Fiódor Dostoyevski Humillados y ofendidos



¡Es asombroso lo que puede hacer un rayo de sol en el alma de un hombre!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 4
 
 
No soy un místico; apenas creo en premoniciones y augurios; sin embargo, me han sucedido algunas cosas en la vida —como probablemente le hayan ocurrido a todo el mundo— bastante inexplicables.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 4
 
 
No soy un místico; apenas creo en premoniciones y augurios; sin embargo, me han sucedido algunas cosas en la vida —como probablemente le hayan ocurrido a todo el mundo— bastante inexplicables.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 6
 
 
Los recuerdos de todo este penoso último año de mi vida acuden de forma constante e involuntaria a mi memoria. Quiero anotarlo todo ahora; si no me hubiera inventado esta ocupación, creo que me moriría de aburrimiento. Todas esas impresiones del pasado me turban, a veces, hasta el dolor, hasta el tormento. Al pasar por la pluma tal vez adquieran un carácter más sereno, más armonioso; se parecerán menos a un desvarío, a una pesadilla. Así lo espero. El mero mecanismo de la escritura tiene ya un valor en sí mismo: servirá para calmarme, para aplacarme, para despertar en mi interior las antiguas costumbres del literato, convirtiendo mis recuerdos y mis dolorosos sueños en una ocupación, en una tarea…
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 16
 
 
¡Ah, mi querida infancia! ¡Qué absurdo resulta añorarte y lamentarte a mis veinticinco años y, a las puertas de la muerte, recordarte sólo a ti con entusiasmo y gratitud!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 16
 
 
«Elogian a este hombre —pensaba refiriéndose a mí—. Pero ¿por qué? No se sabe. Un escritor, un poeta… pero ¿qué diantres es un escritor?»
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 32
 
 
«¿De veras merece la pena publicar semejantes bobadas, escucharlas y que encima den dinero por ellas?»,
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 32
 
 
—Ahora se dice escritor, papá.
—¿Y autor no? No lo sabía. Bueno, pues digamos escritor; pero lo que yo quería exponer es esto: claro está que no te van nombrar chambelán por haber escrito una novela, ni que decir tiene. Puedes, no obstante, abrirte camino; hacerte, por ejemplo, agregado diplomático. Pueden mandarte al extranjero, a Italia, para restablecer tu salud o para ampliar estudios o lo que sea… Te ayudarán con dinero. Desde luego, es necesario que por tu parte actúes con nobleza; que sea realmente por tu trabajo por lo que recibas dinero y honores, y no de cualquier manera, por favoritismo…
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 35
 
 
Yo no soy ningún sabio, amigos míos, pero puedo entenderlo. Bueno, el aspecto no tiene tanta importancia; a mí el tuyo me parece bien y me gusta mucho… No me refería a eso… Tan sólo sé honrado, Vania, sé honrado, eso es lo fundamental. ¡Vive con honradez y no seas engreído! Tienes ante ti un ancho camino. Cumple honradamente con tu trabajo; ¡eso es lo que trataba de decir, eso precisamente!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 36
 
 
Admitamos que tienes talento, incluso un talento formidable… pero no eres un genio, como dijeron de ti al principio, sino que simplemente tienes talento
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 37
 
 
La Musa, desde que el mundo es mundo, ha morado hambrienta en una buhardilla, y así continuará. ¡Así son las cosas!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 40
 
 
¡Mi buen Vania! ¡Eres un hombre bueno y honrado! ¡No dices ni una palabra de ti mismo! He sido yo quien te ha dejado y, sin embargo, me perdonas, y sólo piensas en mi felicidad.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 46
 
