Un estado de shock es lo que nos ocurre —como
individuos o como sociedad— cuando vivimos un acontecimiento súbito y sin
precedentes para el que todavía no tenemos una explicación adecuada. En pocas
palabras, un shock es el espacio que se abre entre un acontecimiento
y los relatos que lo explican. Los humanos entendemos el mundo a través de
relatos, y por eso los vacíos de significado tienden a generarnos mucha
incomodidad. Así se explica que esos actores oportunistas, a los que he llamado
«capitalistas del desastre», logren meterse corriendo en ese hueco con unas
listas de deseos que ya traían preparadas y unas historias simplistas que
hablan del bien y del mal. En ocasiones, dichas historias son tan erróneas que
parecen caricaturas de sí mismas («O estás con nosotros o estás con los
terroristas», nos dijeron tras el 11S, así como que «Odian nuestras
libertades»), pero al menos hay una historia, y con eso basta para que sean
mejor que la nada que supone ese hueco.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
«Reuníos, recuperad el equilibrio y buscad vuestra
historia.» Ese es el consejo que he dado durante dos décadas sobre cómo no caer
en el shock en momentos de trauma colectivo. Metabolizad el shock juntos, les
decía, cread significado juntos. Resistíos a los tiranos de medio pelo que os
dirán que el mundo ahora es una hoja en blanco solo para poder escribir sus
violentas historias en ella.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
En un intento de encontrarle algún sentido a la coyuntura en
la que me hallaba, empecé a leer y mirar todo lo que encontraba sobre dobles y doppelgangers,
desde Carl Jung hasta Ursula K. Le Guin, pasando por Fiódor Dostoyevski y
Jordan Peele. La figura del doble, con su significado en la mitología antigua y
en el nacimiento del psicoanálisis, empezó a fascinarme. La forma en que una
copia idéntica del yo representa a veces la mayor de nuestras aspiraciones: la
eternidad del alma, ese ser efímero que supuestamente sobrevive al cuerpo. Y la
forma en que el doble también representa las partes más reprimidas, depravadas
y rechazadas de nosotros mismos que no soportamos ver: el gemelo perverso, la
sombra, el antiyó, el Hyde de todo Jekyll. Estas historias enseguida me
hicieron ver que, muy probablemente, mi crisis de identidad era inevitable. La
aparición de un doppelganger casi siempre es caótica, estresante y
motivo de paranoia, y la frustración y lo siniestro de la situación siempre
acaban llevando al límite a la persona que se encuentra con su doble.
Pero lo cierto es que los doppelgangers no solo son
figuras de tormento, sino que, durante siglos, se han tenido por advertencias o
presagios. Cuando la realidad empieza a duplicarse, a refractarse, a menudo
indica que estamos ignorando o negando algo importante —una parte de nosotros
mismos y del mundo que no queremos ver— y que, si no prestamos atención a esa
advertencia, nos aguardarán todavía más males. Esto se aplica al individuo,
pero también a las sociedades que están divididas, duplicadas, polarizadas o fragmentadas
en varios bandos opuestos y aparentemente inescrutables. Es decir, a sociedades
como la nuestra.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
Si tomamos la literatura y la mitología sobre los doppelgangers
como guía, cuando uno se enfrenta a la aparición de su doble, está obligado a
emprender un viaje, una cruzada propia que lo ayude a entender lo que los
mensajes, secretos y presagios le ponen delante.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
En una época como esta, marcada por una concentración
extrema de la riqueza y la aparente impunidad infinita de los poderosos, es
perfectamente racional, incluso sensato, comprobar la veracidad de las
historias oficiales. El periodismo de investigación tiene como misión indispensable
destapar conspiraciones reales…
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
En las decenas de libros que se han escrito sobre personas
que se encuentran con sus dobles, la aparición de los doppelgangers siempre
presagia que la vida del protagonista está a punto de dar un vuelco, porque el
doble hará que sus amigos y familiares se vuelvan en su contra, destruirá su
carrera o lo inculpará de delitos, y —muy a menudo— se acostará con su cónyuge
o pareja. Un tropo habitual de este género es la incómoda duda sobre si el
doble existe de verdad. ¿Se trata de un desconocido idéntico o de un gemelo
desaparecido? O lo que es peor aún, ¿es el doble un producto de la imaginación
del protagonismo, la expresión de la inestabilidad del subconsciente?
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
En los primeros días de mi carrera como autora, cuando los
periodistas me acusaban de ser una marca, insistía en que no era así. Decía,
chorreando desdén: «Soy autora, no una marca. Yo no soy el producto. Mi
cometido es comunicar ideas, y esas ideas están en el libro. Lea el libro».
Señalaba que no tenía productos accesorios, ni extensiones de la marca, ni
camisetas ni bolsas de tela; no vendía otra cosa que no fuese un libro. Antes
de mí hubo otros autores que habían vendido muchos ejemplares; ¿por qué no los
acusaban a ellos de ser marcas?
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
Venderse a uno mismo constituye otro tipo de duplicidad, la
versión interna de un doppelganger.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
La invocación del alma es interesante, ya que nos recuerda
que no es la primera generación que se moldea ante un ojo omnisciente. ¿Qué es
un Dios que todo lo ve, capaz de conocer nuestros sentimientos e intenciones,
si no la herramienta de vigilancia más efectiva jamás inventada? La genialidad
de este tipo de religión está en la forma en que seduce a los creyentes para
que actúen con pureza en esta vida y puedan así gozar de sus recompensas tras
la muerte. Y a diferencia del estado de la vigilancia de hoy —el cual solo sabe
lo que escribimos, lo que decimos y lo que hacemos—, los dioses monoteístas
también afirman conocer nuestras intenciones.
El psicoanalista austríaco Otto Rank, quien colaboró
estrechamente con Freud antes de romper con él, veía el alma —la parte de la
persona que se creía que vivía más allá del cuerpo tras morir— como el
doppelganger definitivo, el más íntimo de los dobles. La elección de creer en
el alma, escribía, era «el deseo de defenderse contra la temida destrucción
eterna».10 Freud estaba de acuerdo: «El doble era originalmente un seguro
contra la extinción del yo [...] “un enérgico rechazo del poder de la muerte”,
y parece probable que el alma “inmortal” fuese el primer doble del cuerpo».
Igual que ocurre con los dobles que interpretamos en el éter
digital, todo esto tiene un deje amenazante porque, como apunta Freud, nos
recuerda que no siempre estaremos vivos. Así, el alma «se convierte en una
siniestra precursora de la muerte». Según la cosmología, una vida mal vivida
puede llevar a tu doble incorpóreo a arder en el infierno durante toda la
eternidad o a terminar reencarnándose en una cucaracha. Teniendo en cuenta lo
mucho que nos jugamos con este tipo de duplicidad, según Freud y Rank, a menudo
viene acompañada de la creación de otro tipo de doble —un gemelo perverso o un
lado abyecto— en el que proyectar todos nuestros pecados y errores. Esos dobles
que se quedan con nuestros pecados para que podamos permanecer puros son los
monstruos de los libros y las películas sobre doppelgangers: son el yo
proyectado al que el protagonista termina apuñalando sin saber que, al hacerlo,
se está asesinando a sí mismo. Estos dobles son el yo indeseado del que nos hemos
liberado porque hemos hecho un pacto con el diablo, y que ahora busca venganza.
