Las obras completas
de Sócrates
Se cuenta que en una ocasión se le preguntó al expresidente
argentino Carlos Menem acerca de sus gustos literarios. Es sabido que, cuando a
alguien se le formula una pregunta de estas características, siempre cabe el recurso
de declararse profundo admirador de los escritos griegos clásicos. Ahora bien,
el exmandatario argentino no contaba con que el entrevistador quisiera
concretar su respuesta y conocer cuál era su autor favorito. Ante lo cual, y
sin el más mínimo titubeo, dijo: «Sócrates, me encanta leer las obras completas
de Sócrates». Menem cometió un desliz bastante cómico, puesto que Sócrates no
escribió ninguna obra a lo largo de su vida. Sin embargo, la cuestión es más
seria de lo que parece. Si hemos podido reconstruir la figura histórica de
Sócrates, llegar a adivinar quién era ese hombre llamado Sócrates (porque no
había modo de conocerlo sino a través de otras personas), es sólo porque Platón
lo ha dejado por escrito y lo ha hecho en la única forma que sabía recordarlo.
Platón pudo haber redactado tratados o manuales de filosofía, pero prefirió
escribir sus impresiones en forma de diálogo, convencido, al igual que su
maestro, de que la verdad es algo que siempre debemos buscar. En muchas de sus
obras, Sócrates es el protagonista; en otras, ni tan siquiera aparece. Pero lo
más importante es que se trata de un personaje de ficción, con el que Platón no
tiene por qué simpatizar en cualquier circunstancia. En realidad, no resulta
nada fácil saber cuáles son las doctrinas que defendió Platón. Nunca, en
ninguna parte, expone de forma explícita y completa, afirmativa y razonada, en
qué consiste su enseñanza filosófica. En sus diálogos, Platón jamás se
representa a sí mismo: se oculta a sus lectores como el autor de un inagotable
teatro de pensamientos.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 12
Aristóteles es el principal encargado de educar a la
filosofía, de someterla a una cierta disciplina. Es algo que puede advertirse
en la Metafísica, probablemente la obra más significativa de Aristóteles. Su
objetivo es construir un saber sistemático, rigurosamente codificado, capaz de
remontarse a aquellas «primeras causas y primeros principios» que den cuenta de
la totalidad del mundo presente. Cualquier tentativa de aproximarse a la
filosofía de Aristóteles, de captar aquello que constituye su verdadero
significado, pasa precisamente por este tipo de pasajes:
Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar
movidos por el asombro; al principio, estupefactos ante los fenómenos
sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a poco y planteándose
problemas mayores, como los cambios de la luna y los relativos al sol, a las
estrellas y a la generación del universo. Pero el que se plantea un problema o
se admira, reconoce su ignorancia. De suerte que, si filosofamos para huir de
la ignorancia, es claro que buscaban el saber en busca del conocimiento, y no
por ninguna utilidad. Y así lo atestigua lo ocurrido. Pues esta disciplina
comenzó a buscarse cuando ya estaban casi todas las cosas necesarias y las
relativas al descanso y al ornato de la vida. Es, pues, evidente que no la
buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al
que es para sí mismo y no para otro, así considera
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 30
Se ha escrito mucho acerca de la trascendencia filosófica de
la Metafísica. Sin embargo, Aristóteles nunca redactó ninguna obra con
semejante título. Además, la palabra en cuestión no aparece en ninguno de los
tratados reunidos bajo este nombre. Fue Andrónico de Rodas quien, en el siglo I
a. C., clasificó la obra de Aristóteles y, al no saber muy bien dónde ubicar
estos textos, decidió agruparlos en la última de sus carpetas, donde se
hallaban los libros de la física. Siempre quedará la duda de si la Metafísica
se llamó así porque su objeto de estudio estaba situado «más allá» de la física
(ese es el significado del prefijo griego meta-) y constituía un orden distinto
del de la realidad o, simplemente, por tratarse de una obra que venía «después»
de la física. Lo que sí nos cuenta la tradición es que cada vez que a Andrónico
le preguntaban por estos textos, solía decir: «Son los libros de la
metafísica». Parece un chiste, pero este es el motivo más probable por el que
estos tratados han pasado a la posteridad con el nombre de Metafísica.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 30
Es imposible buscar la verdad si no tenemos capacidad para
asombrarnos. Asombrarse implica establecer una distancia, una separación, ver
de otra manera lo que uno tiene ante sí.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 31
En el fondo, a los epicúreos les encantaría poder apresar el
dolor con las manos, sujetarlo con todas sus fuerzas y convertirlo en una
superficie vidriosa: un cristal tenuamente azul por donde atisbar esa paz del
alma llamada ataraxia. Les gustaría pasar al otro lado del espejo, estar en un
mundo distinto que mitigara los estragos de la enfermedad. Donde el desasosiego
se apagara con una cierta indiferencia hacia la realidad.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 45
La verdadera terapia para un epicúreo comienza cuando
tratamos de superar el miedo a los dioses y a la muerte.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 47
Epicuro quiere una humanidad liberada de las supersticiones,
pero también emancipada del miedo a la muerte.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 11
Epicuro no quiere una humanidad maleable, miedosa, fácil de
conducir. Cuanto más dócil es a causa de los embustes y la superchería
religiosa, más dúctil resulta para la obediencia, la sumisión y la renuncia de
sí misma. Epicuro quiere una humanidad liberada de las supersticiones, pero
también emancipada del miedo a la muerte.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 48
El argumento al que recurre Lucrecio para exponer el
carácter infinito del cosmos es especialmente gráfico. Supongamos que todo el
espacio está limitado, que alguien llegue hasta el borde y que desde allí lance
una flecha con gran fuerza. Si nos dejamos llevar por este experimento mental,
únicamente caben dos posibilidades: que la flecha siga su curso
indefinidamente, o que acabe detenida por algún obstáculo. Ahora bien, las dos
opciones nos obligan a reconocer lo mismo: que el universo no puede tener fin
porque si hay un obstáculo que detiene la flecha no hemos llegado al fin del
universo. Y lo mismo se puede decir si la flecha prosigue su recorrido. En este
punto, la mirada de Lucrecio no parece muy distinta a la del niño que, alzando
la vista hacia el cielo, se pregunta si aquello que está mirando tiene o no
tiene fin. Por un lado, ha de acabar, pues la referencia a todo lo que llamamos
cielo debe tener algún tipo de límite; pero, por otro lado, por mucho que
intentemos imaginar el fin de todo eso, no cesa de presentarse la terrible
cuestión de qué pueda haber más allá de ese límite. Lo que es evidente es que
nada puede tener final si no hay algo más allá que pueda limitarlo. La
diferencia entre el niño y el poeta epicúreo es que el primero se queda con
esta paradoja; el segundo parte del vacío y, como más allá de él no parece
haber nada, concluye que el universo carece de límites y fronteras.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 52
El argumento al que recurre Lucrecio para exponer el
carácter infinito del cosmos es especialmente gráfico. Supongamos que todo el
espacio está limitado, que alguien llegue hasta el borde y que desde allí lance
una flecha con gran fuerza. Si nos dejamos llevar por este experimento mental,
únicamente caben dos posibilidades: que la flecha siga su curso
indefinidamente, o que acabe detenida por algún obstáculo. Ahora bien, las dos
opciones nos obligan a reconocer lo mismo: que el universo no puede tener fin porque
si hay un obstáculo que detiene la flecha no hemos llegado al fin del universo.
Y lo mismo se puede decir si la flecha prosigue su recorrido. En este punto, la
mirada de Lucrecio no parece muy distinta a la del niño que, alzando la vista
hacia el cielo, se pregunta si aquello que está mirando tiene o no tiene fin.
Por un lado, ha de acabar, pues la referencia a todo lo que llamamos cielo debe
tener algún tipo de límite; pero, por otro lado, por mucho que intentemos
imaginar el fin de todo eso, no cesa de presentarse la terrible cuestión de qué
pueda haber más allá de ese límite. Lo que es evidente es que nada puede tener
final si no hay algo más allá que pueda limitarlo. La diferencia entre el niño
y el poeta epicúreo es que el primero se queda con esta paradoja; el segundo
parte del vacío y, como más allá de él no parece haber nada, concluye que el
universo carece de límites y fronteras.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 53
El argumento al que recurre Lucrecio para exponer el
carácter infinito del cosmos es especialmente gráfico. Supongamos que todo el
espacio está limitado, que alguien llegue hasta el borde y que desde allí lance
una flecha con gran fuerza. Si nos dejamos llevar por este experimento mental,
únicamente caben dos posibilidades: que la flecha siga su curso
indefinidamente, o que acabe detenida por algún obstáculo. Ahora bien, las dos
opciones nos obligan a reconocer lo mismo: que el universo no puede tener fin
porque si hay un obstáculo que detiene la flecha no hemos llegado al fin del
universo. Y lo mismo se puede decir si la flecha prosigue su recorrido. En este
punto, la mirada de Lucrecio no parece muy distinta a la del niño que, alzando
la vista hacia el cielo, se pregunta si aquello que está mirando tiene o no
tiene fin. Por un lado, ha de acabar, pues la referencia a todo lo que llamamos
cielo debe tener algún tipo de límite; pero, por otro lado, por mucho que
intentemos imaginar el fin de todo eso, no cesa de presentarse la terrible
cuestión de qué pueda haber más allá de ese límite. Lo que es evidente es que
nada puede tener final si no hay algo más allá que pueda limitarlo. La
diferencia entre el niño y el poeta epicúreo es que el primero se queda con
esta paradoja; el segundo parte del vacío y, como más allá de él no parece
haber nada, concluye que el universo carece de límites y fronteras.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 53
Una vez que el universo ha sido creado, todo oscila, va y
viene, en esa lógica implacable de átomos que en su infinito danzar hacen y
deshacen mundos. Que Lucrecio habla del placer, de la alegría y del amor es
algo evidente. Pero también habla de las miserias, los dolores y los
sufrimientos. El nacimiento de un niño aquí, la muerte de un viejo allá. Dichas
y desdichas perfectamente entrelazadas en el juego eterno de los átomos en
movimiento. Se entiende que Lucrecio evoque la presencia luminosa, viva e
infinita de Venus, la diosa romana del amor. No es que crea en ella y le
profese un culto semejante al que podría tributarle un creyente religioso.
Estamos ante una figura poética que para el poeta ejemplifica a la perfección
la fuerza de la vida. Venus es la primavera en la tierra, el retroceso de la
tormenta, los campos cubiertos de flores, la luz del sol inundando el cielo
sereno, el impulso poderoso que sienten en su corazón todas las especies
animales. Aprender a vivir es entregarse a Venus, ese sublime amor que nos
incita a sentir todos los latidos de esta inmensa noche estrellada que es el cosmos.
Si sólo existiera Venus, quizá el mundo sería más sencillo. Pero,
evidentemente, no sería el mundo que conoce un epicúreo, el único real y
verdadero, donde también existe, profundamente arraigado, Marte, con sus mil
caras y su insaciable propensión a destruirlo todo. Venus es el impulso que
produce vida, atando, reuniendo y ensamblando unas cosas con otras; Marte, por
el contrario, es el impulso mortífero que desliga, deshace y dispersa las
cosas. Este mundo, tal y como lo conocemos, se disolverá algún día en todos sus
elementos, y no porque haya un fin que así lo determine, sino porque su solidez
es tan sólo aparente: es un simple parpadeo en el movimiento eterno e infinito
de la vida. Como todo lo que genera esta inagotable corriente de átomos, no hay
nada en este mundo que no vaya a desvanecerse tarde o temprano. Tanto los seres
humanos como los dioses agotarán su existencia. Ni siquiera sobrevivirá el
alma, convertida en una simple combinación de átomos. No somos seres eternos ni
inmortales: lo único verdaderamente eterno e inmortal son todos y cada uno de
los átomos simples que flotan en el cosmos. Cualquier combinación entre ellos,
incluso la más sublime, está condenada a desaparecer. De ese combate eterno
entre Venus y Marte, entre la vida y la muerte, proceden las transformaciones
del mundo. En su pequeño jardín, el filósofo epicúreo asiste a ese espectáculo
interminable que es la danza infinita de los átomos, esa corriente universal
que continuamente destruye para crear y crea para destruir. En un mundo así, no
parece que haya mucho que ganar, pero tampoco parece que haya mucho que perder.
«Seamos razonables», nos enseña Epicuro. Sigamos a Venus, tratemos de
inspirarnos en su fuerza apaciguadora para burlar, en la medida de lo posible,
la voluntad y los caprichos del dios de la perturbación, del caos y de la
guerra. Amemos la vida como a esa ola que debe elevarse antes de deshacerse,
porque todo lo que participa de la vida finalmente declina y muere.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 54
A pesar de sus discrepancias con Platón, hemos visto que la
filosofía de Aristóteles permanece todavía muy vinculada a la vida
contemplativa. Para el fundador del Liceo, sigue siendo la mejor vida. A ella
se consagra el hombre que dispone de tiempo para ello, aunque ya no se dedique
a escrutar el reino celeste de las ideas y se ponga a estudiar la única
realidad que podemos conocer: el cosmos. Epicuro nos plantea algo de carácter
radicalmente distinto. No pensamos para conocer, como si hubiera algo en la
naturaleza humana que nos empujara a ello. Al contrario, pensamos para vivir.
El problema de la felicidad es previo a cualquier otra consideración. De ahí
que deban atacarse los mitos, las creencias, las religiones, los dogmas, las ilusiones
y otras evasiones imaginativas si queremos evitar todo lo que produce miedo,
temor, dolor y sufrimiento. La suya es una medicina preventiva. Procede a
partir de una sola preocupación: la consecución de la paz en el alma y en el
cuerpo. Aristóteles plantea un experimento metafísico, la idea de una pregunta
inicial que pone todo en cuestión: ¿qué es esta totalidad que llamamos cosmos?
¿Hay un principio que sustente este orden? ¿Qué tipo de saber nos permite
acceder a la contemplación de este fundamento? Lo que busca la filosofía de
Aristóteles es algo verdaderamente sustancial, aquello de lo que no es posible
prescindir sin someterlo a una drástica pérdida de realidad. A partir de ahí,
Aristóteles construye todo un edificio conceptual para seguir dando cuenta del
orden del mundo, donde sobresalen categorías tan decisivas como «forma» y
«materia», «sustancia» y «accidentes». Epicuro tiende más bien a la
materialización: sólo le interesa producir conceptos o pensamientos con efectos
concretos en la vida cotidiana. Como la realidad en su conjunto procede del
movimiento de los átomos en el vacío, todo se reduce a esta proposición simple
y evidente. Fuera de la materia no hay nada, como tampoco hay ninguna verdad
más allá del placer o del dolor. Esclarecido en sus repliegues más nimios, el
mundo se nos presenta como lo que es: átomos infinitos danzando en un espacio
infinito, vibrando todos ellos al modo de un inmenso cuerpo viviente. Ya sea
mediante un primer motor inmóvil o mediante la presencia de Venus, Aristóteles
y Epicuro todavía se pueden referir a esa totalidad llamada cosmos, cuyas
partes se mantienen unidas en virtud del amor. Conforme avance el helenismo,
irá palideciendo esta imagen de un mundo ordenado, se acentuará la distancia
entre el mundo celeste y el terrenal y aquello que le servía de centro dejará
de presentarse como algo evidente. Cuando lleguemos al siglo II d. C., el mundo
se habrá ensombrecido, la relación entre el orden divino y el material se habrá
transformado en una oposición insalvable y comenzaremos a sentir un cierto
extrañamiento respecto de la realidad. Serán tiempos propicios para las
escuelas filosóficas. Escépticos, gnósticos, estoicos y neoplatónicos nos
acogerán con los brazos abiertos.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 55
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
A pesar de sus discrepancias con Platón, hemos visto que la
filosofía de Aristóteles permanece todavía muy vinculada a la vida
contemplativa. Para el fundador del Liceo, sigue siendo la mejor vida. A ella
se consagra el hombre que dispone de tiempo para ello, aunque ya no se dedique
a escrutar el reino celeste de las ideas y se ponga a estudiar la única
realidad que podemos conocer: el cosmos. Epicuro nos plantea algo de carácter
radicalmente distinto. No pensamos para conocer, como si hubiera algo en la
naturaleza humana que nos empujara a ello. Al contrario, pensamos para vivir.