 
—¿Cómo? ¿Que él mismo te ha dicho que puede amar a otra y al mismo tiempo te exige este sacrificio?
—¡No, Vania, no! Tú no le conoces, has pasado poco tiempo con él; hace falta conocerle mejor para juzgarle. ¡No hay corazón en el mundo más sincero y puro que el suyo! ¿Qué? ¿Acaso sería mejor que mintiera? Para que se quede prendado de otra, basta con que estemos una semana separados, pero después, al verme, cae de nuevo a mis pies. ¡Sí! Lo bueno, además, es que yo lo sé, que no me lo oculta, porque, de lo contrario, me moriría de desconfianza. ¡Sí, Vania! Ya he tomado una decisión: Si no estoy a su lado siempre, constantemente, en todo momento, dejará de amarme, se olvidará de mí y me abandonará. Él es así: cualquier otra mujer puede arrastrarle. Y ¿qué haría entonces yo? Me moriría… Pero ¡qué más me da morir! ¡Moriría gustosa ahora mismo! ¿Cómo voy a vivir sin él? ¡Eso es peor que la propia muerte, es peor que todos los tormentos! ¡Oh, Vania, Vania! ¡Puedes imaginarte cuánto le amo para abandonar en estos momentos a mis padres por él! No trates de persuadirme: ¡todo está decidido! Tiene que estar a mi lado cada hora, cada instante; no puedo volverme atrás. Sé que estoy arruinando mi vida, y también la de otros… ¡Ah, Vania! —gritó de repente y se estremeció—. ¿Y si fuera verdad que ya no me quiere? ¿Y si fuera cierto lo que acabas de decir de él —eso nunca había salido de mi boca—: que simplemente está engañándome y que, aunque parece tan sincero y franco, es en realidad ruin y vanidoso? Mira que, si estoy defendiéndole yo ante ti, mientras él está con otra, riéndose para sus adentros… Cuando yo, yo, infame de mí, lo he abandonado todo y ando buscándole por las calles… ¡Oh, Vania!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 49
 
 
Me di cuenta de que había podido formarme una idea equivocada de él por el mero hecho de ser mi rival. No, yo no le tenía ningún afecto y confieso que nunca pude tenérselo; y en esto era quizá el único entre todos los que le conocían. Tenía muchas cosas que me desagradaban terriblemente, incluso su aspecto delicado, tal vez precisamente por parecerme demasiado delicado. Más tarde comprendí que también a este respecto le había juzgado con parcialidad. Era alto, esbelto, delgado; tenía el rostro alargado, siempre pálido, el cabello rubio y unos grandes ojos azules, dulces y meditabundos, en los cuales de vez en cuando brillaban súbitos destellos de la alegría más inocente e infantil. Sus pequeños pero carnosos labios bermejos, perfectamente dibujados, exhibían casi siempre un gesto serio, por lo que resultaba más inesperada y cautivadora la repentina aparición en ellos de una sonrisa, tan ingenua y cándida que uno, al verle, sentía la inmediata necesidad de corresponderle igualmente con una sonrisa, cualquiera que fuese el estado de ánimo en que se encontrara. Vestía sin afectación, pero siempre con elegancia; se apreciaba hasta en los menores detalles que esta elegancia no le suponía el más mínimo esfuerzo, que le era innata. Bien es cierto que también tenía algunos malos hábitos, algunas costumbres lamentables, consideradas de buen tono: frivolidad, engreimiento y una gentil impertinencia. Pero era demasiado franco y sencillo, y él era el primero en reconocer tales hábitos, confesarlos y reírse de ellos. Me daba la impresión de que ese chiquillo nunca sería capaz de mentir, ni siquiera en broma, y, de llegar a hacerlo, realmente no vería en ello nada malo. Incluso su egoísmo resultaba en cierto modo encantador, precisamente porque no trataba de esconderlo, de disimularlo. No había en él nada oculto. Era débil, crédulo y tímido de corazón; carecía por completo de voluntad. Ofenderle, engañarle, habría sido un pecado y una lástima, como sería hacerlo con un niño. Era muy ingenuo para su edad y apenas comprendía nada de la vida real; y a buen seguro que cuando cumpliera los cuarenta años seguiría sin saber nada de ella. Ese tipo de personas parecen condenadas a una eterna minoría de edad. Creo que nadie podría dejar de quererle; como un niño, se gana a todo el mundo con su actitud zalamera.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 52
 