Una marca mal gestionada tiene unas consecuencias mucho
menos fatales que la mala gestión del alma, pero, por otro lado, las
consecuencias se dan en esta vida, no en la siguiente. En las conversaciones
que tenemos en clase, tratamos de desentrañar precisamente cómo la lógica de la
marca personal moldea la existencia de eso a lo que llamamos el yo. ¿Qué
significa para los jóvenes crecer sabiendo que cada foto improvisada, cada
vídeo, cada observación que publiquen en la nube digital, será lo que, cuando
tengan unos años más, les impida conseguir un trabajo, o entrar en una
universidad, o que les den el visto bueno como inquilinos? Y a la inversa: ¿qué
significa que esas mismas publicaciones —probarse un conjunto bonito, bailar
solos en su habitación— también pueden ser el billete a la fama y a la riqueza
de ser influencer? Teniendo en cuenta todo lo que está en juego, ¿qué es lo que
hacen y qué no se atreven siquiera a probar? ¿Y qué le pasa a su yo abyecto
mientras están ocupados interpretando el papel del yo perfecto? ¿Qué gemelos
perversos se crean en esta separación?
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
La creación de una marca es un proceso que exige lo que la
autora y psicoterapeuta Nancy Colier describe como el imperativo de
«relacionarnos con nuestro yo en tercera persona». Puede que el yo
mercantilizado sea rico, pero la mercantilización no deja de exigir una
separación, una duplicidad interna que es alienante por naturaleza. Estás tú, y
luego está la Marca Tú. Por mucho que queramos creer que estos yos se pueden
mantener separados, las marcas son entes hambrientos y exigentes, y un yo
influye por fuerza en el otro. Teniendo en cuenta que somos una infinidad de
personas las que tenemos dobles, todas con separaciones internas e
interpretándonos a nosotras mismas, la dificultad de saber qué es real y en qué
y en quién podemos confiar aumenta. ¿Cuáles de nuestras opiniones son reales y
cuáles son de cara a la galería? ¿Qué amistades parten del afecto y cuáles son
colaboraciones entre dos marcas? ¿Qué colaboraciones que deberían darse no
ocurren porque las marcas de las respectivas personas compiten entre ellas?
¿Qué no se llega a decir, o a compartir, porque no sería propio de la marca?
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
En su trascendental libro de 1984, Teoría feminista: de los
márgenes al centro, hooks decía que «deberíamos evitar usar la frase “yo soy
feminista”» y decantarnos por decir «yo defiendo el feminismo», ya que, a
diferencia de la etiqueta «yo soy», la cual apela a las creencias anteriores
del interlocutor sobre qué y quién es feminista, es mucho más probable que la
segunda dé pie a una conversación sobre qué cambios concretos está intentando
conquistar el feminismo, y «no nos enreda en el pensamiento dualista “o esto o
aquello” que es el componente ideológico central de todos los sistemas de
dominación en la sociedad occidental».
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
Las citas sirven para añadir las voces de otros, para
ampliar el marco, no para reducirlo aún más. Ahora, lo de citarse a uno mismo
es el pan de cada día.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
Puede que las marcas sean entes vanidosos y perjudiciales,
pero las ideas no lo son. Las ideas son herramientas de transformación personal
y colectiva. Por eso me preocupa que las exageraciones, las especulaciones y
las afirmaciones sin fundamento de Wolf se mezclen con la doctrina del shock,
no porque esta sea una marca que necesite protección, sino porque es un marco
que ha dotado a muchos de un lenguaje para protegerse de la explotación
económica y los ataques contra la democracia durante los períodos de emergencia
que desconciertan a las sociedades. Cuando ese concepto se embarulla por
asociación con teorías conspiranoicas trastornadas sobre contubernios globales,
es más difícil que pueda cumplir dicho propósito. Y el resultado es una
mezcolanza absurda, una «cosa [...] demasiado ridícula para tomársela en serio,
y demasiado seria para pasar por meramente ridícula».
Wolf se ha servido de artes similares para tergiversar el
principio central del feminismo según el cual todas las personas tienen derecho
a escoger con quién mantienen relaciones sexuales y si quieren o no seguir
adelante con un embarazo. Ahora lo estaba manipulando para calificar las
medidas sobre las pruebas y la vacuna del covid de violaciones de la
«integridad corporal» equiparables a las que soportaron las mujeres a quienes
se les practicaron exámenes vaginales forzados, so pretexto de que todos son
ejemplos de «la penetración del Estado en su cuerpo contra su voluntad». Huelga
decir que ese tipo de lenguaje satisface una necesidad cultural que está muy
unida al capital social de la victimización, una cuestión que retomaré más
adelante. Pero, por ahora, lo importante es que abusar de estos términos es
peligroso, porque los despoja del significado que pretenden transmitir, de su
legibilidad y su poder.
Lo más grave es que Wolf y los suyos se han pasado años
embarullando el significado de la lucha contra el autoritarismo, el fascismo y
el genocidio, nada más y nada menos que los peores crímenes de la humanidad. Y
lo han hecho en un momento en el que necesitamos desesperadamente una alianza
antifascista robusta, en gran parte gracias a la propagación incesante de
informaciones incendiarias y erróneas y de la animadversión que han demostrado
personas como esas. La dilución y el perjuicio de una marca son asuntos
triviales, pero esos crímenes y la facultad de ponerles nombre son sumamente
importantes.
¿Qué podemos hacer cuando nos percatamos de que ideas y
conceptos importantes se distorsionan de esta forma, cuando vemos que la
absurdidad parece permearlo todo y que, como consecuencia de ello, resulta
imposible mantener cualquier tipo de conversación seria? ¿Qué hacemos cuando
parece que estamos rodeados de dobles e impostores retorcidos? Una noche me
encontraba buscando respuestas a estas preguntas cuando, en mi misión de
empaparme del catálogo cinemático sobre doppelgangers, di con la osada sátira
de Charlie Chaplin sobre el ascenso de Hitler, El gran dictador. Al final de la
película, el barbero judío perseguido (interpretado por Chaplin) se disfraza de
dictador hitleriano (también interpretado por Chaplin), se cuela en las líneas
enemigas y da uno de los mejores discursos antifascistas de la historia ante
las masas fascistas.
A pesar de ser del año 1940, el mensaje de Chaplin seguía
siendo igual de oportuno: cuando te enfrentes a un doble que amenaza con
engullirte a ti y a tu mundo (o a un ejército de ellos), la distancia no te
protegerá. Es mucho mejor cambiar las tornas drásticamente y convertirte, en
cierto modo, en su imitador, en su sombra.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
Al fin y al cabo, la inteligencia artificial es una
herramienta de reflejo y mimetismo: la alimentamos con todas las palabras,
ideas e imágenes que nuestra especie ha logrado amasar (y digitalizar) a lo
largo de su historia, y estos programas generan un reflejo de un realismo
inquietante. El mundo convertido en gólem.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
Siempre que oigo a jóvenes universitarios hablar de sus
dificultades para lidiar con las implicaciones de los rastros de datos que
inevitablemente dejan tras de sí siento una enorme nostalgia de mis años de
adolescencia y juventud, cuando no había móviles. Al echar la vista atrás, me
doy cuenta de que mis amigos y yo nos movíamos por el mundo como fantasmas:
nuestros problemas, vidas sexuales, quejas, gustos musicales, aventuras y formas
de vestir no dejaban casi ningún rastro. No entrenaban ningún algoritmo, no se
almacenaban en ninguna nube y no dejaban ningún historial en ninguna caché,
salvo por la caché ocasional de algunas fotos dobladas, diarios y cartas con
borrones de agua, o mensajes escritos en la pared de un baño que desaparecerían
con el tiempo. Era impensable que cualquiera que no fuésemos nosotros (y quizá
nuestros entrometidos padres y madres) pudiese tener el más mínimo interés en
las trivialidades de nuestra joven vida. Al mundo no le importábamos, y no
sabíamos la suerte que teníamos.
