Sibley S. Morrill

"La primera fue la de un tal Bernardino Coh, de diecisiete años, quien salió una mañana para visitar Yalbac con la intención de cazar alguna presa en el camino. Desayunó con un amigo en el pueblo de San Pedro, por donde debía pasar, y cuando partió, fue la última ocasión en que fue visto. Tres días más tarde, su familia y amigos, alarmados por su desaparición, comenzaron a buscarlo. A lo largo del sendero de San Pedro a Yalbac, «el ojo avizor de uno de los indios descubrió el lugar en el que alguien recientemente había abierto un paso desde el sendero hacia el interior de la selva». Siguiendo ese rastro durante unos dos kilómetros, hallaron el morral del joven tirado en el suelo, todavía conteniendo sus municiones, el cuerno de pólvora, fósforos y un paquete de cigarrillos de farfolla de maíz. Más allá se podía seguir con facilidad el rastro, parecía como si el joven hubiese avanzado dando tumbos de un lado a otro, pisoteando las matas y rompiendo numerosas ramas pequeñas. De pronto se abría un claro como los que se ven a menudo en el bosque… La huella, hasta llegar al espacio abierto, era clara e inconfundible, pero no había ningún rastro de alguien que hubiese caminado sobre el pasto, donde siempre queda una marca característica… No había ninguna indicación de que alguien hubiese abandonado el claro, ningún signo de lucha y ninguna señal del muchacho.

Si bien cuando llegó al lugar el doctor Gann no halló nada en Yalbac que entrase en la categoría de lo misterioso, se topó con algo que podría haberlo sido si su mente hubiese estado más despierta a ciertas posibilidades. En la tarde de su llegada, un indio le informó acerca de una cueva por él descubierta donde encontró algunas antiguas vasijas de cerámica. Al día siguiente —⁠y contrariando los deseos del jefe de la comunidad⁠—, el médico partió al amanecer para investigarlo. Después de atravesar diez kilómetros de espesa selva, él y el indio encontraron unos «acantilados escarpados de piedra caliza sin vegetación, de unos quince a treinta metros de alto». En el frente de uno de ellos vieron una abertura a unos seis metros de altura desde el suelo. Treparon y entraron en ella.

«El suelo de la cueva era al comienzo plano, cubierto con un duro depósito calcáreo que había goteado del techo… Mientras arrancaba fragmentos del depósito —⁠aseguraba Gann⁠— con golpes de mi machete, descubrí tres pequeños abalorios pulidos de verde jade». Próximos a una gran roca hallaron dos montones de estacas de pino. Gann decidió que estaban allí desde hacía siglos, pero como se encontraban en buenas condiciones, encendió una de ellos y comenzó a explorar.

«El pasaje era estrecho y llano durante una distancia considerable —⁠continuaba el doctor irlandés⁠—, pero de pronto, el suelo entró en una pendiente y encontramos el paso bloqueado por una pequeña laguna de agua completamente clara. La rodeamos caminando sobre las rocas elevadas y llegamos a una pared de piedra de alrededor de un metro y medio de altura, tras la cual entramos en otro pasaje».

Había otros pasajes que desembocaban en esa caverna, y antes de que se consumiera la última antorcha Gann notó que «el extremo de las estalagmitas existentes allí había sido tallado de manera burda en forma de cabeza humana, y frente a ella se encontraba un bloque de piedra de forma más o menos cúbica que pudo haber servido como altar».

Al poco de haber salido de la cueva, un indio lo alcanzó con el mensaje de que su presencia era necesaria inmediatamente en Yalbac debido a que había ocurrido un accidente grave. «Cómo logró seguirnos a lo largo de diez kilómetros de selva y suelo rocoso donde, a la luz de mis ojos inexpertos no habíamos dejado ni una huella, me resultó inexplicable, pero lo hizo, y además, lo hizo rápido».

Todo esto sugiere que los indios lo tenían bajo una cuidadosa vigilancia, y al determinar que, en definitiva, su principal interés estaba en Lubaantún, pensaron que era mejor permitirle hacer su inocente inspección y luego dejarlo partir. En pocas palabras, se ocuparon de que él no encontrase nada del orden de lo que Coh o Bascombe habían visto, y por lo tanto no hubo ninguna razón para hacerlo desaparecer de la civilización.

Porque la única explicación razonable de por qué Bernardino Coh, el sargento Bascombe y el comisionado Rhys desaparecieron, es que vieron algo que no deberían haber visto."

Sibley S. Morrill
Ambrose Bierce, F. A. Mitchell-Hedges y la calavera de cristal
Tomada del libro La maldición de los exploradores de Lorenzo Fernández Bueno, página 55









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