¡Ay, caro amigo! ¡Ay, mi agradable esposo!
¡Ay, claro sol que dais lumbre a mi vida!
¿Cómo dejáis tan triste y afligida
esta alma que os adora sin reposo?
¿Quién os hizo cruel, Soto amoroso,
y tan esquivo y mudo en la partida?
Esto tendrá mi carne, consumida
cuando volváis a verme presuroso.
¡Qué abrazos dulces, qué terneza de ojos
y qué vena de lágrimas, diciendo:
“¡No os olvidaré, no que os llevo en mi alma!”
Siquiera por templar estos enojos…
Mas, grave y sin hablarme, vais huyendo,
dejándome en desierto mar y en calma.
Mariana de Navas
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