El problema de la felicidad es previo a cualquier otra consideración. De ahí
que deban atacarse los mitos, las creencias, las religiones, los dogmas, las
ilusiones y otras evasiones imaginativas si queremos evitar todo lo que produce
miedo, temor, dolor y sufrimiento. La suya es una medicina preventiva. Procede
a partir de una sola preocupación: la consecución de la paz en el alma y en el
cuerpo. Aristóteles plantea un experimento metafísico, la idea de una pregunta
inicial que pone todo en cuestión: ¿qué es esta totalidad que llamamos cosmos?
¿Hay un principio que sustente este orden? ¿Qué tipo de saber nos permite
acceder a la contemplación de este fundamento? Lo que busca la filosofía de
Aristóteles es algo verdaderamente sustancial, aquello de lo que no es posible
prescindir sin someterlo a una drástica pérdida de realidad. A partir de ahí,
Aristóteles construye todo un edificio conceptual para seguir dando cuenta del
orden del mundo, donde sobresalen categorías tan decisivas como «forma» y
«materia», «sustancia» y «accidentes». Epicuro tiende más bien a la
materialización: sólo le interesa producir conceptos o pensamientos con efectos
concretos en la vida cotidiana. Como la realidad en su conjunto procede del
movimiento de los átomos en el vacío, todo se reduce a esta proposición simple
y evidente. Fuera de la materia no hay nada, como tampoco hay ninguna verdad
más allá del placer o del dolor. Esclarecido en sus repliegues más nimios, el
mundo se nos presenta como lo que es: átomos infinitos danzando en un espacio
infinito, vibrando todos ellos al modo de un inmenso cuerpo viviente. Ya sea
mediante un primer motor inmóvil o mediante la presencia de Venus, Aristóteles
y Epicuro todavía se pueden referir a esa totalidad llamada cosmos, cuyas
partes se mantienen unidas en virtud del amor. Conforme avance el helenismo,
irá palideciendo esta imagen de un mundo ordenado, se acentuará la distancia
entre el mundo celeste y el terrenal y aquello que le servía de centro dejará
de presentarse como algo evidente. Cuando lleguemos al siglo II d. C., el mundo
se habrá ensombrecido, la relación entre el orden divino y el material se habrá
transformado en una oposición insalvable y comenzaremos a sentir un cierto
extrañamiento respecto de la realidad. Serán tiempos propicios para las
escuelas filosóficas. Escépticos, gnósticos, estoicos y neoplatónicos nos
acogerán con los brazos abiertos. ¿QUÉ EMPEZAR A LEER DE ARISTÓTELES Y EPICURO?
En el caso de Aristóteles, la Metafísica es un punto de partida excelente,
porque esta obra constituye el leitmotiv teórico de toda su filosofía y porque
en ella encontrarás una amplia gama de nociones que han sido reiteradamente
recogidas y desarrolladas a lo largo de la historia del pensamiento. Es
interesante que sigas con la Ética a Nicómaco, donde Aristóteles trata de
descubrir qué forma de actividad es la más elevada y capaz de dar sentido a
nuestra vida. En lo que se refiere a Epicuro, comienza por la Carta a Meneceo,
una lectura obligatoria si quieres conocer los puntos más decisivos de su
terapia filosófica. Luego puedes continuar con el estremecedor «Himno a Venus»
del poema de Lucrecio. El De rerum natura, además de ser un excelente compendio
de las principales enseñanzas de la física epicúrea, es una de las obras más
bellas de la literatura latina. Vale la pena disfrutar de su lectura.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 55
Las escuelas filosóficas de la Antigüedad griega y romana no
son meros lugares donde se comentan textos y los profesores enseñan distintas
teorías. Los miembros de una misma escuela no se limitan a estudiar un conjunto
de preceptos teóricos, sino que adoptan un modo de vida compartido. Lo que se
pone en juego no es simplemente una doctrina fundada por un maestro y
transmitida a través de una serie de libros. Mientras reflexionan, sus
discípulos se esfuerzan por cambiar su mirada sobre el mundo y sobre ellos
mismos. La filosofía se asocia a un estilo de vida. Incluso sus especulaciones
más abstractas (en física, metafísica, astronomía) están en cierto sentido
destinadas a comprender cómo podemos actuar mejor, y no sólo a saber por el
simple placer de saber. De modo que, día tras día, los miembros de estas
escuelas se ejercitan para incorporar a su vida los principios de su propia
doctrina. Lo que se transmite en tales escuelas no son contenidos puramente
teóricos, ideas convenientemente pulidas y elaboradas en arduos sistemas
categoriales. Las escuelas de la Antigüedad son, en primer lugar y ante todo,
escuelas «buscadoras de sabiduría». Sólo que ahora, además, tienden a una
acción terapéutica y consideran la verdad no simplemente como un objeto de
conocimiento, sino como una palanca decisiva para transformar la vida. Son
instituciones con una vocación redentora, pues lo que se decide en ellas es,
nada más y nada menos, que la salvación del alma.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 58
Lo que habitualmente se denomina «escepticismo» abarca toda
una serie de transformaciones históricas que cubren al menos seis siglos de
existencia. El nombre mismo de la escuela viene del griego skeptomai y se
refiere a los skeptikoi, los que tienen la cualidad de observar las cosas de un
modo agudo y penetrante. Esto es lo primero que podemos decir de un escéptico:
que no se relaciona con la realidad de un modo cualquiera, sino que la mira
atentamente.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 59
El escéptico se distingue del epicúreo en este punto
decisivo: no puede llegar a afirmar que los razonamientos que emplea son
verdaderos, pues pone en duda que estemos en posesión de ninguna verdad. Pero
tampoco tiene por qué rechazarlos ni considerarlos falsos. Lo único que nos
dice es que el sabio no puede aseverar nada: se limita a practicar lo que los
primeros escépticos ya denominaban epojé, o sea, el abstenerse de emitir
cualquier juicio. Antes de predicar la verdad o falsedad de cualquier aspecto
de nuestro mundo, es preferible dejar entre paréntesis cualquier afirmación que
podamos expresar sobre la realidad y permanecer sumidos en el silencio. Esto es
lo único que podemos hacer para alcanzar una vida sin creencias, vaciada de toda
clase de apegos y compromisos firmes. Sin embargo, hay quienes entienden que no
es nada fácil poner en práctica la epojé y, aún menos, ofrecer un modo de vida
perfectamente consecuente con ella. El mejor ejemplo es la vida misma de Pirrón
de Elis, el fundador de la escuela.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 60
La baba del caballo y
la esponja
Una de las imágenes tradicionales para representar cómo
podemos alcanzar la serenidad a partir de la epojé está protagonizada por el pintor
Apeles. Según Enesidemo, el célebre artista, que trabajaba al servicio de
Alejandro Magno, estaba pintando un caballo, tal vez el famoso Bucéfalo. Pero
al llegar a la baba que debía salir de los belfos equinos, el pobre Apeles, que
en otro tiempo había logrado pintar la Afrodita más bella de cuantas se habían
retratado jamás, se las ve y se las desea para reproducir semejante fluido
orgánico. Se cuenta que, tras muchos intentos, el pintor de Colofón,
desesperado, arrojó al cuadro la esponja con la que había mezclado los colores.
Y fue entonces cuando, de manera inesperada, el pintor consiguió plasmar la
baba del caballo. Esto mismo es lo que les sucede a los escépticos. Si trataran
de conocer los medios que han de conducirnos a la ataraxia, correrían el riesgo
de desesperarse y pondrían en peligro la posibilidad de alcanzar semejante
estado. Por el contrario, dice Sexto Empírico, «a quienes suspenden el juicio,
les acompaña como por azar la serenidad de espíritu, lo mismo que la sombra
sigue al cuerpo». Así como Apeles no esperaba nada cuando tiró la esponja y,
pese a todo, logró el efecto pictórico deseado por una feliz coincidencia,
exactamente lo mismo sucede al escéptico cuando le viene la ataraxia. Al
ponerlo todo en duda, él no la anda buscando, no cree en ella: simplemente es
algo que le sucede.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 11
En el gnosticismo, el mundo se convierte en una férrea
mazmorra en la que los poderes del mundo luchan con todas sus fuerzas para que
no salgamos de nuestra ignorancia.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 67
Recordemos que en la caverna de Platón, se nos presenta a
los seres humanos como prisioneros férreamente atados a sus asientos y
obligados a ser espectadores de una oscura representación de lo que (engañados)
consideran que es la realidad. En el gnosticismo, el mundo se convierte en una
férrea mazmorra en la que los poderes del mundo luchan con todas sus fuerzas
para que no salgamos de nuestra ignorancia. En Platón, el filósofo tiene la
oportunidad de escapar de la cueva, ascender a la superficie de la tierra y
encontrar la brillante superficie iluminada por los rayos de sol de antaño.
Pero también sabemos que, una vez que se ha acostumbrado a contemplar el mundo
de las ideas, debe emprender el camino de retorno. En la cárcel de los
gnósticos, no hay escapatorias ni regresos posibles, sino solamente un inmenso
muro hecho de materia, que apenas deja entrar la luz y obstaculiza cualquier
intento de hallar una salida. Lo único que nos queda es mirar hacia dentro y
después hacia el cielo, y comprobar que en ambos casos sólo podemos salvarnos
atisbando en nuestro interior:
Los gnósticos —cuenta Ireneo de Lyon— no conciben la
redención corporalmente, puesto que el cuerpo es corruptible; ni tampoco de un
modo psíquico, pues el alma procede de la deficiencia y es como la casa del espíritu;
por consiguiente, debe ser espiritual. El hombre interior, el espiritual, es
redimido por medio del conocimiento, y le basta con el conocimiento de todas
las cosas
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 66
De este modo, la única escalera posible hacia el cielo es la
ejercitación del pneuma, esa chispa «divina» que habríamos conservado en
nuestro interior a pesar de haber sido arrojados al mundo. Esta parte de
nuestra naturaleza es precisamente lo que debe liberarse en cuanto iniciamos
nuestra ruptura con el mundo. Pero para ello es preciso instruirnos y alcanzar
la gnosis, es decir, aquel conocimiento que debería ponernos en contacto con
nuestra verdadera espiritualidad. Dado que nuestra alma ha sido arrojada a un
entorno extraño e inhóspito, el sendero de la salvación pasa única y
exclusivamente por superar nuestra ignorancia, interiorizar con ayuda de un
maestro el mensaje de los textos sagrados y trascender el mundo de las
apariencias materiales mediante la obtención del verdadero conocimiento. La
cuestión consiste en elegir lo espiritual como forma de vida o, por el
contrario, decantarse por lo material. Esta es la disyuntiva que debe afrontar
el alma: participar de la vida del espíritu o permanecer recluida en la cárcel
del cuerpo, esa mazmorra inexpugnable en la que entramos al nacer y de la que
saldremos cuando muramos. Lo primero supone el ascenso del alma, que en su
elevación hacia lo divino revierte la caída de los tiempos originarios; lo
segundo nos deja completamente sumidos en la inercia de nuestro universo
material, lejos de nuestro verdadero hogar. No sorprende pues que la gnosis se
entienda finalmente como un reto a la deserción. Cualquier idea basada en que
no pertenecemos a esta tierra, que el mundo es un universo abyecto, una prisión
para nuestra alma que se debate para liberarse de la realidad del cuerpo, será
acogida como una apuesta por la verdadera vida.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 67
Los evangelios gnósticos En diciembre de 1945, un campesino
árabe realizó un asombroso hallazgo histórico en el Alto Egipto, en las
cercanías de la aldea de Nag Hammadi. Se trataba de una vasija de cerca de un
metro que contenía trece libros de papiro forrado en cuero escritos en los primeros
siglos de nuestra era. De los manuscritos encontrados, 52 eran
textos-evangelios, la mayoría de ellos desconocidos hasta entonces, de diversas
sectas gnósticas que presentan una visión doctrinaria cristiana muy diferente a
la ortodoxia defendida en el credo de los Apóstoles. Sin ir más lejos, algunos
de ellos narran la historia del género humano en términos muy distintos a los
del Génesis. El Testimonio de la verdad, por ejemplo, cuenta la historia del
Jardín del Edén ¡desde el punto de vista de la serpiente! En este texto, la
serpiente convence a Adán y Eva para que compartan el conocimiento, mientras el
Señor los amenaza de muerte, tratando celosamente de impedir que logren la
gnosis y expulsándolos del Paraíso cuando lo logran. También resulta llamativo,
entre otros, el Evangelio de Judas. En lugar de presentárnoslo como un traidor
capaz de vender a su maestro por treinta monedas de plata, el texto nos muestra
a un Judas actuando a petición de Jesús para que este llegue a cumplir su
misión final, la crucifixión, y de este modo logre deshacerse del cuerpo que lo
reviste, de su parte material, liberando así al Cristo verdadero, al ser divino
alojado en su interior. Dejando a un lado su alcance mediático, el Evangelio de
Judas nos muestra una faceta del cristianismo primitivo que, con razón, sigue
levantando ampollas entre los partidarios de la religión institucionalizada. La
tesis, cuando menos, resulta inquietante: ¿y si aquel que ha pasado a la
historia del cristianismo como emblema de su traición a Cristo hubiese sido el
discípulo más fiel de Jesús?
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 68
Sea cual sea el papel que nos haya asignado el orden del
universo, lo crucial para un estoico es ordenar nuestras vidas con arreglo a
esta razón soberana, la única que puede situarnos por encima de las
contingencias y hasta del azar, hacernos verdaderamente libres y procurarnos el
estado de felicidad que necesita nuestra alma.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 70
Entre Marco Aurelio y Constantino (161-306 d. C.) se
extiende entre los romanos y los habitantes de las provincias la terrible
sensación de estar asistiendo al desmoronamiento de su Imperio. En este clima
de inseguridad material y desamparo espiritual, la filosofía pasa a concebirse
como un medio para afrontar las dificultades más penosas de la vida humana. El
escéptico ve al filósofo como un médico cuyos fármacos pueden curar muchos y
diversos tipos de sufrimiento humano; el estoico concibe la filosofía como un
modo de vida comprometido cuyo fin es la lucha contra la desdicha; el gnóstico
entiende que sólo a través del conocimiento podemos orientar nuestra vida hacia
la liberación y la salvación; el neoplatónico aspira a contemplar esa realidad
suprema que designa como el Uno, el Bien o, en ocasiones, Dios, con el único
objeto de alcanzar la forma de vida más noble. Lo que caracteriza a estas
escuelas es su empeño común por ilustrar y liquidar aquellas creencias y
opiniones adquiridas a lo largo de nuestro aprendizaje y trato cotidiano con
este mundo. El escéptico recurre a la epojé; el gnóstico se deshace de todo compromiso
terrenal; el estoico plantea una sabiduría práctica, diaria, austera; el
neoplatónico opta por una ejercitación orientada a la contemplación interior de
la belleza. En vez de hacer lo necesario para acercar los bienes de este mundo
a cada ser humano, las escuelas filosóficas de la Antigüedad tardía se centran
en los cambios de creencias y deseos que deben efectuar sus discípulos para ser
lo menos dependientes posible de los bienes de este mundo. Por muy diversos que
resulten sus tratamientos y remedios, el diagnóstico siempre es el mismo. Ante
la fractura abierta entre los dos mundos, se impone el retiro a la intimidad,
el repliegue del alma sobre sí misma, el vaciado de todo aquello que le impide
retornar a su verdadera naturaleza. El escéptico prescribe el silencio; el
gnóstico trata de insuflar vida a nuestro espíritu; el estoico nos conmina a
ser fuertes para hacer frente a las adversidades; el neoplatónico entiende su
relación con el mundo sensible como un aprendizaje irrenunciable si queremos contemplar
el Bien. En tiempos de indigencia, proliferan las filosofías a las que
acogerse, las escuelas de vida entre las que poder elegir. Pese a esta masa
floreciente de alternativas, crecerá el número de personas que no acaban de
sentirse seguras y que, viéndose excluidas por el carácter elitista de algunas
de estas escuelas, habrán de recobrar la convicción de que alguien se interesa
por nosotros, en «este» mundo y en el «otro». No resulta sorprendente que, a
partir del siglo IV, esa primacía de la vida interior, que tanto le había
costado conquistar a la filosofía, comience el proceso de su cristianización.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 85
La curiosidad tiende a pervertir y a fomentar el interés por
la naturaleza, la magia y los espectáculos asombrosos. Nos acostumbra a lo
insustancial, al juego de las ilusiones y a la costumbre adquirida de
considerar como existentes cosas que no lo son. Especializados en apariencias y
ejercitados en naderías, aquellos que se dejan seducir por la curiositas se
dedican a amasar conocimientos que distan mucho de lo que realmente merece ser
sabido. Para san Agustín, la curiosidad nos desvía de lo esencial y, lo que es
peor, nos expone a caer víctimas del orgullo: nuestro intento de emular a Dios
procede precisamente de nuestra falta de autoconocimiento. Los curiosos siempre
quieren más y quieren algo distinto de lo que realmente pueden. En lugar de
conocerse a sí mismos, dirigen sus facultades hacia el exterior, hacia un mundo
que permanece lejos de la verdad. Si las hubieran interiorizado, si las
hubieran dirigido hacia lo realmente importante, se habrían salvado. Pero la
mayoría de los seres humanos no actúan así y se dejan arrastrar por la
curiosidad:
Hay hombres que abandonan toda virtud y en desconocimiento
de la esencia de Dios y de la majestuosidad de una naturaleza inmutable, creen
realizar algo importante al investigar con curiosidad y atención extremas toda
la masa de cuerpos que nosotros llamamos «mundo». Y de ahí nace la soberbia, que
hace que se sientan transportados al mismo cielo, del que tanto se ocupan.
