nunca nos van a pagar «lo justo» por nuestra fuerza de trabajo, porque de lo contrario el capitalista no ganaría dinero. Un ejemplo muy sencillo nos puede ayudar a entenderlo. Supongamos que A posee una máquina de hilar: si trabaja 8 horas con su máquina produce 25 metros de tela que le suponen 200 euros. Con esta cantidad de dinero podría subsistir una semana. Pensemos ahora en B, que no es dueño de las telas ni de las máquinas: él tiene que trabajar 10 horas en la fábrica para que le paguen también 200 euros. Aunque es una cantidad de dinero que le alcanza para vivir, tiene que trabajar dos horas adicionales. Quizá pudiera cubrir sus necesidades trabajando solamente 8 horas, pero el capitalista lo contrata por 10 y se apropia de esas otras dos horas que, a la larga, le supondrán más metros de tela para vender. A esa utilización que hace el capitalista de la fuerza de trabajo por encima del tiempo necesario que esta debería trabajar, Marx la denomina «explotación de la fuerza de trabajo». El empleo de este término es de lo más apropiado, ya que «explotar» es precisamente lo que hacemos con las cosas cuando tratamos de sacarles el máximo rendimiento. Marx está pensando lo mismo cuando se refiere a la fuerza de trabajo. En un sistema capitalista, por muy generoso que se quiera ser con los trabajadores, siempre se acaba obteniendo una rentabilidad de ellos, aunque su salario esté muy por encima del sueldo mínimo. Al margen de las objeciones e incomprensiones que sigue suscitando esta tesis, lo interesante aquí son las dos cuestiones filosóficas subyacentes: para Marx, el tema central no es solamente que el trabajo esté explotado, sino además que la explotación del trabajo en el capitalismo esté «naturalizada». La prueba es que los trabajadores nos vemos a nosotros mismos como si fuéramos dueños de nuestra fuerza de trabajo y perfectamente libres de intercambiarla con quien realmente queremos. Ahí está la trampa: ¿de qué sirve ser libres para vender nuestra fuerza de trabajo si al final resulta que estamos obligados a venderla para sobrevivir? ¿De qué libertad disponemos en el capitalismo contemporáneo, cuando hay tanta mano de obra innecesaria o, para ser más exactos, su necesidad ya no es indiscriminada y ha de regularse como cualquier mercancía del mercado? Hay una segunda cuestión todavía más apasionante relacionada con esta mercancía que tiene el carácter de producir más valor de lo que vale en sí misma. Y es que la fuerza de trabajo, esa mercancía que el trabajador lleva inscrita en su propia piel, implica que, en esencia, la vida se reduce a tiempo. De hecho, esa y no otra es la verdadera forma del dinero. Cuando vendemos nuestra fuerza de trabajo, lo que estamos entregando en último término es tiempo. Esta es la verdadera moneda del capital: aquel tiempo que era o podía haber sido vida en el sentido más puro de la palabra, es ahora la vida del capital, el tiempo convertido en un bien rentable. De hecho, hoy en día vivimos el tiempo exactamente como lo vive el capitalismo: tratando desesperadamente de ganar tiempo al tiempo. En todo caso, lo que Marx pretende denunciar es que bajo unas relaciones contractuales aparentemente «justas» y «libres», se ocultan cosas tan groseras como la explotación. En el capitalismo, las ideas de libertad y justicia enmascaran la realidad, puesto que incluyen necesariamente un caso específico que deja al descubierto su falsedad. Esa libertad que tiene el obrero de vender sin ningún tipo de coacción su propio trabajo en el mercado es justo lo contrario de la libertad real y efectiva: al vender su trabajo «libremente», el obrero pierde su libertad; el contenido real de ese acto libre de venta es la explotación. Y en este sentido se entiende que el enfrentamiento de clase se revele como algo inevitable, pues el capitalismo no puede existir sin dejar de rentabilizar la fuerza del trabajo. Que el capital no sabe desarrollarse al margen de la plusvalía es algo que nos recuerda Marx en una fórmula magistral contenida en el tercer volumen de El capital, cuando dice: «El verdadero límite de la producción capitalista es el propio capital». Él mismo se encarga de revolucionar permanentemente sus propias condiciones de producción. Este es el único modo que tiene de resolver, una y otra vez, las crisis que van surgiendo en su desarrollo. Como dice Marx, esas crisis no son accidentes causados por errores superables, sino que le son intrínsecas. Pese a todo, nos sigue sorprendiendo que las haya, nos escandalizamos y pedimos cuentas a los gobernantes para que les pongan fin. Pero lo interesante es que las crisis forman parte del propio funcionamiento del capital y de su lógica histórica. Y en ello reside la paradoja propia del capitalismo, su recurso más eficiente: es un sistema capaz de transformar su límite en el origen de su poder. Cuanto más se «pudre» y más se agravan sus contradicciones, cuanto más evidentes son sus crisis, más debe revolucionarse a sí mismo para seguir riendo.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 225
 