El pacto fáustico de la era digital —comodidades digitales
gratuitas o económicas a cambio de nuestros datos— solo se nos explicó después
de cerrado el acuerdo. Y representa un cambio inmenso y radical no solo en cómo
vivimos, sino —y esto es mucho más importante— en para qué sirve nuestra vida.
Ahora todos somos minas, minas de datos, y a pesar del carácter íntimo y
trascendental de lo que se está minando, el proceso de minado sigue siendo sumamente
opaco, y a sus responsables no se les pide explicación alguna.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo
Es duro vivir en una época en la que tantas verdades que se
daban por sentadas de pronto se tambalean bajo nuestros pies. Y más aún en un
momento en que tantas otras cosas se han vuelto inciertas: la posibilidad de
acceder a una vivienda en propiedad, o de conseguir suficiente dinero para
pagar unos alquileres disparados, o de conservar cualquier trabajo, o incluso
de saber cuánto nos costará la semana que viene la cesta de la compra. Todo
está cambiando tanto y tan rápido que, como la predictibilidad que atribuíamos
a las estaciones, nada volverá ya a ser estable, al menos durante varias
generaciones, y eso en el mejor de los casos. Toda esta desestabilización
requiere de nosotros varias cosas: cambiar, reevaluar y reimaginar quiénes
tenemos que llegar a ser. No debería sorprendernos que un momento tan exigente
suscite reacciones y posicionamientos extremos. No debería sorprendernos que,
en vez de considerar honestamente lo que nos han enseñado sucesivas olas de
revelaciones —personal sanitario obligado a enfundarse bolsas de basura a falta
de equipos de protección, la frialdad y el odio en los ojos del agente Derek
Chauvin mientras cargaba con todo su peso sobre el cuello de George Floyd, la
perversión de tantos curas—, haya mucha gente que prefiera optar por ciertas
distracciones bastante espectaculares. Por ejemplo, presentarse como víctimas
cósmicas de todos los crímenes cometidos contra la humanidad durante los
últimos cinco siglos, combinados. Esto podría explicar por qué las tesis
conspirativas del mundo del espejo parecen contradecirse entre sí tan a menudo.
Para esta nueva configuración política, el verdadero objetivo nunca fue
convencer a la gente de sus teorías no avaladas por pruebas; eso era solo una
herramienta. El objetivo, consciente o no, es fomentar el negacionismo y la
evasión. Se trata de no tener que asumir verdades ingratas e incómodas a la
vista de unas realidades ingratas e incómodas, ya sea el covid, el cambio
climático o el hecho de que nuestras naciones se forjaron con un genocidio y
jamás han acometido un proceso mínimamente serio de reparación. ¡Es tanto más
fácil negar las cosas que hacer examen de conciencia, o mirar atrás, o hacia
delante! Mucho más fácil que cambiar. Pero la negación requiere relatos,
coartadas, y eso es lo que ofrece la cultura de la conspiración. A pesar de
todo, me incomoda lo reconfortante que puede resultar ese análisis que carga el
peso de la negación sobre las espaldas de los habitantes del mundo del espejo.
Pasa lo mismo con el negacionismo del cambio climático: existen los
negacionistas de la línea dura, que afirman que es todo un engaño y son fáciles
de identificar. Pero puede que el mayor obstáculo hayan sido siempre los
negacionistas de la línea blanda, todos nosotros, que sabemos que es real pero
hacemos como si no lo fuera y nos olvidamos del asunto de mil maneras, más o
menos flagrantes. Como ya he señalado, Bannon clama incesantemente contra lo
que llama el Gran Robo: la afirmación de que Biden cometió un fraude electoral
en 2020; mientras que los demócratas llaman a eso la Gran Mentira. Y es una
gran mentira, una mentira peligrosa. Pero ¿es esa LA gran mentira? ¿Más grande,
pongamos por caso, que la economía de goteo? ¿Más que «los recortes fiscales
crean puestos de trabajo»? ¿Más que el crecimiento infinito en un planeta
finito? ¿Más que el doble directo de Thatcher de «no hay alternativa» y «eso que
llamamos “sociedad” no existe»? ¿Más, ya puestos, que el «destino manifiesto»,
la terra nullius o la doctrina del descubrimiento, las mentiras que constituyen
la base de Estados Unidos, Canadá, Australia y todos los demás Estados de
origen colonial? Si podemos soportar pararnos a reflexionar sobre las zonas de
sombra, aunque sea solo por un minuto, se pone claramente de manifiesto que
estamos atrapados en una red de mentiras que aniquilan la vida, y que cualquier
cuento con que nos salga esta semana el mundo del espejo no es ni la mentira
más grande ni la más peligrosa. Es perfectamente posible que con la guerra
declarada por Bannon y Wolf contra la realidad pase lo mismo que con tantas y
tantas grandes mentiras sobre las que se erigió el mundo moderno: que se
derrumban ante nuestros ojos. Cuando la casa se viene abajo, algunos optan por
evadirse en una fantasía en toda regla, eso está claro; pero no significa que
el resto de los que nacimos y nos criamos en esa casa seamos los guardianes de
la verdad. ¿Qué es, entonces, lo que muchos de nosotros seguimos sin ver,
seguimos evitando, en este bosque de espesas sombras?
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 337
La historia que cuentan Peck y Lindqvist no comienza en
América, sino en la Europa de los siglos que condujeron a la Inquisición
española, la quema de herejes y la sangrienta expulsión de judíos y musulmanes.
Desde allí cruzó el Atlántico y reprodujo los mismos patrones a una escala
mucho mayor con el genocidio de los nativos americanos, al que se sumó el
tumultuoso reparto de África, para finalmente volver a Europa durante el
Holocausto. Esto cuestiona el relato de la Segunda Guerra Mundial que tantas
veces se nos ha contado: el de unos aliados antifascistas, unidos frente a los
monstruosos nazis. Es cierto que derrotar a Hitler y liberar los campos de
concentración, aunque fuera tarde, fue la victoria más justa de la era moderna.