Pero el Señor rara vez se acerca salvo a los contritos de
corazón, y no es hallado por los soberbios, aunque con curiosa pericia cuenten
las estrellas del cielo y las arenas del mar, y midan las regiones del cielo e
investiguen el curso de los astros.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 92
San Agustín no deja de identificar la filosofía con una
cierta forma de recogimiento. Lo contrario equivale a precipitarnos en el
mundo, a dejarnos arrastrar por el tiempo con el ánimo distendido, a vivir
apresuradamente y sin resquicio alguno para el descanso. Las Confesiones están
completamente atravesadas por esta contraposición. De un lado tenemos la vida
cotidiana, llena de tentaciones y deseos que no podemos dejar de colmar; del
otro, la vida recogida, la vida meditada, que reclama una cierta dosis de
ascetismo disciplinado. Quien escoge el primer tipo de vida no se dedica a
pensar, sino a satisfacer todos sus deseos sin medida alguna; quien se decanta
por la filosofía busca, en cambio, un lastre capaz de anclarlo en una realidad
más profunda y elevada que la de los deseos que la perturban. Estamos ante una
elección que no admite medias tintas. Quien se niega a explorar su interioridad
está más expuesto que nadie al flujo irreversible del tiempo, de modo que la
satisfacción que pueda ocasionarle cualquier bien ha de serle forzosamente
efímera. Y, por si fuera poco, tan pronto como queda satisfecho por poseer
algo, no puede evitar temer en el acto su próxima pérdida. Para san Agustín,
esta es la prueba más evidente de que nada en nuestro mundo puede garantizarnos
la verdadera felicidad. No hay ningún bien terrenal que no lleve consigo el
miedo a la pérdida y, por consiguiente, la imposibilidad de ser enteramente
felices. De ahí la necesidad de reorientar nuestro deseo, dice san Agustín, de
guiarlo no hacia algo transitorio, contingente y mudable, sino hacia algo
realmente eterno que no podamos perder en modo alguno. Este cambio de dirección
no es cosa sencilla ni, desde luego, sale gratis: significa estar dispuesto a
pagar un precio, a hacer sacrificios, y, consiguientemente, adoptar un modo de
vida presidido por la continencia. El ascetismo del que nos habla san Agustín
no es la destrucción del deseo, como afirman diversas corrientes del budismo.
Se trata más bien de regenerarlo terapéuticamente, alejándolo de todos aquellos
vicios que han precipitado la caída del Imperio romano: el ansia de gloria, la
codicia del poder, la sed de riquezas, la sumisión al placer. Convertir
cualquiera de estos bienes en el fin último de la vida es el peor modo de
alcanzar la felicidad, esa plenitud eterna que en san Agustín está directamente
ligada a Dios y, en particular, a un nuevo modo de concebir el deseo amoroso.
Y es que el amor a Dios, tal como se predica en las
Confesiones, constituye toda una ruptura respecto a lo que significa eros. En
el amor al que se refieren los filósofos griegos, el eros, se ama con la
expectativa de recibir algo a cambio. Hay un bien que se supone que nos falta y
que la filosofía nos puede brindar oportunamente gracias a sus medios. Pero el
amor que invoca san Agustín, lo que la tradición cristiana denomina agape, es,
por el contrario, algo totalmente inmotivado y gratuito. Dios nos ama de una
manera absolutamente libre. No hay nada que haga necesaria su justificación:
Dios es amor. Y lo mismo sucede en la otra dirección. El que ama a Dios lo ama
sin condiciones. No hay razones que nos impulsen a amarlo: quien ama a Dios lo
hace porque sí. He ahí donde se hace más visible la fractura entre eros y
agape: lejos de ser un simple medio, el amor a Dios es un fin en sí mismo, un
amor «verdadero y puro». En contraste con eros, el amor auténtico es
desinteresado. Y esto significa que no podemos exigir al objeto amado que nos
haga felices, ni siquiera que nos ame. Se trata de un amor tan incondicional
que deberíamos estar dispuestos a no esperar nada del objeto de nuestro amor,
hasta el punto de que no deberíamos tener miedo a perderlo. En esto consiste la
pureza del amor del que nos hablará el pensamiento cristiano. San Agustín sabe
que el verdadero amante se encuentra en una posición en la que, lejos de
«servirse» del objeto de su amor, en cierto modo se entrega plenamente a él.
Pero esta relación con el amor debe ir acompañada de una nueva mirada hacia el
interior. Es ahí donde el alma puede comprender que existe un objeto de amor
mucho más denso, más vasto, el único que puede apaciguarla. Las Confesiones son
el relato de este pasaje, esta travesía que supone el descubrimiento en nuestro
interior de una nueva fuerza capaz de reanudar los dos mundos: el amor a Dios.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 100
Quien cree dominar al azar acaba sometido al yugo de la
Fortuna. Quien logra mantener su firmeza interior, goza en cambio de la más
excelsa libertad. El primero es esclavo del mundo terrenal, cuyos bienes están
siempre expuestos a los avatares de la vida; el segundo, en cambio, es libre de
acceder al mundo celestial, cuyos bienes están completamente desconectados del
curso imprevisible de los acontecimientos. La disyuntiva entre los dos mundos
no puede formularse más nítidamente. Lo que nos viene a decir la Filosofía es
que no hay modo alguno de erradicar el azar ni de utilizarlo a nuestro favor.
Sean cuales sean nuestros esfuerzos, nuestras tentativas y planes, en cualquier
instante puede caernos encima un grano de arena del azar y frenar nuestro éxito
o, a la inversa, hacer que nos llegue de manera inesperada, sin motivo alguno,
sin que nosotros podamos saber ni cómo ni por qué. Podemos vernos zarandeados
del éxtasis al sufrimiento, de la estabilidad al caos, pero hay algo que el
azar no puede arrebatarnos: la libre decisión de soportarlo.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 107
La Fortuna y la
tormenta
La consolación de la filosofía es el primer texto donde
encontramos representada la vieja imagen de la Fortuna como una rueda capaz de
dispensarnos todo tipo de bienes y de males. Pero Boecio también se sirve de
otra conocida metáfora: la que relaciona esta divinidad con las agitadas aguas
de un mar tempestuoso. Nuestra vida sería como esa frágil barquilla que debe
afrontar los vuelcos imprevistos de la Fortuna y no abandonar «las velas a merced
de los vientos», ya que quedaríamos a merced de esa diosa que lo mismo puede
llevarnos a buen puerto que causar nuestra perdición. El diccionario
etimológico de Corominas habla de «borrasca» como posiblemente la acepción más
antigua de «fortuna» en los romances mediterráneos, un término que surge al
mismo tiempo en Italia, Occitania y Cataluña en el siglo XIII y que en esa
misma época se propaga al árabe y a los diversos idiomas balcánicos. Según
Corominas, «fortuna» podría haberse empleado inicialmente como un eufemismo
para indicar tormenta o tempestad.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 107
En La consolación de la filosofía hay un reconocimiento
explícito de la libertad de los seres humanos. Ya que no podemos modificar la
rueda de la Fortuna, hagamos todo lo posible por desvincular la felicidad de su
giro continuo. Los accidentes de la vida, buenos o malos, seguirán existiendo.
Pero no por ello debemos ser vulnerables a los percances de la existencia, ni
renunciar a la libertad de nuestros actos. Sin embargo, la obra de Boecio nos
plantea el siguiente problema: ¿cómo conciliar la libertad humana con la
omnisciencia de Dios? Si Dios sabe de antemano lo que va a ocurrir, ¿cómo puede
nuestra voluntad decidir algo que no esté previsto? ¿Cómo podría una mente
eterna tener conocimiento de todo lo que ha de suceder, incluyendo de este modo
los actos libres que, como bien indica su propia naturaleza, deberían
resultarle forzosamente desconocidos? ¿Cómo determinar lo que no se puede
determinar, puesto que es algo libre? Aunque Boecio se esfuerza en diluir al
máximo el problema, lo cierto es que no hay solución para este dilema. Si Dios
es omnisciente, debe saber de manera inmutable todo lo que voy a hacer y, por
consiguiente, es imposible que mi acción sea libre. Al contrario, parece que no
tenemos más elección que hacer aquello que está previsto que pase. Si está en
nuestras manos decidir algo que todavía está por suceder, no tiene sentido que
Dios lo sepa antes que nosotros. Esta es la dificultad que el pensamiento de
Boecio intenta sortear como buenamente puede. Y es también el obstáculo que la
filosofía cristiana tendrá que superar o soslayar cuando empiece a reflexionar
sobre la libertad humana. Boecio se contenta con sacar a Dios del tiempo,
situarlo en esa perspectiva donde nada pasa porque todo ha tenido ya que pasar.
Nos coloca así ante una providencia que, aun siendo preferible al carácter
arbitrario y hasta incomprensible e injusto de muchas de las deidades del
panteón pagano, en ningún caso se trata de un Dios cercano a nosotros, de una divinidad
que pueda auxiliar a nuestra alma cuando se ve acuciada por las múltiples
tentaciones de la vida terrenal. En la soledad de su celda, Boecio nos ofrece
una nueva lectura del Fedón de Platón: tenemos que desprendernos del miedo y de
la esperanza, oponer una resistencia interior a nuestra dependencia del flujo
de las cosas externas, mantenernos firmes frente a los locos y caprichosos
designios de la Fortuna, como si pudiéramos permanecer inmunes a todo lo que
pueda ocurrirnos. El reto consiste en anticiparnos a la propia vida, estar
dispuestos a vivirla como algo inevitable y carente de sorpresas, pues ¿qué
otra cosa es la filosofía sino la visión translúcida de la fatalidad, el máximo
grado de luminosidad en la agitación ciega de la vida?
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 108
La novedad que suscita el siglo XIV es, por lo tanto, la
aparición de un nuevo orden cosmovisional. Para ello ha sido preciso que las
palabras que se refieren a las grandes ideas de la filosofía platónica
(Belleza, Justicia o Verdad) hayan perdido su significado unívoco, que el mundo
se haya vuelto ilegible y que debemos acercarnos a las cosas de un modo
radicalmente distinto. Esto lo sabe perfectamente Ockham, que busca conocer
bien y explicar de manera clara y sencilla. En las antípodas de los maestros
académicos del momento, Ockham nos indica con suma sencillez que hemos
convertido el lenguaje en un galimatías y que hay que volver a establecer la
correspondencia entre las palabras y las cosas. Y eso sólo se puede hacer a
través del análisis: la realidad nos brinda una distinción de sentidos, nos
descubre que el lenguaje no es significativo a menos que las palabras tengan un
uso, y usarlas implica seleccionar, de todos los sentidos posibles, el que sea
mejor o más apropiado. El lenguaje por sí solo no afirma ni niega nada. Como
dice Ockham, lo hace cuando nos servimos de él, eligiendo entre diversos
sentidos, decidiéndonos por uno u otro.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 120
Filósofos y barbudos
Así como la navaja de Ockham es conocida por rasurar de la
realidad todo tipo de entidades sobrantes, la barba es uno de los atributos que
con mayor facilidad asociamos a los filósofos. Ya entre los griegos constituía
toda una seña de identidad. En el Dictionary of Greek and Roman Antiquities de
William Smith se explica lo siguiente: Las naciones modernas más refinadas
consideran la barba un estorbo, sin belleza ni significado, pero los antiguos
por lo general prestaban atención a su crecimiento y forma, y prueba de que los
griegos no se quedaban atrás en este aspecto son las estatuas de sus filósofos.
La frase «dejarse crecer la barba» implica una cultura positiva. Por regla
general, una barba espesa era considerada muestra de virilidad. Los filósofos
griegos se distinguían por sus largas barbas, como si fueran una especie de
insignia, y de ahí que Persio utilizara el término magister barbatus para
referirse a Sócrates. En la época romana, varios autores satíricos se mofaron
de una costumbre bastante extendida: la de aparentar sabiduría por el simple
gesto de dejarse crecer la barba. Amiano, sin ir más lejos, dijo: «¿Das por
hecho que la barba genera cerebros y por eso te has dejado ese matamoscas?
Sigue mi consejo y aféitate de una vez, pues la barba genera piojos y no
cerebros». También se cuenta que Epicteto llegó a huir de Roma cuando reinaba
Domiciano, del cual se dice que persiguió a los filósofos tras afeitar la
cabeza y la barba de Apolonio de Tiana, acusado de magia y de actividades
subversivas. En el ámbito de la reflexión filosófica, la barba también ha
inspirado una de las paradojas más conocidas de Bertrand Russell: En la única
barbería del único pueblo que hay a cientos de kilómetros a la redonda, cuelga
un cartel que dice: «Yo afeito a quienes no se afeiten a sí mismos, y solamente
a ellos». La pregunta es: ¿quién afeita al barbero? — Si el barbero se afeita a
sí mismo, entonces forma parte de las personas que se afeitan a sí mismas, por
lo que no podrá afeitarse a sí mismo. — Y si no se afeita a sí mismo, entonces
forma parte de las personas que no se afeitan a sí mismas, por lo que tampoco
podrá afeitarse a sí mismo. La gracia de la paradoja es que, se mire por donde
se mire, no tiene solución.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 121
A menudo se confunde la navaja de Ockham con esta otra
fórmula: «En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la
correcta». En efecto, cuando dos teorías en igualdad de condiciones tienen las
mismas consecuencias, se suele decir que la más simple tiene más probabilidades
de ser la correcta.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 123
Cuando empleamos la navaja de Ockham, ya no estamos
obligados a admitir como evidente todo aquello que no pueda ser comprobado por
la experiencia. Pero el uso de esta herramienta filosófica tiene una
consecuencia todavía más radical: todo lo que tradicionalmente se había
considerado perteneciente al ámbito de la teología y la metafísica se desplaza
automáticamente al campo de la fe. El ejemplo más claro lo encontramos en la
valoración relativa a las pruebas de la existencia de Dios. Según Ockham, no
podemos demostrar racionalmente que Dios existe. Cualquier afirmación que
hagamos al respecto debe situarse en el terreno de la mera probabilidad.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 123
El nacimiento de la ciencia moderna En 1277 fueron
condenados 219 argumentos filosóficos y teológicos que se consideraban
inaceptables para la doctrina y enseñanza de la Iglesia en la Universidad de
París. Muchos de estos argumentos provenían de Aristóteles y de sus doctrinas
sobre la materia, el espacio y el movimiento. Todo el sistema de su física
negaba la posibilidad de los átomos, el vacío, el mundo infinito y la
pluralidad de los mundos. De modo que cuando sus tesis fueron condenadas por
los teólogos, se abrió el camino a la especulación sobre estos temas, lo cual
dio lugar a formulaciones bastante peculiares. Así, por ejemplo, nada impedía
argumentar, sin peligro de caer en la herejía, que Dios podía crear otros
mundos. Podía concebirse perfectamente que el universo estuviera lleno de
mundos en forma de esferas, aun sabiendo que todas estas esferas tendrían que
tocarse solamente en unos puntos, y ello implicaba reconocer la posibilidad de
un espacio vacío, algo contradictorio y radicalmente inconcebible en una
cosmología como la de Aristóteles. Además, si Dios podía crear otros mundos,
los pensadores científicos del siglo XIII no tardarían en preguntarse ¿cómo
serían esos otros mundos? ¿Serían paralelos en cualquier sentido al mundo en
que vivimos? ¿Vivirían criaturas como nosotros en estos otros universos? Si la
respuesta fuera afirmativa, ¿sería entonces necesaria otra Encarnación y otra
Crucifixión para salvar a estas criaturas o bastaba una sola de cada una de
ellas para todos los mundos posibles y plurales? Aunque todo esto pareciera un
extraño camino para hacer ciencia, no hay duda de que todos estos empeños se
dirigían en la misma dirección. Se discutió acerca de la posibilidad de que
hubiera dos infinitos, sobre el centro de gravedad, la aceleración de los
cuerpos, el vuelo de los proyectiles e, incluso, sobre la posibilidad de que la
Tierra estuviera en movimiento. Las críticas de Aristóteles no sólo eliminaron
muchas de las restricciones metafísicas que su sistema impuso al empleo de las
matemáticas: constituyó el germen de muchos de los conceptos que fueron
incorporados posteriormente a la mecánica del siglo XVII.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 126
Según Ockham, no hay una estructura o unas leyes universales
a las que Dios estaría sujeto de una manera tan contradictoria como
incomprensible. Como Dios lo puede todo, es preciso que no exista nada
absolutamente imposible. Por lo tanto, es necesario que en términos absolutos
no haya ningún orden que constriña su libertad. La tesis de Ockham es que Dios
podría haber creado un mundo cualquiera entre sus infinitas posibilidades,
aunque sólo una haya sido la elegida. Esto es precisamente lo que le hubiera
resultado inimaginable a Aristóteles: el universo es el que es y no podemos
concebirlo de otra manera a como es. A partir de Ockham, resulta perfectamente
viable plantear la imagen del cosmos en términos de posibilidades. Podemos
discutir sobre un sinfín de aspectos que en la imagen del cosmos aristotélico
son imposibles: la pluralidad de mundos, el vacío, el espacio infinito, el
movimiento diario de la tierra... Nada impide teorizar sobre el universo y
hacer toda clase de suposiciones, sin que ello implique forzosamente la
realidad de lo que se establece como posible. Nada impide argumentar la
posibilidad física de cualquier cosa, aunque de facto no se dé. Por supuesto,
la simple mención de esta opción suponía abrir la puerta a suposiciones
sumamente inquietantes. Si Dios es omnipotente, ¿por qué son incuestionables
ciertas leyes naturales? ¿No podría decidir Dios que el pasado no ha sucedido?
¿No podría, en virtud de su omnipotencia, suprimir la tabla de los Diez
Mandamientos y convertir en norma de obligado cumplimiento el hecho mismo de
matar o de adorar a otros dioses? Si santo Tomás está convencido de que Dios no
podría suprimir o modificar ni una sola de las leyes naturales o de los Diez
Mandamientos, pues ello equivaldría a suprimirse o modificarse a sí mismo,
Ockham, en cambio, se muestra rigurosamente consecuente con la absoluta
libertad de Dios: el asesinato y la idolatría podrían haber sido méritos
reconocidos en otros mundos posibles si Dios así lo hubiese querido. Cierto,
Dios ha impuesto un orden que integra las leyes naturales y cualquier principio
o criterio moral, pero el mundo podría haber sido bien distinto.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 127
… la libertad absoluta del Dios de Ockham implica la
negación de todo orden estrictamente necesario en el mundo natural. Nada impide
que Dios, haciendo uso de su poder absoluto, pueda cambiar en cualquier momento
el orden o las leyes (naturales o morales) de su propia creación. Dios es tan
omnipotente que podría sin problema alguno disponer de infinidad de modos de
producir fenómenos observables en la naturaleza que fueran idénticos en
términos causales.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 128
En el siglo XIV, la verdad es como una escalera. Una vez que
hemos subido, podemos olvidarnos de ella porque ha cumplido su función.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 130
Para Ockham, solo hay un mundo: el natural. Esta es la única
realidad que está dispuesto a admitir. En ese mundo natural no existe el
universal; no hay una esencia eterna de las cosas que les dé un nombre en este
mundo. Sólo hay singularidades. De modo que los nombres que les atribuimos a
estos objetos singulares no son más que convenciones adoptadas por los seres
humanos. Por eso, Ockham saca su navaja y se pone a cortar la realidad en
trozos. Si queremos reconocer algún orden en la naturaleza hay que proceder
caso por caso, sin admitir de antemano discursos excesivamente abstractos o
entidades teóricas demasiado alejadas de la experiencia concreta. Con esta
manera de proceder, la filosofía de Ockham prefigura de algún modo el
nacimiento de la ciencia moderna.
Su pensamiento no sólo representa la negación de toda
esencia definida previamente; significa asimismo la negación de toda ley o
necesidad natural a la cual pudiera estar sujeta la omnipotencia de Dios.
Ockham parte de la base de que todo lo que sucede en este mundo podría ser de
otra manera. No hay ninguna razón por la que Dios haya de crear necesariamente
este mundo. Si lo ha hecho, es porque ha querido. Sin embargo, la afirmación de
la omnipotencia divina por parte de Ockham tiene una contrapartida: lleva
consigo la suposición de que existe un mundo del que sólo se pueden emitir
formulaciones hipotéticas; es decir, la imagen de una naturaleza que no puede
ser sino objeto de explicaciones o predicciones meramente probables.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 131
La modernidad tratará de restituir en el mundo ese orden
necesario que se ha quebrado con Ockham. A partir del siglo XVII, se sentarán
las bases de una nueva manera de entender la filosofía, un método capaz de
deducir todas las verdades a partir de unos principios absolutamente evidentes
para la razón. El fantasma de Ockham se conjurará entonces con la hipótesis más
temible: la existencia de un genio maligno.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 131
El siglo XVII fue una época deslumbrante y combativa, un
tiempo de efervescencias espirituales que trajo consigo guerras civiles y
espirituales. Asistimos también a la formación y al desarrollo de los imperios
globales, a un crecimiento explosivo del comercio internacional y, al menos
para una selecta minoría, a un nuevo tipo de saber que nace llevando consigo
todo tipo de promesas: la ciencia moderna. Los historiadores se han referido a
esta época como «el siglo del genio». Pero si hay un hilo que atraviesa el rico
tapiz de la vida y del pensamiento del siglo XVII es el intento de determinar
la presencia de un orden en el mundo.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 132
En lugar de la vieja figura del teólogo se va imponiendo
paulatinamente, a partir del Renacimiento, la figura del científico: su única
guía es la razón, su obsesión es construir un saber lo más racional posible y
disponer de un método infalible capaz de alcanzar la verdad de una vez por
todas. Como dice Descartes, su única herramienta es el sentido común o el entendimiento,
o sea, «la capacidad de distinguir lo verdadero de lo falso». A partir de la
Edad Moderna, el filósofo ya no es sabio ni teólogo, sino que se confunde la
mayoría de las veces con el científico. La ciencia, en todas sus formas y
acepciones, se ha alzado con la victoria y comienza a modelar la realidad a su
imagen y semejanza.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 133
A ojos del filósofo, ya no se trata tanto de interpretar el
mundo como de lanzarse a conocerlo. En vez de relacionarse con él como un libro
abierto, ahora se pretenden establecer evidencias demostrables, certezas
impersonales relacionadas con las matemáticas, las leyes del universo o la
existencia del alma. El tema central de la filosofía moderna es cómo alcanzar
un saber que esté en condiciones de preservar la verdad. Una verdad no
interpretable, necesaria, sujeta a un orden inconmovible. Para ello habrá que
definir en términos radicalmente nuevos qué entendemos por Dios; qué lugar
ocupamos en un universo en el que, desde Copérnico, ya nada gira alrededor de
nosotros; qué significa el mundo y cómo podemos volver a acceder a él sobre la
base de medios terrenales y racionalmente justificados. Descartes (1596-1650)
será el primer pensador que dé un paso firme en esta dirección. Y en gran parte
como resultado directo de su manera de entender la filosofía, irrumpirán las
figuras de Pascal, Spinoza y Leibniz en su empeño por dar una respuesta
original a los desafíos planteados por Descartes.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 133
Las incógnitas de Descartes Cualquiera que haya sufrido
estudiando matemáticas podrá recordar los quebraderos de cabeza que puede
ocasionar la presencia de tres letras tan simples como la x, la y o la z. En
efecto, estas letras son las utilizadas habitualmente para representar las
incógnitas en las ecuaciones matemáticas. El objetivo, en este caso, es
despejarlas para averiguar qué número real representan. Pero ¿por qué se
utilizan estas letras y no otras? Su origen está curiosamente relacionado con
una de las obras más populares de Descartes: el Discurso del método, publicado
en 1637. El libro es bien conocido por una serie de reglas que se han hecho
célebres en la historia del pensamiento y que no dejan de ser una especie de
tutorial moderno sobre cómo utilizar la razón de un modo que sea eficaz. Menos
conocido es que la obra constituía en realidad el prólogo a tres ensayos, uno
de los cuales estaba dedicado a la geometría. Como es lógico, la obra estaba
plagada de ecuaciones, lo cual planteaba un problema en aquella época. Y es que
por aquel entonces se necesitaban tipos móviles para imprimir los libros, lo
cual hizo que en este caso escasearan algunas letras (la a, por ejemplo, se
usaba en el texto en sí y además en las ecuaciones, donde se repetía
continuamente). El caso es que los impresores preguntaron a Descartes si tenían
que emplear necesariamente las letras indicadas en las ecuaciones, o bien
podían usar otras cualesquiera. Descartes respondió que en las ecuaciones las
letras no son más que símbolos, por lo que era absolutamente indiferente que
usaran la a, la b o cualquier otra. Y así es como decidieron utilizar las
letras menos usadas en su idioma: la x, la y y la z, que en francés se utilizan
muy poco. Es una tradición que se ha mantenido hasta nuestros días y que sigue
atormentando a los que no son muy diestros en el arte de despejar incógnitas.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 134
Para Descartes, el universo se reduce a un modelo matemático
que Dios es capaz de regir con precisión geométrica. En Pascal, esa convicción
se ha perdido para siempre. Aunque existiera ese Dios matemático, es una
evidencia que «el silencio eterno de los espacios infinitos me aterra». Es
difícil negar la indiferencia y la falta de consideración del cosmos frente a
la precaria situación del ser humano. Cuanto más se universaliza la forma y el
método cartesianos, más obvio resulta este sentimiento de abandono. El gesto
fundamental de Pascal consiste en hacer frente a esa angustia y mostrar que, a
pesar de todo, debe de haber algún Dios que nos ampare.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 146
Pascal sufre un grave accidente en el carruaje en el que
viajaba. Al llegar a su casa, se pone a orar y tiene una vivencia espiritual
que le marcará profundamente. Es tal el impacto de esa experiencia que Pascal
la pone por escrito en un papel que luego cose en el forro de su abrigo. Ese
papel, hallado días después de la muerte de Pascal entre su vestimenta, decía
lo siguiente: El año de gracia de 1654, lunes 23 de noviembre [...], desde la
diez y media de la noche hasta las doce y media de la noche. FUEGO. Dios de
Abraham, de Isaac y de Jacob, no el de los filósofos y sabios. Certeza.
Sentimientos. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo [...]. Olvido del mundo y de
todo. Sólo Dios.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 147
La rueda de la ruleta
Cualquiera que haya ido a un casino o siga uno de esos
infumables programas nocturnos dedicados al juego de la ruleta, se habrá
preguntado por qué los números están siempre dispuestos en ese mismo orden
aleatorio. Pues bien, no se trata de una disposición caprichosa, sino que fue
creada y diseñada por Blaise Pascal. En 1645, en su intento por crear una
máquina de movimiento perpetuo, acabó regalando a la humanidad uno de los
juegos de azar más populares de la historia: la roulette. Para ello, Pascal
decidió disponer los números de tal forma que tuviesen las mismas posibilidades
de salir los más altos y los más bajos en un mismo porcentaje de
probabilidades, garantizándole así que la ruleta fuera totalmente beneficiosa
para el jugador. En 1658 escribió incluso un Tratado general de la ruleta y
muchas de sus investigaciones iban encaminadas a descifrar los códigos secretos
del azar. Quien ha pasado igualmente a la historia de la ruleta con sus
experimentos es Gonzalo García Pelayo que, sin utilizar ninguna estrategia
científica, sino simplemente observando las pequeñas imperfecciones físicas de
la propia rueda, diseñó un método perfecto para ganar una buena millonada de
las antiguas pesetas. Ahora bien, que nadie espere encontrar en Pascal ni en
ningún otro científico o matemático, el sistema o estrategia para emular el
éxito de los García Pelayo. Como dijo Albert Einstein en cierta ocasión: «Nadie
puede ganar en la ruleta, a menos que robe el dinero de la mesa, mientras el
crupier no le mira».
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 123
La máxima de Spinoza es «caute», prudencia, de evidente
afinidad con la de Descartes. En el caso del filósofo neerlandés, esa prudencia
le lleva a cambiar varias veces de ciudad, de barrio y de domicilio. Maldecido
por la comunidad judía, Spinoza evita mostrarse en público, prefiere no
manifestarse abiertamente en su correspondencia ni en sus conversaciones, y
hasta se niega a publicar sus libros, como sucedió por ejemplo con una de sus
obras más conocidas, la Ética. Al igual que Epicuro, vive según la fórmula del
placer ataráxico, que consiste en bastarse uno a sí mismo. De ahí que se
abstenga de enseñar en la universidad. Como buen epicúreo, entiende que la
transmisión de la filosofía no puede efectuarse al amparo de una institución
educativa. Él lo tiene claro: la universidad impide pensar.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 155
Mientras que Descartes busca la verdad, Spinoza se pregunta
si vale la pena cambiar de forma de vida, dejar de moverse por los parámetros
de la «riqueza, el honor y el placer» y buscar un bien distinto que nos
proporcione la máxima felicidad. Tal vez el camino sea largo y deban seguirse
reglas estrictas, pero hay perspectivas de éxito. Es algo que confirmará años
después la última frase de la Ética: «Todo lo bello es tan difícil como raro».
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 156
El virtuoso, en el sentido espinoziano del término, es el
que aspira al amor a sí mismo, a mantener una relación alegre y feliz con el
mundo, a expandir su propio deseo en un ejercicio de admiración por la vida.
Nada de esto es del agrado de los defensores de la noción ortodoxa de virtud,
un término normalmente cargado con unas siniestras connotaciones cristianas de
abnegación, sacrificio y ascetismo. Y, sin embargo, ser virtuoso no es algo tan
sencillo. Spinoza hace hincapié en que somos de lo más débiles frente a las
fuerzas exteriores, y que incluso el más razonable de los hombres encontrará
que los objetos de su esperanza y su temor se hallan en gran medida fuera de su
control. La única forma de no sucumbir a las emociones, afirma, es amparándonos
en una clase más elevada de emoción. No se trata, como hacían los estoicos, de
extirpar las emociones. No es una cuestión de «resignación» o «indiferencia».
La actitud que debe adoptarse no es una forma de fatalismo, sino algo más
parecido a lo que Nietzsche describe como amor fati: amor a lo que nos depare
el destino. Esta es la verdad que nos permite descubrir la filosofía de
Spinoza: informados de nuestro lugar en el mundo, no nos resignamos a ello por
el simple hecho de disponer de un margen de maniobra muy reducido; al
contrario, acogemos esto con la alegría de quien conoce la inmensidad de sus
afectos, de quien accede a un nuevo estado que le transforma en un ser para la
vida y no en un ser para la muerte y de quien está ansioso, en definitiva, por
conocer las verdades que nos permiten dejar atrás las pasiones tristes.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 161
Leibniz llegó a La Haya convencido de que la nueva deidad de
Spinoza no podía explicarlo todo, y aún menos emanciparse de ese determinismo
absoluto que le impedía decidir libremente nada. El rechazo del Dios de Spinoza
constituye, de hecho, el punto de partida de su filosofía.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 163
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
Lejos de la tutela de la Iglesia, la filosofía moderna
representa la búsqueda de un saber racional, la apuesta por un método, la fe en
un pensamiento cada vez más sistematizado. Un problema en concreto se vuelve
crucial: fundamentar el orden de ese nuevo mundo revelado por la ciencia. Para
ello es necesario acudir al poder de la razón y, a partir de ahí, alcanzar una
verdad que sea equivalente en Dios y en mí. Desde esta perspectiva, la figura
del cogito cumple una función decisiva en la filosofía de Descartes. Aunque los
sentidos me engañen, aunque no sepamos si dormimos o soñamos o si un genio
maligno quiera reírse de nosotros haciéndonos creer cosas que no son, nada
parece poner en duda que «yo pienso». A partir de esta certeza, la idea de un
Dios absolutamente perfecto, capaz de garantizar el orden necesario del mundo,
se impone igualmente como una evidencia irrebatible. El mundo que nos describe
Pascal, en cambio, no tiene nada que ver con las verdades inquebrantables que
nos descubre el racionalismo de Descartes. Se trata de distinguir otro tipo de
verdades, puesto que lo realmente importante es la salvación. No niega Pascal
la fuerza intelectual de los argumentos. Pero reconoce la superioridad decisiva
del corazón. El Dios pascaliano no habla para los matemáticos, sino para
quienes quieren amarlo. En Spinoza, Dios y la Naturaleza son lo mismo y no hay
manera de que las cosas puedan ser de otro modo. La verdad significa en último
término ver las cosas como Dios las ve, lo cual significa relacionarse con un
mundo en el que todo está regido por una absoluta necesidad. No somos libres
para cambiar nada. Pero eso no debe deprimirnos. El hecho de conocer la
necesidad, la Naturaleza y, por lo tanto, el punto de vista de Dios, es en sí
mismo liberador. Tiene la virtud de acabar con los falsos saberes que son
fuente de tristeza y de una vida meramente reactiva. En Leibniz, el problema de
la relación entre la verdad y Dios se plantea desde el ángulo de los mundos
posibles. Lo que sucede ahora, en nuestra realidad, no es el resultado de una
serie de actos radicalmente contingentes. Desde luego, sólo es realmente
posible un mundo, el mundo en el cual vivimos actualmente, pero puesto que Dios
es bondadoso y no puede elegir el mal, lo único que podemos saber es que Dios
calcula en cada instante el mundo menos malo posible. Entre la realidad de Dios
y la del hombre, la filosofía moderna parece haber tendido un puente. Pero la
reconciliación entre esos dos mundos lleva consigo una escisión inesperada: el
«yo» de Descartes está dividido en dos sustancias separadas; Pascal ahonda esa
fractura al contraponer la razón con el corazón; Spinoza habla de una única
sustancia, pero nos muestra un deseo (el conatus) que amenaza con desgarrar el
«yo»; Leibniz introduce un número infinito de sustancias llamadas mónadas, pero
no resulta nada fácil determinar la relación que mantienen con el mundo y con
ellas mismas. Cuanto más firme es la convicción en Dios, mayores son las
contradicciones que nos impiden pensar este «yo» como un todo armónico. Ante
esta tesitura, el pensamiento del siglo XVIII, la Ilustración, optará por el
camino más directo: matar a Dios.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 167
Si tuviéramos que condensar la esencia del siglo XVIII en
una sola palabra, seguramente tendríamos que apelar al término «razón». La
razón se convierte en el punto unitario y central del pensamiento filosófico.
Se parte de su universalidad e invariabilidad: es la misma para todos los seres
humanos, para todas las naciones, para todas las épocas, para todas las
culturas. Los modernos consideraban que la misión propia de la razón era la
construcción de «sistemas» filosóficos; entendían que no se alcanzaría un
verdadero saber filosófico en tanto no se lograra una certeza fundamental. Los
pensadores del siglo XVIII, los ilustrados, ya no compiten con Descartes,
Leibniz y Spinoza por su rigor y obsesión por el sistema filosófico. Buscan
otro concepto de la verdad y de la filosofía, un concepto que las amplíe, que
les dé una forma más concreta y viva. Para los modernos, la razón era la región
de las «verdades eternas», verdades comunes a Dios y a los seres humanos. Lo
que conocemos en virtud de la razón lo contemplamos inmediatamente «en Dios».
El siglo XVIII maneja la razón con un sentido nuevo. No es algo que, una vez
poseído, nos descubra la esencia absoluta de las cosas. Al contrario, es una
fuerza que sólo se puede entender en la medida en que la usamos. En lugar de
acceder a ciertas verdades inamovibles, debemos emplear la razón con fines
prácticos. Su función esencial será desarticular las mentiras de los poderosos,
los engaños de la superstición, las falsedades de las creencias. La razón pasa
a considerarse liberadora en todos los aspectos. Como instrumento de rebeldía,
se convierte en una forma de destruir toda clase de autoritarismo y de
servidumbres. Actuarán precisamente en este sentido autores tan dispares como
Diderot (1713-1784), Voltaire (1694-1778), D’Alembert (1717-1783), Helvétius
(1715-1771), D’Holbach (1723-1789), La Mettrie (1709-1751), Rousseau
(1712-1778) y muchos más. Hay entre ellos diferencias fundamentales, por
supuesto, pero todos comparten la idea de que la verdad es emancipadora. Como
nada puede detenerla, debemos remover los obstáculos para que salga a la luz y
permitir que todos los seres humanos accedan a ella.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 169
La doble moral de
Diderot
Diderot, figura principal de los philosophes, era bien
conocido en Francia y en Europa entera por sus ideas y su talante: defensor
acérrimo de la libertad de expresión, tuvo que recurrir en muchas ocasiones a
imprentas clandestinas para publicar sus propias obras o las de sus colegas
ilustrados. Sus Pensées philosophiques (Pensamientos filosóficos) fueron
condenados por el Parlamento de París y quemados públicamente y, tres años
después, él mismo fue encarcelado en la prisión de Vincennes por su obra Lettre
sur les aveugles (Carta sobre los ciegos). Acabó prisionero por sus propios
ideales, pero era respetado y venerado por sus coetáneos, pues no en vano había
impulsado las obras de autores como Rousseau o D’Holbach. Aunque Diderot
representa el espíritu de la República, su vida reproduce también las
contradicciones de su época. Era conocido en París por sus numerosas aventuras
amorosas, y sin embargo exigía a su mujer el cumplimiento riguroso de los
deberes conyugales. Se mostró especialmente crítico con la familia, hasta el
punto de enfrentarse con su propio padre cuando decidió fugarse con su amante,
pero se resistió celosamente a que su hija contrajera matrimonio libremente.
Diderot fue un crítico incansable de la moral dominante y, sin embargo, no pudo
librarse de muchas de las máximas que él mismo criticaba. ¿Cómo apostar por el
libertinaje si necesitas poseer a tu mujer? ¿Qué sentido tiene criticar la
familia tradicional si luego te comportas como un hombre sumamente estricto con
tu hija? No tratemos de buscar coherencia en Diderot. Si representa tan bien a
la Ilustración francesa seguramente sea por sus contradicciones antes que por
aquello que defendía. No resulta sorprendente, pues, que un autor tan astuto
como el Marqués de Sade se viera en la obligación de escribir: «Un esfuerzo más
si queréis ser republicanos».
Antes de la Ilustración, el mundo había estado sumergido en
la oscuridad, viviendo en medio del error y la ignorancia. Con la llegada de la
razón, un gran rayo de luz se proyecta sobre las grandes masas de sombra que
todavía cubrían el mundo. La luz es la palabra mágica de una época que se sabe
distinta. Será la primera época que se refiera a sí misma como tal. No
esperarán a que la historia o los historiadores digan: «Aquí empezó la Edad
Media. A continuación, vino el Renacimiento, después el Barroco...». Los
ilustrados saben que están viviendo un momento excepcional de la historia y se
complacen en decirlo y en repetirlo. Ellos son los hijos del Siglo de las
Luces, las antorchas que nos van a dirigir por el camino recto, la lámpara que
va a destruir la venda que nos cubre los ojos. Están tan convencidos del poder
de la razón, de su capacidad de revelar la verdad, de denunciar el error, que
escribirán todo tipo de textos y panfletos sobre la época y lo que significa
ser ilustrado. En este clima triunfal, se gestará el proyecto de la
Enciclopedia.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 175
Lo que internet ha hecho hoy en día posible con la
propagación de todo tipo de tutoriales —incluso para cuestiones sumamente
técnicas—, lo encontramos perfectamente anticipado en la Enciclopedia.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 176
Suponiendo que la razón pueda procurarnos los medios
necesarios para alcanzar la felicidad, ¿por qué deberíamos esperar al «más
allá» para ser felices? ¿Por qué no aspirar a la felicidad en este mundo? La
buena nueva que traen los ilustrados es que, tan pronto como los cielos se han
vaciado, podemos acceder al verdadero objeto de nuestro deseo. Está en nuestras
manos disfrutar del placer de la vida. Se ha levantado la barrera que prohibía
nuestra felicidad. No hace falta que nos comportemos como los estoicos, con un
alma sana y robusta, propia de seres celestiales, pero apartada de las pasiones
y de los bienes corporales. No hace falta soñar con una felicidad sobrehumana:
los ilustrados no desean ser felices si eso significa despreciar la vida,
prescindir del bienestar que pueden procurarnos los bienes de este mundo.
Contrarios a las salvaciones celestiales de cualquier clase, los ilustrados
diseñan el proyecto de una felicidad material, terrenal. Es un plan de largo
alcance, cuya realización se presenta estrechamente ligada a la idea de
progreso. Gracias a la felicidad, todos los progresos avanzan ahora al mismo
paso. Todo lo que permite el incremento de nuevos conocimientos, contribuye al
perfeccionamiento de la moral y a las posibilidades de una vida más justa. Todo
lo que hace avanzar a las ciencias y a las artes, aumentando de ese modo la
participación en los saberes, promueve la consecución de mayores cotas de
libertad, igualdad y fraternidad. Un solo y mismo progreso, en forma de
conocimientos y de derechos universales, nos señala el camino que debe seguir
el individuo para ser feliz. Pero no tardarán en salir las primeras voces
discrepantes.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 178
Haciendo alarde de una brillante retórica, Rousseau nos
ofrece un agudo retrato de la vida de su tiempo, de la servidumbre y la miseria
social que el Siglo de las Luces parece acoger tan favorablemente y del papel
que ha desempeñado la filosofía en la aceptación de esa misma situación: Hoy,
cuando rebuscamientos más sutiles y un gusto más refinado han reducido a
principios el arte de agradar, reina en nuestras costumbres una vil y engañosa
uniformidad, y todos los espíritus parecen haber sido fundidos en un mismo
molde: la urbanidad exige siempre, la conveniencia manda; se siguen siempre
usos establecidos, jamás la inspiración personal. Ya no se atreve nadie a
parecer lo que es; y en ese perpetuo cohibirse, los hombres que forman ese
rebaño llamado sociedad, puestos en las mismas circunstancias harán las mismas
cosas, si no hay motivos más poderosos que de ello las retraigan. Así pues, no
se sabrá nunca con quién se codea uno. Para conocer al amigo será preciso
esperar a las grandes ocasiones, es decir, esperar a que sea tarde, puesto que
es justamente para esas ocasiones para lo que hubiera sido esencial
conocerle.[7] Ahí es donde Rousseau sitúa el foco de su discurso. Se trata de
mostrar la hipocresía, la excesiva dependencia de la opinión ajena, la falta de
singularidad, el gregarismo de la sociedad de su tiempo, que tan fácilmente
podemos identificar con la nuestra. Tras ese velo de cortesía, tras esa
urbanidad tan bien ponderada, tras esa máscara, se hallan los temores, la
frialdad y el odio. Poco queda de la estimación auténtica que, según Rousseau,
parece estar enraizada en el corazón humano. La cortesía, los modales
hipócritas, el arte del buen decir, convierten al pueblo en un rebaño y, lo que
es más importante, matan toda emoción verdadera, esto es, la posibilidad de
percibir nuestros sentimientos. A la pregunta «¿Quién soy yo?», Rousseau ya no
responde como Descartes: «Una cosa que piensa», sino que afirma directamente:
«Yo soy mi corazón». El afecto, la sensibilidad y las emociones ya no tienen
por qué ser consideradas pasiones más o menos inferiores y peligrosas. Para
llegar a ser filósofo, convenía desconfiar de esa parte de nuestro yo. Era
preferible llevar las riendas, controlándolas a través de la razón. Con
Rousseau, todo cambia. «Corazón», «sentimiento», «intuición», «voz de la
conciencia», son expresiones recurrentes en la filosofía de Rousseau. Según él,
lo único que cuenta es esa voz pura que percibimos en nuestro interior. Hay
algo que habla dentro de nosotros que puede leerse a corazón abierto, sin
intermediarios, sin libros. La reflexión y los conocimientos dejan de ser
apoyos indispensables. La inteligencia es capaz de erigir barreras artificiales
y de instaurar distancias que enturbian la relación con nuestro corazón. De
repente, toda la miseria humana se presenta como un efecto inevitable de esa
profunda desnaturalización a la que parece habernos sometidos el afán ilustrado
por la razón y el progreso: El efecto es cierto, la depravación efectiva, y
nuestras almas se han corrompido a medida que nuestras ciencias y nuestras
artes se han acercado a la perfección.[8] Hemos visto desvanecerse la virtud a
medida que la luz de artes y ciencias se alzaba sobre nuestro horizonte, y el
mismo fenómeno se ha observado en todos los tiempos y en todos los lugares.[9]
La astronomía nació de la superstición; la elocuencia, de la ambición, del
odio, de la lisonja, de la mentira; la geometría, de la avaricia; la física, de
la curiosidad vana, y todas ellas, sin excluir la moral, del orgullo humano.
Las ciencias y las artes deben, pues, su nacimiento a nuestros vicios.[10] Si
nuestras ciencias son vanas en cuanto al objeto que proponen, todavía son más
peligrosas por los efectos que producen. Hijas del ocio, lo nutren a la vez; y
la pérdida irreparable del tiempo es el primer perjuicio que causan
necesariamente a la sociedad.[11] Esa obsesión de los philosophes por conocerlo
todo es para Rousseau un lujo innecesario, fruto de una sociedad ociosa y envilecida
que enmascara sus verdaderas pasiones y acentúa la insensibilidad, la frialdad
y los corazones apagados. Rousseau nos invita a quedarnos «en nuestra
oscuridad», pues «no tenemos necesidad de saber más». Su crítica a la filosofía
es furibunda. No le corresponde a ella legitimar y embellecer las ciencias y
las artes, ni propagar el amor por estos conocimientos que oprimen a los seres
humanos. La filosofía debería abstenerse de «tender guirnaldas de flores sobre
las cadenas de hierro», no debería hacernos amar todo lo que nos esclaviza y
nos aleja de nuestra verdadera naturaleza. No es extraño que Rousseau lance su
ofensiva más dura contra los filósofos: lo que está tras ellos es un discurso
que crea sumisos.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 180
El sadismo no es masoquismo Hoy lo decimos en una sola
palabra, «sadomasoquismo», y, sin embargo, el sadismo y el masoquismo son dos
prácticas que no pueden identificarse, aunque tendamos a relacionarlas como una
pareja complementaria. El sadismo es un término que deriva del Marqués de Sade.
Sus obras principales están escritas en plena Revolución francesa, bajo el
contexto del Terror, y son la expresión de una violencia tan radical como
desgarradora. En la literatura de Sade difícilmente encontraremos goce del lado
de las víctimas: sólo horror y sufrimiento. El «masoquismo», en cambio, debemos
situarlo a mediados del siglo XIX en las obras de Leopold von Sacher-Masoch. El
Estado de Derecho se ha consolidado, pero ahora la violencia se camufla bajo la
forma de un contrato. Lo firman individuos que se reconocen iguales, aunque en
la puesta en escena cada cual represente un rol de sumisión o dominación. El sexo
se convierte en una obra teatral en la que el amo y el esclavo asumen
perfectamente sus papeles, saben cuáles son los límites, qué prácticas pueden
ejercerse y cuáles deben evitarse. Las diferencias entre ambos autores son
claras. En la obra de Sade la naturaleza humana es malvada, hay un instinto de
dominación que no admite ningún tipo de mediación política: debe imponerse el
más fuerte, sin compasión alguna. En Sacher-Masoch, por el contrario, se
escenifica el triunfo de la política; se fijan unos derechos mínimos que
garantizan la integridad del más débil, incluso cuando es él quien reclama el
goce a través del sufrimiento. Hoy, en nuestros tiempos políticamente
correctos, no podemos admitir el sadismo sino bajo el amparo de una forma de
consenso. Por eso preferimos englobar ciertas prácticas con el nombre de
«sadomasoquismo» (o en las siglas BDSM). Nos cuesta reconocer que hay personas
que gozan violando, que disfrutan hiriendo, que sienten placer asesinando. Esas
personas se llaman precisamente sádicas.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 185
Treinta años después de la publicación de la Enciclopedia,
Kant intenta responder a la pregunta «¿Qué es la Ilustración?». Si los
filósofos franceses se consideraban a sí mismos ilustrados y no dudaban en
emplear este apelativo, Kant, en cambio, ya no tiene tan claro el sentido de
esta palabra. El mero hecho de preguntárselo pone de manifiesto que la
Ilustración ha dejado de ser algo evidente. Hay que volver a pensar en qué
consiste su proyecto, recordar cuáles son sus verdaderas posibilidades. En la respuesta
que nos ofrece Kant no faltan elementos de continuidad con los philosophes,
aunque destacan especialmente los que se presentan como una ruptura.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 187
Según Kant, la Ilustración es la voluntad del hombre de
salir de su minoría de edad, de la que sólo él es culpable.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 187
La vía de escape que nos propone Kant es que seamos por fin
responsables de nosotros mismos. El abandono de la minoría de edad exige un
coraje suplementario, puesto que ya no tenemos un dios ni una autoridad a la
que podamos endosarle la culpa de nuestro estado. De este modo, Kant insiste en
desplazar el acento de la culpa hacia nosotros mismos. Tanto es así que el paso
a la mayoría de edad se expresa a través de un enunciado imperativo: Sapere
aude!, «¡Atrévete a saber!». Kant no formula aquí ningún tipo de deseo, sino
que se trata más bien de un deber. Si queremos continuar haciendo filosofía,
debemos acatar esta orden. Atrás quedan los tiempos de Platón, cuando la
filosofía resultaba inconcebible sin la presencia de eros. Lo que nos mueve a
pensar ya no es simplemente el deseo de pensar, sino un deber insoslayable para
cualquier ser humano.
En efecto, estamos muy lejos de Grecia, de la época en que
la filosofía implicaba un vínculo erótico, una pasión por la verdad. Pensar
ahora es un imperativo, una orden incondicional cuyo rigor no admite ningún
tipo de excusa. Pero, al mismo tiempo, representa una conquista: una autonomía
y una madurez irrebatibles. Los logros derivados del «sapere aude» ponen de
manifiesto que el verdadero fin del proyecto ilustrado no es en modo alguno la
felicidad del género humano, sino la consecución de su «mayoría de edad».
Hablar de Ilustración es referirse, pues, a un pensamiento verdaderamente
emancipado, que ha conquistado su libertad y se ha desembarazado de todo tipo
de padres y tutores para llegar a una época de ciudadanos libres. Pensar por
uno mismo significa, por tanto, razonar con autonomía, formar una nueva comunidad
en la que no haya amos ni señores, convertir la verdad en algo a lo que podamos
llegar de un modo crítico. Por eso Kant suele insistir en la necesidad que todo
individuo tiene de poder hacer «uso público de su razón». Expresarse sin ser
amenazado o castigado, criticar si es necesario el poder o las instituciones
religiosas, disponer de libertades públicas: todo esto forma parte de lo que
Kant llama «uso público de la razón». Por eso acallar a los filósofos no es
algo deseable, ya que sería lo mismo que intentar enmudecer la razón humana.
Ahora bien, esto no significa que podamos hacer un uso ilimitado de nuestra
razón. Pensar libremente no nos autoriza a hacer cualquier cosa. En textos como
El conflicto de las facultades, Kant es todavía más taxativo cuando asegura que
la libertad de pensar debe «dirigirse al público ilustrado y al monarca para su
esclarecimiento, y no al pueblo con el fin de incitarlo a la rebelión». Y en
otro momento dirá: «Ciertamente resulta agradable elaborar en nuestra mente constituciones
políticas que correspondan a las exigencias de la razón (especialmente desde el
punto de vista del derecho); pero es presuntuoso proponerlas y culpable [quien]
subleva con ellas al pueblo para abolir las constituciones existentes». El uso
público de la razón se mueve, pues, dentro de unos límites bien precisos.
Debajo de todo ello encontramos una valoración de la rebelión por parte de Kant
no excesivamente alentadora ni optimista. Puede que una revolución logre
derrocar a un individuo déspota y acabe con la opresión generada por la codicia
o la ambición. Pero, tal como nos recuerda Kant, «nunca logrará establecer una
auténtica reforma del pensar». El problema de la revolución es que puede
cambiar el marco que determina las relaciones de poder, pero apenas cambia el
marco de lo pensable y, si lo hace, es de un modo superficial. Esto explica que
Kant desmitifique la revolución como vía emancipatoria. Si hay algo
políticamente revolucionario es el esfuerzo de pensar por nosotros mismos, de
no querer reproducir lo que ya ha sido dicho. Atreverse a pensar de otro modo:
esa debería ser la verdadera tarea de una razón ilustrada.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 188
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
En el Siglo de las Luces, la oscura figura de Dios comienza
a desvanecerse. Denigrado por su permisividad con el mal, por la incomprensión
de sus designios o por conducirnos a una vida sombría y triste, Dios se ve
obligado a rendir cuentas de su comportamiento. Sin duda son los philosophes quienes
llevan a cabo este juicio sumarísimo. Se trata de someter a Dios a los más
severos escrutinios de la razón. Pero, de un modo más general, se debe liquidar
cualquier vestigio de sacralidad en una época caracterizada por su
racionalidad. El pensamiento ilustrado supone la desmitificación de los dogmas
religiosos, la oposición frontal a cualquier forma supersticiosa de
conocimiento, el descrédito absoluto de la fe. La razón humana ya no está al
servicio del conocimiento de unas verdades eternas. A partir de ahora hay que
buscar la felicidad, un ideal que los ilustrados identifican con el progreso
material, moral y político del género humano. Sin embargo, no todos comparten
el optimismo de los ilustrados. Rousseau niega que el rasgo distintivo de la
especie humana sea el avance inevitable hacia el progreso. Al contrario, si hay
algo que parece alejarnos de nuestra verdadera naturaleza es precisamente la fe
en este avance mecánico que proclaman tan ciegamente las ciencias y la
filosofía. Sade también desconfía del proyecto ilustrado, pues lo ve como un
producto pervertido de la razón y presenta el Terror revolucionario como una
consecuencia lógica e inevitable de sus ideales de libertad e igualdad. Kant,
por su parte, no considera que la Ilustración esté destinada al fracaso. Pero
es preciso fundamentarla de nuevo, someterla a una revisión crítica,
confrontarla con sus efectos, tanto los deseables como los no deseables. De
este modo, no correremos el riesgo de traicionar la Ilustración, sino todo lo
contrario: al ser críticos con ella, nos mantendremos fieles a su espíritu y
pondremos en práctica sus enseñanzas. La revolución filosófica de Kant pasará
precisamente por su atención a la crítica, que marcará de un modo radicalmente
nuevo los límites del pensamiento humano.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 190
La figura de Kant está inevitablemente asociada a la
Ilustración. Lo está por razones cronológicas, pero sobre todo porque comparte
los presupuestos básicos de la Ilustración. Como los philosophes, cree haber
encontrado en la razón un instrumento de lucha contra el oscurantismo, una
herramienta emancipadora capaz de hacernos salir de nuestra minoría de edad.
Sin embargo, a diferencia de ellos, no cree que el ser humano esté en
disposición de conocerlo todo. Tampoco se dedica a vanagloriar la razón como si
fuera una deidad intocable, sino que prefiere someterla al duro ejercicio de la
crítica. Su intención es poner límites a esta razón que se cree capaz de todo,
acotar del modo más preciso posible cuál es su alcance teórico y en qué
consiste su uso práctico. En Kant encontramos, pues, un examen metódico de la
razón, que cambiará radicalmente el paisaje mismo de la reflexión filosófica.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 191
En efecto, el pensamiento europeo ya no será el mismo
después de su filosofía crítica, expuesta en sus tres obras fundamentales:
Crítica de la razón pura, Crítica de la razón práctica y Crítica de la
capacidad de juzgar. Esta profunda reforma del pensamiento emprendida por Kant
está directamente ligada al significado de la palabra «crítica». En el sentido
más amplio del término, la «crítica» recoge la idea de una razón que lo
interroga todo, incluida ella misma; un pensamiento donde poder reventar desde
dentro cualquier posición. La «crítica» retira de la filosofía algunas
preguntas inútiles, pero al mismo tiempo tiene la extraña habilidad de
adentrarnos en nuevos y apasionantes callejones sin salida. Tiene la intención
de retomar todo aquello que la Ilustración ha puesto de manifiesto tras la
muerte de Dios. Para ello es preciso realizar un inventario de las capacidades efectivas
de nuestra razón y de los resultados a los que podemos aspirar. ¿Qué puedo
saber?, ¿qué debo hacer? y ¿qué puedo esperar?: estas son las preguntas que en
adelante convendrá plantearse y que la filosofía no podrá ya seguir ignorando.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 192
Kant nos dice que ya no podemos razonar del siguiente modo:
«Ese bolígrafo que veo encima de la mesa es y existe fuera de mí, tal y como
aparece en mi mente». Se suponía que las cosas que aparecían en nuestra mente
eran copias exactas de las cosas exteriores y que, por lo tanto, se nos
mostraban en nuestra mente tal y como eran. Lo que Kant nos plantea es la
relación inversa: de las cosas sólo conocemos aquello que nuestra mente pone en
ellas. Para entender lo que significa este giro copernicano, podemos recurrir a
la imagen de las gafas verdes que emplea Heinrich von Kleist en una de las
cartas dirigidas a su prometida: imaginemos que todos viéramos el mundo a
través de unas gafas con cristales verdes, ¿no nos veríamos obligados a juzgar
que todo es verde? ¿Cómo podríamos estar seguros de que nuestros ojos ven las
cosas tal como son realmente, o si, por el contrario, somos nosotros los que
imprimimos el color verde en el mundo? Estas son las cuestiones que nos ofrece
Kant: no hay modo de decidir si lo que llamamos verdad es realmente verdad, o
si simplemente nos parece que es así; tampoco podemos saber con certeza si la
imagen que nos llega del mundo, a través de esas gafas verdes, es exactamente
igual a la imagen «real» del mundo. Pero Kant va aún más lejos cuando asegura que
no podemos quitarnos esas gafas verdes y prescindir de ese filtro si realmente
queremos conocer las cosas de este mundo. La razón es la siguiente: todo lo que
llamamos tiempo y espacio no se encuentra en el campo de las cosas, sino en el
de nuestro entendimiento. Hasta ahora habíamos creído que el tiempo y el
espacio eran atributos que forman parte de la realidad. La Crítica de la razón
pura subraya, por el contrario, que el tiempo y el espacio son categorías
mentales: filtros a través de los cuales percibimos la realidad sin que podamos
separarnos de ellos. Como no conocemos nada sin la mediación de estos
filtros, Kant nos dice que podemos saber cómo son las cosas en el espacio y en
el tiempo, pero que no tenemos modo de acceder a lo que son «en sí mismas». Lo
único que podemos llegar a conocer de las cosas de este mundo es el modo en que
aparecen en el tiempo y en el espacio, es decir, dentro del campo de nuestra
experiencia. Más allá de este filtro, es imposible conocer lo que son las cosas
en sí mismas. Así pues, sólo podemos estar seguros de aquellos conocimientos
constituidos dentro del ámbito de la experiencia. Cuando salimos de este
territorio, la razón se extravía, se ilusiona: cree que conoce cuando lo único
que hace es comportarse como un visionario soñador.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 194
Bastan cien táleros
para refutar a Dios
El primer argumento ontológico nace en la Edad Media con san
Anselmo. Su intención es demostrar a Dios con una lógica que parezca evidente e
irrefutable. Veámoslo en una sencilla frase: «Tengo en mi mente la idea de
perfección. Un ser que existe como idea en la mente y existe asimismo en la
realidad será más perfecto que un ser que sólo existe en la mente. Dios es
perfecto, luego Dios existe». Aunque el argumento parece implacable, Kant nos
ofrece en su Crítica de la razón pura una de las refutaciones más demoledoras
que se recuerda. Primero señala que no podemos probar la existencia de algo
(Dios) si la prueba de esa existencia se basa en una cualidad que le
presuponemos (perfección, grandeza, existencia). Y a continuación toma como
ejemplo la idea de cien táleros, la antigua moneda alemana, y nos dice: «Puedo
concentrar toda mi energía en pensar que tengo cien táleros en el bolsillo de
mi chaqueta, del mismo modo que puedo tener alojada en mi cabeza la idea de que
Dios es perfecto. Y sin embargo, ¿quién me asegura que, por mucho que me
concentre, esos cien táleros estarán realmente en mi bolsillo cuando vaya al
mercado?». Ante un argumento como el de san Anselmo, sólo hay una moraleja: hay
que llevar el dinero siempre encima.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 123
¿Qué es lo que nos propone entonces la Crítica de la razón
práctica? Cambiar radicalmente nuestra manera de pensar la moral, recurrir a un
criterio que cualquiera de nosotros pueda conocer de manera intuitiva e
inmediata, preguntándonos «¿puedo convertir mi acción en una ley universal?».
Este es el segundo giro copernicano que Kant introduce en la historia de la
filosofía. Para determinar si una acción es moralmente buena o mala no debo
preguntarme si tiene algún tipo de correspondencia con una idea concreta de lo
que es el bien o el mal. Kant nos dice que debemos actuar basándonos en la
regla siguiente: que todo aquello que queremos para nosotros lo queramos
igualmente para todos. Una acción es buena cuando lo que es válido para mí tiene
que ser válido de manera universal. Así es como puede ponerse a prueba la
validez moral de cualquier comportamiento: si no puede aplicarse a los demás lo
que yo hago, entonces no puede servir como ley moral. Kant lo ilustra con un
ejemplo. Supongamos que tenemos a un amigo hospedado en nuestra casa. De
repente llaman a la puerta y, al abrir, nos encontramos con alguien que
pregunta por nuestro huésped porque quiere matarlo. Ante una situación así,
seguramente recurriríamos a una mentira piadosa que intentase despistar al
potencial asesino y alejar el peligro que se cierne sobre la vida de nuestro
invitado. Esto es lo que haríamos la mayoría de nosotros si estuviéramos en esa
situación. Pues bien, lo que nos enseña la Crítica de la razón práctica es justamente
lo contrario. Para que nuestro acto sea moral, según Kant, no deberíamos mentir
ni en un caso así, puesto que no podemos convertir en universal un
comportamiento basado en la mentira. Incluso en estas circunstancias,
deberíamos actuar respetando estrictamente nuestro deber moral y decir la
verdad, sean cuales sean las consecuencias derivadas de nuestro acto.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 198
La puntualidad kantiana Contrariamente a la de Diderot, la
vida de Kant no fue demasiado espectacular. Era un hombre de complexión
enfermiza, que no salió nunca de su lugar natal, Könisberg. Tenía, sin embargo,
un rasgo muy peculiar: era exquisitamente puntual. Su vida era la eterna
repetición de una estricta rutina: se levantaba cada día a las cinco de la
mañana, impartía sus lecciones de siete a nueve y luego se dedicaba al estudio.
Después de comer, le gustaba pasar la sobremesa con sus compañeros y por la
tarde realizaba su paseo diario, siempre a la misma hora. Era tan puntual que
sus vecinos aprovechaban la referencia de su paseo diario para poner en hora
sus relojes. Hasta la fecha, no se tiene constancia de que a Kant se le hubiera
parado alguna vez el reloj. Pero de haber sido así, tampoco habría supuesto
ningún problema.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 200
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
Los ilustrados estaban convencidos que tras la muerte de
Dios se habían eliminado todas las barreras. Teníamos simplemente que ejercitar
la razón para alcanzar la verdad, la moral y la felicidad. Pero con la
aparición de la crítica, Kant no sólo somete a examen la idea misma de la
razón, sino que, al mismo tiempo que determina sus posibilidades, pone en juego
tres interrogantes cruciales: ¿qué puedo conocer?, ¿qué debo hacer? y ¿qué
puedo esperar? En la Crítica de la razón pura asistimos a la primera revolución
kantiana. La cuestión no es qué verdades debemos buscar, como si existieran
ideas verdaderas y tuviéramos que hacer lo imposible por descubrirlas. Lo que
hay que hacer es otra cosa: preguntarse si puede haber una verdad y, en este
sentido, cuáles son los límites del pensamiento humano. Este es el principal
hallazgo de la primera crítica: el terreno de lo que es posible conocer (las
cosas tal y como se nos presentan) debe distinguirse de aquel en que está lo
que no se puede conocer (las cosas tal y como son en sí mismas). En la Crítica
de la razón práctica, Kant se propone acotar el terreno de la moral. Hasta
ahora determinábamos la moralidad de nuestras acciones con arreglo a una idea
que identificábamos con el bien y el mal. El nuevo criterio invocado por Kant
se basa en esta sencilla regla: una acción es moralmente buena si puedo
convertirla en ley y aplicarla a todos por igual, sin excepción. El problema es
si en el mundo en que vivimos, inevitablemente atravesado por múltiples deseos
e intereses, podría realizarse una acción moral como la descrita por Kant. La
Crítica de la capacidad de juzgar intenta buscar un deseo que sí pueda
universalizarse. Kant sostiene que la belleza tiene el poder de complacernos a
todos por igual. Ante algo bello experimentamos un goce desinteresado, sin que
esté mediado por ningún concepto y libre de todo fin determinado. En lo
sublime, en cambio, descubrimos la presencia de una fuerza oculta en nuestro
interior. Tan pronto como nos vemos expuestos a la vastedad de la naturaleza,
podemos reconocer en nosotros un poder aún más ilimitado: la capacidad de hacer
de nosotros lo que libremente queramos. Si la crítica de Kant acota el terreno
de la razón y se dedica a delimitarlo para confirmar sus posibilidades, Hegel,
por el contrario, insistirá en el carácter dinámico de la razón. Con él, que
trata de pensar la totalidad de la historia y de las distintas verdades
forjadas por los hombres, la razón tendrá que ser considerada como algo en
movimiento, como un proceso, un camino, y no simplemente como una realidad
petrificada en un marco rígido e inamovible. En el desván de su casa, Hegel
oculta la máquina que embarcará a la razón en una nueva aventura. Se llama
dialéctica y Marx aprenderá mucho de ella.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 206
Digámoslo desde el principio: Hegel (1770-1831) es un
filósofo complicado, difícil de seguir. Para los fanáticos de la claridad, es
toda una agonía tratar de entender a Hegel. En efecto, hay muchos pasajes de su
obra en los que no se sabe de qué demonios está hablando. Sus textos son
espesos, impenetrables, rodeados de una bruma a menudo irrespirable. Y, sin
embargo, esta dificultad es parte de su encanto. Es, incluso, la razón de ser
de su filosofía. No es que Hegel sea un filósofo deliberadamente hermético, un
autor obcecado en esconder sus tesis; al contrario, tiene la extraña virtud de
querer exponerlo todo, de decir todo lo que se tiene que decir del modo más
explícito posible. En la lectura de Hegel, no sirve de nada estudiar
formulaciones aisladas ni entrar en controversias interminables sobre qué haya
querido decir en este pasaje o en aquel otro. Hay que seguirlo como podamos,
armarnos de paciencia y dejarnos llevar por su disertación.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 208
El adjetivo que mejor define la filosofía de Hegel es su
insaciabilidad. Su intención es alcanzar la totalidad, forjar un sistema
filosófico que permita abarcar con el pensamiento la realidad en su conjunto.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 210
El hecho de que haya una historia de la filosofía significa
que no hay ninguna filosofía que haya podido decir la verdad. Debemos partir
siempre de esta evidencia. Pero esto, que podría interpretarse como un fracaso,
es en realidad el impulso mismo de la filosofía, la clave de su avance
histórico. Hegel se propone, justamente, «hacer un sistema» con la suma de
todos los intentos frustrados en el pasado por decir la verdad de las cosas.
Para ello habrá que explicitar lo que en cada momento se ha dejado de pensar.
Tendremos que explicar cómo aparece un determinado pensamiento a partir de las
inconsistencias e insuficiencias de otro pensamiento, y así hasta que la cadena
de estos pensamientos llegue a configurarse como un todo. Este entretejimiento
orgánico de los distintos pensamientos es lo que constituye el camino de la
verdad. Por eso, Hegel identifica la verdad con su propio movimiento. La verdad
no está de este lado o del otro, de parte de Platón o de Aristóteles, de
Descartes o de Spinoza. La verdad es recorrido, itinerario, paso de un lado al
otro. Ninguna de las etapas que conforman la historia de la filosofía contiene
la verdad. Solo el viaje en su totalidad constituye la verdad.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 211
No es ninguna exageración: Hegel disponía de una máquina
perfecta que a más de un filósofo le hubiera gustado tener. Tenía la
maravillosa virtud de detectar la verdad. Era un polígrafo perfecto, capaz de
ver contradicciones por todas partes, de mostrar la manera en que se
contraponen unos discursos a otros e, incluso, de reconciliarlos en una especie
de síntesis superior. Esa máquina prodigiosa es lo que Hegel bautizó con el
nombre de la dialéctica. Con el hallazgo de este impresionante mecanismo, Hegel
daba satisfacción al viejo anhelo de construir una ciencia verdadera: un saber
auténtico, liberado de la parcialidad de todas las opiniones, dispuesto a
conocer lo que Kant había prohibido: cómo son las cosas en sí mismas. Gracias a
la dialéctica, ya no tenemos por qué dudar de la supuesta verdad de nuestras
verdades. Tampoco es necesario llevar a la razón al borde de la locura,
sospechando de absolutamente todo, incluso de la propia sospecha. Mientras
cumpla con su trabajo, estaremos en la senda de la verdad. Para saber cómo
funciona la dialéctica, conviene recordar la fórmula generalmente empleada por
Hegel: «tesis, antítesis y síntesis». Supongamos que alguien afirma que «todo
es negro». A esta tesis se le podría oponer otra que dijera exactamente lo
contrario: «Todo es blanco». Para unos, «todo es negro»; para otros, «todo es
blanco», sin que haya posibilidad de establecer ninguna mediación entre los
opuestos. Tanto la tesis como la antítesis se creen en posesión de la verdad y
no están dispuestas a reconocer que la otra pueda tener su contrario. Pero lo
que nos dice Hegel es que, por mucho que una tesis se oponga a una antítesis,
siempre cabe la posibilidad de pasar a una nueva posición (la síntesis) en la
que se cambien por completo los términos del problema. En este caso, el
dialéctico razonaría del siguiente modo: la afirmación «todo es negro» es falsa
porque para reconocer que algo es negro tenemos que oponerlo a algo que no lo
sea, es decir, el blanco; pero la antítesis «todo es blanco» también es falsa
por el mismo motivo, porque si el color blanco fuera el único realmente
existente, no podríamos distinguirlo. Así las cosas, la única manera de salir
de esta disyuntiva entre «todo es negro» o «todo es blanco» es el color gris.
En este tercer color, el negro y el blanco quedan abolidos, suprimidos,
destruidos por la mezcla y, sin embargo, están al mismo tiempo preservados,
prolongados en él. Es solo entonces cuando ambos se niegan y se elevan a un
nivel superior, cuando el blanco y el negro pasan a tener una entidad real. Aunque
el ejemplo sea bastante sencillo, nos muestra lo que a Hegel verdaderamente le
interesa: la presencia de este tercer paso que niega y transforma el marco de
lo que hasta entonces se había pensado. Para que haya rebasamiento o progreso
filosófico es preciso que intervenga este momento de la síntesis. Sólo
procediendo de esta forma se encamina la filosofía hacia el saber absoluto, que
únicamente podrá alcanzar cuando se lleven a cabo todas las negaciones
posibles. En ese estadio final, no debería haber ninguna distinción entre la
manera como son las cosas y lo que nosotros decimos de ellas. Gracias a la
dialéctica, las palabras y las cosas se habrán cosido definitivamente en un
solo mundo. La filosofía de Hegel es el testigo final de este momento histórico.
Con él, la historia de la filosofía habría llegado definitivamente a la verdad:
ese punto en el que ya no hay nada que decir porque todo está dicho.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 212
Hegel decía que ningún individuo, por muy clarividente que
fuera, podría ir por delante del mundo que le ha tocado vivir. Lo único que nos
permite ser mejores es conocer el mundo tal como es; lo único que podemos
realmente hacer es comprender su propia racionalidad, por muy fascinante,
dolorosa o violenta que pueda ser.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 217
La miserable situación de la clase obrera Para saber contra
qué realidad luchaba exactamente Marx, basta con leer un puñado de fragmentos
de La situación de la clase obrera en Inglaterra de Friedrich Engels. Hijo de
un fabricante alemán, Engels fue enviado por su padre a Manchester para familiarizarse
con la vida de aquella ciudad industrial. Allí conoció de primera mano la
realidad de la población trabajadora, denunciada en este libro, en el que
abundan los detalles sobre las condiciones de trabajo, la adulteración de
alimentos y las deficiencias de la vivienda obrera. Con estos términos tan
crudos describe la vida de alguno de los barrios en los que se amontona la
clase trabajadora: A menudo, a decir verdad, la miseria habita en callejuelas
escondidas, junto a la de los palacios de los ricos; pero, en general, tiene su
barrio aparte, donde, desterrada de los ojos de la gente feliz, tiene que
arreglárselas como pueda. En Inglaterra estos barrios feos están más o menos
dispuestos del mismo modo en todas las ciudades; las casas peores están en la peor
localidad del lugar; por lo general, son de uno o dos pisos, en largas filas,
posiblemente con los sótanos habitados, e instalados irregularmente por
doquier. Estas casitas, de tres o cuatro piezas y una cocina, llamadas
cottages, son en Inglaterra, y con la excepción de una parte de Londres, la
forma general de la habitación de toda la clase obrera. En general, las calles
están sin empedrar, son desiguales, sucias, llenas de restos de animales y
vegetales sin canales de desagüe y, por eso, siempre llenas de fétidos
cenagales. Además, la ventilación se hace difícil por el defectuoso y
embrollado plan de construcción, y dado que muchos individuos viven en un
pequeño espacio, puede fácilmente imaginarse qué atmósfera envuelve a estos
barrios obreros.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 220
El capital constituye uno de los análisis más críticos y
profundos que se hayan hecho jamás del funcionamiento de la sociedad
capitalista. El retrato que Marx nos ofrece del capitalismo, a partir de todo
tipo de documentos estadísticos e informes oficiales, así como de periódicos y
autores nada sospechosos de anticapitalistas, es realmente desgarrador. Pero
conviene tener en cuenta dos cosas. Primero, que las descripciones empleadas
por Marx no pretenden sacudir conciencias, sino fundamentar sus tesis sobre el modo
de producción capitalista. No hay que olvidar que estamos en un momento
histórico en el que las máquinas no alivian las condiciones de trabajo y la
lucha por la duración de la jornada laboral es un componente crucial de la
explotación obrera. Segundo, por muy crítico que sea Marx con el sistema
capitalista, El capital constituye una «crítica a la economía política», es
decir, hay un intento de revisar algunos conceptos básicos de lo que hasta
entonces había sido la economía clásica. Esto significa que debe pensarse en
términos radicalmente nuevos lo que hasta ese momento se había defendido acerca
del mundo de las mercancías.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 221
Marx explica que las personas comen, se visten y satisfacen
sus necesidades esenciales a través del mercado. De modo que las mercancías son
las verdaderas protagonistas de la relación social más básica del capitalismo.
Ahora bien, según Marx, hay un momento en el que las mercancías se desligan de
quienes las han producido y pasan a marcar el compás de la producción. Ya no se
produce para satisfacer las necesidades vitales de los individuos, sino que son
las mercancías —y, en último término, el mercado— las que crean esas
necesidades a los individuos. Es lo que se conoce como «fetichismo de la
mercancía». El producto pasa a percibirse de manera independiente, mientras que
la vida de los productores termina subordinada a la vida de las mercancías y en
dependencia directa de ella:
En las neblinosas comarcas del mundo religioso, los
productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia,
en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre con los
productos de la mano humana. A esto lo llamo el fetichismo que se adhiere a los
productos del trabajo, no bien se los produce como mercancías, y que es
inseparable de la producción mercantil.
Cada vez que compramos o vendemos alguna cosa, quedamos
prendados por el fetichismo de la mercancía. Nos relacionamos con esos objetos
como si estuvieran animados, movidos por una misteriosa fuerza que nada tiene
que ver con nosotros y a la que también acabamos sucumbiendo. Al final,
bailamos al compás de la mercancía tal y como en el mundo religioso bailábamos
al compás de la divinidad. En ambos casos nos olvidamos de que son productos
creados por nosotros mismos. Podríamos tener la ilusión de que no fuera así y
tratar de impedir que las mercancías no adquirieran esa vida propia que hemos
descrito; podríamos creer que es posible imponerles nuestra voluntad y que,
cuando vamos a comprar, somos nosotros los que en último término tomamos la decisión
de hacer esa compra. Pero no hay que ser ingenuos, nos dice Marx. Si realmente
eso fuera posible, las mercancías dejarían de ser lo que son: habría que
sacarlas del mercado capitalista y convertirlas en simples medios para vivir.
La idea fundamental es que mientras sea el mercado el que marque las
necesidades de las personas, y no al revés, no hay manera de salir de la
lógica de las mercancías; una red en la que todos estamos atrapados, tanto
obreros como capitalistas. Por eso debemos comprender su mecanismo.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 224
Que haya un «mercado laboral» y que sea allí donde tengamos
que vender nuestra fuerza de trabajo pone de manifiesto la primera verdad que
nos señala El capital: nos hemos convertido en mercancías.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 225
Marx nos recuerda que hubo un tiempo en que los trabajadores
iban al mercado con el producto ya elaborado y allí lo cambiaban, pero no por
dinero, sino por otros productos necesarios para su vida. En el sistema
capitalista, ya no vendemos simplemente el producto de nuestro trabajo; tenemos
a un nuevo personaje, un «propietario de mercancías», dispuesto a cambiar su
dinero por nuestra fuerza de trabajo: es el capitalista. En su fábrica, este
extraño personaje se pone a producir mercancías y las vende por lo que valen.
Cumple aparentemente todas las leyes del mercado: entra invirtiendo dinero y
luego lo recupera con un beneficio. Pero entonces, ¿dónde se produce el milagro
de su revalorización?, ¿cómo obtiene resultados? Según Marx, el beneficio se
obtiene porque lo que se paga por nuestra fuerza de trabajo siempre será
inferior a lo que realmente cuesta. De ahí la risa del capitalista: después de
habernos contratado, tiene los bolsillos más llenos que antes. Esta es
la principal singularidad de esa mercancía llamada fuerza de trabajo: nunca se
paga por ella lo que realmente vale. Dado que el precio viene marcado por el
mercado, siempre llevará implícita la presencia de la «plusvalía», es decir,
aquello que permite que el capitalista obtenga beneficios. La idea de Marx es
que nunca nos van a pagar «lo justo» por nuestra fuerza de trabajo, porque de
lo contrario el capitalista no ganaría dinero. Un ejemplo muy sencillo nos
puede ayudar a entenderlo. Supongamos que A posee una máquina de hilar: si
trabaja 8 horas con su máquina produce 25 metros de tela que le suponen 200
euros. Con esta cantidad de dinero podría subsistir una semana. Pensemos ahora
en B, que no es dueño de las telas ni de las máquinas: él tiene que trabajar 10
horas en la fábrica para que le paguen también 200 euros. Aunque es una
cantidad de dinero que le alcanza para vivir, tiene que trabajar dos horas
adicionales. Quizá pudiera cubrir sus necesidades trabajando solamente 8 horas,
pero el capitalista lo contrata por 10 y se apropia de esas otras dos horas
que, a la larga, le supondrán más metros de tela para vender. A esa utilización
que hace el capitalista de la fuerza de trabajo por encima del tiempo necesario
que esta debería trabajar, Marx la denomina «explotación de la fuerza de
trabajo». El empleo de este término es de lo más apropiado, ya que «explotar»
es precisamente lo que hacemos con las cosas cuando tratamos de sacarles el
máximo rendimiento. Marx está pensando lo mismo cuando se refiere a la fuerza
de trabajo. En un sistema capitalista, por muy generoso que se quiera ser con
los trabajadores, siempre se acaba obteniendo una rentabilidad de ellos, aunque
su salario esté muy por encima del sueldo mínimo. Al margen de las objeciones e
incomprensiones que sigue suscitando esta tesis, lo interesante aquí son las
dos cuestiones filosóficas subyacentes: para Marx, el tema central no es
solamente que el trabajo esté explotado, sino además que la explotación del
trabajo en el capitalismo esté «naturalizada». La prueba es que los
trabajadores nos vemos a nosotros mismos como si fuéramos dueños de nuestra
fuerza de trabajo y perfectamente libres de intercambiarla con quien realmente
queremos. Ahí está la trampa: ¿de qué sirve ser libres para vender nuestra
fuerza de trabajo si al final resulta que estamos obligados a venderla para
sobrevivir? ¿De qué libertad disponemos en el capitalismo contemporáneo, cuando
hay tanta mano de obra innecesaria o, para ser más exactos, su necesidad ya no
es indiscriminada y ha de regularse como cualquier mercancía del mercado? Hay
una segunda cuestión todavía más apasionante relacionada con esta mercancía que
tiene el carácter de producir más valor de lo que vale en sí misma. Y es que la
fuerza de trabajo, esa mercancía que el trabajador lleva inscrita en su propia
piel, implica que, en esencia, la vida se reduce a tiempo. De hecho, esa y no
otra es la verdadera forma del dinero. Cuando vendemos nuestra fuerza de
trabajo, lo que estamos entregando en último término es tiempo. Esta es la
verdadera moneda del capital: aquel tiempo que era o podía haber sido vida en
el sentido más puro de la palabra, es ahora la vida del capital, el tiempo
convertido en un bien rentable. De hecho, hoy en día vivimos el tiempo
exactamente como lo vive el capitalismo: tratando desesperadamente de ganar
tiempo al tiempo. En todo caso, lo que Marx pretende denunciar es que bajo unas
relaciones contractuales aparentemente «justas» y «libres», se ocultan cosas
tan groseras como la explotación. En el capitalismo, las ideas de libertad y
justicia enmascaran la realidad, puesto que incluyen necesariamente un caso
específico que deja al descubierto su falsedad. Esa libertad que tiene el
obrero de vender sin ningún tipo de coacción su propio trabajo en el mercado es
justo lo contrario de la libertad real y efectiva: al vender su trabajo
«libremente», el obrero pierde su libertad; el contenido real de ese acto libre
de venta es la explotación. Y en este sentido se entiende que el enfrentamiento
de clase se revele como algo inevitable, pues el capitalismo no puede existir
sin dejar de rentabilizar la fuerza del trabajo. Que el capital no sabe
desarrollarse al margen de la plusvalía es algo que nos recuerda Marx en una
fórmula magistral contenida en el tercer volumen de El capital, cuando dice:
«El verdadero límite de la producción capitalista es el propio capital». Él
mismo se encarga de revolucionar permanentemente sus propias condiciones de
producción. Este es el único modo que tiene de resolver, una y otra vez, las
crisis que van surgiendo en su desarrollo. Como dice Marx, esas crisis no son
accidentes causados por errores superables, sino que le son intrínsecas. Pese a
todo, nos sigue sorprendiendo que las haya, nos escandalizamos y pedimos
cuentas a los gobernantes para que les pongan fin. Pero lo interesante es que
las crisis forman parte del propio funcionamiento del capital y de su lógica
histórica. Y en ello reside la paradoja propia del capitalismo, su recurso más
eficiente: es un sistema capaz de transformar su límite en el origen de su
poder. Cuanto más se «pudre» y más se agravan sus contradicciones, cuanto más
evidentes son sus crisis, más debe revolucionarse a sí mismo para seguir
riendo.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 225
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
Hegel es el primero en decir que la filosofía es historia,
«pensamiento que se piensa a sí mismo». La discontinuidad de pareceres que nos
muestra la historia de la filosofía, la mezcla de verdades que en ella
intervienen, la suma de malentendidos, podría llevarnos a pensar lo contrario.
Pero Hegel hace una lectura bien distinta: en cada momento el pensamiento
vuelve sobre lo que ha pensado, lo deshace y comienza de nuevo, ofreciéndonos
así la prueba de que lo que verdaderamente mueve a los filósofos es su empeño
por decir la verdad, su deseo de recuperar la totalidad. El mérito de Hegel
reside en que da a esta historia su poder y presencia; entiende que la verdad
sólo se alcanza de manera paulatina, a medida que se despliega en el tiempo y
en los acontecimientos. Si existe una historia es porque el pensamiento no está
conjuntado con la realidad, no ha conseguido su unidad. De ahí que Hegel se
proponga poner fin a la historia de la filosofía, poner al pensamiento en el
lugar que le es propio, reconciliarnos definitivamente con la realidad. Para
ello cuenta con una máquina prodigiosa que le permitirá soldar los dos mundos.
Gracias a la dialéctica, podemos decir todo lo que hay que decir sin dejarnos
nada. Y gracias a ese mecanismo, descubrimos también que la historia en general
tiene un sentido, una razón que no cesa de empujarla, un designio universal que
subyace tras la infinita diversidad de los individuos, de las clases, de las
épocas, de las culturas: el deseo del Espíritu por conocerse a sí mismo. La
filosofía de Marx es un intento de darle la vuelta a Hegel. Hasta ese momento
se había insistido ad nauseam en que la conciencia determina la vida. El cambio
radical que introduce Marx es su capacidad para demostrar justo lo contrario:
que son nuestras condiciones de vida las que producen nuestras ideas, de modo
que cualquier intento de pensarnos a nosotros mismos pasa en realidad por
analizar cuáles son las condiciones materiales que organizan nuestras vidas. En
lugar de la marcha triunfante del Espíritu y de la reflexión abstracta y
metafísica, la filosofía debe ser un modo de acción política, debe aspirar a
transformar la historia. El objetivo es conseguir que desaparezca la
explotación del hombre por el hombre, salir de este tiempo de servidumbres
dominado por espejismos como la religión y, en gran medida, el fetichismo de la
mercancía. La gran virtud de El capital es que nos muestra hasta qué punto
muchas de nuestras maneras de pensar el mundo son, de hecho, un efecto directo
del actual modo de producción capitalista. Esta inversión materialista
realizada por Marx tendrá su continuidad en el pensamiento de Nietzsche: el
superhombre nacerá de su decidido rechazo a otros fines que no sean los
estrictamente terrenales; bajo un cielo todavía ensangrentado por la muerte de
Dios, nos conminará a lograr la completa dominación de la Tierra. Pero antes de
llegar a este punto habrá que arrojar la dialéctica al basurero de la historia
y proclamar a los cuatro vientos que el reino de la verdad ha llegado a su fin.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 228
No deja de ser irónico que el día que Nietzsche se topó con
la vida —esa vida desprovista de cualquier maquillaje— se desconectara
definitivamente de ella, incapaz de soportarla.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 232
Habrá quien piense que cuando Nietzsche afirma que «todo es
interpretación» está proponiendo algo así como que en la historia «todo vale».
Pero lo que subyace tras esta fórmula es algo bien distinto. Nietzsche nos dice
que la filosofía no puede dejar de interpretar la historia. Por eso no cabe
seguir sosteniendo la supuesta neutralidad de los hechos, como si tuvieran por
sí mismos una autoridad indiscutible. Nietzsche se niega a encerrar la realidad
histórica en una totalidad definida de antemano, con un principio y un final
predeterminados. De ahí que las interpretaciones que podamos hacernos de ella
sean siempre parciales, provisionales, revisables; en fin, dependientes del
punto de vista. Contrariamente a lo defendido por Hegel, la historia no ha
llegado a su fin y tampoco apunta a una meta ideal: la materia de la que está
hecha puede estar sujeta a infinidad de determinaciones, a miles de relatos y
usos, ninguno de ellos necesario. Este es el único modo en que, según Nietzsche,
podemos «utilizar el pasado para poder vivir, y hacer de lo ocurrido historia».
Sólo cuando es capaz de acoger la extraordinaria variedad de lo sucedido y no
reducirlo a una sola lectura puede la historia ser realmente útil para la vida.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 235
El «mundo de las ideas» es, sin ir más lejos, la gran
mentira de la filosofía. Con Platón, los filósofos han forjado la imagen de una
verdad inmutable, fija, ubicada en un mundo distinto del nuestro, donde nada se
degrada y todo se mantiene idéntico. Nietzsche lo considera no sólo una mera
ilusión, sino además la señal de una especie de enfermedad profunda. Al
concebir «el mundo de las ideas», al crearlo conforme a sus instintos
debilitados, enfermos y decadentes, los filósofos no han hecho otra cosa que
apartarse y evitar el mundo real: el mundo del cambio perpetuo, de las fuerzas
enfrentadas y de los conflictos incesantes. Al inventarse un reino de verdades
inmutables, han forjado una poderosa ficción. Pero Nietzsche nos recuerda que
estas verdades, por muy complacientes, útiles, ingeniosas o despreciables que
nos parezcan, no dejan de ser mentiras.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 237
Si hay algo que constituye el enemigo supremo para
Nietzsche, el sentido de su combate y su lucha radical, es esa obsesión que han
tenido los filósofos desde el principio por ningunear la vida y subyugarla al
imperio de la razón.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 238
Nietzsche se pregunta cómo es posible que una cultura tan
brutalmente aristocrática, tan altiva, tan celosa de sus costumbres, de su
sentido de las distancias y de su educación en la discreción como era la
griega, se haya dejado fascinar por Sócrates, el «hombre de pueblo», el «hombre
feo» que exhibe vulgarmente sus razones, el dialéctico que se esfuerza sin
piedad en poner al pueblo ateniense en contradicción consigo mismo. En este
ídolo que es Sócrates, sacralizado por más de dos mil años de veneración,
Nietzsche ya no ve al padre de la filosofía, sino al iniciador de la decadencia
griega. Está harto de celebrar en Sócrates al hombre que aseguró el triunfo de
la razón; ese sabio que «hacía temblar y llorar a los jóvenes más arrogantes»;
ese hombre que, por su afán dialéctico, constituyó el disolvente más poderoso
del gusto aristocrático. Para Nietzsche, Sócrates simboliza el triunfo de la
razón despótica, cuyo único fin es dominar, aplacar, arruinar los argumentos
del contrario. Ante un maestro de la dialéctica como Sócrates, la tesis que se
quiera defender es lo de menos: si el interrogado adopta una tesis, Sócrates
destruirá esa tesis, y si escoge la contraria, también la destruirá. Su único
objetivo es subyugar al interrogado, probar ante el pueblo que el intelecto de
su adversario es el de un idiota. De ahí que Sócrates se dedique a demoler las
tesis de sus oponentes sin ofrecer ninguna alternativa: quiere que experimenten
su impotencia y, al mismo tiempo, dejarles desamparados. En esto consiste el
disfrute peculiar de Sócrates, ese dialéctico ruidoso que se regodea mofándose
de la ineptitud e incompetencia de los nobles atenienses. Sin embargo, el hecho
de que la dialéctica tenga un componente embaucador entre los griegos es lo que
impide, según Nietzsche, que Sócrates sea tomado por un payaso. Si Aristófanes
emplea la comedia para mofarse de Sócrates, equiparándolo al más mediocre de
los sofistas, Nietzsche en cambio no tiene a su disposición más que el
martillo.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 239
Lo que Nietzsche critica de Sócrates es precisamente su
apuesta por «la racionalidad a cualquier precio». En esa opción hay una visión
del mundo «fría, previsora, consciente» que anticipa los rasgos del
racionalismo científico, instrumental, y su obsesión por construir un tipo de
vida reducido al orden, al cálculo, a la utilidad, a la seguridad y a la
monotonía. Los valores encarnados por este modelo de vida se oponen
radicalmente a todo lo que defiende Nietzsche: una vida que aspire siempre a su
superación, a potenciar la libre aparición de lo nuevo, a confiar en lo
inesperado, los instintos y el genio. En realidad, el conflicto que plantea
Nietzsche entre razón y vida encubre un conflicto más esencial entre dos formas
de vivir: o conforme al deber, o conforme al deseo. No hay términos medios: en
el primero caso, optamos por la impotencia, es decir, una vida controlada por
la moral, la religión y la metafísica; en el segundo, abrimos de par en par las
puertas de la verdadera vida y la acogemos con todas sus consecuencias. Pero
para ello hay que cometer un crimen: rematar a Dios.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 240
La santísima
trinidad: Lou Andreas-Salomé, Paul Rée y Friedrich Nietzsche
Mucho se ha escrito acerca de la vida amorosa de Nietzsche,
y cualquier biografía que se precie tomará la relación de amistad con Lou
Andreas-Salomé y Paul Rée como un momento decisivo en la vida y la obra del
autor. Se dice que si Nietzsche consiguió escribir Así habló Zaratustra fue a
causa del dolor que le provocó que Lou Andreas-Salomé rechazara su petición de
matrimonio. No obstante, al margen del sufrimiento de Nietzsche y de su
resentimiento hacia Salomé tras el rechazo de su propuesta matrimonial —«nunca
he conocido a una persona más pobre que tú»—, lo cierto es que Salomé, Rée y
Nietzsche mantuvieron una intensa amistad que duraría varios meses. Se
plantearon incluso vivir los tres juntos, algo completamente insólito para la
época y que fue rechazado tanto por la familia de Nietzsche como por la de
Salomé. Se hacían llamar «la trinidad» y gustaban de la conversación,
especialmente acerca de la moral y de Dios. Una curiosa fotografía inmortaliza
su amistad a tres bandas. Nietzsche y Rée aparecen en el extremo de un carro,
como si fueran los burros que lo arrastraban, mientras que Salomé posa sentada
en el pescante, con una fusta en la mano.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 246
Con Nietzsche, la filosofía deja de mirar hacia las
estrellas y se embarca en esta superación de lo humano llamada a conquistar la
tierra y a amar la vida hasta el infinito.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 246
¿QUÉ HEMOS APRENDIDO?
Nietzsche es el autor que se encarga de lanzar contra la
idea de verdad las mayores sospechas. Su ataque es brutal, hasta el punto de
llegar a proclamar que la verdad es una ilusión necesaria para nosotros: una
mentira que hemos olvidado que es mentira. Como sugiere Nietzsche, el deseo de
verdad es la gran ficción que ha construido la historia de la filosofía para
enmascarar su verdadero deseo de dominación. En consonancia con su profundo y
radical rechazo de la idea de verdad, se encuentra también su cuestionamiento
de la racionalidad. Nietzsche adopta una posición visceralmente
antirracionalista. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral propina de
forma sintética pero contundente uno de los golpes más letales al concepto
mismo de la razón. A través de sus conceptos, sus reglas y criterios, la
racionalidad le pone a la vida una camisa de fuerza que le impide desplegarse.
En último término, es un instrumento para sobrevivir a costa de la vida, una
posición defensiva con la que obtener protección y seguridad frente a lo nuevo
y lo imprevisto. Y si esta estrategia está presente en el lenguaje que
empleamos en nuestra vida cotidiana, donde aparece como una red protectora,
¡qué no va a suceder cuando interviene la filosofía! Nietzsche ataca ferozmente
esa tendencia filosófica a creer que la razón de ser de todas las cosas tiene
necesariamente que estar fuera de ellas, en realidades eternas y trascendentes.
Este hábito del pensamiento es especialmente dañino cuando se refiere a valores
o criterios que determinan nuestra relación con el mundo. Porque logra hacernos
olvidar que nociones como lo verdadero o lo bueno son ficciones arbitrarias
creadas por nosotros mismos para que la vida nos resulte más fácil. El
nihilismo surge cuando nos percatamos de esta situación, es decir, cuando eso
que llamábamos valores supremos dejan de ser válidos para nosotros. Los ateos
que Nietzsche describe en La gaya ciencia han asesinado a Dios, pero siguen
aferrados a la idea de que la vida tenga necesariamente un sentido. En el fondo,
se niegan a aceptar ese mundo que viene después de la muerte de Dios. No son
conscientes del paso que todavía deben dar. Esta será la verdad que Nietzsche
predicará en Así habló Zaratustra. El superhombre se convertirá en la exigencia
más poderosa del mundo: el emblema de una vida que, alejada de todo ideal,
realmente se quiere a sí misma.
Nemrod Carrasco Nicola
Viaje al centro de la filosofía, página 246
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