 
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
 
Hegel es el primero en decir que la filosofía es historia, «pensamiento que se piensa a sí mismo». La discontinuidad de pareceres que nos muestra la historia de la filosofía, la mezcla de verdades que en ella intervienen, la suma de malentendidos, podría llevarnos a pensar lo contrario. Pero Hegel hace una lectura bien distinta: en cada momento el pensamiento vuelve sobre lo que ha pensado, lo deshace y comienza de nuevo, ofreciéndonos así la prueba de que lo que verdaderamente mueve a los filósofos es su empeño por decir la verdad, su deseo de recuperar la totalidad. El mérito de Hegel reside en que da a esta historia su poder y presencia; entiende que la verdad sólo se alcanza de manera paulatina, a medida que se despliega en el tiempo y en los acontecimientos. Si existe una historia es porque el pensamiento no está conjuntado con la realidad, no ha conseguido su unidad. De ahí que Hegel se proponga poner fin a la historia de la filosofía, poner al pensamiento en el lugar que le es propio, reconciliarnos definitivamente con la realidad. Para ello cuenta con una máquina prodigiosa que le permitirá soldar los dos mundos. Gracias a la dialéctica, podemos decir todo lo que hay que decir sin dejarnos nada. Y gracias a ese mecanismo, descubrimos también que la historia en general tiene un sentido, una razón que no cesa de empujarla, un designio universal que subyace tras la infinita diversidad de los individuos, de las clases, de las épocas, de las culturas: el deseo del Espíritu por conocerse a sí mismo. La filosofía de Marx es un intento de darle la vuelta a Hegel. Hasta ese momento se había insistido ad nauseam en que la conciencia determina la vida. El cambio radical que introduce Marx es su capacidad para demostrar justo lo contrario: que son nuestras condiciones de vida las que producen nuestras ideas, de modo que cualquier intento de pensarnos a nosotros mismos pasa en realidad por analizar cuáles son las condiciones materiales que organizan nuestras vidas. En lugar de la marcha triunfante del Espíritu y de la reflexión abstracta y metafísica, la filosofía debe ser un modo de acción política, debe aspirar a transformar la historia. El objetivo es conseguir que desaparezca la explotación del hombre por el hombre, salir de este tiempo de servidumbres dominado por espejismos como la religión y, en gran medida, el fetichismo de la mercancía. La gran virtud de El capital es que nos muestra hasta qué punto muchas de nuestras maneras de pensar el mundo son, de hecho, un efecto directo del actual modo de producción capitalista. Esta inversión materialista realizada por Marx tendrá su continuidad en el pensamiento de Nietzsche: el superhombre nacerá de su decidido rechazo a otros fines que no sean los estrictamente terrenales; bajo un cielo todavía ensangrentado por la muerte de Dios, nos conminará a lograr la completa dominación de la Tierra. Pero antes de llegar a este punto habrá que arrojar la dialéctica al basurero de la historia y proclamar a los cuatro vientos que el reino de la verdad ha llegado a su fin.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 228
 
 
No deja de ser irónico que el día que Nietzsche se topó con la vida —esa vida desprovista de cualquier maquillaje— se desconectara definitivamente de ella, incapaz de soportarla.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 232
 
 
Habrá quien piense que cuando Nietzsche afirma que «todo es interpretación» está proponiendo algo así como que en la historia «todo vale». Pero lo que subyace tras esta fórmula es algo bien distinto. Nietzsche nos dice que la filosofía no puede dejar de interpretar la historia. Por eso no cabe seguir sosteniendo la supuesta neutralidad de los hechos, como si tuvieran por sí mismos una autoridad indiscutible. Nietzsche se niega a encerrar la realidad histórica en una totalidad definida de antemano, con un principio y un final predeterminados. De ahí que las interpretaciones que podamos hacernos de ella sean siempre parciales, provisionales, revisables; en fin, dependientes del punto de vista. Contrariamente a lo defendido por Hegel, la historia no ha llegado a su fin y tampoco apunta a una meta ideal: la materia de la que está hecha puede estar sujeta a infinidad de determinaciones, a miles de relatos y usos, ninguno de ellos necesario. Este es el único modo en que, según Nietzsche, podemos «utilizar el pasado para poder vivir, y hacer de lo ocurrido historia». Sólo cuando es capaz de acoger la extraordinaria variedad de lo sucedido y no reducirlo a una sola lectura puede la historia ser realmente útil para la vida.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 235
 
