AUTORRETRATO
Lo mejor de mi cara es la lechuza. Vive impasible, subida a unas zarzas blancas. A veces noto el roce de su plumaje amarillo en la frente, o de sus uñas negras que dan cuerda al tiempo en mis arrugas. Me desvela las noches en que caza demasiado, y las mujeres me consolaron al oír su graznido lúgubre cuando volaba. Si me pongo delante de un espejo, no puedo sostenerle la mirada.
Francisco Javier Irazoki
LA BELLEZA EXPULSADA
Vivían junto a un vertedero de ácidos. Los mirábamos con cautela desde la batea de un camión.
Nuestra infancia caminó silenciosamente para ver de cerca sus escudillas de acero. Después nos comunicamos en voz baja las sospechas y los miedos. Pensé: los adultos se inventan una gastronomía de roedores; los hijos refrenan su hambre alineando en el suelo unas pellas de barro.
Fuimos creciendo sin dejar de controlarlos. No buscaban refugios contra una Naturaleza agresiva. Sus facciones habían absorbido la violencia del sol, la lluvia, el granizo. Siglos de éxodo los fundían con el arbusto, la roca, el agua. Si caía un aguacero, se desplazaban empapados de sí mismos.
A la noche, alumbrados por dos o tres hogueras, golpeaban con ritmo unas uralitas. De las gargantas de los hombres salía una música doliente, un animal capturado en las fronteras.
No eran fáciles las relaciones con ellos. Les pedíamos el arreglo de utensilios. Me robaron el dinero que durante un año ahorré para comprar libros. Los vi alejarse con las páginas rasgadas de Federico García Lorca y Elias Canetti.
La recompensa fue acecharlos. Inmóvil, yo viajé contemplando sus rostros.
Para nosotros, la belleza era un país lejano donde se hablaba un idioma que no queríamos aprender. Y, con dolor de nómadas, aquellos hombres nos ofrecieron su belleza expulsada.
Nuestra ignorancia despreció a unos maestros: los gitanos.
Francisco Javier Irazoki
Del libro El contador de gotas. Hiperión, 2019
La vida es un escudo demasiado pequeño
para los que sólo fueron distraídos por el cielo
y con unción contemplaron la luz que no envejece.
Francisco Javier Irazoki
Lección de pájaros
Nevaba cinco o seis veces al año. Pero era de verdad, y los prados, las casas y los árboles amanecían cubiertos de color blanco que cegaba a los caballos. Éstos rompían con sus cascos la nieve, en busca de un poco de hierba sepultada, o golpeaban con el hocico las ramas, y morían después de comer hojas de los tejos. Los pájaros, hambrientos, les despedían con un réquiem muy delgado.
Veíamos el vuelo desorientado de los petirrojos y tordos, hasta que descubrían la abertura de la vivienda. Entraban en aquel túnel y caían a un desierto de oro: el suelo del desván cubierto de mazorcas de maíz.
Algunas veces llegaban sin energía para comer los granos sobre los que enseguida se desplomaban. Yo, niño pequeño, apretaba con fuerza sus bultos para fundir los hielos de la muerte, y descendía rápidamente a la habitación donde una cocina de leña caldeaba los cuerpos de mi familia. Colocaba los pájaros cerca del horno. Ardían unos troncos de manzanos y cerezos sobre los que esos pájaros cantaron el verano anterior. Los árboles cortados por el hacha de mi padre agradecían con el calor los cantos que aliviaron su vejez.
Esta fue la primera enseñanza.Vi pronto la sombra, aunque blanca, y el vuelo frágil que quería esquivarla.
Francisco Javier Irazoki
LOS HABITANTES TRANSPARENTES
Muchos hombres solitarios caminan
acompañados por un hueco.
Con frecuencia se detienen en un paraje
oscuro o iluminado
y el acompañante observa,
proyectada sobre una pared,
su vida de ser desaparecido.
Unos habitantes transparentes cruzan
las ciudades de nuestra memoria.
Los portadores del hueco
dialogan con las imágenes sucesivas
que les ofrece un muro.
Llevan, atada con soga invisible,
una ausencia.
Francisco Javier Irazoki
PALABRA DE ÁRBOL
No conocí al que murió en el vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que era grande como un guía y lo puso en el hoyo que el padre había cavado entre las raíces de mi higuera preferida.
Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las hojas del árbol, esperando que naciesen los higos. Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra que después deshacía en tiras. Cada hilo era una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.
Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.
Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil. Una lágrima petrificada que se transformó en blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla situada a los pies de los ídolos.
Francisco Javier Irazoki
Del libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006
"¿para qué sed seré la fuente?"
Francisco Javier Irazoki
ÚLTIMA BELLEZA
Esta belleza ha sido construida
con las treguas del dolor.
La he tejido
con los huesos de la música.
Con unas linternas mentales
que ya rastrean
mi invisibilidad futura.
Con la respiración
de los clavos de la escasez.
Con un bisturí que nos abre
y deja caer nuestra soledad
hecha añicos de gratitud.
Me refugio en una belleza
sostenida con el palo y el susurro.
La protejo con los muros de mis ojos.
Con el esqueleto del júbilo.
Con los hilos rotos de una mortaja.
Francisco Javier Irazoki
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