 
Conforme aumentaba la oscuridad, mi habitación parecía hacerse más amplia, como si fuera ensanchándose más y más. Me dio por pensar que todas las noches vería a Smith por los rincones: estaría ahí sentado, mirándome fijamente como a Adam Ivánovich en la confitería, con Azorka a sus pies. Y en aquel preciso instante sucedió algo que me afectó profundamente. En primer lugar, he de reconocer sinceramente que, no sé si sería por la depresión nerviosa, por las impresiones del nuevo piso o por mi reciente melancolía, pero el caso es que, de forma gradual y paulatina, con la llegada del crepúsculo fui cayendo en un estado de ánimo que ahora, durante mi enfermedad, me invade con frecuencia por las noches, y que yo denomino terror místico. Es un miedo atroz y angustioso a algo que yo mismo no puedo definir, a algo inconcebible, que está fuera del orden natural de las cosas, pero que indefectiblemente, en el momento menos pensado, puede materializarse y, como burlándose de todos los argumentos de la razón, presentarse ante mí e imponerse como un hecho irrefutable, horrendo, monstruoso e inexorable. Generalmente, ese temor va en continuo aumento, a despecho de todas las evidencias racionales, de modo que al final la razón —a pesar de que en esos momentos puede alcanzar incluso una mayor lucidez— pierde toda capacidad de resistirse a tales sensaciones. No la escuchamos, y se vuelve inútil; este desdoblamiento intensifica más aún la temerosa angustia de la espera. Recuerda, en cierto modo, al temor que cierta gente tiene a los muertos. Pero en mi angustia la indeterminación del peligro agrava el tormento.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 61
 
 
Ella en seguida adivinaba su culpa, pero no lo dejaba entrever, nunca era la primera en hablar del asunto, ni le tiraba de la lengua; al contrario, redoblaba de inmediato sus caricias y se mostraba más tierna, más alegre. Y eso no obedecía a ninguna actuación ni estratagema. En absoluto; aquella maravillosa criatura encontraba una infinita satisfacción en mostrarse indulgente y misericorde, como si en el proceso mismo de perdonar a Aliosha hallase un goce particularmente intenso.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 88
 
 
Te lo repito: él conocía y amaba a la niña; se negaba a pensar siquiera que algún día me convertiría en mujer… No se le pasaba por la cabeza. Ahora mismo, si volviera a casa, no sabría ni quién soy. Aunque me perdonara, ¿con quién se iba a encontrar? Ya no soy la misma, no soy una niña, he vivido mucho. Aunque llegara a aceptarme, seguiría lamentando que ya no sea la de antes, cuando me quería como a una niña; ¡el pasado siempre nos parece mejor! ¡Siempre lo recordamos con nostalgia! ¡Ay, Vania, qué hermoso es el pasado! —gritó arrebatada, interrumpiéndose a sí misma con esas palabras que, con tanto dolor, le habían salido del corazón.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 96
 
 
¡Ay, Vania, cuánto dolor hay en la vida!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 98
 
 
«¡Un hombre honrado no debe tenerle miedo a nada!».
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 118
 
 
A un hombre pueden pasarle muchas cosas; cosas incluso con las que nunca habría soñado.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 152
 
 
Para mí, la imaginación; para ti, la realidad.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 154
 
 
Nosotros mismos somos los causantes de nuestra pena, y encima nos quejamos…
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 163
 
 
Era una historia sombría, una de esas historias sombrías y penosas que con tanta frecuencia y de forma inadvertida, casi misteriosa, se desarrollan bajo el pesado cielo de San Petersburgo, en los oscuros y secretos callejones de la enorme ciudad, entre el delirante bullir de la vida, el obtuso egoísmo, los intereses encontrados, la lúgubre depravación, los crímenes encubiertos; en medio del abyecto infierno de una vida absurda y anormal…
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 208
 
 
¿Por qué me miras así, padre? ¡Cualquiera diría que tienes delante a un bufón, a un necio! ¿Y qué si soy un necio? Tendrías que haber escuchado, Natasha, lo que decía Katia al respecto: «Lo más importante no es la inteligencia, sino aquello que la guía: la naturaleza, el corazón, las nobles cualidades, el progreso». Y, sobre todo, una cosa genial que le oí decir a Bezmyguin en ese sentido. Este Bezmyguin es un amigo de Lióvenka y Bórenka y, por cierto, es un cerebro, ¡un auténtico cerebro! Ayer, sin ir más lejos, dijo en mitad de una conversación: «¡El necio que reconoce que es un necio ya no es un necio!». ¡Qué gran verdad! Pronuncia sentencias de ese tipo a cada momento. Va sembrando verdades.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 223
 
 
¡Cuántos males pueden evitarse con la franqueza!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 226
 
 
Todo amor pasa, pero las diferencias permanecen para siempre.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 227
 
 
Todo amor pasa, pero las diferencias permanecen para siempre. —¡Ja, ja, ja! ¡Bah! Se diría que está usted a punto de pegarme. Efectivamente, estaba dispuesto a lanzarme sobre él. Ya no podía contenerme. Me daba la sensación de que tenía delante una especie de reptil o una araña monstruosa, y ardía en deseos de aplastarla. Se recreaba en sus burlas; estaba jugando conmigo como un gato con un ratón, convencido de que me tenía en sus garras. Tuve la impresión (y era algo que podía entender) de que encontraba alguna clase de satisfacción, alguna clase de placer voluptuoso, en su bajeza, en su desfachatez, en aquel cinismo con el que, por fin, se estaba arrancando la careta. Quería disfrutar de mi estupor, de mi miedo. Su desprecio era auténtico y se estaba riendo de mí.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 300
 
 
Recuerdo que una de aquellas pastorcillas estaba casada con un joven campesino, muy buen mozo. Hice que lo azotaran, y decidí mandarlo de soldado (¡pecadillos de juventud, señor poeta!), aunque al final no se alistó. Murió en el hospital… Teníamos un hospital en la aldea, con doce camas, magníficamente dotado: todo muy limpio, con suelos de parquet… El caso es que hace ya mucho que lo mandé cerrar, pero en aquellos tiempos estaba muy orgulloso de él; yo era un filántropo; en cuanto a aquel aldeano, puede decirse que lo maté a palos por culpa de su mujer… Vaya, ya está otra vez torciendo el gesto. ¿Le repugna escuchar estas cosas? ¿Atenta contra sus nobles sentimientos? ¡Bueno, bueno, cálmese usted! Todo eso forma parte del pasado. Esas cosas las hice cuando tenía inclinaciones románticas, cuando quería ser un benefactor del género humano, fundar una sociedad filantrópica… Ése era entonces mi camino. Y en esa época recurría a los azotes. Ya no lo hago; ahora la gente tuerce el gesto, todos torcemos el gesto… es el signo de los tiempos…
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 304
 
 
Pues ¡escuche lo que le voy a decir! Si fuera posible (aunque es algo que jamás ocurrirá, dada la naturaleza humana), si fuera posible que cada uno de nosotros revelara sus secretos más íntimos, sin miedo a confesar no sólo aquello que le da miedo decir y que jamás admitiría en público, no sólo aquello que no se atreve a manifestar ante sus mejores amigos, sino incluso aquello que ni siquiera se atreve a confesarse a sí mismo, entonces se extendería tal hedor que el mundo se volvería irrespirable.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 305
 
 
La moral se ha inventado únicamente para contribuir al bienestar.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 305
 
 
En conclusión: usted me considera un depravado, un vicioso, un inmoral, pero la verdad es que, si soy culpable de algo, es de ser más sincero que los demás, eso es todo… Soy culpable de no disimular lo que los demás ocultan y se niegan a mirar, como ya le he dicho… Tal vez sea algo horrible, pero ahora mismo eso es lo que deseo. No se preocupe —añadió con una sonrisa burlona—, he hablado de culpas, pero no pienso pedir perdón. Fíjese en otra cosa: no trato de ponerle en un aprieto, no le estoy preguntando si tiene usted sus propios secretos que ocultar, para poder así justificarme… Prefiero actuar con nobleza y decencia. Yo siempre me porto como un caballero…
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 305
 
 
Sí, poeta, si hay algo dulce y hermoso en este mundo, son las mujeres.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 306
 
 
Hay un placer muy peculiar en el acto de arrancarse la máscara de forma repentina, en ese cinismo con el que un hombre, de buenas a primeras, se exhibe delante de otro, y lo hace de tal manera que ni siquiera es digno de producir vergüenza. Le contaré una anécdota: había en París un funcionario que estaba mal de la cabeza; más tarde acabó en un manicomio, cuando por fin se dieron cuenta de que estaba loco. El caso es que, cuando perdió la cabeza, su mayor diversión consistía en quedarse completamente desnudo, como Adán, únicamente con los zapatos puestos; después se echaba por encima una capa muy amplia que le llegaba hasta los pies, y así, envuelto en esa capa, salía a la calle con un aspecto grave y majestuoso. Claro, a primera vista parecía un hombre corriente, paseándose tan contento con aquella capa. Pero, cuando se encontraba con alguien a solas, en un lugar apartado, se acercaba en silencio a ese individuo y, con aire completamente serio y circunspecto, se detenía delante de él, se abría la capa y se mostraba en toda su… pureza. Aquello duraba un minuto, tras lo cual volvía a cubrirse y, sin alterársele un solo músculo de la cara, pasaba en silencio al lado del espectador, que se había quedado mudo de asombro, grave y ligero como el espectro de Hamlet. Así procedía con todo el mundo, con varones, mujeres y niños, y ése era su único placer.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 306
 
 
—¿Qué es lo que son tonterías?
—Lo que no es ninguna tontería es la personalidad: la mía, en concreto. Todo existe para mí, el mundo entero ha sido creado para mí. Escuche, amigo mío, yo sigo convencido de que todavía se puede vivir bien en este mundo. Y ésa es la mejor fe, porque sin ella no se puede vivir, ni siquiera de mala manera: lo único que nos queda en ese caso es recurrir al veneno. Por lo visto, eso fue lo que hizo algún imbécil. Tanto filosofó que acabó con todo, con todo, incluso con la legitimidad de todos los deberes normales y naturales del hombre, y al final no le quedó nada; el balance, en definitiva, equivalía a cero, así que proclamó que lo mejor que había en la vida era el ácido prúsico. Dirá usted: eso es Hamlet, es la desesperación más terrible, algo tan grandioso que jamás habríamos soñado. Pero usted es poeta, y yo no soy más que un simple mortal: por eso le digo que hay que considerar este asunto desde un punto de vista eminentemente práctico y sencillo. Yo, por ejemplo, hace ya tiempo que me he liberado de toda suerte de ataduras y obligaciones. Sólo me considero obligado a hacer algo cuando eso me reporta algún beneficio. Usted, naturalmente, es incapaz de ver así las cosas; está atado de pies y manos y tiene el gusto estragado. Añora el ideal y la virtud. Muy bien, querido amigo, estoy dispuesto a admitir cualquier cosa que me diga, pero ¿qué le voy a hacer si estoy convencido de que el más profundo egoísmo subyace a todas las virtudes humanas? Y, cuanto más virtuosa parece una empresa, más egoísmo encierra. Ámate a ti mismo: ésa es la única regla que acato. La vida es una transacción comercial: no conviene tirar el dinero, pero hay que pagar cuando uno queda satisfecho; ésa es la única obligación que tenemos con el vecino. Ésa es mi moral, por si quiere saberlo, aunque le confieso que, en mi opinión, es preferible no pagar al vecino, e ingeniárnoslas para que nos sirva de balde. No tengo ideales ni quiero tenerlos; nunca los he echado de menos. Uno puede llevar una vida estupenda, una vida maravillosa, sin necesidad de ideales… y, en somme, estoy encantado de poder prescindir del ácido prúsico. En cambio, de haber sido más virtuoso, puede que lo hubiera necesitado, como aquel estúpido filósofo (seguro que era alemán). ¡No! Hay muchas cosas buenas en la vida. Me gusta ser alguien en esta sociedad, me gustan los rangos, una buena mansión, apostar fuerte a las cartas (adoro las cartas). Pero, sobre todo, me gustan las mujeres… las mujeres en todos los sentidos; me gustan los vicios secretos y oscuros, un tanto extraños y originales, algo sucios incluso, para evitar la monotonía… ¡Ja, ja, ja! ¡Hay que ver con qué cara de desprecio me está mirando!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 310
 