Sin embargo, complica el tema el hecho de que Hitler escribió largo y tendido
sobre cómo en múltiples aspectos se había inspirado para establecer su régimen
genocida en el colonialismo británico y las diversas estructuras de jerarquía
racial que se ensayaron antes en América del Norte. Por ejemplo, en 1941,
Hitler hizo esta reflexión: «Los campos de concentración no se inventaron en
Alemania. Sus inventores fueron los británicos, que se valieron de dicha
institución para ir quebrando poco a poco la resistencia de otras naciones».6
Lo dijo con una clara intención propagandística, claro, pero había en ello algo
de verdad. Los campos de concentración, de hecho, se habían utilizado en
numerosos contextos coloniales: lo hicieron los españoles en Cuba; los colonos
alemanes, en el sudoeste de África, contra los pueblos herero y nama, y los
británicos en lo que ahora es Sudáfrica, durante la guerra de los bóeres, en
que decenas de miles de prisioneros murieron en recintos cercados azotados por
enfermedades. Antes de que Hitler empezara a caracterizar el asesinato en masa
de los genéticamente «inferiores» como conveniente para velar por la salud de
la raza, el comandante Bedford Pim de la Marina Real Británica había explicado
en 1866 a la Sociedad de Antropología de Londres que, a la hora de exterminar
poblaciones indígenas, había «misericordia en la masacre».
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 341
También había influencias más recientes y contemporáneas.
Cuando Hans Asperger y otros médicos de Alemania y Austria se pusieron a
decidir a qué discapacitados se permitiría vivir y cuáles eran «indignos de la
vida», actuaron muy influidos por Estados Unidos, donde el Congreso de Indiana
había aprobado en 1907 la primera ley que, con base en la eugenesia, regulaba
la esterilización obligatoria, que no tardó en extenderse a otros estados.8
Mediante leyes como esa, la eugenesia ya había brindado una justificación
pseudocientífica para la esterilización forzosa de decenas de miles de
aspirantes a padres y madres cuyos genes se consideraban amenazas para el
acervo genético en su conjunto, un proyecto plagado de prejuicios sobre la
inteligencia relativa de los individuos de ascendencia anglosajona y nórdica.
Los nazis partieron de este precedente y lo ampliaron de forma drástica: se
estima que 400.000 personas fueron esterilizadas bajo su régimen; pero sus
innovaciones en ese terreno fueron de escala y ritmo, no de fondo. James Q.
Whitman, autor de El modelo americano de Hitler: Los Estados Unidos y la
gestación de la ley racial nazi, publicado en 2017, documenta con estremecedor
detalle la deuda de los nazis para con Norteamérica. Whitman, catedrático de
Derecho en la Universidad de Yale, argumenta que las contorsiones legales que
hizo Estados Unidos para negar el derecho a la plena ciudadanía con criterios
raciales fueron la fuente de inspiración de las leyes de Núremberg de 1935, por
las que se despojó a los judíos alemanes de su nacionalidad y sus derechos
políticos, además de prohibir el sexo, el matrimonio y la reproducción entre
arios y judíos (la ley de ciudadanía del Reich y la de protección de la sangre
y el honor alemanes). Se han descubierto borradores para el establecimiento de
los nuevos guetos elaborados en parte con base en el estudio de los sistemas de
segregación legal establecidos bajo las leyes de Jim Crow y las de las reservas
indias; el sistema de apartheid sudafricano fue asimismo una fuente clave de
inspiración. Fue determinante el hecho de que muchos nazis eran estudiosos y
admiradores de la mitología estadounidense de la frontera: el supuesto derecho
a expandirse hacia el oeste y reclamar constantemente nuevos territorios para
establecer asentamientos. El equivalente alemán era el Lebensraum, o espacio
vital, necesario para vivir y crecer, que Hitler adoptó e interpretó como un
mandato imperativo de conquistar y apropiarse de tierras al este de Alemania.
Como en el Oeste estadounidense, ese territorio lo ocupaban otros que fueron
considerados obstáculos para el proyecto: eslavos y judíos. Hitler, que alababa
a los colonos europeos por haber «reducido a tiros millones de pieles rojas a
unos pocos cientos de miles», sostenía que le había llegado a Alemania el turno
de emprender limpiezas étnicas y reubicaciones en masa dentro de sus fronteras.
«Tenemos una única tarea: acometer la germanización del territorio, llevando
alemanes y dando a los pobladores nativos el mismo trato que a los indios»,
dijo el Führer en 1941. Y ese mismo año aseguró en otra ocasión: «Abordaré este
asunto de frente y a sangre fría [...]. No veo por qué un alemán, al comer un
trozo de pan, habría de torturarse con la idea de que la tierra que ha
producido ese pan fue conquistada por la espada. Cuando comemos pan de Canadá,
no pensamos en los indios expoliados». En su reivindicación de los cereales de
Ucrania, se permitía bromear diciendo «suministraremos a los ucranianos
pañuelos, cuentas de cristal y todas esas cosas que les gustan a los pueblos
coloniales». Los nazis veían a algunos de los moradores de las tierras que
usurpaban como aptos para el trabajo esclavo, pero no a los judíos, que
consideraban irredimibles y, en consecuencia, abocados a la erradicación, en
parte para hacer sitio a los colonos alemanes. A medida que la guerra se
prolongaba, la escala y la velocidad de los asesinatos alcanzaron cotas nunca
vistas: nadie había construido jamás cámaras de gas o crematorios para
utilizarlos día tras día con el fin de eliminar vastos sectores de la
población. Pero, si bien la locura asesina llevó el odio promovido por el
Estado a cotas desconocidas, el exterminio para robar tierras no fue una
innovación suya. «Auschwitz fue la aplicación moderna, en modo industrial, de
una política de exterminio en la que se basó durante siglos el dominio europeo
del mundo», dice Lindqvist. Sin embargo —añade—, «cuando lo que se había hecho
en el corazón de las tinieblas se repitió en el corazón de Europa, nadie lo
reconoció. Nadie quería admitir lo que todos sabían». Eso es inexacto. Varios
de los intelectuales negros más destacados advirtieron ya en su día el
paralelismo con gran claridad. W. E. B. Du Bois escribió en The World and
Africa [El mundo y África], publicado poco después de finalizada la Segunda
Guerra Mundial: No hubo atrocidades nazis —campos de concentración,
mutilaciones y asesinatos sistemáticos, violaciones o profanaciones blasfemas
de la infancia— que la civilización cristiana europea no llevara mucho tiempo
practicando contra poblaciones de color de todo el mundo, en nombre y en
defensa de una raza superior nacida para gobernar el planeta. Lo que sí era una
novedad es que ahora eran otros europeos los señalados como raza inferior. En
Discurso sobre el colonialismo, el escritor y político de Martinica Aimé
Césaire lanza la acusación de que los europeos toleraron «el nazismo hasta que
lo sufrieron en carne propia». Mientras sus métodos no se aplicaron en suelo
europeo, «lo absolvieron [...], se negaron a verlo, lo legitimaron, porque,
hasta entonces, solo se había aplicado a pueblos no europeos». Césaire
consideraba que, para los aliados, el crimen de Hitler fue que hizo a los
judíos y a los eslavos lo que «hasta entonces estaba reservado exclusivamente»
a los no blancos colonizados en territorios lejanos. Pero, visto desde el
Caribe, todo formaba parte de la misma, larga y tortuosa historia. Césaire fue
explícito al exponer que, a su modo de ver, Hitler no fue tan solo el enemigo
de Estados Unidos y Gran Bretaña, sino que fue su sombra, su hermano gemelo, su
doppelganger perverso: «Sí, valdría la pena estudiar clínicamente, en detalle,
los pasos dados por Hitler y el hitlerismo y revelarle al muy distinguido, muy
humanista, muy cristiano burgués del siglo XX que, sin ser él consciente, lleva
un Hitler dentro, que Hitler vive en él, que es su demonio».