 
El «mundo de las ideas» es, sin ir más lejos, la gran mentira de la filosofía. Con Platón, los filósofos han forjado la imagen de una verdad inmutable, fija, ubicada en un mundo distinto del nuestro, donde nada se degrada y todo se mantiene idéntico. Nietzsche lo considera no sólo una mera ilusión, sino además la señal de una especie de enfermedad profunda. Al concebir «el mundo de las ideas», al crearlo conforme a sus instintos debilitados, enfermos y decadentes, los filósofos no han hecho otra cosa que apartarse y evitar el mundo real: el mundo del cambio perpetuo, de las fuerzas enfrentadas y de los conflictos incesantes. Al inventarse un reino de verdades inmutables, han forjado una poderosa ficción. Pero Nietzsche nos recuerda que estas verdades, por muy complacientes, útiles, ingeniosas o despreciables que nos parezcan, no dejan de ser mentiras.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 237
 
 
Si hay algo que constituye el enemigo supremo para Nietzsche, el sentido de su combate y su lucha radical, es esa obsesión que han tenido los filósofos desde el principio por ningunear la vida y subyugarla al imperio de la razón.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 238
 
 
Nietzsche se pregunta cómo es posible que una cultura tan brutalmente aristocrática, tan altiva, tan celosa de sus costumbres, de su sentido de las distancias y de su educación en la discreción como era la griega, se haya dejado fascinar por Sócrates, el «hombre de pueblo», el «hombre feo» que exhibe vulgarmente sus razones, el dialéctico que se esfuerza sin piedad en poner al pueblo ateniense en contradicción consigo mismo. En este ídolo que es Sócrates, sacralizado por más de dos mil años de veneración, Nietzsche ya no ve al padre de la filosofía, sino al iniciador de la decadencia griega. Está harto de celebrar en Sócrates al hombre que aseguró el triunfo de la razón; ese sabio que «hacía temblar y llorar a los jóvenes más arrogantes»; ese hombre que, por su afán dialéctico, constituyó el disolvente más poderoso del gusto aristocrático. Para Nietzsche, Sócrates simboliza el triunfo de la razón despótica, cuyo único fin es dominar, aplacar, arruinar los argumentos del contrario. Ante un maestro de la dialéctica como Sócrates, la tesis que se quiera defender es lo de menos: si el interrogado adopta una tesis, Sócrates destruirá esa tesis, y si escoge la contraria, también la destruirá. Su único objetivo es subyugar al interrogado, probar ante el pueblo que el intelecto de su adversario es el de un idiota. De ahí que Sócrates se dedique a demoler las tesis de sus oponentes sin ofrecer ninguna alternativa: quiere que experimenten su impotencia y, al mismo tiempo, dejarles desamparados. En esto consiste el disfrute peculiar de Sócrates, ese dialéctico ruidoso que se regodea mofándose de la ineptitud e incompetencia de los nobles atenienses. Sin embargo, el hecho de que la dialéctica tenga un componente embaucador entre los griegos es lo que impide, según Nietzsche, que Sócrates sea tomado por un payaso. Si Aristófanes emplea la comedia para mofarse de Sócrates, equiparándolo al más mediocre de los sofistas, Nietzsche en cambio no tiene a su disposición más que el martillo.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 239
 
 
Lo que Nietzsche critica de Sócrates es precisamente su apuesta por «la racionalidad a cualquier precio». En esa opción hay una visión del mundo «fría, previsora, consciente» que anticipa los rasgos del racionalismo científico, instrumental, y su obsesión por construir un tipo de vida reducido al orden, al cálculo, a la utilidad, a la seguridad y a la monotonía. Los valores encarnados por este modelo de vida se oponen radicalmente a todo lo que defiende Nietzsche: una vida que aspire siempre a su superación, a potenciar la libre aparición de lo nuevo, a confiar en lo inesperado, los instintos y el genio. En realidad, el conflicto que plantea Nietzsche entre razón y vida encubre un conflicto más esencial entre dos formas de vivir: o conforme al deber, o conforme al deseo. No hay términos medios: en el primero caso, optamos por la impotencia, es decir, una vida controlada por la moral, la religión y la metafísica; en el segundo, abrimos de par en par las puertas de la verdadera vida y la acogemos con todas sus consecuencias. Pero para ello hay que cometer un crimen: rematar a Dios.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 240
 
