Naomi Klein Doppelganger Un viaje al mundo del espejo



Un estado de shock es lo que nos ocurre —como individuos o como sociedad— cuando vivimos un acontecimiento súbito y sin precedentes para el que todavía no tenemos una explicación adecuada. En pocas palabras, un shock es el espacio que se abre entre un acontecimiento y los relatos que lo explican. Los humanos entendemos el mundo a través de relatos, y por eso los vacíos de significado tienden a generarnos mucha incomodidad. Así se explica que esos actores oportunistas, a los que he llamado «capitalistas del desastre», logren meterse corriendo en ese hueco con unas listas de deseos que ya traían preparadas y unas historias simplistas que hablan del bien y del mal. En ocasiones, dichas historias son tan erróneas que parecen caricaturas de sí mismas («O estás con nosotros o estás con los terroristas», nos dijeron tras el 11S, así como que «Odian nuestras libertades»), pero al menos hay una historia, y con eso basta para que sean mejor que la nada que supone ese hueco.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
 
 
«Reuníos, recuperad el equilibrio y buscad vuestra historia.» Ese es el consejo que he dado durante dos décadas sobre cómo no caer en el shock en momentos de trauma colectivo. Metabolizad el shock juntos, les decía, cread significado juntos. Resistíos a los tiranos de medio pelo que os dirán que el mundo ahora es una hoja en blanco solo para poder escribir sus violentas historias en ella.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
 
 
En un intento de encontrarle algún sentido a la coyuntura en la que me hallaba, empecé a leer y mirar todo lo que encontraba sobre dobles y doppelgangers, desde Carl Jung hasta Ursula K. Le Guin, pasando por Fiódor Dostoyevski y Jordan Peele. La figura del doble, con su significado en la mitología antigua y en el nacimiento del psicoanálisis, empezó a fascinarme. La forma en que una copia idéntica del yo representa a veces la mayor de nuestras aspiraciones: la eternidad del alma, ese ser efímero que supuestamente sobrevive al cuerpo. Y la forma en que el doble también representa las partes más reprimidas, depravadas y rechazadas de nosotros mismos que no soportamos ver: el gemelo perverso, la sombra, el antiyó, el Hyde de todo Jekyll. Estas historias enseguida me hicieron ver que, muy probablemente, mi crisis de identidad era inevitable. La aparición de un doppelganger casi siempre es caótica, estresante y motivo de paranoia, y la frustración y lo siniestro de la situación siempre acaban llevando al límite a la persona que se encuentra con su doble.
Pero lo cierto es que los doppelgangers no solo son figuras de tormento, sino que, durante siglos, se han tenido por advertencias o presagios. Cuando la realidad empieza a duplicarse, a refractarse, a menudo indica que estamos ignorando o negando algo importante —una parte de nosotros mismos y del mundo que no queremos ver— y que, si no prestamos atención a esa advertencia, nos aguardarán todavía más males. Esto se aplica al individuo, pero también a las sociedades que están divididas, duplicadas, polarizadas o fragmentadas en varios bandos opuestos y aparentemente inescrutables. Es decir, a sociedades como la nuestra.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo

 
 
Si tomamos la literatura y la mitología sobre los doppelgangers como guía, cuando uno se enfrenta a la aparición de su doble, está obligado a emprender un viaje, una cruzada propia que lo ayude a entender lo que los mensajes, secretos y presagios le ponen delante.
 
Naomi Klein
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En una época como esta, marcada por una concentración extrema de la riqueza y la aparente impunidad infinita de los poderosos, es perfectamente racional, incluso sensato, comprobar la veracidad de las historias oficiales. El periodismo de investigación tiene como misión indispensable destapar conspiraciones reales…
 
Naomi Klein
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En las decenas de libros que se han escrito sobre personas que se encuentran con sus dobles, la aparición de los doppelgangers siempre presagia que la vida del protagonista está a punto de dar un vuelco, porque el doble hará que sus amigos y familiares se vuelvan en su contra, destruirá su carrera o lo inculpará de delitos, y —muy a menudo— se acostará con su cónyuge o pareja. Un tropo habitual de este género es la incómoda duda sobre si el doble existe de verdad. ¿Se trata de un desconocido idéntico o de un gemelo desaparecido? O lo que es peor aún, ¿es el doble un producto de la imaginación del protagonismo, la expresión de la inestabilidad del subconsciente?
 
Naomi Klein
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En los primeros días de mi carrera como autora, cuando los periodistas me acusaban de ser una marca, insistía en que no era así. Decía, chorreando desdén: «Soy autora, no una marca. Yo no soy el producto. Mi cometido es comunicar ideas, y esas ideas están en el libro. Lea el libro». Señalaba que no tenía productos accesorios, ni extensiones de la marca, ni camisetas ni bolsas de tela; no vendía otra cosa que no fuese un libro. Antes de mí hubo otros autores que habían vendido muchos ejemplares; ¿por qué no los acusaban a ellos de ser marcas?
 
Naomi Klein
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Venderse a uno mismo constituye otro tipo de duplicidad, la versión interna de un doppelganger.
 
Naomi Klein
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La invocación del alma es interesante, ya que nos recuerda que no es la primera generación que se moldea ante un ojo omnisciente. ¿Qué es un Dios que todo lo ve, capaz de conocer nuestros sentimientos e intenciones, si no la herramienta de vigilancia más efectiva jamás inventada? La genialidad de este tipo de religión está en la forma en que seduce a los creyentes para que actúen con pureza en esta vida y puedan así gozar de sus recompensas tras la muerte. Y a diferencia del estado de la vigilancia de hoy —el cual solo sabe lo que escribimos, lo que decimos y lo que hacemos—, los dioses monoteístas también afirman conocer nuestras intenciones.
 
El psicoanalista austríaco Otto Rank, quien colaboró estrechamente con Freud antes de romper con él, veía el alma —la parte de la persona que se creía que vivía más allá del cuerpo tras morir— como el doppelganger definitivo, el más íntimo de los dobles. La elección de creer en el alma, escribía, era «el deseo de defenderse contra la temida destrucción eterna».10 Freud estaba de acuerdo: «El doble era originalmente un seguro contra la extinción del yo [...] “un enérgico rechazo del poder de la muerte”, y parece probable que el alma “inmortal” fuese el primer doble del cuerpo».
 
Igual que ocurre con los dobles que interpretamos en el éter digital, todo esto tiene un deje amenazante porque, como apunta Freud, nos recuerda que no siempre estaremos vivos. Así, el alma «se convierte en una siniestra precursora de la muerte». Según la cosmología, una vida mal vivida puede llevar a tu doble incorpóreo a arder en el infierno durante toda la eternidad o a terminar reencarnándose en una cucaracha. Teniendo en cuenta lo mucho que nos jugamos con este tipo de duplicidad, según Freud y Rank, a menudo viene acompañada de la creación de otro tipo de doble —un gemelo perverso o un lado abyecto— en el que proyectar todos nuestros pecados y errores. Esos dobles que se quedan con nuestros pecados para que podamos permanecer puros son los monstruos de los libros y las películas sobre doppelgangers: son el yo proyectado al que el protagonista termina apuñalando sin saber que, al hacerlo, se está asesinando a sí mismo. Estos dobles son el yo indeseado del que nos hemos liberado porque hemos hecho un pacto con el diablo, y que ahora busca venganza.
 
Una marca mal gestionada tiene unas consecuencias mucho menos fatales que la mala gestión del alma, pero, por otro lado, las consecuencias se dan en esta vida, no en la siguiente. En las conversaciones que tenemos en clase, tratamos de desentrañar precisamente cómo la lógica de la marca personal moldea la existencia de eso a lo que llamamos el yo. ¿Qué significa para los jóvenes crecer sabiendo que cada foto improvisada, cada vídeo, cada observación que publiquen en la nube digital, será lo que, cuando tengan unos años más, les impida conseguir un trabajo, o entrar en una universidad, o que les den el visto bueno como inquilinos? Y a la inversa: ¿qué significa que esas mismas publicaciones —probarse un conjunto bonito, bailar solos en su habitación— también pueden ser el billete a la fama y a la riqueza de ser influencer? Teniendo en cuenta todo lo que está en juego, ¿qué es lo que hacen y qué no se atreven siquiera a probar? ¿Y qué le pasa a su yo abyecto mientras están ocupados interpretando el papel del yo perfecto? ¿Qué gemelos perversos se crean en esta separación?
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
 
 
La creación de una marca es un proceso que exige lo que la autora y psicoterapeuta Nancy Colier describe como el imperativo de «relacionarnos con nuestro yo en tercera persona». Puede que el yo mercantilizado sea rico, pero la mercantilización no deja de exigir una separación, una duplicidad interna que es alienante por naturaleza. Estás tú, y luego está la Marca Tú. Por mucho que queramos creer que estos yos se pueden mantener separados, las marcas son entes hambrientos y exigentes, y un yo influye por fuerza en el otro. Teniendo en cuenta que somos una infinidad de personas las que tenemos dobles, todas con separaciones internas e interpretándonos a nosotras mismas, la dificultad de saber qué es real y en qué y en quién podemos confiar aumenta. ¿Cuáles de nuestras opiniones son reales y cuáles son de cara a la galería? ¿Qué amistades parten del afecto y cuáles son colaboraciones entre dos marcas? ¿Qué colaboraciones que deberían darse no ocurren porque las marcas de las respectivas personas compiten entre ellas? ¿Qué no se llega a decir, o a compartir, porque no sería propio de la marca?
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
 
 
En su trascendental libro de 1984, Teoría feminista: de los márgenes al centro, hooks decía que «deberíamos evitar usar la frase “yo soy feminista”» y decantarnos por decir «yo defiendo el feminismo», ya que, a diferencia de la etiqueta «yo soy», la cual apela a las creencias anteriores del interlocutor sobre qué y quién es feminista, es mucho más probable que la segunda dé pie a una conversación sobre qué cambios concretos está intentando conquistar el feminismo, y «no nos enreda en el pensamiento dualista “o esto o aquello” que es el componente ideológico central de todos los sistemas de dominación en la sociedad occidental».
 
Naomi Klein
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Las citas sirven para añadir las voces de otros, para ampliar el marco, no para reducirlo aún más. Ahora, lo de citarse a uno mismo es el pan de cada día.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
 
 
Puede que las marcas sean entes vanidosos y perjudiciales, pero las ideas no lo son. Las ideas son herramientas de transformación personal y colectiva. Por eso me preocupa que las exageraciones, las especulaciones y las afirmaciones sin fundamento de Wolf se mezclen con la doctrina del shock, no porque esta sea una marca que necesite protección, sino porque es un marco que ha dotado a muchos de un lenguaje para protegerse de la explotación económica y los ataques contra la democracia durante los períodos de emergencia que desconciertan a las sociedades. Cuando ese concepto se embarulla por asociación con teorías conspiranoicas trastornadas sobre contubernios globales, es más difícil que pueda cumplir dicho propósito. Y el resultado es una mezcolanza absurda, una «cosa [...] demasiado ridícula para tomársela en serio, y demasiado seria para pasar por meramente ridícula».
 
Wolf se ha servido de artes similares para tergiversar el principio central del feminismo según el cual todas las personas tienen derecho a escoger con quién mantienen relaciones sexuales y si quieren o no seguir adelante con un embarazo. Ahora lo estaba manipulando para calificar las medidas sobre las pruebas y la vacuna del covid de violaciones de la «integridad corporal» equiparables a las que soportaron las mujeres a quienes se les practicaron exámenes vaginales forzados, so pretexto de que todos son ejemplos de «la penetración del Estado en su cuerpo contra su voluntad». Huelga decir que ese tipo de lenguaje satisface una necesidad cultural que está muy unida al capital social de la victimización, una cuestión que retomaré más adelante. Pero, por ahora, lo importante es que abusar de estos términos es peligroso, porque los despoja del significado que pretenden transmitir, de su legibilidad y su poder.
 
Lo más grave es que Wolf y los suyos se han pasado años embarullando el significado de la lucha contra el autoritarismo, el fascismo y el genocidio, nada más y nada menos que los peores crímenes de la humanidad. Y lo han hecho en un momento en el que necesitamos desesperadamente una alianza antifascista robusta, en gran parte gracias a la propagación incesante de informaciones incendiarias y erróneas y de la animadversión que han demostrado personas como esas. La dilución y el perjuicio de una marca son asuntos triviales, pero esos crímenes y la facultad de ponerles nombre son sumamente importantes.
 
¿Qué podemos hacer cuando nos percatamos de que ideas y conceptos importantes se distorsionan de esta forma, cuando vemos que la absurdidad parece permearlo todo y que, como consecuencia de ello, resulta imposible mantener cualquier tipo de conversación seria? ¿Qué hacemos cuando parece que estamos rodeados de dobles e impostores retorcidos? Una noche me encontraba buscando respuestas a estas preguntas cuando, en mi misión de empaparme del catálogo cinemático sobre doppelgangers, di con la osada sátira de Charlie Chaplin sobre el ascenso de Hitler, El gran dictador. Al final de la película, el barbero judío perseguido (interpretado por Chaplin) se disfraza de dictador hitleriano (también interpretado por Chaplin), se cuela en las líneas enemigas y da uno de los mejores discursos antifascistas de la historia ante las masas fascistas.
 
A pesar de ser del año 1940, el mensaje de Chaplin seguía siendo igual de oportuno: cuando te enfrentes a un doble que amenaza con engullirte a ti y a tu mundo (o a un ejército de ellos), la distancia no te protegerá. Es mucho mejor cambiar las tornas drásticamente y convertirte, en cierto modo, en su imitador, en su sombra.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
 
 
Al fin y al cabo, la inteligencia artificial es una herramienta de reflejo y mimetismo: la alimentamos con todas las palabras, ideas e imágenes que nuestra especie ha logrado amasar (y digitalizar) a lo largo de su historia, y estos programas generan un reflejo de un realismo inquietante. El mundo convertido en gólem.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
 
 
Siempre que oigo a jóvenes universitarios hablar de sus dificultades para lidiar con las implicaciones de los rastros de datos que inevitablemente dejan tras de sí siento una enorme nostalgia de mis años de adolescencia y juventud, cuando no había móviles. Al echar la vista atrás, me doy cuenta de que mis amigos y yo nos movíamos por el mundo como fantasmas: nuestros problemas, vidas sexuales, quejas, gustos musicales, aventuras y formas de vestir no dejaban casi ningún rastro. No entrenaban ningún algoritmo, no se almacenaban en ninguna nube y no dejaban ningún historial en ninguna caché, salvo por la caché ocasional de algunas fotos dobladas, diarios y cartas con borrones de agua, o mensajes escritos en la pared de un baño que desaparecerían con el tiempo. Era impensable que cualquiera que no fuésemos nosotros (y quizá nuestros entrometidos padres y madres) pudiese tener el más mínimo interés en las trivialidades de nuestra joven vida. Al mundo no le importábamos, y no sabíamos la suerte que teníamos.
 
El pacto fáustico de la era digital —comodidades digitales gratuitas o económicas a cambio de nuestros datos— solo se nos explicó después de cerrado el acuerdo. Y representa un cambio inmenso y radical no solo en cómo vivimos, sino —y esto es mucho más importante— en para qué sirve nuestra vida. Ahora todos somos minas, minas de datos, y a pesar del carácter íntimo y trascendental de lo que se está minando, el proceso de minado sigue siendo sumamente opaco, y a sus responsables no se les pide explicación alguna.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
 
 
Es duro vivir en una época en la que tantas verdades que se daban por sentadas de pronto se tambalean bajo nuestros pies. Y más aún en un momento en que tantas otras cosas se han vuelto inciertas: la posibilidad de acceder a una vivienda en propiedad, o de conseguir suficiente dinero para pagar unos alquileres disparados, o de conservar cualquier trabajo, o incluso de saber cuánto nos costará la semana que viene la cesta de la compra. Todo está cambiando tanto y tan rápido que, como la predictibilidad que atribuíamos a las estaciones, nada volverá ya a ser estable, al menos durante varias generaciones, y eso en el mejor de los casos. Toda esta desestabilización requiere de nosotros varias cosas: cambiar, reevaluar y reimaginar quiénes tenemos que llegar a ser. No debería sorprendernos que un momento tan exigente suscite reacciones y posicionamientos extremos. No debería sorprendernos que, en vez de considerar honestamente lo que nos han enseñado sucesivas olas de revelaciones —personal sanitario obligado a enfundarse bolsas de basura a falta de equipos de protección, la frialdad y el odio en los ojos del agente Derek Chauvin mientras cargaba con todo su peso sobre el cuello de George Floyd, la perversión de tantos curas—, haya mucha gente que prefiera optar por ciertas distracciones bastante espectaculares. Por ejemplo, presentarse como víctimas cósmicas de todos los crímenes cometidos contra la humanidad durante los últimos cinco siglos, combinados. Esto podría explicar por qué las tesis conspirativas del mundo del espejo parecen contradecirse entre sí tan a menudo. Para esta nueva configuración política, el verdadero objetivo nunca fue convencer a la gente de sus teorías no avaladas por pruebas; eso era solo una herramienta. El objetivo, consciente o no, es fomentar el negacionismo y la evasión. Se trata de no tener que asumir verdades ingratas e incómodas a la vista de unas realidades ingratas e incómodas, ya sea el covid, el cambio climático o el hecho de que nuestras naciones se forjaron con un genocidio y jamás han acometido un proceso mínimamente serio de reparación. ¡Es tanto más fácil negar las cosas que hacer examen de conciencia, o mirar atrás, o hacia delante! Mucho más fácil que cambiar. Pero la negación requiere relatos, coartadas, y eso es lo que ofrece la cultura de la conspiración. A pesar de todo, me incomoda lo reconfortante que puede resultar ese análisis que carga el peso de la negación sobre las espaldas de los habitantes del mundo del espejo. Pasa lo mismo con el negacionismo del cambio climático: existen los negacionistas de la línea dura, que afirman que es todo un engaño y son fáciles de identificar. Pero puede que el mayor obstáculo hayan sido siempre los negacionistas de la línea blanda, todos nosotros, que sabemos que es real pero hacemos como si no lo fuera y nos olvidamos del asunto de mil maneras, más o menos flagrantes. Como ya he señalado, Bannon clama incesantemente contra lo que llama el Gran Robo: la afirmación de que Biden cometió un fraude electoral en 2020; mientras que los demócratas llaman a eso la Gran Mentira. Y es una gran mentira, una mentira peligrosa. Pero ¿es esa LA gran mentira? ¿Más grande, pongamos por caso, que la economía de goteo? ¿Más que «los recortes fiscales crean puestos de trabajo»? ¿Más que el crecimiento infinito en un planeta finito? ¿Más que el doble directo de Thatcher de «no hay alternativa» y «eso que llamamos “sociedad” no existe»? ¿Más, ya puestos, que el «destino manifiesto», la terra nullius o la doctrina del descubrimiento, las mentiras que constituyen la base de Estados Unidos, Canadá, Australia y todos los demás Estados de origen colonial? Si podemos soportar pararnos a reflexionar sobre las zonas de sombra, aunque sea solo por un minuto, se pone claramente de manifiesto que estamos atrapados en una red de mentiras que aniquilan la vida, y que cualquier cuento con que nos salga esta semana el mundo del espejo no es ni la mentira más grande ni la más peligrosa. Es perfectamente posible que con la guerra declarada por Bannon y Wolf contra la realidad pase lo mismo que con tantas y tantas grandes mentiras sobre las que se erigió el mundo moderno: que se derrumban ante nuestros ojos. Cuando la casa se viene abajo, algunos optan por evadirse en una fantasía en toda regla, eso está claro; pero no significa que el resto de los que nacimos y nos criamos en esa casa seamos los guardianes de la verdad. ¿Qué es, entonces, lo que muchos de nosotros seguimos sin ver, seguimos evitando, en este bosque de espesas sombras?
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 337
 
 
La historia que cuentan Peck y Lindqvist no comienza en América, sino en la Europa de los siglos que condujeron a la Inquisición española, la quema de herejes y la sangrienta expulsión de judíos y musulmanes. Desde allí cruzó el Atlántico y reprodujo los mismos patrones a una escala mucho mayor con el genocidio de los nativos americanos, al que se sumó el tumultuoso reparto de África, para finalmente volver a Europa durante el Holocausto. Esto cuestiona el relato de la Segunda Guerra Mundial que tantas veces se nos ha contado: el de unos aliados antifascistas, unidos frente a los monstruosos nazis. Es cierto que derrotar a Hitler y liberar los campos de concentración, aunque fuera tarde, fue la victoria más justa de la era moderna. Sin embargo, complica el tema el hecho de que Hitler escribió largo y tendido sobre cómo en múltiples aspectos se había inspirado para establecer su régimen genocida en el colonialismo británico y las diversas estructuras de jerarquía racial que se ensayaron antes en América del Norte. Por ejemplo, en 1941, Hitler hizo esta reflexión: «Los campos de concentración no se inventaron en Alemania. Sus inventores fueron los británicos, que se valieron de dicha institución para ir quebrando poco a poco la resistencia de otras naciones».6 Lo dijo con una clara intención propagandística, claro, pero había en ello algo de verdad. Los campos de concentración, de hecho, se habían utilizado en numerosos contextos coloniales: lo hicieron los españoles en Cuba; los colonos alemanes, en el sudoeste de África, contra los pueblos herero y nama, y los británicos en lo que ahora es Sudáfrica, durante la guerra de los bóeres, en que decenas de miles de prisioneros murieron en recintos cercados azotados por enfermedades. Antes de que Hitler empezara a caracterizar el asesinato en masa de los genéticamente «inferiores» como conveniente para velar por la salud de la raza, el comandante Bedford Pim de la Marina Real Británica había explicado en 1866 a la Sociedad de Antropología de Londres que, a la hora de exterminar poblaciones indígenas, había «misericordia en la masacre».
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 341
 
 
También había influencias más recientes y contemporáneas. Cuando Hans Asperger y otros médicos de Alemania y Austria se pusieron a decidir a qué discapacitados se permitiría vivir y cuáles eran «indignos de la vida», actuaron muy influidos por Estados Unidos, donde el Congreso de Indiana había aprobado en 1907 la primera ley que, con base en la eugenesia, regulaba la esterilización obligatoria, que no tardó en extenderse a otros estados.8 Mediante leyes como esa, la eugenesia ya había brindado una justificación pseudocientífica para la esterilización forzosa de decenas de miles de aspirantes a padres y madres cuyos genes se consideraban amenazas para el acervo genético en su conjunto, un proyecto plagado de prejuicios sobre la inteligencia relativa de los individuos de ascendencia anglosajona y nórdica. Los nazis partieron de este precedente y lo ampliaron de forma drástica: se estima que 400.000 personas fueron esterilizadas bajo su régimen; pero sus innovaciones en ese terreno fueron de escala y ritmo, no de fondo. James Q. Whitman, autor de El modelo americano de Hitler: Los Estados Unidos y la gestación de la ley racial nazi, publicado en 2017, documenta con estremecedor detalle la deuda de los nazis para con Norteamérica. Whitman, catedrático de Derecho en la Universidad de Yale, argumenta que las contorsiones legales que hizo Estados Unidos para negar el derecho a la plena ciudadanía con criterios raciales fueron la fuente de inspiración de las leyes de Núremberg de 1935, por las que se despojó a los judíos alemanes de su nacionalidad y sus derechos políticos, además de prohibir el sexo, el matrimonio y la reproducción entre arios y judíos (la ley de ciudadanía del Reich y la de protección de la sangre y el honor alemanes). Se han descubierto borradores para el establecimiento de los nuevos guetos elaborados en parte con base en el estudio de los sistemas de segregación legal establecidos bajo las leyes de Jim Crow y las de las reservas indias; el sistema de apartheid sudafricano fue asimismo una fuente clave de inspiración. Fue determinante el hecho de que muchos nazis eran estudiosos y admiradores de la mitología estadounidense de la frontera: el supuesto derecho a expandirse hacia el oeste y reclamar constantemente nuevos territorios para establecer asentamientos. El equivalente alemán era el Lebensraum, o espacio vital, necesario para vivir y crecer, que Hitler adoptó e interpretó como un mandato imperativo de conquistar y apropiarse de tierras al este de Alemania. Como en el Oeste estadounidense, ese territorio lo ocupaban otros que fueron considerados obstáculos para el proyecto: eslavos y judíos. Hitler, que alababa a los colonos europeos por haber «reducido a tiros millones de pieles rojas a unos pocos cientos de miles», sostenía que le había llegado a Alemania el turno de emprender limpiezas étnicas y reubicaciones en masa dentro de sus fronteras. «Tenemos una única tarea: acometer la germanización del territorio, llevando alemanes y dando a los pobladores nativos el mismo trato que a los indios», dijo el Führer en 1941. Y ese mismo año aseguró en otra ocasión: «Abordaré este asunto de frente y a sangre fría [...]. No veo por qué un alemán, al comer un trozo de pan, habría de torturarse con la idea de que la tierra que ha producido ese pan fue conquistada por la espada. Cuando comemos pan de Canadá, no pensamos en los indios expoliados». En su reivindicación de los cereales de Ucrania, se permitía bromear diciendo «suministraremos a los ucranianos pañuelos, cuentas de cristal y todas esas cosas que les gustan a los pueblos coloniales». Los nazis veían a algunos de los moradores de las tierras que usurpaban como aptos para el trabajo esclavo, pero no a los judíos, que consideraban irredimibles y, en consecuencia, abocados a la erradicación, en parte para hacer sitio a los colonos alemanes. A medida que la guerra se prolongaba, la escala y la velocidad de los asesinatos alcanzaron cotas nunca vistas: nadie había construido jamás cámaras de gas o crematorios para utilizarlos día tras día con el fin de eliminar vastos sectores de la población. Pero, si bien la locura asesina llevó el odio promovido por el Estado a cotas desconocidas, el exterminio para robar tierras no fue una innovación suya. «Auschwitz fue la aplicación moderna, en modo industrial, de una política de exterminio en la que se basó durante siglos el dominio europeo del mundo», dice Lindqvist. Sin embargo —añade—, «cuando lo que se había hecho en el corazón de las tinieblas se repitió en el corazón de Europa, nadie lo reconoció. Nadie quería admitir lo que todos sabían». Eso es inexacto. Varios de los intelectuales negros más destacados advirtieron ya en su día el paralelismo con gran claridad. W. E. B. Du Bois escribió en The World and Africa [El mundo y África], publicado poco después de finalizada la Segunda Guerra Mundial: No hubo atrocidades nazis —campos de concentración, mutilaciones y asesinatos sistemáticos, violaciones o profanaciones blasfemas de la infancia— que la civilización cristiana europea no llevara mucho tiempo practicando contra poblaciones de color de todo el mundo, en nombre y en defensa de una raza superior nacida para gobernar el planeta. Lo que sí era una novedad es que ahora eran otros europeos los señalados como raza inferior. En Discurso sobre el colonialismo, el escritor y político de Martinica Aimé Césaire lanza la acusación de que los europeos toleraron «el nazismo hasta que lo sufrieron en carne propia». Mientras sus métodos no se aplicaron en suelo europeo, «lo absolvieron [...], se negaron a verlo, lo legitimaron, porque, hasta entonces, solo se había aplicado a pueblos no europeos». Césaire consideraba que, para los aliados, el crimen de Hitler fue que hizo a los judíos y a los eslavos lo que «hasta entonces estaba reservado exclusivamente» a los no blancos colonizados en territorios lejanos. Pero, visto desde el Caribe, todo formaba parte de la misma, larga y tortuosa historia. Césaire fue explícito al exponer que, a su modo de ver, Hitler no fue tan solo el enemigo de Estados Unidos y Gran Bretaña, sino que fue su sombra, su hermano gemelo, su doppelganger perverso: «Sí, valdría la pena estudiar clínicamente, en detalle, los pasos dados por Hitler y el hitlerismo y revelarle al muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo XX que, sin ser él consciente, lleva un Hitler dentro, que Hitler vive en él, que es su demonio».
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 345
 
 
Lo que debemos preguntarnos ahora —incluso aquellos de nosotros cuyos antepasados fueron víctimas de genocidio— es esto: ¿y si el fascismo puro y duro no fuera el monstruo que llama a nuestra puerta, sino el que tenemos viviendo en casa, nuestro monstruo interior?
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 350
 
 
Por hacer honor a la verdad, cualquier división identitaria puede instrumentalizarse para cumplir esa función: judíos contra negros, negros contra asiáticos, musulmanes contra cristianos, feministas «críticas» con la ideología de género contra transexuales, inmigrantes contra nacionales. Es el manual que aplicaron Trump y otros prebostes pseudopopulistas de todo el mundo: lanzar el hueso de unas mínimas concesiones económicas a las bases (o al menos prometérselas), soltar los perros del odio racial y de género y retener el control de la transferencia de riqueza de abajo hacia arriba.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 366
 
 
Pero es el recuerdo de un izquierdista belga llamado Abram Leon el que tengo más presente. Durante la guerra, cuando estaba en la veintena, él mismo podría haber pasado por un joven Trotski, con su cara redonda y aniñada rematada por un pelo negro y ondulado y unas gafas con gruesa montura negra. Había vivido en Palestina con su familia en su adolescencia. De regreso en Bélgica, se desencantó con el sionismo y se convirtió en un trotskista acérrimo. Durante la ocupación nazi, se vio obligado a actuar en secreto, pero siguió organizando reuniones clandestinas y publicando panfletos y periódicos ilegales. También trabajó en un proyecto que podríamos describir como un intento de entender a su propio doble judío: durante la guerra, Leon estudió cómo el proyecto mundial del capitalismo se había valido del antisemitismo de distintos modos, retrotrayéndose hasta el Imperio romano y llegando hasta el período nazi, y escribió un tratado académico sobre el tema. Cuesta imaginar cómo fue capaz de desarrollar una investigación tan exhaustiva estando en la clandestinidad, pero lo consiguió, recurriendo a una gran variedad de fuentes. El análisis que hace Leon de la utilización de las teorías conspirativas antisemitas resulta especialmente relevante en el momento histórico actual. Describe la forma en que Hitler aprovechó las penalidades económicas de las clases bajas y medias —empobrecidas por la Primera Guerra Mundial, machacadas después por las sanciones y golpeadas finalmente por la Gran Depresión— y dirigió ese descontento contra una quimera que los nazis llamaron «el capitalismo judío». Situado en una categoría aparte del resto del capitalismo, supuestamente sano y decente, era una estructura mítica, como el hombre del saco, con un objetivo conocido. «El gran capital se propuso desviar y controlar el odio anticapitalista de las masas en su exclusivo beneficio», escribió. De forma muy similar a como la derecha seguidora de Bannon clama airadamente a través de sus redes internacionales contra los «globalistas» a fin de desviar la ira popular lejos del capitalismo como sistema y hacia una camarilla imaginaria de la que puede prescindirse dejando intactas las estructuras que crearon y protegen a la clase mundial de los multimillonarios. Leon explicaba asimismo cómo el partido nazi, tras presenciar el triunfo de la revolución obrera en Rusia y viendo que el comunismo ganaba poder político en Alemania, puso todo su empeño en restar importancia a las distinciones de clase ante los trabajadores alemanes. Esto se hizo sustituyendo la solidaridad de clase por la solidaridad racial, suplantando los intereses comunes de todos los trabajadores por los placeres y recompensas derivados de pertenecer a la raza aria, un vínculo que pretendía unir a los obreros cristianos más empobrecidos con los industriales más opulentos. Pero, dado que en un régimen capitalista trabajadores y propietarios tienen intereses abismalmente distintos, dicha maniobra requería una sombra, un gemelo perverso. «Igual que es necesario presentar a las diferentes clases [de arios] como miembros de una única raza —escribió Leon—, también lo es que esa “raza” tenga un único enemigo: “el judío internacional”. El mito de la raza va necesariamente acompañado de su “negativo”: la antirraza, el judío.» Era este un análisis muy incisivo de la relación dialéctica entre raza y clase dentro de un régimen supremacista blanco: Leon argumentaba que la solidaridad de clase entre trabajadores, por encima de las líneas étnicas, era la mayor competencia y la principal amenaza a las que se enfrentaba el proyecto nazi. Leon recopiló sus ideas y su investigación en un librito importante, aunque poco conocido, La cuestión judía: una interpretación marxista, publicado inicialmente en francés en 1946. Pero no llegó a ver la culminación de sus esfuerzos, porque la misma dinámica que había analizado fue a por él. En 1944, como miembro de la «antirraza» (así categorizada por la autoproclamada raza superior), fue apresado, torturado por la Gestapo y enviado a Auschwitz, donde murió asesinado en las cámaras de gas. Tenía veintiséis años. En estos tiempos de pipikismo rampante, lo que más me conmueve de la corta vida de Leon es su fe en las ideas. Aun rodeado por todas partes de asesinatos en masa, incluso en circunstancias personales extremas, no dejó de creer que la palabra, el análisis y la investigación eran importantes, que seguían teniendo la capacidad de deshacer un hechizo maléfico. Aunque esas palabras llegaran demasiado tarde para importarle a él. La historia de Leon resume el destino del debate sobre la cuestión judía en el seno de la izquierda judía: fue asesinado a mitad de frase. Dice Traverso que «la guerra y el Holocausto [...] al exterminar a la mayoría de los actores [del debate] destruyeron las condiciones de esa discusión». Pero no fue solo eso. Para muchos de los que sobrevivieron, Stalin dio el tiro de gracia a su confianza en la posibilidad —o incluso la conveniencia— del cambio revolucionario. A diferencia del faro que fue la Viena Roja, cuanto más brutal y totalitario se volvía el experimento soviético, menos capaz parecía el socialismo de ofrecer una alternativa moral a la barbarie. Esa fue la mayor traición de Stalin.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 372
 
 
Aunque hubo defensores de ambas corrientes que sobrevivieron al Holocausto, entre los escombros solo una respuesta siguió afirmándose con gran aplomo: el sionismo. Israel como patria territorial para los judíos, una nación que pudiera armarse y protegerse de cualquier posible amenaza, se situó como la única opción que les quedaba. La única que no había sido aplastada por una u otra forma de totalitarismo. Y así, en la batalla —ahora literal y muy real— por el territorio y sus fronteras, muchos de aquellos primeros debates quedaron arrinconados. En el seno de la joven nación, y sobre todo tras la guerra de 1967 y la prolongada ocupación de Cisjordania y Gaza, el antisemitismo pasó a ser tratado no ya como una cuestión que requería respuestas con una base histórica, sino más bien como algo eterno, por encima de las coyunturas históricas. En ese relato pesimista, el odio a los judíos se presentaba como algo tan profundo, tan arraigado en el sustrato colectivo de la humanidad, que cualquier intento de combatirlo defendiendo principios de igualdad humana universal y uniendo fuerzas con otros de los muchos grupos humanos que fueron víctimas del terror y de masacres en nombre de la pureza y (o) superioridad racial o religiosa de otros grupos era considerado por los líderes israelíes y por muchos judíos en posiciones de liderazgo no ya ingenuo, sino directamente peligroso. Lo que ofrecía el sionismo una vez que sus competidores ideológicos quedaron drásticamente debilitados era muy sencillo: en vez de intentar vencer al antisemitismo yendo a sus raíces, le pondremos una pistola en la sien y lo obligaremos a someterse. Y ante el rostro espectral de Shylock, el judío eterno que es el doble en la sombra de todos los judíos, Israel responderá con su propio doppelganger: el nuevo judío bronceado, musculoso, ávido de territorio que empuña una ametralladora; el alter ego desatado del viejo judío pálido, aplicado y melancólico. Ese era el tipo de desdoblamiento que preocupaba a Roth, pero la cosa no acababa ahí, naturalmente. Igual que los antiguos judíos se vieron atrapados en una batalla fraternal con los europeos cristianos, que los veían como demonios sobre los que proyectar todos sus males, los judíos modernos necesitaban su propia contrafigura: los palestinos, el foco de una amenaza permanente dentro de Israel y en sus fronteras. Para explicar cómo llegamos a ocupar esa posición en apariencia insostenible, es obligado hacer un poco de historia, lo cual nunca es un propósito fácil en una parte del mundo en la que versiones opuestas del pasado forman una maleza impenetrable. En la década de 1930 se produjeron una serie de revueltas árabes contra la afluencia de judíos a Palestina, que entonces estaba bajo mandato británico. Aquella ola de inmigración hebrea era percibida por muchos palestinos como una imposición colonial, una percepción que se consolidaría más adelante cuando las tropas británicas y la policía local sofocaron el levantamiento árabe con un uso abrumador de la fuerza, que no hizo sino generar más resentimiento. Con la partición de Palestina en 1947 —una decisión tomada con la casi unánime oposición de los árabes— y la constitución de Israel como Estado al año siguiente, la primera guerra árabe-israelí estaba servida. Son esos años los que los palestinos llaman la nakba o ‘catástrofe’: 750.000 palestinos fueron expulsados de su territorio, cientos de aldeas fueron destruidas y en sus filas hubo miles de víctimas mortales; solo en años recientes han salido por fin de las zonas de sombra de Israel y a la luz pública todos estos datos. Como es natural, los palestinos iban a resistirse a aquella limpieza étnica con más violencia, pero en vez de juzgar la resistencia árabe como lo que era —una batalla nacionalista y anticolonialista por su tierra y su autodeterminación (con algunos elementos antisemíticos, sin duda)—, muchos líderes sionistas influyentes presentaron la causa palestina como puro odio a los judíos y una prolongación directa del mismo antisemitismo que había dado lugar al Holocausto y que, en consecuencia, debía ser aplastado con el tipo de fuerza militar que no habían podido organizar en la Europa dominada por los nazis. En ese constructo, se retrataba a los palestinos —en tanto que nuevo enemigo eterno— como tan faltos de legitimidad, tan irracionales y tan «otros» que los israelíes se creyeron con todo el derecho a reproducir muchas de las formas de violencia, propaganda deshumanizadora y desplazamiento forzoso de las que los judíos habían sido objeto y que los habían privado de raíces por toda Europa durante siglos; un proceso que sigue actualmente en curso, con demolición de hogares, asesinatos selectivos, ataques de los colonos a las comunidades palestinas, leyes abiertamente discriminatorias y guetos amurallados en los que se encierra a los palestinos.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 375
 
 
La nación doppelganger «Política doppelganger.» Así es como Caroline Rooney, profesora de Estudios Africanos y del Medio Oriente en la Universidad de Kent, describe el Estado de Israel y el complejo espacio psicológico que ocupa en sus vertientes de víctima y verdugo. La naturaleza dual de su identidad nacional está incrustada en el doble lenguaje utilizado para definirla, en el que cada término tiene su pareja y nunca aparece solo: Israel y Palestina, árabes y judíos, dos Estados, el Conflicto. Esta forma de coser a dos pueblos, basada en una ilusión de poderes simétricos, implica que somos siameses inseparables en una situación de lucha interminable, una rivalidad fraterna irresoluble entre dos ramas que descienden ambas de Abraham. Según Rooney, Israel existe como doppelganger a dos niveles. En primer lugar, es un doppelganger de las formas de nacionalismo chovinista europeas que convirtieron a los judíos en los parias del continente desde épocas muy anteriores al Santo Oficio. Eso fue lo que vendió el sionismo a las potencias antisemitas europeas, una solución que beneficiaba a ambas partes: vosotros os deshacéis de vuestro «problema judío» (es decir, los judíos se irán de vuestros países y emigrarán a Palestina), y los judíos ganan un Estado propio en el que imitar/duplicar las mismas formas de nacionalismo militante que los habían oprimido durante siglos. (Es por eso por lo que el sionismo se topó con la feroz oposición de los miembros del Bund, que pensaban que su enemigo era el nacionalismo en sí, fruto del odio racial.) Israel se convirtió también en doppelganger del proyecto colonial, concretamente con su colonialismo de asentamientos. Muchos de los argumentos básicos del sionismo dejaban traslucir claramente que eran una judaización de conceptos coloniales europeos: terra nullius —la afirmación de que continentes como Australia estaban vacíos en la práctica, ya que se etiquetaba a los pobladores indígenas como no plenamente humanos— se reformuló como «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», eslogan adoptado por muchos sionistas que había sido acuñado por cristianos en el siglo XIX. El argumento del destino manifiesto se transformó en «tierra otorgada a los judíos por derecho divino». «Apaciguar la frontera salvaje» tomó la forma de «hacer florecer el desierto». Como en todo proyecto colonial, los colonos israelíes hubieron de cerrar deliberadamente los ojos a realidades de varios tipos. El legendario periodista de investigación estadounidense I. F. Stone apoyó la creación de una patria judía en Palestina, y hasta llegó a embarcarse en una de las naves clandestinas, llenas de supervivientes del Holocausto, que en 1946 llegaron por fin a un puerto seguro en «una Haifa de color de estuco». Pero, tras la guerra de 1967, admitió: «Para los sionistas, el árabe era el hombre invisible. Desde el punto de vista psicológico, no estaban allí». Lo dijo aún más claro la primera ministra Golda Meir: «Los palestinos eran una ficción [...]. No existían». El gran poeta palestino Mahmoud Darwish trazó el mapa de ese estatus espectral —el de ser un «presente ausente»— en su libro En presencia de la ausencia. Sostener la mentira de la ausencia de población autóctona, bien conocida por todos los proyectos de asentamiento colonial, requería no poco esfuerzo. La Fundación Nacional Judía plantó pinos encima de aldeas palestinas y de sistemas de terrazas agrícolas con siglos de antigüedad. Los topónimos hebreos reemplazaron a los árabes. Se arrancaron, y se siguen arrancando, olivos, algunos de ellos milenarios. Como explica el periodista Yousef Al Jamal, «los colonos israelíes siguen adelante con su incansable campaña de arranque de olivos porque ese árbol les recuerda la existencia de los palestinos». Se daban, no obstante, diferencias esenciales en esta versión doppelganger del asentamiento colonial. Una era el momento. Tras la Segunda Guerra Mundial, cobraron fuerza por todo el sur mundial movimientos anticolonialistas, con una ola tras otra de fuerzas nacionalistas que alzaban la voz para rechazar los mandatos coloniales y reclamar el derecho de autodeterminación. En los primeros años de la posguerra, en torno a lo que más tarde sería el Estado de Israel, las antiguas colonias proclamaban su independencia: los franceses se vieron obligados a renunciar definitivamente a la administración de Siria y el Líbano y a retirar sus tropas en 1946; ese mismo año, Jordania conquistó su independencia de Gran Bretaña; los egipcios se rebelaban abiertamente contra la presencia permanente de los británicos. Israel, que se convirtió en Estado en 1948, fue a la vez fruto y llamativa excepción entre aquellas fuerzas. El Gobierno de Londres revocó su mandato colonial en el contexto, más amplio, de la reducción de un Imperio que en su cénit se había extendido por todo el planeta. Aprovechando que una discreta población de judíos había vivido en Palestina de manera continuada, los sionistas catalogaron su lucha como de liberación nacional: al igual que otros pueblos oprimidos, aspiraban a un Estado propio. Claro que, desde el punto de vista de la población palestina, mucho más numerosa, y que estaba siendo expulsada de sus hogares, de sus tierras y de sus comunidades para hacer sitio a un país de nuevo cuño, Israel era lo menos parecido a un proyecto anticolonialista. Era, de hecho, lo contrario: un asentamiento de colonos en un momento en que el resto del mundo caminaba en la dirección opuesta. Y eso solo podía tener efectos incendiarios. El asentamiento colonial de Israel se distinguía de sus predecesores en otro aspecto. Si las potencias europeas habían colonizado desde una posición de fuerza y con la justificación de una superioridad conferida por Dios, la reivindicación sionista de Palestina tras el Holocausto se basaba en lo contrario: en la victimización y la vulnerabilidad de los judíos. El argumento tácito que muchos proponían en aquella época era que los judíos se habían ganado el derecho a que se hiciera con ellos una excepción al consenso colonial: una excepción que derivaba de haber estado muy recientemente al borde de la extinción. La versión sionista de la justicia estaba diciendo a las potencias coloniales: si vosotros pudisteis establecer vuestros imperios y vuestras naciones coloniales mediante la limpieza étnica, las matanzas y el robo de tierras, decir que nosotros no podemos es discriminación. Si vosotros barristeis de vuestras tierras a sus habitantes originarios, o hicisteis eso mismo en vuestras colonias, decir que nosotros no podemos es antisemitismo. Era como si la búsqueda de la igualdad se estuviera reformulando no como el derecho a no ser objeto de discriminación, sino como el derecho a discriminar: colonialismo presentado como reparación por el genocidio. Excepto que, si Hitler se había inspirado en el asentamiento colonial en América (y está claro que sí), aquello era cualquier cosa menos una reparación. Aquello era una prolongación de la lógica colonial, pero soltando a un pueblo deshecho y traumatizado a la caza de un pueblo con menos poder incluso que ellos. Los palestinos, bajo este arreglo, se convirtieron, como lo expresó el anticolonialista Said, en «las víctimas de las víctimas», o, en palabras del académico Joseph Massad, en «los nuevos judíos». Imponer a otros la misma alteridad que te han impuesto a ti es, por supuesto, psicológicamente intolerable. Y es evidente que tales acciones son tan antitéticas de los valores judíos que exigen una represión y una proyección extremas. En la literatura, los doppelgangers son a menudo la encarnación de un yo fracturado, y, como afirma Rooney, «la política doppelganger es en primer término una política de autodisociación», en la que proyectamos sobre el otro todo lo que no soportamos de nosotros mismos. Si Israel practica una política doppelganger imitando a los nacionalismos europeos, hace lo mismo de una segunda forma: proyectando toda la delincuencia y la violencia sobre el «otro», el palestino, para no tener que afrontar los crímenes fundacionales del propio Estado. Entre tanto, la naturaleza colonial del proyecto queda más en evidencia con el tiempo, con actores abiertamente racistas y supremacistas judíos consolidando su poder a todos los niveles. Cuando a finales de 2022 se formó el nuevo Gobierno de extrema derecha israelí, no solo hizo un llamamiento a prolongar la ocupación de Cisjordania, sino que abogó por anexionársela, al afirmar explícitamente que «el pueblo judío tiene el derecho exclusivo e incuestionable sobre todas las tierras del territorio israelí. El Gobierno promoverá y desarrollará asentamientos en todas las partes de la Tierra de Israel: Galilea, el Néguev, el Golán, Judea y Samaria». La frontera se movía, como hacen todas las fronteras.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 379
 
 
Y es que, por tentador que resulte, no puede zanjarse la cuestión de Israel y Palestina considerándola un conflicto étnico irresoluble entre una pareja de gemelos semíticos intransigentes. Es más bien el último capítulo de esa historia de la formación del mundo moderno, un mundo que ahora mismo está en llamas. Un mundo que nació en llamas. Una historia en la que todos estamos involucrados, vivamos donde vivamos. Comenzó con los antecedentes de la Inquisición, con la quema, tortura y posterior expulsión de musulmanes y judíos; siguió con la conquista sangrienta y el saqueo de las Américas y con el expolio de las riquezas de África y la utilización de sus pobladores como combustible humano de la economía de las nuevas colonias; provocó el caos colonial en Asia, y acabó volviendo a Europa al destilar Hitler todos los métodos forjados en esos capítulos previos (racismo científico, campos de concentración, genocidio de frontera...) en su Solución Final. Pero la historia no acabó ahí. Porque los aliados, tras acordar por fin que convenía detener a Hitler, decidieron que no querían abrir sus fronteras a sus víctimas supervivientes, y prefirieron endosarle el problema judío, junto con su vergüenza colectiva y su sentimiento de culpa por el Holocausto, al mundo árabe, diciéndole: «Encargaos vosotros».
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 381
 
 
Involucrarse en la forma de sionismo que creó el Estado de Israel en 1948 implica admitir que un pueblo, igual que una persona, puede ser a la vez víctima y verdugo; que puede a un tiempo sufrir un trauma e infligirlo. Gran parte de la historia moderna es un relato de bolsas de trauma que se mueven por el planeta como piezas de ajedrez hechas de miseria humana, y en que las víctimas de ayer se alistan en el ejército de ocupación de hoy. La historia en la que estamos atrapados no trata de un pueblo, ni de dos pueblos, ni de gemelos. Es la historia de una lógica, la lógica que desde hace tanto tiempo asola nuestro mundo.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 388
 
 
Creo que ese es el motivo de que, después de todo este mapeado de identidades y mundos especulares y de dobles fascistas, me sienta arrastrada a este lugar que durante gran parte de mi vida ha sido mi tierra de sombras particular; un lugar al que he combatido en público y en privado, y en mi propia y muy dividida familia (que recorre todo el espectro de actitudes, desde el antisionismo radical a los colonos ortodoxos). Porque a mi modo de ver, si bien Israel es un lugar, también ha sido siempre una advertencia. Una advertencia sobre los peligros de construir una identidad basada en renovar un trauma y no en afrontar nuestro duelo colectivo; sobre los peligros de construir una identidad con el criterio de separar a los de dentro y los de fuera; sobre lo que ocurre si lo que un día fue un debate apasionado da paso a un discurso ferozmente policial.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 388
 
 
El mundo no se sostiene. Los sistemas vitales en los que se apoyan nuestras vidas, las de todos, están enfermos. Se tambalean. Tiemblan. Requieren con urgencia de nuestros cuidados.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 403
 
 
¡Hay tantas formas de duplicación que son maneras de no mirar a la muerte, o a los problemas! Y la muerte parece terriblemente próxima de un tiempo a esta parte; tan próxima como una pastilla con fentanilo, una cúpula de calor, un crimen de odio, una bocanada de aliento cargado de virus. Mucho más próxima para unos que para otros, como de costumbre, pero no lo bastante lejos para que ninguno estemos realmente tranquilo. ¿Cómo evitamos desviar la mirada, entonces? ¿Cómo podemos mirar de frente a nuestros segundos cuerpos, y a nuestros cuerpos mortales, si no es tirando de compartimentaciones, fingimientos y proyecciones con que ocultarnos de ellos? ¿Qué haría falta para que dejemos de huir? ¿Saber —saber de verdad— lo que ya sabemos?
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 407
 
 
Estamos todos atrapados en unas estructuras socioeconómicas que nos empujan a perfeccionar obsesivamente nuestro minúsculo yo, por más que sepamos —aunque solo sea a nivel inconsciente— que estamos apurando los últimos años en que aún sería factible evitar una crisis existencial planetaria. El lienzo del cambio se hace cada vez más pequeño mientras nuestros problemas se vuelven cada vez más grandes.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 408
 

 
Algunos de los científicos del clima cuyo trabajo más respeto me merece han llegado a la conclusión de que existe una estrecha relación entre el exceso de atención que dedicamos a nuestro ego y lo mucho que desatendemos el planeta.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 408
 


 
Tenemos seres afines por todas partes. Algunos se parecen a nosotros; muchos no se nos parecen nada y, sin embargo, tienen una conexión con nosotros. Los hay que ni siquiera son humanos. Algunos son corales. Algunos son ballenas. Y están ahí para que conectemos con ellos si conseguimos no ponernos trabas nosotros mismos el tiempo suficiente.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 411
 
 

No bastará con proteger a «nuestra» gente; necesitaremos la fuerza de la verdadera solidaridad, que define «nuestra gente» como «todo el mundo».
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 417

 
 
No sorprenderé a nadie si digo que yo, personalmente, pienso que el jurado declara culpable al capitalismo, porque aviva nuestros instintos más indiferentes a los demás y nos está fallando en todos los aspectos que importan. Lo que necesitamos son sistemas que estimulen lo mejor de cada uno, esa parte de nosotros que quiere mirar al mundo en crisis que nos rodea y colaborar en las labores de reparación. Sistemas que hagan más fácil, en cosas grandes y pequeñas, que el cuidado de los demás gane su batalla contra la indiferencia.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 425
 
 
Cuando la necesidad nos rodea, se nos está llamando a ser mejores cuidadores.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 428
 
 
La crisis ecológica no es un simple binomio de salud y muerte, sostiene. Sí, hay especies que se están extinguiendo y ecosistemas que ya no pueden sustentar la vida. Pero el estado más común de nuestros suelos empobrecidos, de los cauces agostados por las sequías de nuestros ríos, de las criaturas salvajes diezmadas y de los bosques sobreexplotados es el de disfunción crónica, y el medio ambiente afectado es «precario, dependiente, abundante en pérdidas y en luchas, necesitado de ayuda, de espacio y de formas creativas de cuidarlo». Y agrega: Como persona discapacitada, reconozco en esto una discapacidad [...]. Con lo que estamos viviendo ahora mismo y lo que viviremos durante las próximas décadas, aun en las hipótesis más optimistas, es con la parálisis ecológica masiva de un mundo que no se acaba en lo humano, una parálisis que está absolutamente ligada con la discapacitación de seres humanos. A la vista de esto, parece de vital importancia reflexionar sobre qué formas de cuidado, tratamiento y asistencia va a requerir esta era de la discapacidad.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 428
 
 
Mientras acababa de escribir este libro, murió la reina Isabel II, a la edad de noventa y seis años; tuvo una buena muerte, una muerte inexorable y nada trágica. Gran parte del mundo anglófono entró en una especie de duelo contrito, un tipo de duelo colectivo que nuestra cultura no había declarado por muchas otras muertes: malas muertes, muertes evitables, muertes prematuras, muertes trágicas. Estando en Londres, les decía a unos amigos en broma (de mal gusto) que al menos en Canadá seguíamos teniendo una reina: la llamada Reina QAnon, que vive no muy lejos de mi casa y publica todo tipo de edictos ridículos. En el fondo, no bromeaba. Sinceramente, no tengo claro por qué nadie habría de considerar absurda una reina y perfectamente razonable otra. Me da la impresión de que es la misma fantasía la que opera siempre que alguien se atreve a ceñirse una corona, o a trazar una línea en el suelo y declarar la existencia de un nuevo país (sobre todo si el país ya tiene dueños, como es siempre el caso). En esas tierras concebidas para convertirse en doppelgangers de otras tierras («Nueva» York, «Nueva» Inglaterra, «Nueva» Francia, «Nueva» Gales del Sur, etcétera), creadas por decreto por hombres enfundados en mantos diversos en lugares lejanos, cuando empecemos a distinguir los hechos de la ficción, las fantasías de las realidades, aún habrá de pasar mucho tiempo hasta que demos con alguna cosa sólida. Si algo admiro de los diagonalistas y demás habitantes del mundo del espejo es que aún creen en la idea de cambiar la realidad; una aspiración, me temo, a la que de este lado del espejo muchos hemos renunciado. No deberíamos inventarnos los datos como hacen ellos, pero sí tendríamos que dejar de tratar muchos sistemas creados por el hombre —como las monarquías, los tribunales supremos, las fronteras y los ultrarricos— como si fueran inmutables e irreformables. Porque cualquier cosa que hayan inventado unos humanos pueden modificarla otros humanos. Y si nuestros sistemas actuales son una amenaza para la esencia misma de la vida (que lo son), es que hay que modificarlos. Cuando el mundo que creíamos conocer ya no se sostiene, nos asalta el vértigo. El mundo que conocemos se está derrumbando. No pasa nada. Era un edificio que se mantenía en pie a base de negaciones y desautorizaciones, de negarse a ver y a saber, de espejos y sombras. Tenía que desplomarse. Ahora, entre los escombros, podemos construir otro más fiable, que merezca más nuestra confianza, más capaz de sobrevivir a los shocks que están por venir.
 
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 431
 
 
 

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