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 345
Lo que debemos preguntarnos ahora —incluso aquellos de
nosotros cuyos antepasados fueron víctimas de genocidio— es esto: ¿y si el
fascismo puro y duro no fuera el monstruo que llama a nuestra puerta, sino el
que tenemos viviendo en casa, nuestro monstruo interior?
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 350
Por hacer honor a la verdad, cualquier división identitaria
puede instrumentalizarse para cumplir esa función: judíos contra negros, negros
contra asiáticos, musulmanes contra cristianos, feministas «críticas» con la
ideología de género contra transexuales, inmigrantes contra nacionales. Es el
manual que aplicaron Trump y otros prebostes pseudopopulistas de todo el mundo:
lanzar el hueso de unas mínimas concesiones económicas a las bases (o al menos
prometérselas), soltar los perros del odio racial y de género y retener el
control de la transferencia de riqueza de abajo hacia arriba.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 366
Pero es el recuerdo de un izquierdista belga llamado Abram
Leon el que tengo más presente. Durante la guerra, cuando estaba en la
veintena, él mismo podría haber pasado por un joven Trotski, con su cara
redonda y aniñada rematada por un pelo negro y ondulado y unas gafas con gruesa
montura negra. Había vivido en Palestina con su familia en su adolescencia. De
regreso en Bélgica, se desencantó con el sionismo y se convirtió en un
trotskista acérrimo. Durante la ocupación nazi, se vio obligado a actuar en secreto,
pero siguió organizando reuniones clandestinas y publicando panfletos y
periódicos ilegales. También trabajó en un proyecto que podríamos describir
como un intento de entender a su propio doble judío: durante la guerra, Leon
estudió cómo el proyecto mundial del capitalismo se había valido del
antisemitismo de distintos modos, retrotrayéndose hasta el Imperio romano y
llegando hasta el período nazi, y escribió un tratado académico sobre el tema.
Cuesta imaginar cómo fue capaz de desarrollar una investigación tan exhaustiva
estando en la clandestinidad, pero lo consiguió, recurriendo a una gran
variedad de fuentes. El análisis que hace Leon de la utilización de las teorías
conspirativas antisemitas resulta especialmente relevante en el momento
histórico actual. Describe la forma en que Hitler aprovechó las penalidades
económicas de las clases bajas y medias —empobrecidas por la Primera Guerra
Mundial, machacadas después por las sanciones y golpeadas finalmente por la
Gran Depresión— y dirigió ese descontento contra una quimera que los nazis
llamaron «el capitalismo judío». Situado en una categoría aparte del resto del
capitalismo, supuestamente sano y decente, era una estructura mítica, como el
hombre del saco, con un objetivo conocido. «El gran capital se propuso desviar
y controlar el odio anticapitalista de las masas en su exclusivo beneficio»,
escribió. De forma muy similar a como la derecha seguidora de Bannon clama
airadamente a través de sus redes internacionales contra los «globalistas» a
fin de desviar la ira popular lejos del capitalismo como sistema y hacia una
camarilla imaginaria de la que puede prescindirse dejando intactas las
estructuras que crearon y protegen a la clase mundial de los multimillonarios.
Leon explicaba asimismo cómo el partido nazi, tras presenciar el triunfo de la
revolución obrera en Rusia y viendo que el comunismo ganaba poder político en
Alemania, puso todo su empeño en restar importancia a las distinciones de clase
ante los trabajadores alemanes. Esto se hizo sustituyendo la solidaridad de
clase por la solidaridad racial, suplantando los intereses comunes de todos los
trabajadores por los placeres y recompensas derivados de pertenecer a la raza
aria, un vínculo que pretendía unir a los obreros cristianos más empobrecidos con
los industriales más opulentos. Pero, dado que en un régimen capitalista
trabajadores y propietarios tienen intereses abismalmente distintos, dicha
maniobra requería una sombra, un gemelo perverso. «Igual que es necesario
presentar a las diferentes clases [de arios] como miembros de una única raza
—escribió Leon—, también lo es que esa “raza” tenga un único enemigo: “el judío
internacional”. El mito de la raza va necesariamente acompañado de su
“negativo”: la antirraza, el judío.» Era este un análisis muy incisivo de la
relación dialéctica entre raza y clase dentro de un régimen supremacista
blanco: Leon argumentaba que la solidaridad de clase entre trabajadores, por
encima de las líneas étnicas, era la mayor competencia y la principal amenaza a
las que se enfrentaba el proyecto nazi. Leon recopiló sus ideas y su
investigación en un librito importante, aunque poco conocido, La cuestión
judía: una interpretación marxista, publicado inicialmente en francés en 1946.
Pero no llegó a ver la culminación de sus esfuerzos, porque la misma dinámica
que había analizado fue a por él. En 1944, como miembro de la «antirraza» (así
categorizada por la autoproclamada raza superior), fue apresado, torturado por
la Gestapo y enviado a Auschwitz, donde murió asesinado en las cámaras de gas.
Tenía veintiséis años. En estos tiempos de pipikismo rampante, lo que más me
conmueve de la corta vida de Leon es su fe en las ideas. Aun rodeado por todas
partes de asesinatos en masa, incluso en circunstancias personales extremas, no
dejó de creer que la palabra, el análisis y la investigación eran importantes,
que seguían teniendo la capacidad de deshacer un hechizo maléfico. Aunque esas
palabras llegaran demasiado tarde para importarle a él. La historia de Leon
resume el destino del debate sobre la cuestión judía en el seno de la izquierda
judía: fue asesinado a mitad de frase. Dice Traverso que «la guerra y el
Holocausto [...] al exterminar a la mayoría de los actores [del debate]
destruyeron las condiciones de esa discusión». Pero no fue solo eso. Para
muchos de los que sobrevivieron, Stalin dio el tiro de gracia a su confianza en
la posibilidad —o incluso la conveniencia— del cambio revolucionario. A
diferencia del faro que fue la Viena Roja, cuanto más brutal y totalitario se
volvía el experimento soviético, menos capaz parecía el socialismo de ofrecer
una alternativa moral a la barbarie. Esa fue la mayor traición de Stalin.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 372
Aunque hubo defensores de ambas corrientes que sobrevivieron
al Holocausto, entre los escombros solo una respuesta siguió afirmándose con
gran aplomo: el sionismo. Israel como patria territorial para los judíos, una
nación que pudiera armarse y protegerse de cualquier posible amenaza, se situó
como la única opción que les quedaba. La única que no había sido aplastada por
una u otra forma de totalitarismo. Y así, en la batalla —ahora literal y muy
real— por el territorio y sus fronteras, muchos de aquellos primeros debates
quedaron arrinconados. En el seno de la joven nación, y sobre todo tras la
guerra de 1967 y la prolongada ocupación de Cisjordania y Gaza, el
antisemitismo pasó a ser tratado no ya como una cuestión que requería
respuestas con una base histórica, sino más bien como algo eterno, por encima
de las coyunturas históricas. En ese relato pesimista, el odio a los judíos se
presentaba como algo tan profundo, tan arraigado en el sustrato colectivo de la
humanidad, que cualquier intento de combatirlo defendiendo principios de
igualdad humana universal y uniendo fuerzas con otros de los muchos grupos
humanos que fueron víctimas del terror y de masacres en nombre de la pureza y
(o) superioridad racial o religiosa de otros grupos era considerado por los
líderes israelíes y por muchos judíos en posiciones de liderazgo no ya ingenuo,
sino directamente peligroso. Lo que ofrecía el sionismo una vez que sus
competidores ideológicos quedaron drásticamente debilitados era muy sencillo:
en vez de intentar vencer al antisemitismo yendo a sus raíces, le pondremos una
pistola en la sien y lo obligaremos a someterse. Y ante el rostro espectral de
Shylock, el judío eterno que es el doble en la sombra de todos los judíos,
Israel responderá con su propio doppelganger: el nuevo judío bronceado,
musculoso, ávido de territorio que empuña una ametralladora; el alter ego
desatado del viejo judío pálido, aplicado y melancólico. Ese era el tipo de
desdoblamiento que preocupaba a Roth, pero la cosa no acababa ahí,
naturalmente. Igual que los antiguos judíos se vieron atrapados en una batalla
fraternal con los europeos cristianos, que los veían como demonios sobre los
que proyectar todos sus males, los judíos modernos necesitaban su propia
contrafigura: los palestinos, el foco de una amenaza permanente dentro de
Israel y en sus fronteras. Para explicar cómo llegamos a ocupar esa posición en
apariencia insostenible, es obligado hacer un poco de historia, lo cual nunca
es un propósito fácil en una parte del mundo en la que versiones opuestas del
pasado forman una maleza impenetrable. En la década de 1930 se produjeron una
serie de revueltas árabes contra la afluencia de judíos a Palestina, que
entonces estaba bajo mandato británico. Aquella ola de inmigración hebrea era
percibida por muchos palestinos como una imposición colonial, una percepción
que se consolidaría más adelante cuando las tropas británicas y la policía
local sofocaron el levantamiento árabe con un uso abrumador de la fuerza, que
no hizo sino generar más resentimiento. Con la partición de Palestina en 1947
—una decisión tomada con la casi unánime oposición de los árabes— y la
constitución de Israel como Estado al año siguiente, la primera guerra
árabe-israelí estaba servida. Son esos años los que los palestinos llaman la
nakba o ‘catástrofe’: 750.000 palestinos fueron expulsados de su territorio,
cientos de aldeas fueron destruidas y en sus filas hubo miles de víctimas
mortales; solo en años recientes han salido por fin de las zonas de sombra de
Israel y a la luz pública todos estos datos. Como es natural, los palestinos
iban a resistirse a aquella limpieza étnica con más violencia, pero en vez de
juzgar la resistencia árabe como lo que era —una batalla nacionalista y
anticolonialista por su tierra y su autodeterminación (con algunos elementos
antisemíticos, sin duda)—, muchos líderes sionistas influyentes presentaron la
causa palestina como puro odio a los judíos y una prolongación directa del
mismo antisemitismo que había dado lugar al Holocausto y que, en consecuencia,
debía ser aplastado con el tipo de fuerza militar que no habían podido
organizar en la Europa dominada por los nazis. En ese constructo, se retrataba
a los palestinos —en tanto que nuevo enemigo eterno— como tan faltos de
legitimidad, tan irracionales y tan «otros» que los israelíes se creyeron con
todo el derecho a reproducir muchas de las formas de violencia, propaganda
deshumanizadora y desplazamiento forzoso de las que los judíos habían sido
objeto y que los habían privado de raíces por toda Europa durante siglos; un
proceso que sigue actualmente en curso, con demolición de hogares, asesinatos
selectivos, ataques de los colonos a las comunidades palestinas, leyes
abiertamente discriminatorias y guetos amurallados en los que se encierra a los
palestinos.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 375
La nación doppelganger «Política doppelganger.» Así es como
Caroline Rooney, profesora de Estudios Africanos y del Medio Oriente en la
Universidad de Kent, describe el Estado de Israel y el complejo espacio
psicológico que ocupa en sus vertientes de víctima y verdugo. La naturaleza
dual de su identidad nacional está incrustada en el doble lenguaje utilizado
para definirla, en el que cada término tiene su pareja y nunca aparece solo:
Israel y Palestina, árabes y judíos, dos Estados, el Conflicto. Esta forma de
coser a dos pueblos, basada en una ilusión de poderes simétricos, implica que
somos siameses inseparables en una situación de lucha interminable, una
rivalidad fraterna irresoluble entre dos ramas que descienden ambas de Abraham.
Según Rooney, Israel existe como doppelganger a dos niveles. En primer lugar,
es un doppelganger de las formas de nacionalismo chovinista europeas que
convirtieron a los judíos en los parias del continente desde épocas muy
anteriores al Santo Oficio. Eso fue lo que vendió el sionismo a las potencias
antisemitas europeas, una solución que beneficiaba a ambas partes: vosotros os
deshacéis de vuestro «problema judío» (es decir, los judíos se irán de vuestros
países y emigrarán a Palestina), y los judíos ganan un Estado propio en el que
imitar/duplicar las mismas formas de nacionalismo militante que los habían
oprimido durante siglos. (Es por eso por lo que el sionismo se topó con la
feroz oposición de los miembros del Bund, que pensaban que su enemigo era el nacionalismo
en sí, fruto del odio racial.) Israel se convirtió también en doppelganger del
proyecto colonial, concretamente con su colonialismo de asentamientos. Muchos
de los argumentos básicos del sionismo dejaban traslucir claramente que eran
una judaización de conceptos coloniales europeos: terra nullius —la afirmación
de que continentes como Australia estaban vacíos en la práctica, ya que se
etiquetaba a los pobladores indígenas como no plenamente humanos— se reformuló
como «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra», eslogan adoptado por
muchos sionistas que había sido acuñado por cristianos en el siglo XIX. El
argumento del destino manifiesto se transformó en «tierra otorgada a los judíos
por derecho divino». «Apaciguar la frontera salvaje» tomó la forma de «hacer
florecer el desierto». Como en todo proyecto colonial, los colonos israelíes
hubieron de cerrar deliberadamente los ojos a realidades de varios tipos. El
legendario periodista de investigación estadounidense I. F. Stone apoyó la
creación de una patria judía en Palestina, y hasta llegó a embarcarse en una de
las naves clandestinas, llenas de supervivientes del Holocausto, que en 1946
llegaron por fin a un puerto seguro en «una Haifa de color de estuco». Pero,
tras la guerra de 1967, admitió: «Para los sionistas, el árabe era el hombre
invisible. Desde el punto de vista psicológico, no estaban allí». Lo dijo aún
más claro la primera ministra Golda Meir: «Los palestinos eran una ficción
[...]. No existían». El gran poeta palestino Mahmoud Darwish trazó el mapa de
ese estatus espectral —el de ser un «presente ausente»— en su libro En
presencia de la ausencia. Sostener la mentira de la ausencia de población
autóctona, bien conocida por todos los proyectos de asentamiento colonial,
requería no poco esfuerzo. La Fundación Nacional Judía plantó pinos encima de
aldeas palestinas y de sistemas de terrazas agrícolas con siglos de antigüedad.
Los topónimos hebreos reemplazaron a los árabes. Se arrancaron, y se siguen
arrancando, olivos, algunos de ellos milenarios. Como explica el periodista
Yousef Al Jamal, «los colonos israelíes siguen adelante con su incansable
campaña de arranque de olivos porque ese árbol les recuerda la existencia de
los palestinos». Se daban, no obstante, diferencias esenciales en esta versión
doppelganger del asentamiento colonial. Una era el momento. Tras la Segunda
Guerra Mundial, cobraron fuerza por todo el sur mundial movimientos
anticolonialistas, con una ola tras otra de fuerzas nacionalistas que alzaban
la voz para rechazar los mandatos coloniales y reclamar el derecho de
autodeterminación. En los primeros años de la posguerra, en torno a lo que más
tarde sería el Estado de Israel, las antiguas colonias proclamaban su
independencia: los franceses se vieron obligados a renunciar definitivamente a
la administración de Siria y el Líbano y a retirar sus tropas en 1946; ese
mismo año, Jordania conquistó su independencia de Gran Bretaña; los egipcios se
rebelaban abiertamente contra la presencia permanente de los británicos. Israel,
que se convirtió en Estado en 1948, fue a la vez fruto y llamativa excepción
entre aquellas fuerzas. El Gobierno de Londres revocó su mandato colonial en el
contexto, más amplio, de la reducción de un Imperio que en su cénit se había
extendido por todo el planeta. Aprovechando que una discreta población de
judíos había vivido en Palestina de manera continuada, los sionistas
catalogaron su lucha como de liberación nacional: al igual que otros pueblos
oprimidos, aspiraban a un Estado propio. Claro que, desde el punto de vista de
la población palestina, mucho más numerosa, y que estaba siendo expulsada de
sus hogares, de sus tierras y de sus comunidades para hacer sitio a un país de
nuevo cuño, Israel era lo menos parecido a un proyecto anticolonialista. Era, de
hecho, lo contrario: un asentamiento de colonos en un momento en que el resto
del mundo caminaba en la dirección opuesta. Y eso solo podía tener efectos
incendiarios. El asentamiento colonial de Israel se distinguía de sus
predecesores en otro aspecto. Si las potencias europeas habían colonizado desde
una posición de fuerza y con la justificación de una superioridad conferida por
Dios, la reivindicación sionista de Palestina tras el Holocausto se basaba en
lo contrario: en la victimización y la vulnerabilidad de los judíos. El
argumento tácito que muchos proponían en aquella época era que los judíos se
habían ganado el derecho a que se hiciera con ellos una excepción al consenso
colonial: una excepción que derivaba de haber estado muy recientemente al borde
de la extinción. La versión sionista de la justicia estaba diciendo a las
potencias coloniales: si vosotros pudisteis establecer vuestros imperios y
vuestras naciones coloniales mediante la limpieza étnica, las matanzas y el
robo de tierras, decir que nosotros no podemos es discriminación. Si vosotros
barristeis de vuestras tierras a sus habitantes originarios, o hicisteis eso
mismo en vuestras colonias, decir que nosotros no podemos es antisemitismo. Era
como si la búsqueda de la igualdad se estuviera reformulando no como el derecho
a no ser objeto de discriminación, sino como el derecho a discriminar:
colonialismo presentado como reparación por el genocidio. Excepto que, si
Hitler se había inspirado en el asentamiento colonial en América (y está claro que
sí), aquello era cualquier cosa menos una reparación. Aquello era una
prolongación de la lógica colonial, pero soltando a un pueblo deshecho y
traumatizado a la caza de un pueblo con menos poder incluso que ellos. Los
palestinos, bajo este arreglo, se convirtieron, como lo expresó el
anticolonialista Said, en «las víctimas de las víctimas», o, en palabras del
académico Joseph Massad, en «los nuevos judíos». Imponer a otros la misma
alteridad que te han impuesto a ti es, por supuesto, psicológicamente intolerable.
Y es evidente que tales acciones son tan antitéticas de los valores judíos que
exigen una represión y una proyección extremas. En la literatura, los
doppelgangers son a menudo la encarnación de un yo fracturado, y, como afirma
Rooney, «la política doppelganger es en primer término una política de
autodisociación», en la que proyectamos sobre el otro todo lo que no soportamos
de nosotros mismos. Si Israel practica una política doppelganger imitando a los
nacionalismos europeos, hace lo mismo de una segunda forma: proyectando toda la
delincuencia y la violencia sobre el «otro», el palestino, para no tener que
afrontar los crímenes fundacionales del propio Estado. Entre tanto, la
naturaleza colonial del proyecto queda más en evidencia con el tiempo, con
actores abiertamente racistas y supremacistas judíos consolidando su poder a
todos los niveles. Cuando a finales de 2022 se formó el nuevo Gobierno de
extrema derecha israelí, no solo hizo un llamamiento a prolongar la ocupación
de Cisjordania, sino que abogó por anexionársela, al afirmar explícitamente que
«el pueblo judío tiene el derecho exclusivo e incuestionable sobre todas las
tierras del territorio israelí. El Gobierno promoverá y desarrollará
asentamientos en todas las partes de la Tierra de Israel: Galilea, el Néguev,
el Golán, Judea y Samaria». La frontera se movía, como hacen todas las
fronteras.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 379
Y es que, por tentador que resulte, no puede zanjarse la
cuestión de Israel y Palestina considerándola un conflicto étnico irresoluble
entre una pareja de gemelos semíticos intransigentes. Es más bien el último
capítulo de esa historia de la formación del mundo moderno, un mundo que ahora
mismo está en llamas. Un mundo que nació en llamas. Una historia en la que
todos estamos involucrados, vivamos donde vivamos. Comenzó con los antecedentes
de la Inquisición, con la quema, tortura y posterior expulsión de musulmanes y
judíos; siguió con la conquista sangrienta y el saqueo de las Américas y con el
expolio de las riquezas de África y la utilización de sus pobladores como
combustible humano de la economía de las nuevas colonias; provocó el caos
colonial en Asia, y acabó volviendo a Europa al destilar Hitler todos los
métodos forjados en esos capítulos previos (racismo científico, campos de
concentración, genocidio de frontera...) en su Solución Final. Pero la historia
no acabó ahí. Porque los aliados, tras acordar por fin que convenía detener a
Hitler, decidieron que no querían abrir sus fronteras a sus víctimas
supervivientes, y prefirieron endosarle el problema judío, junto con su
vergüenza colectiva y su sentimiento de culpa por el Holocausto, al mundo
árabe, diciéndole: «Encargaos vosotros».
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 381
Involucrarse en la forma de sionismo que creó el Estado de
Israel en 1948 implica admitir que un pueblo, igual que una persona, puede ser
a la vez víctima y verdugo; que puede a un tiempo sufrir un trauma e
infligirlo. Gran parte de la historia moderna es un relato de bolsas de trauma
que se mueven por el planeta como piezas de ajedrez hechas de miseria humana, y
en que las víctimas de ayer se alistan en el ejército de ocupación de hoy. La
historia en la que estamos atrapados no trata de un pueblo, ni de dos pueblos,
ni de gemelos. Es la historia de una lógica, la lógica que desde hace tanto
tiempo asola nuestro mundo.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 388
Creo que ese es el motivo de que, después de todo este
mapeado de identidades y mundos especulares y de dobles fascistas, me sienta
arrastrada a este lugar que durante gran parte de mi vida ha sido mi tierra de
sombras particular; un lugar al que he combatido en público y en privado, y en
mi propia y muy dividida familia (que recorre todo el espectro de actitudes,
desde el antisionismo radical a los colonos ortodoxos). Porque a mi modo de
ver, si bien Israel es un lugar, también ha sido siempre una advertencia. Una
advertencia sobre los peligros de construir una identidad basada en renovar un
trauma y no en afrontar nuestro duelo colectivo; sobre los peligros de
construir una identidad con el criterio de separar a los de dentro y los de
fuera; sobre lo que ocurre si lo que un día fue un debate apasionado da paso a
un discurso ferozmente policial.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 388
El mundo no se sostiene. Los sistemas vitales en los que se
apoyan nuestras vidas, las de todos, están enfermos. Se tambalean. Tiemblan.