 
No, amigo mío: si de verdad ama usted al género humano, deséeles a todas las personas inteligentes un gusto como el mío, aunque sea algo sucio; si no, la gente inteligente no tendrá nada que hacer en este mundo y sólo quedarán los simples. Menuda suerte para ellos. Existe un dicho al respecto: todos los tontos tienen suerte. No sé si sabe que no hay nada más agradable que vivir rodeado de tontos y darles coba: ¡es algo muy rentable! No me mire usted así por respetar los prejuicios, atenerme a ciertas normas o afanarme por alcanzar notoriedad; ya sé que vivo en una sociedad estéril; pero, por ahora, estoy a gusto en ella, y yo le doy mi apoyo y demuestro que soy su más firme defensor, si bien, llegado el caso, también seré el primero en abandonarla. Estoy al corriente de todas esas ideas modernas, aunque nunca me he preocupado por ellas, ni tenía por qué. No sé lo que son los remordimientos de conciencia. Estoy de acuerdo con todo siempre que me vaya bien; somos legión los que pensamos así, y lo cierto es que nos va de maravilla. Todo es perecedero en este mundo, pero nosotros jamás pereceremos. Existimos desde la noche de los tiempos. Ya puede hundirse el mundo entero, que nosotros saldremos a flote. Fíjese en una cosa, por cierto: las personas como yo estamos llenas de vida. Tenemos una vitalidad admirable, extraordinaria; ¿no le había llamado nunca la atención? Así que hasta la naturaleza nos protege, ¡je, je, je! Yo quiero vivir, a toda costa, hasta los noventa años. No me gusta nada la muerte, y le tengo miedo. ¡Sólo el diablo sabe cómo me tocará morir!
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 311
 
 
Cuanto más virtuosa es la virtud, más egoísmo encierra.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 312
 
 
Créame, amigo mío, hay una especie de éxtasis supremo en ese género de desdichas, que consiste en sentirse absolutamente justo y magnánimo, y en tener todo el derecho del mundo a considerar un miserable a nuestro oponente.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 313
 
 

Mamá era pobre. Mamá solía decirme —añadió, más animada— que ser pobre no es ningún pecado, que lo que es un pecado es ser rico y ofender a los demás… y que eso Dios lo castiga.
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 383
 
 

El bobo de Heinrich lo ocultaba deliberadamente, y sólo había vagas alusiones, pero, gracias a esas alusiones, tomadas en conjunto, empecé a vislumbrar la armonía celeste:
 
Fiódor Dostoyevski
Humillados y ofendidos, página 425
 
 
 
 
 
 
 
 

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