 
La santísima trinidad: Lou Andreas-Salomé, Paul Rée y Friedrich Nietzsche
 
Mucho se ha escrito acerca de la vida amorosa de Nietzsche, y cualquier biografía que se precie tomará la relación de amistad con Lou Andreas-Salomé y Paul Rée como un momento decisivo en la vida y la obra del autor. Se dice que si Nietzsche consiguió escribir Así habló Zaratustra fue a causa del dolor que le provocó que Lou Andreas-Salomé rechazara su petición de matrimonio. No obstante, al margen del sufrimiento de Nietzsche y de su resentimiento hacia Salomé tras el rechazo de su propuesta matrimonial —«nunca he conocido a una persona más pobre que tú»—, lo cierto es que Salomé, Rée y Nietzsche mantuvieron una intensa amistad que duraría varios meses. Se plantearon incluso vivir los tres juntos, algo completamente insólito para la época y que fue rechazado tanto por la familia de Nietzsche como por la de Salomé. Se hacían llamar «la trinidad» y gustaban de la conversación, especialmente acerca de la moral y de Dios. Una curiosa fotografía inmortaliza su amistad a tres bandas. Nietzsche y Rée aparecen en el extremo de un carro, como si fueran los burros que lo arrastraban, mientras que Salomé posa sentada en el pescante, con una fusta en la mano.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 246
 
 
Con Nietzsche, la filosofía deja de mirar hacia las estrellas y se embarca en esta superación de lo humano llamada a conquistar la tierra y a amar la vida hasta el infinito.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 246
 
 
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
 
Nietzsche es el autor que se encarga de lanzar contra la idea de verdad las mayores sospechas. Su ataque es brutal, hasta el punto de llegar a proclamar que la verdad es una ilusión necesaria para nosotros: una mentira que hemos olvidado que es mentira. Como sugiere Nietzsche, el deseo de verdad es la gran ficción que ha construido la historia de la filosofía para enmascarar su verdadero deseo de dominación. En consonancia con su profundo y radical rechazo de la idea de verdad, se encuentra también su cuestionamiento de la racionalidad. Nietzsche adopta una posición visceralmente antirracionalista. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral propina de forma sintética pero contundente uno de los golpes más letales al concepto mismo de la razón. A través de sus conceptos, sus reglas y criterios, la racionalidad le pone a la vida una camisa de fuerza que le impide desplegarse. En último término, es un instrumento para sobrevivir a costa de la vida, una posición defensiva con la que obtener protección y seguridad frente a lo nuevo y lo imprevisto. Y si esta estrategia está presente en el lenguaje que empleamos en nuestra vida cotidiana, donde aparece como una red protectora, ¡qué no va a suceder cuando interviene la filosofía! Nietzsche ataca ferozmente esa tendencia filosófica a creer que la razón de ser de todas las cosas tiene necesariamente que estar fuera de ellas, en realidades eternas y trascendentes. Este hábito del pensamiento es especialmente dañino cuando se refiere a valores o criterios que determinan nuestra relación con el mundo. Porque logra hacernos olvidar que nociones como lo verdadero o lo bueno son ficciones arbitrarias creadas por nosotros mismos para que la vida nos resulte más fácil. El nihilismo surge cuando nos percatamos de esta situación, es decir, cuando eso que llamábamos valores supremos dejan de ser válidos para nosotros. Los ateos que Nietzsche describe en La gaya ciencia han asesinado a Dios, pero siguen aferrados a la idea de que la vida tenga necesariamente un sentido. En el fondo, se niegan a aceptar ese mundo que viene después de la muerte de Dios. No son conscientes del paso que todavía deben dar. Esta será la verdad que Nietzsche predicará en Así habló Zaratustra. El superhombre se convertirá en la exigencia más poderosa del mundo: el emblema de una vida que, alejada de todo ideal, realmente se quiere a sí misma.
 
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 246
 
 
 
 
 

No hay comentarios: