Llevo ya casi veinte años dedicada a estudiar los shocks a
gran escala que sacuden a las sociedades: cómo se producen, cómo los explotan
los políticos y las grandes empresas, y cómo incluso se agravan deliberadamente
a fin de sacar provecho de una población desorientada. También he dado
testimonio de la otra cara de este proceso: cómo las sociedades que se unen en
torno al entendimiento de una crisis compartida pueden cambiar el mundo para
mejor.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 4
La expresión «doctrina del shock» describe la táctica,
sumamente brutal, de utilizar sistemáticamente la desorientación del público
que trae consigo un shock colectivo —guerras, golpes de Estado, ataques
terroristas, desplomes del mercado o catástrofes naturales— para impulsar
medidas radicales favorables a las grandes empresas, lo que suele denominarse
«terapia de choque» (shock therapy, en inglés).
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 6
Ahora ya no hay careta. Y nadie se molesta en fingir lo
contrario.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 9
Los pilares fundamentales del proyecto político y económico
de Trump son: la deconstrucción del Estado regulador; una ofensiva total contra
el Estado del bienestar y los servicios sociales (justificada en parte con un
discurso belicoso que instiga el miedo racial y ataca a las mujeres por ejercer
sus derechos); el desencadenamiento de una fiebre por los combustibles fósiles
nacionales (que pasa por ignorar los estudios científicos sobre el clima y
neutralizar gran parte de la burocracia gubernamental); y una guerra de
civilizaciones contra los inmigrantes y el «terrorismo islamista radical» (en
un número creciente de escenarios, nacionales y extranjeros). Además de suponer
una amenaza evidente para quienes ya son los más vulnerables, este proyecto
entraña una visión que generará con toda seguridad una ola tras otra de crisis
y shocks. Shocks económicos, a medida que estallen las burbujas del mercado,
infladas gracias a la desregulación; shocks de seguridad, cuando nos alcancen
las represalias por las políticas antiislamistas y las agresiones en el
exterior; shocks climáticos, al desestabilizar aún más el clima; y shocks
industriales, cuando se produzcan vertidos de los oleoductos y accidentes en
las plataformas petrolíferas, lo que tiende a ocurrir siempre que se cercenan
las normativas medioambientales y de seguridad. Todo esto es muy peligroso. Y
aún lo es más la forma en que es de prever que la Administración Trump
aproveche esos shocks para impulsar las medidas más radicales de su agenda. Una
crisis a gran escala —ya sea causada por un atentado terrorista o por un crac
financiero— brindaría probablemente un pretexto para declarar algún tipo de
estado de excepción o de emergencia, en el que dejarían de aplicarse las normas
ordinarias. Esto, a su vez, serviría de tapadera para impulsar aquellos
aspectos de la agenda de Trump que exigen una suspensión más amplia del núcleo
de las reglas democráticas, tales como su promesa de negar la entrada al país a
todos los musulmanes (no solo a los procedentes de determinados países), la
amenaza que hizo en Twitter de llamar a «los federales» para sofocar los
disturbios en las calles de Chicago, o su deseo evidente de imponer
restricciones a la libertad de prensa. Una crisis económica lo bastante
profunda le pondría en bandeja la excusa para desmantelar programas como el de
la Seguridad Social, que Trump ha prometido salvaguardar, pero cuya
desaparición llevan décadas deseando muchos de los que le rodean.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 10
No entramos en estado de shock solo porque ocurra algo gordo
y malo; además de gordo y malo, tiene que ser algo que todavía no entendamos.
Un estado de shock es lo que se produce cuando se abre una brecha entre los
acontecimientos y nuestra capacidad inicial para explicarlos. Cuando nos vemos
en esa situación, sin un discurso, sin nada a lo que agarrarnos, mucha gente se
vuelve vulnerable a que figuras de autoridad nos digan que hemos de tener miedo
unos de otros y renunciar a nuestros derechos en pro de un bien mayor.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 11
Si algo he aprendido de informar desde docenas de lugares
sumidos en una crisis, de la Atenas sacudida por la debacle de la deuda griega
a Nueva Orleans tras el huracán Katrina, pasando por Bagdad durante la
ocupación estadounidense, es esto: que es posible ofrecer resistencia a esas
tácticas. Para hacerlo, han de ocurrir dos hechos cruciales. Primero, hemos de
entender perfectamente cómo funcionan las políticas de shock y a qué intereses
sirven. Es esa comprensión la que nos permite salir rápidamente del estado de
shock y empezar a contraatacar. Segundo, e igualmente importante, tenemos que
contar una historia distinta de la que nos venden los doctores del shock, una visión
del mundo lo bastante convincente como para competir con la suya de igual a
igual. Esta visión, fundamentada en valores, ha de ofrecer una vía diferente,
lejos de shocks encadenados; una que se base en unirnos por encima de
divisiones raciales, étnicas, religiosas o de género, en vez de dejar que nos
enfrenten aún más, y en sanar el planeta en vez de desatar más guerras
desestabilizadoras y seguir contaminándolo. Y sobre todo, esa visión debe
ofrecer a quienes están sufriendo —por falta de trabajo, falta de asistencia
sanitaria, falta de paz, falta de esperanza— una vida tangiblemente mejor. No
estoy diciendo que sepa exactamente qué aspecto tiene esa visión. Intento
averiguarlo de la mano de todo el mundo, y estoy convencida de que solo se
puede alumbrar mediante un proceso genuinamente colaborativo, bajo el liderazgo
de los más maltratados por el sistema actual.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 13
«Sí» es el faro que evitará que nos extraviemos en las
tormentas que se avecinan.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 14
Lo que el gabinete de billonarios y milmillonarios de Trump significa
es un hecho muy sencillo: la gente que ya posee una proporción absolutamente
obscena de la riqueza del planeta, y cuya tajada se hace mayor año tras año
(las últimas cifras de Oxfam indican que ocho personas tienen tanto como la
mitad de la población mundial), está decidida a adueñarse de más todavía.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 22
Trump es un reflejo de las peores tendencias de las que
traté en No logo, desde desentenderse de las responsabilidades para con los
trabajadores de fabricar tus productos mediante una red de contratistas a
menudo abusivos, pasando por la insaciable necesidad colonizadora de marcar
cualquier espacio disponible con tu nombre.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 28
A los pocos meses de estrenarse la nueva Administración, The
New Yorker publicó en su portada una ilustración de Trump lanzando pelotas de
golf a la Casa Blanca, reventando una ventana tras otra. Es una imagen
chocante, en buena parte porque llama la atención sobre el hecho de que las
ventanas rotas no son las de Mar-a-Lago ni las de la Torre Trump, sino las de
la mansión de titularidad pública en la que la propia familia de Trump se ha resistido
tenazmente a vivir. Y esto apunta a una verdad espinosa. Con cada presunta
violación de la ética, con cada mentira descarada, con cada tuit delirante,
esta Administración deja más maltrecha y degradada la esfera de lo público. Aun
en el caso de que la corrupción (o la traición) acaben costándole a Trump la
Casa Blanca, lo que dejará tras de sí será una ruina, la prueba de la premisa
básica del proyecto político de Trump: que el Gobierno no es ya que sea una
ciénaga, es que es un lastre. Que no hay nada en él digno de protección. Que lo
privado es mejor que lo público. Y si todo eso es verdad, ¿por qué no demoler
el edificio antes de abandonarlo (en sentido figurado, ya que no literal)?
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 45
EN CIERTA OCASIÓN, le preguntaron a Ronald Reagan cómo era
eso de ser presidente después de haber sido actor, y supuestamente respondió:
«¿Cómo no va a ser actor un presidente?».
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 51
EL REY DEL EFECTO «DERRAME TELEVISADO»
La colonización de los canales televisivos por la llamada
«telerrealidad» en torno al cambio de siglo se produjo a una velocidad que
pocos podían haber predicho. En un visto y no visto, los norteamericanos
pasaron de hallar entretenimiento en series con un guion y unos mismos
personajes en situaciones dramáticas recurrentes semana tras semana y temporada
tras temporada, a ver programas aparentemente sin guion en los que el drama
resultaba del empeño de la gente por expulsarse unos a otros de la simulación de
realidad que se ofreciera al público en cada caso. Decenas de millones de
espectadores se quedaban pegados al televisor viendo cómo los participantes
iban votando la expulsión de alguno de la isla en Supervivientes, o
de la casa de Gran Hermano o, por último, cómo eran despedidos
por Donald Trump.
La secuencia tiene mucho sentido. La primera temporada de Supervivientes—cuyo éxito clamoroso dio lugar a un sinfín de imitaciones— se emitió en el año 2000. Es decir, dos décadas después de que Ronald Reagan y Margaret Thatcher metieran la directa con la «revolución del libre mercado» y su veneración de la codicia, el individualismo y la competencia como principios rectores de la sociedad. Ahora era posible vender como entretenimiento de masas el espectáculo de un grupo de personas volviéndose unas contra otras por un puñado de oro.
Todo en el género —las alianzas, las puñaladas por la espalda, el «solo puede quedar uno»— era desde el principio una especie de parodia del capitalismo. Sin embargo, hasta The Apprentice, al menos el pretexto era otro: cómo sobrevivir en la jungla, cómo pescar un marido, cómo convivir con compañeros de piso. Con la llegada de Donald Trump, la fachada desapareció. El tema de The Apprentice era explícitamente la carrera por la supervivencia en la «selva» despiadada del capitalismo actual.
El primer episodio comenzaba con un plano de un sin techo durmiendo al raso en la calle; en otras palabras, de un perdedor. A continuación, se veía a Trump en su limusina, viviendo el sueño americano: el ganador por excelencia. No había la menor ambigüedad en el mensaje: puedes ser el tío tirado en la acera o puedes ser Trump. A eso se reducía el sádico drama del programa: juega bien tus cartas y sé el afortunado ganador o sufre la humillación abyecta de que el jefe te abronque y luego te despida. Era todo un hito cultural: tras décadas de despidos colectivos, de degradación de las condiciones de vida y de normalización del empleo extremadamente precario, Mark Burnett y Donald Trump asestaban el golpe de gracia: convertían el acto de despedir a la gente en un entretenimiento de masas.
LA VIDA ES MUY PUTA
Cada semana, The Apprentice lanzaba a
millones de espectadores el reclamo publicitario central de la teoría del libre
mercado, diciéndoles que dar rienda suelta a su lado más egoísta e implacable,
de hecho, haría de ellos héroes, de los que crean puestos de trabajo y
alimentan el crecimiento. No seas buena persona, sé un cabronazo. Así es como
ayudarás a la economía y, lo que es más importante, a ti mismo.
En temporadas posteriores, la crueldad subyacente en el programa adquiría tintes aún más sádicos. El equipo ganador vivía en una lujosa mansión, bebiendo champán en tumbonas hinchables en una piscina, llevados en limusinas a conocer a famosos. Al equipo perdedor lo deportaban a tiendas de campaña en el patio trasero, apodado «el camping Trump».
Los de las tiendas, a quienes Trump se refería jocosamente como «los pelaos», no tenían luz eléctrica, comían en platos de cartón y dormían con los aullidos de los perros como ruido de fondo. Espiaban a través de un claro del seto para ver de qué decadentes maravillas disfrutaban los montaos. En resumidas cuentas, Trump y Burnett habían creado deliberadamente un microcosmos de la muy real y cada vez mayor desigualdad del mundo exterior, con las mismas injusticias que enfurecían a muchos votantes de Trump; solo que aquí jugaban a esas desigualdades por diversión, convirtiéndolas en un espectáculo deportivo (la cosa tenía un leve aire a Los juegos del hambre, aunque limitado por las restricciones impuestas por la cadena a la exhibición de violencia no simulada). En un programa, Trump decía al equipo del camping que «la vida es muy puta», y que más les valía hacer todo lo posible por pisotear a los perdedores y convertirse en ganadores, como él.
Lo interesante de esta pieza en concreto sobre la guerra de clases televisada, emitida en 2007, es que la pretensión que se vendía a generaciones anteriores —que el capitalismo crearía el mejor de los mundos posibles— brilla por su ausencia. No: este es un sistema que produce unos pocos grandes ganadores y legiones de perdedores, con lo que más vale asegurarse por cualquier medio de que se está en el equipo ganador.
Esto refleja el hecho de que, desde hace ya una década larga, el flanco ideológico e intelectual del proyecto neoliberal atraviesa una profunda crisis. En 2016, Credit Suisse ha calculado que la riqueza total que hay en el mundo es de aproximadamente 256.000 millones de dólares…, repartidos de forma abrumadoramente desigual: «Mientras que la mitad más pobre de la población posee en conjunto el 1% de la riqueza global, el 10 % más rico es dueño del 89 % de todos los activos del mundo». Y eso explica que apenas quede gente mínimamente seria dispuesta a argumentar, sin que les entre la risa, que dar más a los ricos sea la mejor manera de ayudar a los pobres. El gancho de Trump siempre ha sido otro. Desde un principio fue: «Yo haré de ti un ganador; y juntos podemos aplastar a los perdedores».
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 51
Merece la pena recordar que el salto de Trump al estatus de
celebridad nacional se produjo a resultas, no de un acuerdo inmobiliario, sino
de un libro sobre cómo llegar a acuerdos inmobiliarios. El arte de la
negociación, que se anunció como revelador de los secretos para alcanzar una prosperidad
financiera fabulosa, se publicó en 1987: el apogeo de la era Reagan.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 54
Mucho antes del ascenso de Trump, las elecciones habían ido
derivando hacia un entretenimiento informativo en los noticiarios de la
televisión por cable. Lo que hizo Trump fue incrementar exponencialmente el
factor de entretenimiento, y en consecuencia sus cuotas de audiencia. Como
veterano del formato, entendía que si las elecciones se habían convertido en
una forma de reality televisivo, ganaría quien mejor supiera competir (que no
es lo mismo que el mejor candidato). Tal vez no ganara la votación final, pero
como mínimo ganaría una amplísima cobertura informativa, lo que desde el punto
de vista de la imagen de marca sigue siendo una victoria. Como dijo el propio
Trump cuando estaba considerando presentarse como candidato presidencial en
2000 (cosa que al final no hizo): «Es muy posible que fuera yo el primer
candidato a presidente que entra en campaña y gana dinero con ello».
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 56
Trump no se limitó a aplicar a la política electoral su
dominio de la telerrealidad; lo combinó con otro género de entretenimiento de
gran éxito, igualmente basado en una representación fingida y caricaturesca de
la realidad: la lucha libre profesional. Sobre la fascinación de Trump por la
lucha libre, todo cuanto se diga es poco. Ha intervenido él mismo (el jefe
superrico) en apariciones en la World Wrestling Entertainment (WWE) al menos
ocho veces, que han bastado para granjearle un lugar en el Salón de la Fama de
la WWE. En una «batalla de los multimillonarios», fingió aporrear al magnate de
la lucha libre Vince McMahon y luego celebró su victoria afeitando públicamente
la cabeza de McMahon entre los vítores de la multitud. También lanzó miles de
dólares en billetes al público de fanes desgañitados. Ahora, ha incorporado a
su gabinete a la expresidenta de la WWE, Linda McMahon (la mujer de Vince),
nombrándola directora de la agencia gubernamental para la pequeña empresa; un
detalle que ha pasado desapercibido entre el diluvio informativo cotidiano.
Al igual que The Apprentice, la carrera colateral de Trump
en la lucha libre le dio a conocer a una audiencia masiva (en estadios, en
televisión y en Internet) y le granjeó simpatías. Puede que, como fenómeno
cultural, la lucha libre profesional esté fuera del radar de la mayoría de los
votantes progresistas, pero la WWE genera casi mil millones de dólares de
ingresos anuales. Y Trump cosechó algo más que votos con esa experiencia:
cosechó también unos cuantos trucos.
Como señalaba Matt Taibbi en Rolling Stone, toda la campaña
de Trump tuvo un decidido aire a WWE. Sus confrontaciones con otros candidatos,
concienzudamente calculadas, eran pura lucha libre en estilo, en particular la
forma en que repartía motes insultantes (el Pequeño Marco, Ted el Mentiroso). Y
sobre todo su forma de actuar en los mítines como el maestro de ceremonias de
un combate, sin escatimar insultos y cánticos pasados de rosca («¡Que la
encierren!»; «¡Killary!») ni dejar de dirigir la furia de los asistentes hacia
los señalados como villanos de la contienda: periodistas y manifestantes.
Quienes acudían desprevenidos a esos eventos salían conmocionados, sin saber
muy bien qué había pasado. Lo que había pasado era que acababan de asistir a un
extraño cruce de combate de lucha libre y concentración de supremacistas
blancos.
La telerrealidad y la lucha libre profesional tienen en
común un par de cosas: que son formas de entretenimiento de masas relativamente
nuevas en la cultura norteamericana, y que ambas establecen una curiosa
relación con la realidad, que es a un tiempo fingida y, sin embargo, genuina en
cierto modo.
En la WWE, todos los combates están amañados, todo el mundo
sabe que están ensayados. Pero eso no impide que la gente los disfrute
exactamente igual. El hecho de que todo el mundo esté en el ajo, de que los
vítores y los abucheos formen parte del espectáculo, aumenta la diversión. El
artificio no es un inconveniente: es que se trata de eso.
La lucha libre y la telerrealidad explotan ambas la
espectacularidad de las emociones extremas, del conflicto y del sufrimiento.
Ambas exigen que haya gente chillándose y tirándose de los pelos, y, en el caso
de la lucha libre, dándose palizas de muerte. Pero a la vez, mientras lo ves,
sabes que no es real, así que no tienes por qué alarmarte; puedes tomar parte
en el drama sin tener que sentir ninguna empatía. Nadie llora cuando vapulean y
humillan a los luchadores, igual que no se suponía que hubiéramos de llorar por
los concursantes de The Apprentice cuando Trump los despedía o humillaba. Son
ámbitos seguros en que reírse del sufrimiento. Y todo era parte de la
preparación del terreno para ese Igor de todo lo falso, Donald Trump. Miembros
dislocados falsos, combates falsos, telerrealidad falsa, noticias falsas y todo
un modelo de negocio falso.
Y ahora Trump ha implantado en su Administración esa misma
relación retorcida con la realidad. Anuncia que Obama ordenó que le pusieran
escuchas telefónicas igual que un luchador declara que va a aniquilar y a
humillar a su contrincante. Que sea verdad o no es lo de menos. Se trata de
enardecer a la multitud, forma parte de la comedia. Aunque The Apprentice ya no
se emita, y aunque Trump se haya retirado de su carrera en la WWE, el
espectáculo continúa. Y es un no parar.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 57
Si algo sabemos a ciencia cierta es que en el mundo de
Donald Trump los hechos objetivos no importan. Con Donald Trump no estamos
tanto ante la gran mentira como en las mentiras constantes. Sí, las dice
gordas, como cuando insinuó que el padre de Ted Cruz tuvo algo que ver con el
asesinato de JFK, o las que sostuvo durante años sobre el lugar de nacimiento
de Obama. Pero es la sarta incesante de mentiras —que como es sabido se nos
presentan como «datos alternativos»— lo que resulta más mareante. Según una
investigación de la revista Politico, es una táctica perfectamente deliberada:
«De todas las mentiras que dice el personal de la Casa Blanca, buena parte las
sueltan por puro deporte, más que para avanzar en el cumplimiento de un
programa de máximos», llegando incluso a competir por ver quién «cuela la trola
más gorda a la prensa». Aunque estas alegaciones están basadas en fuentes
anónimas, y por tanto podrían ser mentira también, la historia encaja con lo
que sabemos de Trump: ¿de qué vale alcanzar la cima del poder si no puedes
doblegar la realidad a tu voluntad? En el mundo de Trump, y conforme a la
lógica interna de su marca, mentir impunemente es parte integral de lo que
supone ser el gran jefe. Lo de estar sometido a hechos inalterables y aburridos
es para perdedores.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 61
Por descontado que el exitoso intento de Trump de vender a
sus votantes blancos de clase trabajadora el sueño de un resurgimiento
industrial acabará estrellándose con la realidad. Pero lo más preocupante es lo
que vaya a hacer Trump entonces, una vez que no le sea posible ocultar el hecho
de que los empleos de la minería no van a volver, ni los empleos en fábricas
con sueldos que bastaban para que los trabajadores procuraran a sus familias un
nivel de vida de clase media. Con toda probabilidad, Trump volverá a recurrir a
los únicos instrumentos que aún le quedarían: redoblará sus esfuerzos por
enconar los ánimos de los trabajadores blancos contra los inmigrantes, azuzará
el miedo a la delincuencia negra, instigará una animadversión absurda hacia las
personas y los aseos transexuales y lanzará ataques aún más feroces a los
derechos reproductivos y a la prensa. Y, por supuesto, siempre le quedará la
guerra.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 63
Si hay un aspecto real en el festival de falsedades que es
la presidencia de Trump, es la avidez que la mueve. Su franca insaciabilidad. A
Trump le gusta explicar que no necesita más dinero, que de eso tiene de sobra.
Y sin embargo no puede evitar vender sus productos a cada ocasión, nunca pierde
comba. Es como si padeciera alguna oscura enfermedad moderna —llamémosla
desorden de marca de la personalidad— que le hace derivar a la promoción de su
marca casi sin querer. A lo mejor está pronunciando un discurso político y de
pronto se pone a ponderar lo hermoso y caro que es el mármol de los hoteles
Trump, o le dice a su entrevistador sin venir a cuento, mientras habla de cómo
ordenó un bombardeo letal sobre Siria, que el pastel de chocolate de Mar-a-Lago
es «el más bonito […] que hayas visto nunca». Esa avidez insaciable, ese vacío
interno, revela algo que es verdad: la profunda oquedad que hay en el corazón
de la cultura que ha engendrado a Donald Trump. Y esa oquedad está íntimamente
relacionada con el auge de las marcas de estilo de vida, el giro que dotó a
Trump de una plataforma que nunca deja de expandirse. El auge de las marcas
huecas —vender de todo, no poseer casi nada— se produjo a lo largo de unas
décadas en las que entraron en franco declive las instituciones fundamentales
que antes daban a los individuos un sentimiento de comunidad y de identidad
compartida: barrios con gran cohesión social, donde las personas se cuidan unas
a otras; grandes locales de trabajo que encerraban la promesa de un empleo para
toda la vida; espacio y tiempo para que la gente común hiciera su propio arte,
en vez de limitarse a consumirlo; religiones organizadas; movimientos políticos
y sindicatos sólidamente asentados en relaciones interpersonales; medios de
comunicación al servicio del interés público, que luchaban por unir a las
naciones mediante un diálogo de todos. Todas estas instituciones y tradiciones
eran y son imperfectas, a menudo muy imperfectas. Dejaban fuera a mucha gente,
e imponían con frecuencia un conformismo insano. Pero es verdad que ofrecían
algo que los seres humanos precisamos para nuestro bienestar, y que nunca
dejamos de anhelar: comunidad, interrelación, la sensación de tener una misión
más grande que nuestros atomizados deseos inmediatos. Esas dos tendencias —el
declive de las instituciones comunitarias y la expansión de las marcas
corporativas en nuestra cultura— han tenido a lo largo de las décadas una
relación de reciprocidad inversa entre sí, como de balancín: a medida que
aquellas instituciones que nos proporcionaban ese sentimiento esencial de
pertenencia bajaban, el poder de las marcas comerciales subía. Siempre he
hallado consuelo en esa dinámica. Significa que aunque este mundo de marcas
nuestro pueda explotar la necesidad insatisfecha de formar parte de algo más
grande que nosotros, nunca puede satisfacerla de modo permanente: hacemos una
compra para formar parte de una tribu, de una gran idea, de una revolución, y
nos sentimos bien durante un rato, pero la satisfacción se esfuma casi antes de
habernos deshecho del embalaje de ese nuevo par de zapatillas, de ese último
modelo de iPhone o del sucedáneo que sea. Y entonces hemos de dar con una forma
de volver a llenar el vacío. Es la fórmula perfecta para el consumo sin fin y
la automercantilización perpetua a través de las redes sociales, y es una
catástrofe para el planeta, que no puede sostener esos niveles de consumo. Pero
nunca está de más recordarlo: lo que está en el corazón de este ciclo es esa
poderosísima fuerza, el anhelo humano de comunidad e interrelación, que nunca
va a desaparecer. Y eso quiere decir que aún hay esperanza: si reconstruimos
nuestras comunidades y empezamos a obtener de ellas más sentido y la sensación
de tener una buena vida, muchos seremos menos vulnerables a los cantos de
sirena del consumismo descerebrado (y, ya puestos, puede que hasta dediquemos
menos tiempo a producir y retocar nuestras marcas personales en las redes
sociales).
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 65
Un planeta limpio y lleno de fuerza es un derecho de
nacimiento de todos los seres vivos.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 71
LO QUE LOS CONSERVADORES ENTIENDEN DEL CALENTAMIENTO GLOBAL…
Y LOS PROGRESISTAS NO
Durante muchos años, me preguntaba por qué había gente tan
empeñada en negar el calentamiento global. A primera vista, resulta extraño.
¿Por qué iba nadie a esforzarse tanto en negar los datos científicos que
respaldan el 97 % de los climatólogos, y cuyos efectos podemos apreciar a
nuestro alrededor y que se vuelven a confirmar en las noticias que consumimos a
diario? Esa pregunta me llevó a hacer un viaje que dio lugar a mi libro Esto lo
cambia todo, y creo que parte de lo que descubrí al escribirlo puede ayudarnos
a comprender por qué el vandalismo climático es fundamental para la
Administración Trump.
Lo que descubrí es que cuando los conservadores de la línea
dura niegan el cambio climático no solo están defendiendo las riquezas —con un
valor de billones— que se ven amenazadas por la acción contra el cambio
climático. También defienden algo que para ellos es más preciado aún: todo un
proyecto ideológico —el neoliberalismo— que sostiene que el mercado siempre
tiene razón, que su regulación siempre es un error, que lo privado es bueno y
lo público es malo, y que lo peor de todo son los impuestos destinados a
sostener servicios públicos.
Hay mucha confusión en torno al término neoliberalismo y a
quiénes son neoliberales. Y es comprensible que la haya. Así que analicémoslo.
El neoliberalismo es una forma extrema del capitalismo que empezó a imponerse
en la década de 1980, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, pero que viene
siendo la ideología imperante de las élites mundiales desde la década de 1990,
independientemente de su afiliación partidista. Aunque sus partidarios más
intransigentes y dogmáticos siguen estando donde nació el movimiento: en la
derecha estadounidense.
Neoliberalismo es la expresión taquigráfica de un proyecto
económico que denigra la esfera de lo público y cualquier cosa que no sea
producto, o bien del funcionamiento del mercado, o de las decisiones
individuales de los consumidores. Probablemente, lo que mejor lo resume sea
otra de las famosas frases de Reagan: «Las nueve palabras más aterradoras del
idioma inglés son: “Hola, soy del Gobierno y he venido a ayudarlos”». Según la
concepción neoliberal del mundo, los gobiernos existen para crear las
condiciones óptimas para que los intereses privados maximicen sus beneficios y
su riqueza, basándose en la teoría de que esos beneficios y el consiguiente
crecimiento económico favorecerán a todo el mundo en un goteo de arriba abajo…,
en última instancia. Si no funciona, y persiste o empeora la terca desigualdad
(como invariablemente sucede), entonces, según esta visión del mundo, eso tiene
que deberse al fracaso de los individuos y comunidades que sufren. Deben de
tener «una cultura del delito», pongamos por caso, o carecer de una «ética del
trabajo», o quizá sea que se resienten de la ausencia de una figura paterna, o
de alguna otra excusa con tintes raciales, por lo que la política gubernamental
y los fondos públicos jamás deben utilizarse para reducir las desigualdades,
mejorar las vidas de los ciudadanos o hacer frente a crisis estructurales.
Los instrumentos fundamentales de este proyecto son muy
conocidos: privatización de la esfera pública, desregulación de la esfera
corporativa e impuestos bajos a costa de recortes en los servicios públicos,
todo ello blindado mediante acuerdos comerciales favorables a los intereses de
las corporaciones. Es la misma receta en todas partes, independientemente del
contexto, la historia o los sueños y esperanzas de la gente que vive allí. En
1991, Larry Summers, que era entonces economista en jefe del Banco Mundial,
resumió el ethos: «Difundid la verdad: las leyes económicas son como las leyes
de la ingeniería. El mismo conjunto de leyes funciona en todas partes» (que es
por lo que a veces llamo al neoliberalismo «McGobierno»).
La caída del Muro de Berlín en 1989 se interpretó como el
disparo de salida para extender la campaña a escala mundial. Con el socialismo
en declive, parecía no haber ya necesidad de suavizar las aristas del
capitalismo en ningún sitio. En célebres palabras de Thatcher: «No hay alternativa»
(otra forma de verlo es pensar que el neoliberalismo no es más que el
capitalismo sin competencia, o el capitalismo tumbado en el sofá en camiseta y
diciendo: «¿Y qué vas a hacer, dejarme?»).
El neoliberalismo es un conjunto de ideas muy rentables, y
por eso a veces soy un poco reacia a describirlo como una ideología. Lo que es,
en el fondo, es una justificación de la codicia. Es lo que quería decir el
multimillonario estadounidense Warren Buffett cuando copó titulares por estas
declaraciones a la CNN: «Durante los últimos veinte años ha estado librándose
una guerra, y la ha ganado mi clase […], la clase adinerada». Se refería a las
inmensas rebajas fiscales que han disfrutado los ricos durante ese periodo,
pero podría hacerse extensivo al paquete completo de las políticas
neoliberales.
¿Y qué tiene esto que ver con la negativa generalizada de la
derecha a creer que el cambio climático ya está produciéndose, una negativa
encastrada en el gabinete de Trump? Pues mucho. Porque el cambio climático, y
más en un momento tan tardío, solo puede combatirse mediante una actuación
colectiva que ponga coto de manera fulminante al comportamiento de
corporaciones como Exxon Mobil y Goldman Sachs. Exige inversiones en el ámbito
público —en nuevas redes energéticas, transporte público y ferrocarriles
ligeros— en una escala nunca vista desde la Segunda Guerra Mundial. Y eso solo
puede hacerse subiendo los impuestos a las grandes fortunas y a las
corporaciones, la misma gente a la que Trump está decidido a obsequiar con generosísimas
rebajas fiscales, resquicios legales y una relajación normativa. Reaccionar al
cambio climático significa además dar a las comunidades libertad para que
privilegien a las industrias verdes locales, un proceso que suele chocar
directamente con los acuerdos de libre comercio que vienen siendo una parte
integral del neoliberalismo, y que prohíben por proteccionistas las normas que
favorecen la compra de productos de cercanía (Trump hizo campaña contra esas
partes de los tratados de libre comercio, pero, como veremos en el capítulo 6,
no tiene ninguna intención de rescindir dichas reglas).
En pocas palabras: el cambio climático hace saltar por los
aires el andamio ideológico en el que se apoya el conservadurismo
contemporáneo. Reconocer que el cambio climático va en serio es tanto como
reconocer el fin del proyecto neoliberal. Por eso la derecha se ha declarado en
rebeldía contra el mundo físico, en contra de la ciencia (lo que a su vez llevó
a cientos de miles de científicos de todo el mundo a tomar parte en abril de
2017 en la Marcha por la Ciencia, en defensa colectiva de un principio que, la
verdad, no debería ser necesario defender: que saber todo lo posible sobre
nuestro mundo es algo bueno). Pero hay una razón para que la ciencia se haya convertido
en campo de batalla: que está poniendo de manifiesto una y otra vez que la
actitud neoliberal de seguir haciendo negocio como si nada nos lleva de cabeza
a una catástrofe que amenaza nuestra subsistencia como especie.
Lo que el progresismo dominante lleva décadas diciendo, en
cambio, es que solo hace falta que retoquemos el sistema existente aquí y allá,
y todo irá bien. Podemos tener el capitalismo de Goldman Sachs y además paneles
solares. Pero el desafío es mucho más de fondo. Exige prescindir por completo
del manual de reglas del neoliberalismo y cuestionar la importancia capital del
aumento permanente del consumo en nuestra forma de medir el progreso económico.
En ese sentido, por tanto, los miembros del gabinete de Trump —con su necesidad
desesperada de negar la realidad del calentamiento global o quitar importancia
a sus implicaciones— han entendido algo que es fundamentalmente cierto: que
para evitar el caos climático tenemos que plantar cara a las ideologías
capitalistas que han conquistado el mundo desde la década de 1980. Si uno es el
beneficiario de dichas ideologías, es evidente que esa perspectiva no va a
hacerle ninguna gracia. Es comprensible. Pero es que el calentamiento global
tiene, de hecho, unas implicaciones radicalmente progresistas. Si es real (y es
patente que lo es), la clase oligárquica no puede seguir sembrando el caos sin
someterse a reglas. Detenerla ya es una cuestión de supervivencia colectiva de
la humanidad.
Si fracasamos, la muerte que presencié en la Gran Barrera de
Coral se extenderá a todos los rincones de nuestro común hogar en formas que
apenas podemos imaginar.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 85
Si hay una lección de conjunto que podamos aprender de la
ola de rencor que barre el mundo, bien podría ser esta: nunca, jamás, debemos
subestimar el poder del odio. Nunca subestimemos el atractivo de tener
autoridad sobre «el otro», ya se trate de los inmigrantes, los musulmanes, los
negros, los mexicanos, las mujeres o cualquier otra forma de alteridad.
Especialmente en tiempos de dificultades económicas, cuando mucha gente tiene
buenas razones para temer que el tipo de empleo con que se puede llevar una
vida digna está desapareciendo para siempre.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 91
En las elecciones presidenciales de 2016 pudimos oír el
rugir de hombres que creen que ellos y solo ellos tienen derecho a mandar (en
público, y también en privado, en la intimidad de una habitación cerrada). Uno
de los detalles más estremecedores acerca de los hombres que rodean a Trump y
le han apoyado de forma más notoria es cuántos de ellos han sido acusados de
golpear, acosar o abusar sexualmente de mujeres. La lista incluye a Steve
Bannon (cuya exmujer declaró ante la policía que abusaba de ella verbal y
físicamente; la denuncia fue desestimada porque la fiscalía no consiguió
localizarla para que testificara ante un juez); a Andrew Puzder, que fue el
primer candidato propuesto por Trump para la Secretaría de Trabajo, y cuya
mujer alegó, según actas judiciales, que le causó lesiones permanentes tras
«golpearla violentamente en la cara, el pecho, la espalda, los hombros y el
cuello, sin que mediara causa ni provocación», aunque posteriormente se
retractaría; Bill O’Reilly, por supuesto, uno de los adalides más poderosos de
Trump en los medios de comunicación; y Roger Ailes, que trabajó como asesor de
campaña de Trump después de que le obligaran a dejar Fox News tras ser acusado
de acoso sexual por más de dos docenas de mujeres, muchas de ellas compañeras suyas
en la cadena, y que, como el propio O’Reilly, negó luego las alegaciones. La
lista, en fin, estaría incompleta sin el propio Trump, que ha sido acusado por
numerosas mujeres, incluso ante los tribunales, de ataques y acoso sexuales
(denuncias todas ellas que él niega), y cuya primera mujer, Ivana, juró en una
declaración, según se publicó, que su marido la violó en 1989 (al igual que la
exmujer de Puzder, luego se retractó). No es que en el ala izquierda del
espectro político anden escasos de predadores sexuales, pero nunca antes
habíamos presenciado nada como la letanía de denuncias, acusaciones y silencios
comprados que rodea al círculo de los más próximos a Trump. Sean cuales sean
las acusaciones, siempre se estrellan contra un muro de desmentidos, de hombres
poderosos que responden por otros hombres poderosos, enviando al mundo el
mensaje de que no hay que creer a las mujeres. Tal vez nada de esto debiera
sorprendernos, a la vista de cuál es la marca de Trump: él es el jefe que hace
lo que le viene en gana, que coge cuanto quiere y a quien quiere; que se burla,
denigra y humilla a quien quiere y cuando quiere. Eso es lo que vende el
Mangante en Jefe. Y está claro que hay un mercado bastante amplio para ello.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 92
Este es un buen momento para recordar que lo de fabricar
falsas jerarquías basadas en la raza y el género para imponer un sistema de
clases despiadado viene de muy atrás.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 102
Este es un buen momento para recordar que lo de fabricar
falsas jerarquías basadas en la raza y el género para imponer un sistema de
clases despiadado viene de muy atrás. Nuestra moderna economía capitalista
nació gracias a dos subsidios sumamente sustanciosos: el robo de tierras
indígenas y el secuestro de personas africanas. Ambos requirieron la creación
de teorías intelectuales que ordenaran jerárquicamente el valor relativo de las
vidas y el trabajo humanos, situando a los hombres blancos por encima del
resto. Estas teorías de la supremacía blanca (y cristiana), sancionadas por las
iglesias y los Estados, hicieron posible que las civilizaciones indígenas
fueran en la práctica «invisibles» para los exploradores europeos: eran
percibidas visualmente pero no reconocidas como titulares de un derecho
preexistente sobre la tierra; y que continentes enteros abundantemente poblados
se calificaran legalmente como desocupados y sujetos por tanto a un absurdo
juego basado en la regla de «Quien lo encuentre se lo queda». Fueron esos
mismos sistemas de jerarquización humana los que se aplicaron para justificar
el secuestro en masa, el encadenamiento y la tortura de otros seres humanos
para obligarlos a trabajar esas tierras robadas, lo que llevó al recientemente
fallecido teórico político Cedric Robinson a describir la economía de mercado
que dio lugar al nacimiento de Estados Unidos no como capitalismo sin más, sino
como «capitalismo racial». El algodón que recolectaban los africanos
esclavizados fue el combustible que alimentó el despegue de la revolución
industrial. La capacidad de hacer de menos a la gente y a las naciones de piel
oscura para justificar así la rapiña de sus tierras y de su trabajo sentó sus
bases, y nada de ello habría sucedido de no ser por esas teorías de supremacía
racial que dieron una pátina de respetabilidad legal a todo un sistema en
quiebra moral. Dicho de otro modo, la economía siempre ha sido inseparable de
la «política identitaria», al menos en países coloniales como Estados Unidos.
Así que, ¿por qué habríamos de separarlas hoy?
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 102
Como afirma Michelle Alexander, abogada de derechos civiles,
en su libro The New Jim Crow (El color de la justicia[3]), las políticas de
jerarquía racial han sido cómplices omnipresentes del sistema de mercado en su
evolución a lo largo de los siglos. Las élites estadounidenses han utilizado la
raza a modo de cuña para, dice, «diezmar una alianza multirracial de personas
pobres»; en primer lugar, ante las rebeliones de esclavos apoyadas por
trabajadores blancos, luego con las leyes de Jim Crow[4], y más adelante en la
llamada «guerra contra las drogas». Cada vez que estas coaliciones multiétnicas
han reunido poder suficiente para amenazar al poder corporativo, se ha
convencido a los trabajadores blancos de que sus verdaderos enemigos eran las
personas de piel más oscura, que les robaban «sus» empleos o amenazaban sus
vecindarios. Y no ha habido forma más efectiva de convencer a los votantes
blancos para que apoyaran la retirada de subvenciones a escuelas y transporte
público u otros beneficios sociales que decirles (por más que fuera mentira)
que la mayoría de los beneficiarios de esos servicios eran personas de piel
oscura, muchas de ellas «ilegales», que pretendían defraudar al sistema. En
Europa, la instigación del miedo a que los inmigrantes se queden con los
empleos, abusen de los servicios sociales y erosionen la cultura ha cumplido un
papel similar.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 103
En verdad, nada ha contribuido más a levantar nuestra actual
distopía corporativa que los esfuerzos persistentes y sistemáticos por poner a
los trabajadores blancos en contra de los negros, a los ciudadanos en contra de
los inmigrantes y a los hombres en contra de las mujeres. El supremacismo
blanco, la misoginia, la homofobia y la transfobia han sido las defensas más
potentes de las élites contra una democracia genuina. Una estrategia de «divide
y atemoriza», sumada a unas reglamentaciones cada vez más creativas que pongan
trabas crecientes para que puedan votar las minorías, es la única forma de
sacar adelante una agenda política y económica que beneficie a una mínima
porción de la población. La historia nos ha enseñado, además, que es mucho más
probable que los movimientos supremacistas blancos y fascistas —aunque puedan
estar siempre presentes en forma de rescoldos— den lugar a un incendio
descontrolado en épocas de dificultades económicas persistentes y declive
nacional. Esa es la lección de la República de Weimar en Alemania, que —asolada
por la guerra y humillada por unas sanciones económicas punitivas— se convirtió
en terreno abonado para el nazismo. Esa advertencia debería haber resonado a
través de los siglos. Tras el Holocausto, el mundo se unió en el intento de
crear unas condiciones que impidieran que la lógica genocida volviera a
instalarse jamás en el poder. Eso fue, junto a una considerable presión
popular, lo que sentó las bases de unos programas sociales generosos por toda
Europa. Las potencias occidentales abrazaron el principio de que la economía de
mercado debe garantizar a los ciudadanos la suficiente dignidad para que no se
lancen a buscar cabezas de turco o cedan a ideologías extremas. Pero todo eso
se ha desechado, y estamos permitiendo que hoy se reproduzcan unas condiciones
que guardan similitudes inquietantes con las de la década de 1930. Desde la
crisis financiera de 2008, el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Comisión
Europea y el Banco Central Europeo (BCE) —lo que se conoce como la «troika»—
han forzado a un país tras otro a aceptar una «terapia de choque»: reformas del
estilo de mercado a cambio de unos fondos de rescate que necesitaban
desesperadamente. A países como Grecia, Italia, Portugal o incluso Francia, les
decían: «Claro, claro que os vamos a rescatar, pero solo a cambio de vuestra
humillación abyecta. Solo a cambio de que nos cedáis el control de vuestros
asuntos económicos, solo si delegáis en nosotros todas las decisiones
fundamentales, solo si privatizáis amplios sectores de vuestra economía,
incluidas algunas que se consideran capitales para vuestra identidad, como
vuestra riqueza en minerales. Solo si aceptáis recortes en los salarios, las
pensiones y la atención sanitaria». Se da aquí una amarga ironía, porque el FMI
se creó tras la Segunda Guerra Mundial con el mandato explícito de evitar el
tipo de castigo económico que tanto resentimiento propició en Alemania al
término de la Primera Guerra Mundial. Y, sin embargo, fue parte activa en el
proceso que contribuyó a crear las condiciones para que ganaran terreno
partidos neofascistas en Grecia, Bélgica, Francia, Hungría, Eslovaquia y tantos
otros países. Nuestro actual sistema financiero está extendiendo la humillación
económica por todo el mundo, precisamente con los mismos efectos sobre los que
el economista y diplomático John Maynard Keynes prevenía hace un siglo, cuando
escribió que si el mundo imponía a Alemania sanciones económicas punitivas, «la
venganza, me atrevo a aventurar, no se hará esperar».
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 104
Comprendo el afán por reducir la explicación de la victoria
de Trump a una causa o dos. Por decir que no es más que una expresión de las
fuerzas más feas presentes en Estados Unidos, que nunca desaparecieron y
saltaron rugiendo al primer plano en cuanto surgió un demagogo que se quitaba
la máscara. Por decir que es puramente una cuestión racial, la furia ciega por
la pérdida de los privilegios de los blancos. O por decir que puede atribuirse
exclusivamente al odio a las mujeres, dado que el mismo hecho de que Hillary
Clinton pudiera ser derrotada por una figura tan vil e ignorante como Trump es
una herida que, para un gran número de mujeres, costará sanar. Pero reducir la
crisis actual a solo uno o dos factores con exclusión de todos los demás no nos
va a llevar más cerca de comprender cómo podemos vencer a esas fuerzas, ahora o
en la próxima ocasión. Si no somos capaces de mostrar un poquito de curiosidad
por cómo todos esos elementos —raza, sexo, clase, economía, historia, cultura—
se han entrelazado para generar la crisis actual, seguiremos, en el mejor de
los casos, encallados en el mismo punto en que estábamos antes de la victoria
de Trump. Y no era un punto que ofreciera ninguna seguridad. Porque, ya antes
de Trump, teníamos una cultura que trata como basura tanto a las personas como
al planeta. Un sistema que exprime a los trabajadores toda una vida de trabajo
y luego los desecha sin protección alguna. Que trata a millones de personas,
excluidas del acceso a oportunidades económicas, como desperdicios que hay que
arrojar a las cárceles. Que trata al Gobierno como un recurso que explotar en
pro del beneficio privado, dejando ruinas detrás. Que trata la tierra, el agua
y la atmósfera que sostienen la totalidad de la vida como poco más que una
cloaca sin fondo.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 106
A menudo pienso que el neoliberalismo es la apariencia que
tiene en política la ausencia de amor.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 107
A menudo pienso que el neoliberalismo es la apariencia que
tiene en política la ausencia de amor. La apariencia que presenta es la de
generaciones de niños, en su inmensa mayoría negros o morenos, criados en medio
de un paraje desolado, desatendido. La apariencia de las escuelas infestadas de
ratas de Detroit. La apariencia de las tuberías que destilan plomo y envenenan
los tiernos cerebros de los niños de Flint. La apariencia de las hipotecas
ejecutadas sobre hogares que se edificaron para que se cayeran a pedazos. La
apariencia de hospitales donde se mata de hambre a los enfermos y que parecen
más bien cárceles, y la de cárceles atestadas que son lo más parecido al
infierno que ha hecho la humanidad.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 107
La Administración de Trump no elige entre reforzar la ley y
el orden, atacar los derechos reproductivos de las mujeres, propiciar una
escalada de los conflictos en el extranjero, echar la culpa de los problemas a
los inmigrantes, desatar una fiebre de los combustibles fósiles y desregular de
cualquier otra forma la economía para favorecer a los superricos. Actúa en
todos esos frentes (y algunos más) simultáneamente, a sabiendas de que todos se
integran en el proyecto único de «hacer que América vuelva a ser grande».
Por eso mismo, cualquier oposición que aspire seriamente a
enfrentarse a Trump, o a otras fuerzas de extrema derecha como él que surgen
por todo el mundo, ha de entregarse a la tarea de recontar la historia de cómo
hemos llegado aquí, a esta peligrosa situación. Una historia que muestre de
forma convincente el papel desempeñado por las políticas de la división y de la
separación. División racial. División de clases. División de sexos. División de
la ciudadanía.
Y una falsa división entre la humanidad y la naturaleza.
Solo entonces se hará posible que nos unamos de verdad para
ganarnos el mundo que necesitamos.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 108
Si algo aprendimos de los años de Bush es que con decir no
no basta.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 121
La alegación de Trump de que él sabe cómo arreglar el país
porque es rico no es más que un eco burdo y vulgar de una idea peligrosa que
oímos repetir desde hace años: que Bill Gates puede acabar con los problemas de
África. O que Richard Branson y Michael Bloomberg pueden solucionar el cambio
climático.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 128
La principal lección del Brexit y de la victoria de Trump es
que los líderes que el electorado ve como representantes del fallido statu quo
neoliberal no son rivales para los demagogos y neofascistas. Solo un programa
progresista, audaz y auténticamente redistributivo puede ofrecer verdaderas
respuestas a la desigualdad y a las crisis de la democracia, canalizando al
mismo tiempo la indignación popular hacia quien la merece: aquellos que se han
beneficiado sin medida de la salida a subasta de toda riqueza pública: la
contaminación de la tierra, el agua y el aire; y la desregulación del ámbito
financiero. Tenemos que tener esto presente la próxima vez que se nos invite a
dar nuestro apoyo a un candidato en unas elecciones. En esta época de desestabilización,
suele ocurrir que los políticos del statu quo no estén a la altura de esos
objetivos. Por otra parte, las opciones que a primera vista pueden parecer
radicales, y hasta un poco arriesgadas, pueden resultar las más pragmáticas en
esta época tan volátil.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 136
EN OCASIONES, mientras ejercía de reportera en zonas de
catástrofe, me ha sobrevenido la inquietante sensación de que lo que estaba
presenciando no era una crisis momentánea que ocurría en un lugar concreto,
sino un vislumbre de nuestro futuro colectivo, un avance del destino que nos
espera a menos que demos un volantazo y cambiemos de dirección. A menudo,
cuando oigo a Trump hablar con el evidente deleite que lo invade cuando siembra
un ambiente de caos y desestabilización, pienso: «Esto ya lo he visto antes; lo
he visto en esos extraños momentos en los que parecía que un portal hacia
nuestro futuro colectivo se abría ante mí».
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 138
En un episodio especialmente surrealista, Bremer y el
Departamento de Estado recurrieron a un grupo de asesores rusos que, en su
país, habían experimentado funestamente con la «terapia del shock económico»,
la histeria liberalizadora y privatizadora infestada de corrupción que dio
lugar a la infame oligarquía del país. En la Zona Verde, los visitantes —entre
los que se encontraba Yegor Gaidar, conocido como el Doctor Shock de Rusia—
aleccionaban a los políticos iraquíes nombrados por Estados Unidos sobre la
importancia de reconstruir la economía íntegra y drásticamente, sin dudar,
antes de que la población de Irak se recuperara de la guerra. De haber tenido
voz y voto, los iraquíes jamás habrían aceptado estas políticas y, de hecho,
con el tiempo terminaron rechazando muchas de ellas. La situación de crisis
extrema fue lo único que hacía que el plan de Bremer fuera concebible.
De hecho, la abierta determinación de Bremer de sacar a
concurso los activos estatales de Irak con el pretexto de la crisis contribuyó
en gran medida a confirmar la percepción generalizada de que la invasión tenía
más que ver con liberar la riqueza de Irak para el beneficio de las empresas
extranjeras que con liberar al pueblo del despotismo. La violencia estalló por
todo el país. El Ejército de Estados Unidos y sus contratistas privados
respondieron con más violencia, más shocks. Una insondable cantidad de dinero
desapareció en el agujero negro de la economía de los contratistas, y pasó a
conocerse como «los millones perdidos de Irak».
Sin embargo, la impecable fusión del poder corporativo con
la guerra abierta no fue lo único que me recordaba al futuro distópico tantas
veces imaginado por la ciencia ficción y las películas de Hollywood. También
estaba el claro procedimiento mediante el cual se usaban las crisis para forzar
políticas que nunca habrían sido posibles en tiempos de normalidad. Fue en Irak
donde desarrollé la premisa para La doctrina del shock. En un principio, el
libro se iba a centrar únicamente en la guerra de Bush, pero entonces advertí
la presencia de las mismas tácticas (y los mismos contratistas como
Halliburton, Blackwater y Bechtel, entre otros) en zonas de catástrofe por todo
el mundo. Primero había una fuerte crisis —un desastre natural, un ataque
terrorista— y luego venía el bombardeo de políticas corporativistas. A menudo,
la estrategia de la explotación de la crisis se discutía abiertamente, sin
necesidad de oscuras teorías de la conspiración.
Al profundizar en el tema, me di cuenta de que esta
estrategia llevaba más de cuarenta años siendo la silenciosa aliada de la
imposición del neoliberalismo. Observé que las «tácticas de shock» siguen un
patrón claro: se espera a que ocurra una crisis (o, en algunos casos, como en
Chile o Rusia, se ayuda a instigarla), se declara un momento de lo que a veces
se denominan «políticas extraordinarias», se suspenden algunos o todos los
estándares democráticos y, sin dilación, se impone la lista de deseos de las
corporaciones. Al investigar constaté que, si los líderes políticos la
envuelven de la suficiente histeria, prácticamente cualquier situación
tumultuosa puede adoptar dicha función amortiguadora. Podría tratarse de un
hecho tan radical como un golpe militar, pero la crisis económica de un mercado
o una crisis presupuestaria también podrían servir. Por ejemplo, en plena
hiperinflación o frente al colapso de los bancos, las élites gobernantes del
país a menudo conseguían convencer a una población aterrorizada de la necesidad
de atacar los servicios de protección social o de pagar desorbitados rescates
para ayudar al sector financiero privado, ya que, según ellos, la alternativa
era un apocalipsis económico total.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 139
La primera vez que se emplearon las tácticas de shock al
servicio del neoliberalismo fue a principios de la década de 1970 en
Sudamérica, y todavía hoy se siguen utilizando para obtener concesiones de
«libre mercado» en contra de la voluntad popular.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 141
HAY QUE HACERLO RÁPIDO Y TODO A LA VEZ
En resumen, los impulsores acérrimos del libre mercado o
«libertarios» (como los multimillonarios hermanos Koch se describen a sí
mismos) gravitan hacia los momentos de cataclismo porque la realidad no
apocalíptica es un terreno inhóspito para sus ambiciones antidemocráticas.
Ser rápidos es de suma importancia, ya que los periodos de
shock son temporales por naturaleza. Igual que Bremer, los líderes ebrios de
shock y los que los financian procuran seguir el consejo que Maquiavelo da en
El príncipe: «Las injurias deben perpetrarse todas al a vez, a fin de que
sintiéndolas menos, ofendan menos». La lógica es bastante sencilla: las
personas reaccionan ante los cambios secuenciales o graduales; en cambio, si se
les acribilla con decenas de cambios provenientes de todos los flancos a la
vez, lo esperable es que la población no tarde en sentirse agotada y
sobrepasada y termine tomándose la amarga medicina (recordemos que Poland, en
su descripción de la terapia del shock, dice que transcurre en «años de
perro»).
La doctrina del shock causó controversia cuando se publicó
en 2007. En este libro, cuestioné la versión de color de rosa de la historia
con la que muchos hemos crecido: la versión según la cual los mercados
liberalizados y la democracia avanzaron de la mano durante la segunda mitad del
siglo XX. Pero resulta que la realidad es mucho más desagradable: la forma
extremista del capitalismo que ha reconfigurado el mundo durante este periodo
—a la que el Nobel en Economía Joseph Stiglitz ha calificado de
«fundamentalismo de mercado»— a menudo solo ha podido avanzar en contextos en los
que la democracia se había suspendido y las libertades individuales habían
sufrido profundas restricciones. En algunos casos, se mantuvieron controladas
las poblaciones sublevadas mediante el uso de la violencia extrema, incluyendo
torturas.
El economista Milton Friedman, ya fallecido, tituló su libro
más famoso Capitalismo y libertad, y en él presentaba la liberación de las
personas y la liberación de los mercados como las dos caras de la misma moneda.
A pesar de ello, el primer país en poner en práctica las ideas de Friedman sin
adulterar no fue una democracia, sino el Chile inmediatamente posterior al
golpe de Estado apoyado por la CIA que derrocó al presidente socialista
democráticamente electo Salvador Allende y puso en el poder a un dictador de extrema
derecha, el general Augusto Pinochet.
No ocurrió por accidente; sencillamente, esas ideas eran
demasiado impopulares como para ser implementadas sin la ayuda de un déspota de
mano dura. Es sabido que, cuando Allende ganó las elecciones de 1970, Richard
Nixon bramó: «Haced que la economía grite». Con Allende asesinado durante el
sangriento golpe de Estado, Friedman aconsejó a Pinochet que fuera firme en lo
referente a la transformación económica y le recomendó que usara el enfoque que
él había bautizado como «tratamiento de shock». Siguiendo el consejo del
reconocido economista y sus antiguos alumnos (conocidos en Sudamérica como «los
Chicago Boys»), Chile sustituyó su sistema de enseñanza pública por cupones y
escuelas chárter, convirtió la sanidad en un sistema de pago por servicio y
privatizó las guarderías y los cementerios (e hizo otras muchas cosas que los
republicanos estadounidenses llevan décadas persiguiendo). Y recordemos: todo
esto ocurrió en un país en el que la población se oponía especialmente a estas
políticas, puesto que, antes del golpe, había votado democráticamente por
políticas socialistas.
Durante este periodo se instauraron otros regímenes
similares en varios países de Sudamérica. Destacados intelectuales de la zona
establecieron una relación directa entre los tratamientos de shock económico
que empobrecieron a millones de personas y la epidemia de tortura sufrida por
cientos de miles de personas en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil que creían
en una sociedad más justa. Tal como dijo el fallecido historiador Eduardo
Galeano: «¿Cómo mantener esta desigualdad si no a través de descargas eléctricas?».
A Sudamérica se le administró una dosis especialmente alta
de estas formas hermanas de shock, aunque la mayoría de transformaciones hacia
el «mercado libre» no fueron tan sangrientas. Las transiciones políticas
radicales como el colapso de la Unión Soviética o el fin del apartheid en
Sudáfrica también usaron desconcertantes pretextos para sendas transformaciones
económicas neoliberales. Sin duda, el facilitador más frecuente ha sido la
crisis económica a gran escala, empleada una y otra vez para exigir campañas
radicales de privatización, liberalización y recortes de las redes de Seguridad
Social. Pero, en realidad, cualquier shock puede servir, incluyendo las
catástrofes naturales que requieren reconstrucciones a gran escala y, por
tanto, abren la puerta a la transferencia de territorio y recursos de los
vulnerables a los poderosos.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 144
La doctrina del shock representa todo lo opuesto a la forma
en que las personas decentes, cuando actúan según su propio criterio, tienden a
reaccionar ante un trauma generalizado; es decir, ofreciendo ayuda.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 146
El objetivo de la doctrina del shock es anular el impulso
humano de ayudar para poder aprovecharse de la vulnerabilidad de los demás con
la idea de maximizar la riqueza y las ventajas de una selecta minoría.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 147
Los lazos entre el Gobierno de Estados Unidos y el mundo
empresarial se remontan al año 1776 (varios de los padres fundadores provenían
de familias adineradas dueñas de plantaciones). La puerta giratoria lleva
girando desde entonces, sin que importe si el inquilino del Despacho Oval es
demócrata o republicano. Con Trump, la diferencia radica, como en tantas
ocasiones, en el volumen y el descaro.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 157
EL PLAN DE ACCIÓN DEL KATRINA
Antes de profundizar en el papel de Pence, es importante
recordar que, aunque el huracán Katrina suele calificarse de «catástrofe
natural», no hubo nada de natural en la forma en la que afectó a la ciudad de
Nueva Orleans. Cuando el Katrina alcanzó la costa del Misisipi en agosto de
2005, había pasado de ser un huracán de categoría 5 a uno de categoría 3,
todavía considerado devastador. Pero para cuando llegó a Nueva Orleans, ya
había perdido la mayor parte de su fuerza y había vuelto a bajar de categoría,
esta vez a la de «tormenta tropical».
Este dato es relevante porque una tormenta tropical no debería
haber podido abrirse paso a través de las barreras antiindundaciones de Nueva
Orleans. Sin embargo, el Katrina logró entrar porque los diques que protegen la
ciudad no resistieron. ¿Por qué? Ahora sabemos que, a pesar de haber sido
advertido del riesgo en repetidas ocasiones, el Cuerpo de Ingenieros del
Ejército había permitido que los diques cayeran en estado de abandono. Esta
falta de atención respondió a dos factores principales.
Uno de ellos fue la marcada indiferencia hacia las vidas de
las personas negras pobres, cuyos hogares en el Distrito 9 fueron los más
afectados por la negligencia que supuso no reparar los diques. Este hecho se
enmarca dentro del abandono generalizado de las infraestructuras públicas en
todo el país provocado directamente por décadas de políticas neoliberales. Y es
que cuando se libra una guerra por sistema contra la idea misma de la esfera
pública y el bien público, es natural que la espina dorsal pública de la
sociedad —carreteras, puentes, diques, redes de abastecimiento de agua— caiga
en tal estado de deterioro que con poco baste para que termine de desmoronarse.
Cuando se recortan los impuestos hasta el punto de que no hay dinero para
invertir en casi nada, excepto en la Policía y en el Ejército, ocurren estas
cosas.
La infraestructura física no fue lo único que falló en la
ciudad, especialmente para sus residentes más pobres, quienes, como en tantas
otras ciudades de Estados Unidos, son mayoritariamente afroamericanos. Los
sistemas humanos de respuesta ante catástrofes también fallaron, lo que
constituyó la segunda gran fractura. La rama del Gobierno federal que se
encarga de responder en momentos de crisis nacional de esta índole es la
Agencia Federal de Gestión de Emergencias, y los gobiernos estatales y
municipales también tienen un papel fundamental en cuanto a planes de acción y
de evacuación. Absolutamente todos los estratos del Gobierno fallaron.
La Agencia Federal de Gestión de Emergencias tardó cinco
días en facilitar agua y comida a la población de Nueva Orleans que se
encontraba en el estadio Superdome, habilitado como refugio de emergencia. Las
imágenes más desgarradoras mostraban a personas que, varadas en los tejados de
las casas y de los hospitales, sostenían carteles en los que se leía la palabra
AYUDA mientras veían cómo los helicópteros pasaban de largo. Se ayudaban unos a
otros como podían: se rescataban en canoas y botes, compartían la comida.
Pusieron en práctica esa hermosa capacidad humana que es la solidaridad y que
tan a menudo se intensifica en los momentos de crisis. Por su lado, las
autoridades hicieron todo lo contrario. Siempre recordaré las palabras de
Curtis Muhammad, coordinador de derechos civiles en Nueva Orleans durante
muchos años, quien dijo de esta experiencia: «Nos convenció de que nadie velaba
por nosotros».
Este abandono se desarrolló de una forma profundamente
desigual, y las líneas divisorias discurrieron por los surcos de las
diferencias de raza y de clase. Muchas personas pudieron abandonar la ciudad
por sus propios medios: se subieron al coche, se dirigieron a un hotel seco y,
desde allí, llamaron a sus agentes de seguros. Otros se quedaron porque
creyeron que las defensas contra las inundaciones resistirían. Pero muchos
otros se quedaron porque no tenían otra opción: no tenían coche, estaban
demasiado débiles para conducir o, simplemente, no supieron cómo reaccionar.
Ellos eran los que necesitaban que el sistema de evacuación y socorro
funcionara, pero no tuvieron esa suerte. Era como estar de vuelta en Bagdad,
donde algunos se refugiaban en sus Zonas Verdes privadas mientras muchos otros
se quedaban desamparados en la Zona Roja, donde lo peor todavía estaba por
llegar.
Abandonados en la ciudad, sin agua y sin comida, los más
necesitados hicieron lo que cualquiera habría hecho en su situación: coger
provisiones de las tiendas. Fox News y otros medios de comunicación
aprovecharon la ocasión para tachar a la población negra de Nueva Orleans de
«saqueadores peligrosos» que no tardarían en invadir las partes secas y blancas
de la ciudad, así como los suburbios y ciudades colindantes. En las paredes de
los edificios aparecieron pintadas en las que se leía: «Se disparará a los
saqueadores». Se instalaron controles para atrapar a las personas de las partes
inundadas de la ciudad. En el puente Danziger, la Policía abrió fuego contra
los residentes negros que avistaban (cinco de los agentes implicados terminaron
declarándose culpables, y la ciudad compensó a las familias afectadas en ese
caso y otros dos similares posteriores al Katrina con 13,3 millones de
dólares). Mientras tanto, había grupos de justicieros blancos armados que
patrullaban las calles buscando, tal como dijo un residente en un reportaje
escrito por el periodista de investigación A. C. Thompson, que expuso la
situación, «la oportunidad de cazar negros». Por lo visto, en la Zona Roja todo
vale.
Yo estuve en Nueva Orleans y vi con mis propios ojos la
intensidad de la presencia policial y militar, por no mencionar a las fuerzas
de seguridad privadas de empresas como Blackwater que llegaban directamente de
Irak. Se parecía mucho a una zona de guerra, donde los pobres y los negros
—cuyo único crimen era intentar sobrevivir— estaban en el punto de mira. Cuando
la Guardia Nacional llegó para organizar la evacuación total de la ciudad, lo
hizo con una agresividad y crueldad difíciles de comprender. Los soldados
apuntaban con sus ametralladoras a los residentes mientras estos se subían a
los autobuses, sin proporcionarles información alguna sobre adónde los
llevaban. Con frecuencia se separaba a los niños de sus padres.
Lo que vi durante la inundación me dejó perpleja; pero lo
que vi después del Katrina me turbó todavía más. Mientras la ciudad se
tambaleaba y sus residentes se dispersaban por todo el país, incapaces de
proteger sus propios intereses, surgió un plan para imponer a toda velocidad
una lista corporativista de deseos. Milton Friedman, a sus noventa y tres años
de entonces, escribió un artículo para The Wall Street Journal en el que dijo
lo siguiente: «La mayoría de los colegios de Nueva Orleans están en ruinas,
igual que los hogares de sus alumnos. Los niños están desperdigados por todo el
país. Es una tragedia, a la vez que una oportunidad para reformar drásticamente
el sistema educativo».
En la misma línea, Richard Baker, el entonces congresista
republicano de Luisiana, declaró: «Por fin hemos limpiado Nueva Orleans de sus
viviendas públicas. Nosotros no pudimos hacerlo, pero Dios sí». Yo me
encontraba en un refugio de evacuación cerca de Baton Rouge cuando Baker hizo tal
declaración. Las personas con las que hablé se quedaron anonadadas. Imagina que
te ves obligado a dejar tu hogar, a dormir en un camastro en un centro de
convenciones cavernoso, y que luego descubres que las personas que
supuestamente te representan dicen que la situación ha sido una especie de
intervención divina (porque parece ser que Dios tiene debilidad por los bloques
de pisos).
Baker logró su deseada «limpieza» de viviendas públicas. En
los meses posteriores a la tormenta, después de quitar del medio a los
residentes de Nueva Orleans —así como sus incómodas opiniones, su riqueza
cultural y sus fuertes arraigos—, miles de viviendas públicas, muchas de las
cuales mostraban solo daños mínimos a causa de la tormenta gracias a que se
encontraban en puntos altos de la ciudad, fueron demolidas y sustituidas por
bloques de pisos y casas adosadas cuyo precio resultaba inalcanzable para la
mayoría de los que habían vivido allí previamente.
Y aquí es donde Mike Pence entra en escena. Cuando el
Katrina asoló Nueva Orleans, Pence era el presidente del poderoso y fuertemente
ideológico Republican Study Committee (RSC, Comité de Estudio Republicano), un
caucus de legisladores conservadores. El 13 de septiembre de 2005, apenas
catorce días después de que se agrietaran los diques, y con algunas zonas de
Nueva Orleans todavía inundadas, el comité convocó una fatídica reunión en las
oficinas de la Fundación Heritage en Washington D. C. Liderado por Pence, el
grupo redactó una lista de «ideas favorables al mercado libre para responder
ante el huracán Katrina y al alto coste del gas», un conjunto de treinta y dos
pseudopolíticas de asistencia, todas ellas extraídas directamente del manual
del capitalismo del desastre.
Lo que más llama la atención es el compromiso de librar una
guerra sin cuartel contra las normas del trabajo y la esfera pública, lo que
resulta amargamente irónico, dado que fue precisamente el fracaso de la
infraestructura pública lo que convirtió el Katrina en una catástrofe humana.
Otro aspecto notable es la determinación de aprovechar cualquier oportunidad
para fortalecer la posición de la industria del petróleo y del gas. La
mencionada lista de ideas incluye recomendaciones para «suspender con carácter
inmediato las leyes de salario Davis-Bacon vigentes en las zonas de catástrofe»
(en relación a la ley que obliga a los contratistas federales a pagar un
salario mínimo); «convertir toda la zona afectada en una zona de libre empresa
sujeta a un impuesto fijo»; y «derogar o no aplicar las regulaciones
ambientales restrictivas […] que obstaculizan la reedificación».
El presidente Bush implementó muchas de esas recomendaciones
en la misma semana, aunque la presión a la que fue sometido terminó obligándole
a reinstaurar las normas de trabajo. Otra de las recomendaciones abogaba por
proporcionar a los padres cupones que pudieran usar en colegios privados y
escuelas chárter (colegios con ánimo de lucro subvencionados con dinero
recaudado de impuestos), una jugada que encaja a la perfección con la visión de
Betsy DeVos, la persona elegida por Trump para ocupar el cargo de secretaria de
Educación. En el plazo de un año, Nueva Orleans se convirtió en el sistema de
enseñanza más privatizado de Estados Unidos.
Pero eso no fue todo. A pesar de que los científicos
especializados en el medio ambiente han establecido una relación directa entre
la creciente intensidad de los huracanes y el aumento de las temperaturas de
los océanos, ello no impidió que Pence y su comité apelaran al Congreso para
que derogara las regulaciones medioambientales en la costa del Golfo,
autorizara la construcción de nuevas refinerías de petróleo en Estados Unidos y
diera luz verde a las «extracciones en el Refugio Nacional de Vida Silvestre
del Ártico». Es demencial. Después de todo, estas mismas medidas son la mejor
forma de aumentar las emisiones de gases de efecto invernadero, que constituyen
el factor de origen humano con mayor impacto en el cambio climático y provocan
tormentas todavía más brutales. Y, aun así, fueron inmediatamente defendidas
por Pence, y más adelante adoptadas por Bush, so pretexto de responder a un
huracán devastador.
Merece la pena detenernos brevemente para desentrañar las
implicaciones de todo esto. El huracán Katrina se convirtió en una catástrofe
en Nueva Orleans a causa de la combinación de unas condiciones climatológicas
extremas, posiblemente relacionadas con el cambio climático, y una
infraestructura pública insuficiente y abandonada. Es indiscutible que las supuestas
soluciones propuestas por el grupo entonces capitaneado por Pence iban a ser
responsables de exacerbar el cambio climático y debilitar la infraestructura
pública todavía más. Pero, por lo visto, tanto él como sus compañeros
simpatizantes del «mercado libre» estaban resueltos a llevar a cabo todas las
acciones que, sin duda alguna, provocarán nuevos Katrinas en el futuro.
Y ahora Mike Pence está en posición de trasladar esta visión
al resto de Estados Unidos.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 160
Explotar el clima de miedo con tal de embarcarse en una
guerra abierta en el extranjero es la forma más nefasta que tienen los
gobiernos de reaccionar de forma desmesurada ante los ataques terroristas. Que
el objetivo esté o no relacionado con los ataques terroristas no es
especialmente relevante: Irak no fue responsable del 11-S y aun así fue
invadido.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 177
Igual que es indudable que las políticas de seguridad
nacional y economía de Trump generarán e intensificarán cualquier crisis, los
pasos de la Administración dirigidos a aumentar la producción de combustibles
fósiles, invalidar la mayor parte de las leyes medioambientales del país y
tirar el Acuerdo de París sobre el clima por la ventana allanan el camino para
nuevos accidentes industriales a gran escala, sin mencionar las futuras
catástrofes climáticas. Existe un lapso de tiempo de aproximadamente una década
desde el momento en que el dióxido de carbono se libera a la atmósfera hasta
que se percibe el consiguiente calentamiento total, lo que significa que es
probable que las peores consecuencias climáticas provocadas por las políticas
de esta Administración no se adviertan hasta que ya no esté en el poder. Dicho
esto, ya hemos provocado tanto calentamiento que ningún presidente podría
llegar al fin de su legislatura sin tener que afrontar ninguna catástrofe
climática. De hecho, Trump no llevaba ni dos meses como presidente cuando tuvo
que gestionar los tremendos incendios de las Grandes Llanuras que provocaron
tantas muertes de ganado que un ganadero describió la situación como «nuestro
huracán Katrina». Trump no mostró particular interés en los incendios, y ni
siquiera les dedicó un tuit. Pero en cuanto la primera gran tormenta azote una
costa, veremos una reacción muy distinta por parte de un presidente que conoce
bien el valor de la propiedad frente al mar y a quien nunca ha importado otra
cosa que construir para el 1 %. Lo preocupante, naturalmente, es que se
repita la estafa del Katrina y los «miles de millones perdidos» de Irak, puesto
que los contratos asignados con prisas son ideales para la corrupción, y los
evacuados y los trabajadores son los que terminan pagando las consecuencias.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 186
Lo importante no es lo que afirmen creer sobre la ciencia
del cambio climático; lo importante es que ninguno de ellos parece mostrar
ningún tipo de preocupación sobre el cambio climático. Las primeras catástrofes
están ocurriendo mayoritariamente en las partes pobres del planeta con
poblaciones no blancas. Y para cuando de pronto una catástrofe azote alguna
nación occidental rica, la clase pudiente cada vez cuenta con más formas de
comprar una seguridad relativa. A principios de la legislatura de Trump, el
congresista republicano Steve King causó gran controversia al tuitear: «No
podemos restaurar nuestra civilización con bebés de otros»; un comentario muy
revelador en muchos sentidos. Al Partido Republicano no le preocupa el cambio
climático porque hay una gran cantidad de personas en posiciones de poder que
claramente piensan que serán «los bebés de otros» los que asumirán los riesgos,
unos bebés que no importan tanto como los suyos. Puede que no todos sean
negacionistas del cambio climático, pero a casi ninguno le preocupan las
catástrofes. Esta indiferencia es indicativa de una tendencia extremadamente
inquietante. En una era caracterizada por una desigualdad económica cada vez
mayor, gran parte de la cohorte de la élite se está rodeando de murallas, y no
solo físicas, sino también psicológicas, para desligarse mentalmente del
destino colectivo del resto de la raza humana. Este secesionismo de la especie
humana (aunque solo tenga lugar en sus cabezas) les da libertad para ignorar la
imperiosa necesidad de reaccionar al cambio climático y para concebir maneras
todavía más predatorias de beneficiarse de las catástrofes e inestabilidades
presentes y futuras. Nos estamos precipitando hacia el futuro que vislumbré en
Nueva Orleans y en Bagdad hace tantos años. Un mundo dividido en Zonas Verdes y
Zonas Rojas y centros clandestinos de detención para todos aquellos que no
cooperen. Un mundo encaminado hacia una economía del estilo Blackwater en la
que los actores privados se benefician de la construcción de muros, de la
vigilancia de la población, de la seguridad privada y de los controles
fronterizos privatizados.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 190
La «crisis migratoria» pone nerviosos a muchos, pero las
crisis que provocan las migraciones parecen no preocuparles tanto.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 191
AVIONES A REACCIÓN, DRONES Y BARCOS
Todo esto resulta especialmente irónico porque el cambio
climático ya ha agravado muchos de los conflictos responsables de las
migraciones. Por ejemplo, antes de que estallara la guerra civil en Siria, el
país atravesaba una de las sequías más severas jamás registradas que obligó a
aproximadamente un millón y medio de personas a trasladarse dentro del país.
Muchos ganaderos desplazados se establecieron en la ciudad fronteriza de Daraa,
donde casualmente se desató el alzamiento sirio en 2011. La sequía no fue el
único detonante de las tensiones, pero muchos analistas, incluyendo al antiguo
secretario de Estado John Kerry, están convencidos de que fue un factor
decisivo.
De hecho, si hacemos una lista de los focos de conflicto
actuales más intensos —desde los más sangrientos campos de batalla de
Afganistán y Pakistán hasta Libia, pasando por Yemen, Somalia e Irak—, es
evidente que, casualmente, son algunos de los lugares más cálidos y secos del
planeta. El arquitecto israelí Eyal Weizman ha situado en un mapa los objetivos
de los ataques occidentales con drones y ha hallado una «coincidencia
asombrosa». Los ataques se concentran intensamente en regiones en las que la
precipitación media anual es de unos doscientos milímetros; es tan poco que
hasta la más ínfima alteración en el clima podría provocar una sequía. En otras
palabras: estamos bombardeando los lugares más secos del planeta, que,
casualmente, resultan ser también los más desestabilizados.
En un informe del Ejército de Estados Unidos publicado por
el Centro de Análisis Navales hace una década se explicaba la cuestión sin
rodeos: «Siempre se ha asociado Oriente Medio con dos recursos naturales: el
petróleo (por su abundancia) y el agua (por su escasez)». En lo referente al
petróleo, al agua y a la guerra en Oriente Medio, ciertos patrones se han
evidenciado con el tiempo. En primer lugar, los reactores de combate persiguen
la abundancia de petróleo en la región, provocando escaladas de violencia y
desestabilidad. Después, aparecen los drones occidentales, que observan muy de
cerca la escasez del agua a medida que la sequía se mezcla con el conflicto. Y,
de la misma forma que las bombas aparecen por el petróleo y los drones aparecen
por la sequía, los barcos aparecen por ambos; barcos repletos de refugiados que
huyen de sus hogares asolados por la guerra y por la falta de agua en los
lugares más secos del planeta.
Y la misma capacidad para subestimar la humanidad del
«otro», la que justifica las muertes y las heridas de civiles provocadas por
las bombas y los drones, se está practicando sobre las personas de esos barcos
(o que llegan en autobús o a pie), considerando su seguridad como una amenaza y
su huida desesperada como una especie de ejército invasor.
El drástico crecimiento del nacionalismo de derechas, del
racismo contra los negros, de la islamofobia y de la supremacía blanca pura y
dura de la última década no se puede separar de la vorágine de reactores y
drones, barcos y muros. La única forma de justificar estos indefendibles
niveles de desigualdad es entregándose a las teorías de jerarquía racial que
nos cuentan la historia de que las personas que se quedan fuera de la Zona
Verde global se merecen su suerte, como cuando Trump etiqueta a los mexicanos
de violadores y «hombres malos», y a los refugiados sirios como terroristas de
incógnito; o cuando la famosa miembro del Partido Conservador de Canadá Kellie
Leitch propone que se evalúen los «valores canadienses» de los inmigrantes; o
cuando toda una sucesión de primeros ministros australianos justifican sus
siniestros campos de detención como una alternativa «humanitaria» a morir en el
mar.
Así es como se manifiesta la desestabilización global en
sociedades que nunca se han enfrentado a sus crímenes fundacionales; países que
han insistido en que la esclavitud y la apropiación de tierras indígenas no
fueron más que defectos de un pasado del que, dichos defectos aparte, se
enorgullecen. Y es que casi nada podría superar el modelo de Zonas Verdes y
Zonas Rojas de la economía de las plantaciones de esclavos, con sus cotillones
en la casa del amo a escasos metros de las torturas perpetradas en los campos,
y todo ello en las tierras indígenas brutalmente arrebatadas sobre las que se
construyó la riqueza de Norteamérica.
Lo que se está haciendo patente es que las mismas teorías de
jerarquía racial que justificaron las violentas apropiaciones de entonces con
la excusa de construir la era industrial están ahora resurgiendo de manera visible
en tanto que el sistema de riqueza y bienestar que construyeron empieza a
desintegrarse en múltiples frentes a la vez.
Trump es solo una manifestación temprana y mezquina de esa
desintegración. Pero ni está solo ni será el último.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 192
LA CRISIS DE LA IMAGINACIÓN
Al buscar una palabra para describir las enormes
discrepancias en los privilegios y la seguridad de los que se encontraban en la
Zona Verde y la Zona Roja de Irak, los periodistas solían terminar recurriendo
a ciencia ficción. Y es que lo era. Una ciudad amurallada donde la minoría rica
lleva una vida relativamente lujosa, mientras fuera las masas luchan entre sí
por salvar sus vidas: esta es, básicamente, la premisa inicial de cualquier
película distópica de hoy en día, desde Los juegos del hambre, donde un
decadente Capitolio se enfrenta a las desesperadas colonias, hasta Elysium, en
la que una elitista estación espacial con apariencia de balneario sobrevuela
una favela en ruinas y letal. Se trata de una visión estrechamente ligada a las
religiones occidentales dominantes, con sus grandiosas historias sobre enormes
inundaciones que limpian el mundo y sobre los pocos elegidos destinados a
empezar de nuevo. Es la historia de grandes incendios que lo arrasan todo, que
hacen arder a los descreídos y se llevan a los justos a una ciudad vallada en
el cielo. Hemos imaginado colectivamente el fin de nuestra especie en el que
unos ganan y otros pierden tantas veces que, ahora, una de nuestras tareas más
urgentes es aprender a imaginar otros finales posibles para la historia de la
humanidad, finales en los que podamos unirnos en tiempos de crisis, en lugar de
dividirnos, y abrir las fronteras en lugar de construir otras nuevas.
Porque todos somos ya conscientes de dónde estamos y hacia
dónde nos dirigimos. Estamos en una senda que lleva a un mundo repleto de
Katrinas, un mundo que confirma todas nuestras peores pesadillas sobre
catástrofes. Aunque existe una floreciente subcultura de ciencia ficción
utópica, la larga lista de libros y películas distópicos dirigidos al gran
público actualmente imaginan una y otra vez el mismo futuro dividido en Zonas
Verdes y Zonas Rojas. Pero el objetivo del arte distópico no es actuar como un
GPS temporal que muestre nuestro inevitable destino; su objetivo es avisarnos,
abrirnos los ojos, para que, al ver dónde nos lleva esta peligrosa senda,
podamos decidir dar un volantazo.
«Tenemos en nuestro poder construir un nuevo mundo». Lo dijo
Thomas Paine hace muchos años, resumiendo a la perfección el sueño de escapar
del pasado que constituye tanto el proyecto colonial como el sueño americano.
Sin embargo, lo cierto es que no tenemos el poder divino de la reinvención,
nunca lo hemos tenido. Debemos convivir con los desbarajustes y los errores que
hemos cometido, dentro de los límites de lo que nuestro planeta puede soportar.
Lo que sí está en nuestras manos es cambiarnos a nosotros mismos,
intentar corregir viejos errores y enmendar nuestra relación con los demás y
con el planeta que compartimos. Es precisamente esta misión sobre la que se
fundamenta la resistencia al shock.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 195
Las crisis pueden hacer que maduremos, evolucionemos y dejemos
las tonterías a un lado inmediatamente.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 198
Las tácticas del shock, al depender del desconcierto que los
rápidos movimientos causan sobre el público, suelen surtir justo el efecto
contrario al deseado en lugares en los que se conserva una fuerte memoria
colectiva sobre episodios anteriores en los que el miedo y el trauma se
utilizaron para minar la democracia. Dichos recuerdos se convierten en una
especie de amortiguador contra el shock, ya que proporcionan a las poblaciones
unos puntos de referencia compartidos que les permiten poner nombre a lo que
está ocurriendo y oponer resistencia.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 199
A finales de 2001 y principios de 2002, Argentina se
encontraba bajo el yugo de una crisis económica tan grave que dejó al mundo
entero perplejo. En la década de 1990, el país se abrió a la globalización
corporativa con tanta rapidez y esmero que el FMI lo ponía como ejemplo. Los
icónicos logotipos de bancos globales, cadenas hoteleras y restaurantes
estadounidenses de comida rápida relucían en el horizonte de Buenos Aires, y
sus centros comerciales eran tan modernos y lujosos que solían ser comparados
con París. En portada, la revista Time proclamó que la economía argentina era
un «milagro». Y entonces, el derrumbe. El Gobierno, inmerso en una vertiginosa
crisis de la deuda, intentó imponer una nueva ronda de medidas de austeridad
económica, y los resplandecientes bancos globales tuvieron que tapar las
ventanas y las puertas con tablones para evitar que los clientes se
precipitaran al interior para retirar todos sus ahorros. Hubo manifestaciones
por todo el país. En los barrios residenciales, los supermercados (propiedad de
cadenas europeas) fueron saqueados. Y, en medio de esta caótica situación,
Fernando de la Rúa, el entonces presidente de Argentina, apareció en
televisión, con la cara brillante por el sudor, para anunciar que el país
estaba siendo atacado por «grupos enemigos del orden que intentan sembrar
discordia y violencia». Declaró el estado de sitio de treinta días, lo que le
procuró el poder necesario para suspender toda una serie de garantías
constitucionales, entre ellas la libertad de prensa, y ordenó que nadie saliera
de casa. Muchos argentinos interpretaron las palabras del presidente como el
preludio de un golpe de Estado, lo que demostró que el presidente había
calculado terriblemente mal. La población de todas las edades conocía la
historia del país, incluyendo el hecho de que el pretexto que se había usado
para justificar el brutal golpe de Estado perpetrado por el Ejército en 1976
había sido, precisamente, la necesidad de restaurar el orden público contra
enemigos internos. La Junta Militar permaneció en el poder hasta 1983, y
durante esos años se llevó la vida de treinta mil personas. Movidos por la
determinación de no perder su país de nuevo, e incluso mientras De la Rúa
seguía en televisión ordenando a la población que se quedara en sus hogares,
decenas de miles de personas se reunieron en la famosa plaza del centro de
Buenos Aires, la plaza de Mayo. Muchas de ellas golpeaban cacerolas y sartenes
con cucharas y tenedores en una protesta sin palabras, pero ensordecedora
contra las instrucciones del presidente. Los argentinos no estaban dispuestos a
renunciar a sus libertades básicas en el nombre del orden. No de nuevo, no esta
vez. Y, entonces, la multitud encontró su voz, y un grito de rebeldía se levantó
por encima de las abuelas y los alumnos de instituto, los repartidores en
motocicleta y los trabajadores de fábrica desempleados, y se dirigió a los
políticos, a los banqueros, al FMI, a cualquier otro «experto» que afirmara
tener una fórmula mágica para asegurar la prosperidad y estabilidad de
Argentina: «¡Que se vayan todos!». Los manifestantes permanecieron en la calle
incluso después de que varios manifestantes murieran en enfrentamientos con la
Policía. La cifra de personas que perdieron la vida en todo el país ascendió a
más de veinte. El caos era tal que el presidente se vio obligado a levantar el
estado de sitio y a huir del Palacio Presidencial en helicóptero. Ante el
nombramiento de un nuevo presidente, el pueblo se alzaba y le rechazaba con desprecio,
una vez tras otra, llegando a cambiar de presidente hasta tres veces en tres
semanas. Mientras tanto, sobre los escombros de la democracia de Argentina,
empezó a ocurrir algo extraño y maravilloso: los vecinos sacaban la cabeza por
las puertas de sus pisos y de sus casas y, ante la ausencia de un liderazgo
político o de un Gobierno estable, empezaron a hablar los unos con los otros. A
pensar juntos. Un mes más tarde, ya había aproximadamente doscientas cincuenta
«asambleas barriales» solo en el centro de Buenos Aires. Similar a Occupy Wall
Street, pero por todas partes. Las calles, los parques y las plazas estaban
abarrotadas de reuniones en las que la gente se quedaba hasta bien entrada la
madrugada planeando, discutiendo, testificando y votando sobre infinitas
cuestiones, desde si Argentina debería pagar sus deudas externas hasta la fecha
de la próxima manifestación, o cómo apoyar a un grupo de trabajadores que
habían convertido su fábrica abandonada en una cooperativa democrática. Muchas
de estas primeras asambleas tenían tanto de terapia de grupo como de reunión
política. Los participantes hablaban del aislamiento que sentían en una ciudad
de trece millones de habitantes. Los académicos y los comerciantes se
disculpaban por no haberse cubierto las espaldas unos a otros, los publicistas
admitieron que solían menospreciar a los trabajadores desempleados de las
fábricas, asumiendo que se merecían su suerte, sin llegar a imaginar nunca que
la crisis llegaría a afectar a las cuentas bancarias de la cosmopolita clase
media. Y las disculpas sobre los errores del presente pronto abrieron paso a
emotivas confesiones sobre hechos que acontecieron durante la dictadura.
Presencié cómo un ama de casa se puso en pie y admitió públicamente que, tres
décadas atrás, cuando se enteró del enésimo secuestro de un hermano o esposo
por parte de la Junta, aprendió a cerrar su corazón al sufrimiento, diciéndose:
«Por algo será». Trataban de entender, todos juntos, cómo habían llegado a
perder tanto en el pasado, y entablaron relaciones para evitar que esos errores
volvieran a repetirse jamás. Desde abajo, reescribieron la historia de una
nación. Los cambios políticos que surgieron del levantamiento de Argentina
estaban muy lejos de ser utópicos. El Gobierno que terminó restaurando la
democracia, liderado por Néstor Kirchner primero y luego por su mujer Cristina,
leyó a la perfección lo que ocurría en las calles y supo canalizar el espíritu
y las exigencias suficientes como para presidirlo durante más de una década con
un mandato progresista (aunque perjudicado por los escándalos). Hasta hoy, se
suceden los debates sobre cómo se podría haber sacado más provecho de ese
momento político único si los movimientos populares hubieran tenido un plan
listo para poder asumir el poder y gobernar de otra forma. Lo que es innegable
es que, al resistirse a los planes de austeridad de De la Rúa y desobedeciendo
sus órdenes de quedarse en casa, los argentinos se salvaron de años de sangría
económica
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 199
ESTE ES EL QUID de la cuestión: decir que no a las tácticas
del shock no suele bastar para detenerlas; hace falta algo más.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 218
CUANDO LA UTOPÍA NOS ECHA UNA MANO
He aquí una teoría: la interacción entre los sueños
idealistas y las victorias terrenales siempre ha estado en el centro de los
momentos de transformación profunda. Los avances logrados para los obreros y
sus familias tras la Guerra Civil y durante la Gran Depresión, así como en
materia de derechos civiles y medio ambiente en los años sesenta y principios
de los setenta del siglo pasado, no fueron meras reacciones ante una crisis u
otra. Fueron reacciones a crisis que ocurrieron en momentos en los que las
personas se atrevieron a soñar a lo grande, alto y claro, en público, con
auténticas explosiones de imaginación utópicas.
Los trabajadores en huelga de la Gilded Age (periodo
conocido en español como «la edad chapada en oro») de finales del siglo XIX,
enfurecidos por las enormes fortunas que algunos estaban amasando a expensas de
los trabajadores oprimidos, se inspiraron en la Comuna, el movimiento que logró
que la clase trabajadora de París gobernara la ciudad durante meses. Soñaban
con una «mancomunidad cooperativa», un mundo en el que el trabajo fuera un
elemento más de una vida equilibrada en la que se dispusiera de tiempo para
dedicar al ocio, a la familia y al arte. Las obras de ficción utópica
socialista, incluyendo Mirando atrás, de Edward Bellamy, encabezaron las listas
de las más vendidas (al contrario que actualmente, puesto que la ficción
distópica clásica —1984, de George Orwell, El cuento de la criada, de Margaret
Atwood y Eso no puede pasar aquí, de Sinclair Lewis— reapareció en las listas
de más vendidos a partir de la toma de posesión de Trump). Los organizadores de
la clase obrera durante la Gran Depresión estaban versados en Marx y W. E. B.
Du Bois, cuya visión era la de un movimiento panobrero capaz de unir a los
oprimidos para transformar un sistema económico injusto. Tal como el
historiador Robin D. G. Kelley ha escrito, el final del siglo XIX fue un
periodo de impulso para «los movimientos radicales, con líderes negros,
birraciales, democráticos y populistas».
Lo mismo ocurre con las victorias conquistadas con tanto
esfuerzo en la época de los derechos civiles. Fue el maravilloso sueño del
movimiento —articulado en la oratoria de Martin Luther King Jr. o en el
espíritu del Comité Coordinador Estudiantil No Violento—, que logró crear el
espacio necesario e inspirar a las bases para que se organizaran, lo que
finalmente llevó a lograr victorias tangibles. A finales de los años sesenta y
principios de los setenta, un fervor utópico similar —surgido de la revuelta
contracultural, en la que los jóvenes lo cuestionaron prácticamente todo— sentó
las bases de los avances en materia de feminismo, homosexualidad y medio
ambiente que habrían de seguir.
Nunca está de más recordar que el presidente Roosevelt
adoptó el New Deal en un momento en el que el activismo progresista y de
izquierdas era tan potente que las políticas del New Deal —que hoy serían
consideradas radicales— parecían ser la única forma de evitar una revolución a
gran escala. Y no se trataba de una amenaza vacía. Cuando Upton Sinclair, autor
de la relevadora novela La jungla, se presentó a gobernador de California en
1934, lo que se vivió fue la versión de la campaña de Bernie Sanders de su
época. Sinclair era partidario de una interpretación más de izquierdas del New
Deal, aduciendo que terminar con la pobreza pasaba por que el Estado costeara
la financiación completa de las cooperativas de trabajadores. Sumó casi
novecientos mil votos, pero se quedó a las puertas del cargo (si no te
explicaron este episodio en la clase de historia, seguramente no sea
casualidad; tal como el novelista checo Milan Kundera observó notoriamente: «La
lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido»).
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 226
Esta lucha no tiene fronteras; en todo el mundo, las
personas que llevan a cabo la sagrada tarea de proteger ecologías frágiles de
los ataques de la industria se enfrentan a guerras sucias. Según un informe de
la organización protectora de los derechos humanos Global Witness, «más de tres
personas fueron asesinadas semanalmente en 2015 mientras defendían sus tierras,
bosques y ríos, de industrias destructivas. […] Cada vez es más común que las
comunidades que oponen resistencia se encuentren en la línea de fuego de la
seguridad privada de las empresas, las fuerzas del Estado y un floreciente
mercado de asesinos a sueldo». Se estima que un 40 % de las víctimas son
indígenas.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 238
Al final, el movimiento de Standing Rock no logró detener la
construcción del oleoducto; al menos, no de momento. En una flagrante violación
de los tratados y de los derechos sobre la tierra, Trump revocó la decisión de
Obama con carácter inmediato y autorizó que la compañía —flanqueada por una
cantidad ingente de Policía militarizada— metiera la tubería por debajo del
lago Oahe sin el consentimiento de los siux de Standing Rock. Mientras escribo
estas líneas, el petróleo fluye por debajo del embalse de agua potable de la
comunidad, y el oleoducto podría reventar en cualquier momento. Esta atrocidad
se está impugnando en los tribunales, y se está ejerciendo una gran presión
sobre los bancos que financiaron el proyecto. De momento, ya se han retirado
unos ochenta millones de dólares de los bancos que invirtieron en el oleoducto.
Pero el petróleo sigue corriendo.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 239
Desde el descalabro financiero de 2008, he dado muchas
vueltas a qué debería ocurrir para que por fin extraigamos una auténtica
respuesta progresista popular a estas crisis a las que nos enfrentamos. Hubo un
momento en el que pensé que las informaciones basadas en datos científicos
sobre el cambio climático —si llegáramos a comprenderlos— podrían ser ese
catalizador. Después de todo, nada demuestra con mayor claridad que el sistema
actual está fallando: si se permite que todo siga como siempre, territorios
cada vez más extensos del planeta dejarán de ser habitables para la vida
humana. Y, como hemos visto, responder de forma eficaz al cambio climático
exige tirar a la basura el manual de economía corporativista que hemos estado
siguiendo —lo cual es una de las razones principales por las que tantas
ideologías de derechas niegan la realidad del cambio climático—. Por eso me
parecía que, así como los periodos posteriores al Crac de 1929 y a la Segunda
Guerra Mundial se convirtieron en momentos de grandes transformaciones
sociales, la crisis climática —es decir, la amenaza a la existencia de la
humanidad— también podría convertirse en la oportunidad del siglo para
implementar un cambio social y económico.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 243
Llevamos tantas décadas mirando a las musarañas que se nos
ha acabado el tiempo.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 244
La urgencia de la crisis del clima también nos da algo que
puede resultar muy útil a la hora de lograr grandes cambios: una fecha límite
sólida e inquebrantable basada en datos científicos. Porque, insisto, se nos ha
acabado el tiempo. Llevamos tantas décadas mirando a las musarañas que se nos
ha acabado el tiempo. Lo que significa que, si queremos tener la oportunidad de
evitar un calentamiento catastrófico, tenemos que iniciar una transición
económica y política ahora mismo.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 244
¿Qué pasaría si cambiáramos la naturaleza de la energía y
también la estructura de su propiedad?
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 254
Para tener la esperanza de cambiar el mundo, primero tenemos
que tener la voluntad de cambiarnos a nosotros mismos.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 271
MANIFIESTO «DAR EL SALTO»: LLAMAMIENTO A FAVOR DE UNA CANADÁ BASADA EN
EL CUIDADO MUTUO Y DE LA TIERRA
PARTIMOS DE LA PREMISA de que Canadá se enfrenta a la crisis
más profunda de su historia reciente.
La Comisión para la Verdad y la Reconciliación ha revelado
detalles estremecedores sobre la violencia ejercida durante el pasado reciente
de Canadá. La intensificación de la pobreza y la desigualdad constituyen una
cicatriz visible en el presente del país. Sus antecedentes en materia de cambio
climático constituyen un crimen contra el futuro de la humanidad.
Los hechos anteriores resultan perturbadores porque se
alejan drásticamente de los valores declarados por Canadá: respeto a los
derechos de los pueblos indígenas, internacionalismo, derechos humanos, diversidad
y gestión ambiental.
Hoy Canadá no es ese lugar, pero podría serlo.
Podríamos vivir en un país que se valiera solo de energías
renovables, interconectado gracias a un sistema de transporte público
accesible; un país en el que durante esta transición los puestos de trabajo y
las oportunidades se generen con el fin de eliminar de manera sistemática la
desigualdad racial y de género. El cuidado mutuo y del planeta podrían ser los
sectores de mayor crecimiento de la economía nacional. Muchas más personas tendrían
salarios más altos trabajando menos horas, lo que se traduce en una mayor
cantidad de tiempo para disfrutar de los seres queridos y desarrollarnos
plenamente en nuestras comunidades.
Somos conscientes de que no tenemos mucho tiempo para llevar
adelante esta transición: los climatólogos nos han advertido de que debemos
tomar medidas contundentes en esta década para prevenir un catastrófico
calentamiento global. Con pequeños pasos no vamos a llegar a donde debemos ir.
El salto debe partir del respeto a la titularidad y los
derechos inherentes de los cuidadores originarios de esta tierra. Las
comunidades indígenas han estado a la vanguardia en la protección de los ríos,
las costas, los bosques y las tierras sometidas a actividades industriales sin control.
Podemos fortalecer este papel y restablecer nuestra relación mediante la plena
implementación de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de
los Pueblos Indígenas.
Impulsados por los tratados que constituyen las bases
legales de este país y que nos comprometen a compartir la tierra «mientras
brille el sol, el pasto crezca y los ríos fluyan», queremos fuentes de energía
que perduren en el tiempo y nunca se agoten ni envenenen la tierra. Gracias a
los avances tecnológicos, ese sueño está al alcance de la mano. Las últimas
investigaciones demuestran que Canadá podrá obtener el ciento por ciento de su
electricidad a partir de recursos renovables en un plazo de dos décadas; para
el año 2050 podríamos tener una economía ciento por ciento limpia.
Exigimos que esa transición comience ahora mismo.
Ya no tenemos excusas para seguir construyendo nuevos
proyectos de infraestructuras que nos condenen a más décadas de extractivismo.
La nueva regla de oro del desarrollo energético debe ser: si no te gustaría
tenerlo en el jardín de tu casa, entonces no debe estar en el jardín trasero de
nadie. Esto es válido para los oleoductos y gasoductos, para el fracking en New
Brunswick, en Quebec y en la Columbia Británica, para el creciente tráfico de
petroleros frente a nuestras costas y para los proyectos mineros canadienses en
todo el mundo.
Ha llegado el momento de la democracia energética: no solo
creemos que debe haber cambios en nuestras fuentes de energía, sino que, donde
sea posible, las comunidades deberían controlar colectivamente esos nuevos
sistemas de energía.
Como alternativa a la sed de lucro de las compañías privadas
y la burocracia remota de algunas otras bajo control centralizado estatal,
podemos crear estructuras de propiedad innovadoras: gestionadas
democráticamente, que garanticen salarios dignos y mantengan los ingresos en
las comunidades donde tanto se necesitan. Además, los pueblos indígenas
deberían ser los primeros en recibir apoyo público para sus propios proyectos
de energías limpias, al igual que las comunidades que hoy enfrentan graves problemas
de salud debido a la actividad industrial contaminante.
Ese tipo de energías no solo iluminará nuestros hogares,
sino que también distribuirá la riqueza, fortalecerá la democracia y la
economía, y comenzará a curar las heridas que se remontan a la fundación de
este país.
El salto hacia una economía no contaminante genera
incontables oportunidades para conseguir «triunfos» similares. Queremos un
programa universal para construir hogares eficaces desde el punto de vista
energético, readaptar las viviendas actuales y garantizar que las comunidades y
barrios con ingresos más bajos se beneficiarán primero y recibirán capacitación
laboral y oportunidades que harán posible la reducción de la pobreza a largo
plazo. Queremos que se proporcione formación y otros recursos a los
trabajadores de sectores con altos niveles de emisión de carbono para asegurar
que estén en condiciones plenas de participar de una economía basada en
energías limpias. Esta transición debe contar con la participación democrática
de los propios trabajadores. Es posible unir cada comunidad de este país si
contamos con trenes de alta velocidad que utilicen energías renovables y con un
sistema de transporte público accesible, en lugar de utilizar más el coche, los
oleoductos y los trenes que explotan y que no hacen más que ponernos en peligro
y dividirnos.
Puesto que somos conscientes de que este salto empieza
tarde, necesitamos invertir en nuestras deterioradas infraestructuras públicas
para que puedan soportar sucesos climáticos extremos cada vez más frecuentes.
La transición a un sistema agrícola mucho más localizado y
ecológico podría ayudarnos a reducir la dependencia de los combustibles
fósiles, capturar carbono en el suelo y absorber shocks repentinos procedentes
de la oferta global, a la vez que produciría alimentos más saludables y
accesibles para toda la población.
Hacemos un llamamiento a la rescisión de todos los tratados
comerciales que obstaculizan nuestros intentos de reconstruir las economías
locales, regular las compañías y detener el daño que causan los proyectos
extractivos. Al restaurar el equilibrio de la balanza de la justicia,
deberíamos garantizar la condición de inmigrantes y la plena protección para
todos los trabajadores y las trabajadoras. Es necesario reconocer la
contribución de Canadá a los conflictos militares y al cambio climático
—principales impulsores de la crisis mundial de los refugiados—, y como parte
de ello acoger a refugiados y migrantes que llegan en busca de seguridad y una
vida mejor.
El paso hacia una economía en equilibrio con los límites de
la tierra también implica expandir los sectores de nuestra economía que ya son
de baja emisión de carbono: cuidado de personas, docencia, trabajo social,
artes y medios de comunicación de interés público. Siguiendo el ejemplo de
Quebec, la implementación de un programa de guarderías es una vieja deuda que
debe saldarse. Todas esas tareas, que realizan en gran parte las mujeres, son
el cimiento de la construcción de comunidades humanas y resistentes, y necesitamos
que nuestras comunidades sean lo más fuertes posible para que sean capaces de
afrontar el difícil futuro que ya nos hemos asegurado.
Dado que en la actualidad gran parte de los trabajos como
cuidador —ya sea de las personas o del planeta— no está remunerado, exigimos un
debate intenso sobre la introducción de un salario anual básico y universal.
Implementado por primera vez en Manitoba en la década de 1970, esta sólida red
de protección contribuiría a asegurar que nadie se vea obligado a aceptar trabajos
que amenacen el mañana de sus hijos para alimentarlos hoy.
Declaramos que la «austeridad» —que ha atacado
sistemáticamente a los sectores de baja emisión de carbono, como la educación y
la salud, a la vez que ha privado de recursos al transporte público e impuesto
privatizaciones irresponsables en el sector energético— es un tipo de
pensamiento fosilizado que se ha vuelto una amenaza para la vida en la Tierra.
El dinero que necesitamos para costear esta gran transformación está
disponible, solo deben ejecutarse las políticas adecuadas para liberarlo. Por
ejemplo, eliminar los subsidios a los combustibles fósiles, aplicar impuestos a
las transacciones financieras, aumentar los cánones sobre los recursos, subir
los impuestos a las corporaciones y a las personas de alto poder adquisitivo,
instaurar un impuesto progresivo al carbono, reducir el gasto militar. Todo lo
anterior está basado en un simple principio: «Quien contamina paga», y es muy
prometedor.
Una cosa está clara: la escasez pública en tiempos de
inusitada riqueza privada es una crisis fabricada, diseñada para apagar
nuestros sueños antes de que nazcan.
Esos sueños rebasan de largo los límites de este documento.
Hacemos un llamamiento a todos los que aspiran a un cargo político a aprovechar
esta oportunidad y responder a la urgente necesidad de transformación.
Convocamos asambleas públicas en todo el país en las que los residentes puedan
reunirse para definir democráticamente qué significa dar un salto genuino hacia
la economía del futuro en sus comunidades.
Inevitablemente, este renacimiento desde la base hacia
arriba conducirá a una renovación de la democracia en todos los estratos de
gobierno, mediante un trabajo rápido para pasar a un sistema en el que cada
voto cuente y se retire de las campañas políticas el dinero de las
corporaciones.
Es mucho trabajo para hacerlo todo a la vez, pero así son
los tiempos que nos toca vivir.
La caída del precio del petróleo ha aliviado
transitoriamente la presión de extraer combustibles fósiles tan rápido como lo
permitan las tecnologías de alto riesgo. Esta pausa en la expansión frenética
no debe verse como una crisis, sino como una bendición.
Ha dado a los canadienses un momento único para analizar en
qué nos hemos convertido, y decidirnos a cambiar.
Convocamos a todos los que aspiran a un cargo político a
aprovechar esta oportunidad y responder a la urgente necesidad de
transformación. Este es nuestro deber sagrado para con aquellos a quienes este
país ha perjudicado en el pasado, los que sufren innecesariamente en el
presente y todos los que tienen derecho a un futuro esperanzador y seguro.
Es el momento de atrevernos. Es el momento de dar el salto.
Naomi Klein
Decir NO NO basta, página 278
Decir NO NO basta, página 4
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Decir NO NO basta, página 9
Decir NO NO basta, página 10
Decir NO NO basta, página 11
Decir NO NO basta, página 13
Decir NO NO basta, página 14
Decir NO NO basta, página 22
Decir NO NO basta, página 28
Decir NO NO basta, página 45
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La secuencia tiene mucho sentido. La primera temporada de Supervivientes—cuyo éxito clamoroso dio lugar a un sinfín de imitaciones— se emitió en el año 2000. Es decir, dos décadas después de que Ronald Reagan y Margaret Thatcher metieran la directa con la «revolución del libre mercado» y su veneración de la codicia, el individualismo y la competencia como principios rectores de la sociedad. Ahora era posible vender como entretenimiento de masas el espectáculo de un grupo de personas volviéndose unas contra otras por un puñado de oro.
Todo en el género —las alianzas, las puñaladas por la espalda, el «solo puede quedar uno»— era desde el principio una especie de parodia del capitalismo. Sin embargo, hasta The Apprentice, al menos el pretexto era otro: cómo sobrevivir en la jungla, cómo pescar un marido, cómo convivir con compañeros de piso. Con la llegada de Donald Trump, la fachada desapareció. El tema de The Apprentice era explícitamente la carrera por la supervivencia en la «selva» despiadada del capitalismo actual.
El primer episodio comenzaba con un plano de un sin techo durmiendo al raso en la calle; en otras palabras, de un perdedor. A continuación, se veía a Trump en su limusina, viviendo el sueño americano: el ganador por excelencia. No había la menor ambigüedad en el mensaje: puedes ser el tío tirado en la acera o puedes ser Trump. A eso se reducía el sádico drama del programa: juega bien tus cartas y sé el afortunado ganador o sufre la humillación abyecta de que el jefe te abronque y luego te despida. Era todo un hito cultural: tras décadas de despidos colectivos, de degradación de las condiciones de vida y de normalización del empleo extremadamente precario, Mark Burnett y Donald Trump asestaban el golpe de gracia: convertían el acto de despedir a la gente en un entretenimiento de masas.
En temporadas posteriores, la crueldad subyacente en el programa adquiría tintes aún más sádicos. El equipo ganador vivía en una lujosa mansión, bebiendo champán en tumbonas hinchables en una piscina, llevados en limusinas a conocer a famosos. Al equipo perdedor lo deportaban a tiendas de campaña en el patio trasero, apodado «el camping Trump».
Los de las tiendas, a quienes Trump se refería jocosamente como «los pelaos», no tenían luz eléctrica, comían en platos de cartón y dormían con los aullidos de los perros como ruido de fondo. Espiaban a través de un claro del seto para ver de qué decadentes maravillas disfrutaban los montaos. En resumidas cuentas, Trump y Burnett habían creado deliberadamente un microcosmos de la muy real y cada vez mayor desigualdad del mundo exterior, con las mismas injusticias que enfurecían a muchos votantes de Trump; solo que aquí jugaban a esas desigualdades por diversión, convirtiéndolas en un espectáculo deportivo (la cosa tenía un leve aire a Los juegos del hambre, aunque limitado por las restricciones impuestas por la cadena a la exhibición de violencia no simulada). En un programa, Trump decía al equipo del camping que «la vida es muy puta», y que más les valía hacer todo lo posible por pisotear a los perdedores y convertirse en ganadores, como él.
Lo interesante de esta pieza en concreto sobre la guerra de clases televisada, emitida en 2007, es que la pretensión que se vendía a generaciones anteriores —que el capitalismo crearía el mejor de los mundos posibles— brilla por su ausencia. No: este es un sistema que produce unos pocos grandes ganadores y legiones de perdedores, con lo que más vale asegurarse por cualquier medio de que se está en el equipo ganador.
Esto refleja el hecho de que, desde hace ya una década larga, el flanco ideológico e intelectual del proyecto neoliberal atraviesa una profunda crisis. En 2016, Credit Suisse ha calculado que la riqueza total que hay en el mundo es de aproximadamente 256.000 millones de dólares…, repartidos de forma abrumadoramente desigual: «Mientras que la mitad más pobre de la población posee en conjunto el 1% de la riqueza global, el 10 % más rico es dueño del 89 % de todos los activos del mundo». Y eso explica que apenas quede gente mínimamente seria dispuesta a argumentar, sin que les entre la risa, que dar más a los ricos sea la mejor manera de ayudar a los pobres. El gancho de Trump siempre ha sido otro. Desde un principio fue: «Yo haré de ti un ganador; y juntos podemos aplastar a los perdedores».
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