Requieren con urgencia de nuestros cuidados.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 403
¡Hay tantas formas de duplicación que son maneras de no
mirar a la muerte, o a los problemas! Y la muerte parece terriblemente próxima
de un tiempo a esta parte; tan próxima como una pastilla con fentanilo, una
cúpula de calor, un crimen de odio, una bocanada de aliento cargado de virus.
Mucho más próxima para unos que para otros, como de costumbre, pero no lo
bastante lejos para que ninguno estemos realmente tranquilo. ¿Cómo evitamos
desviar la mirada, entonces? ¿Cómo podemos mirar de frente a nuestros segundos
cuerpos, y a nuestros cuerpos mortales, si no es tirando de
compartimentaciones, fingimientos y proyecciones con que ocultarnos de ellos?
¿Qué haría falta para que dejemos de huir? ¿Saber —saber de verdad— lo que ya
sabemos?
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 407
Estamos todos atrapados en unas estructuras socioeconómicas
que nos empujan a perfeccionar obsesivamente nuestro minúsculo yo, por más que
sepamos —aunque solo sea a nivel inconsciente— que estamos apurando los últimos
años en que aún sería factible evitar una crisis existencial planetaria. El lienzo
del cambio se hace cada vez más pequeño mientras nuestros problemas se vuelven
cada vez más grandes.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 408
Algunos de los científicos del clima cuyo trabajo más
respeto me merece han llegado a la conclusión de que existe una estrecha
relación entre el exceso de atención que dedicamos a nuestro ego y lo mucho que
desatendemos el planeta.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 408
Tenemos seres afines por todas partes. Algunos se parecen a
nosotros; muchos no se nos parecen nada y, sin embargo, tienen una conexión con
nosotros. Los hay que ni siquiera son humanos. Algunos son corales. Algunos son
ballenas. Y están ahí para que conectemos con ellos si conseguimos no ponernos
trabas nosotros mismos el tiempo suficiente.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 411
No bastará con proteger a «nuestra» gente; necesitaremos la
fuerza de la verdadera solidaridad, que define «nuestra gente» como «todo el mundo».
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 417
No sorprenderé a nadie si digo que yo, personalmente, pienso
que el jurado declara culpable al capitalismo, porque aviva nuestros instintos
más indiferentes a los demás y nos está fallando en todos los aspectos que
importan. Lo que necesitamos son sistemas que estimulen lo mejor de cada uno,
esa parte de nosotros que quiere mirar al mundo en crisis que nos rodea y
colaborar en las labores de reparación. Sistemas que hagan más fácil, en cosas
grandes y pequeñas, que el cuidado de los demás gane su batalla contra la
indiferencia.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 425
Cuando la necesidad nos rodea, se nos está llamando a ser
mejores cuidadores.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 428
La crisis ecológica no es un simple binomio de salud y
muerte, sostiene. Sí, hay especies que se están extinguiendo y ecosistemas que
ya no pueden sustentar la vida. Pero el estado más común de nuestros suelos
empobrecidos, de los cauces agostados por las sequías de nuestros ríos, de las
criaturas salvajes diezmadas y de los bosques sobreexplotados es el de
disfunción crónica, y el medio ambiente afectado es «precario, dependiente,
abundante en pérdidas y en luchas, necesitado de ayuda, de espacio y de formas
creativas de cuidarlo». Y agrega: Como persona discapacitada, reconozco en esto
una discapacidad [...]. Con lo que estamos viviendo ahora mismo y lo que
viviremos durante las próximas décadas, aun en las hipótesis más optimistas, es
con la parálisis ecológica masiva de un mundo que no se acaba en lo humano, una
parálisis que está absolutamente ligada con la discapacitación de seres
humanos. A la vista de esto, parece de vital importancia reflexionar sobre qué
formas de cuidado, tratamiento y asistencia va a requerir esta era de la
discapacidad.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 428
Mientras acababa de escribir este libro, murió la reina
Isabel II, a la edad de noventa y seis años; tuvo una buena muerte, una muerte
inexorable y nada trágica. Gran parte del mundo anglófono entró en una especie
de duelo contrito, un tipo de duelo colectivo que nuestra cultura no había
declarado por muchas otras muertes: malas muertes, muertes evitables, muertes
prematuras, muertes trágicas. Estando en Londres, les decía a unos amigos en
broma (de mal gusto) que al menos en Canadá seguíamos teniendo una reina: la
llamada Reina QAnon, que vive no muy lejos de mi casa y publica todo tipo de
edictos ridículos. En el fondo, no bromeaba. Sinceramente, no tengo claro por
qué nadie habría de considerar absurda una reina y perfectamente razonable
otra. Me da la impresión de que es la misma fantasía la que opera siempre que
alguien se atreve a ceñirse una corona, o a trazar una línea en el suelo y
declarar la existencia de un nuevo país (sobre todo si el país ya tiene dueños,
como es siempre el caso). En esas tierras concebidas para convertirse en
doppelgangers de otras tierras («Nueva» York, «Nueva» Inglaterra, «Nueva»
Francia, «Nueva» Gales del Sur, etcétera), creadas por decreto por hombres
enfundados en mantos diversos en lugares lejanos, cuando empecemos a distinguir
los hechos de la ficción, las fantasías de las realidades, aún habrá de pasar
mucho tiempo hasta que demos con alguna cosa sólida. Si algo admiro de los
diagonalistas y demás habitantes del mundo del espejo es que aún creen en la
idea de cambiar la realidad; una aspiración, me temo, a la que de este lado del
espejo muchos hemos renunciado. No deberíamos inventarnos los datos como hacen
ellos, pero sí tendríamos que dejar de tratar muchos sistemas creados por el
hombre —como las monarquías, los tribunales supremos, las fronteras y los
ultrarricos— como si fueran inmutables e irreformables. Porque cualquier cosa
que hayan inventado unos humanos pueden modificarla otros humanos. Y si
nuestros sistemas actuales son una amenaza para la esencia misma de la vida
(que lo son), es que hay que modificarlos. Cuando el mundo que creíamos conocer
ya no se sostiene, nos asalta el vértigo. El mundo que conocemos se está
derrumbando. No pasa nada. Era un edificio que se mantenía en pie a base de
negaciones y desautorizaciones, de negarse a ver y a saber, de espejos y
sombras. Tenía que desplomarse. Ahora, entre los escombros, podemos construir
otro más fiable, que merezca más nuestra confianza, más capaz de sobrevivir a
los shocks que están por venir.
Naomi Klein
Doppelganger Un viaje al mundo del espejo, página 431
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