“Aprendí español a los 18 años porque me enamoré de los poetas de la generación del 27 y desde entonces no he dejado de hablarlo. Tengo mucha facilidad para los idiomas. Cuando era pequeña, mi abuela me hacía volver antes de las vacaciones, que pasábamos en el norte, porque se me pegaba el acento y luego no había quien me entendiera.”
Corina Oproae
La lengua en la que escribo
La lengua en la que escribo
es un sueño que dilata la pupila hasta que cabe el mundo,
es la fragancia de un puñado de tierra húmeda
que arrojo cada día sobre la tumba de aquel poeta exiliado,
es un cuerpo que se derrite en la incandescencia de la arena.
La lengua en la que escribo
la componen retazos de vida y recuerdos que desafían el olvido,
aquel río callado que se quedó ahí en la infancia,
un banco de madera colocado para poder conversar con estrellas,
punzantes vuelos de abejas sobre la tierra baldía de la soledad
y el eco rodado de todos los versos que jamás se han escrito.
La lengua en la que escribo
es un libro interminable que cada día renace en llamas,
un pájaro alado que mece en su vuelo la dicha y la desdicha,
una oruga impaciente que devora decepciones y esperanzas,
es una margarita enorme cuyos pétalos me arroja la vida en la cara.
Corina Oproae
"Podrías decir que la lengua-madre huele a fresas salvajes, a café recién hecho, a libros nuevos. Pero te das cuenta de que esta no sería toda la verdad. También huele a largas colas que no has hecho nunca para comprar el pan. A zumbido de abejas. Y a ausencias. Ya no puedes decir lengua-madre. Suprimes la palabra y solo dices lengua. Esta o aquella. Un sonido que te acune, aunque sabes que tus heridas no se cerrarán nunca."
Corina Oproae
Porque no es tuyo
No sabes acabar este poema
porque no es tuyo.
Te llegó un día lleno de amapolas
calladas, exangües y ausentes.
Se te posó sobre los ojos
como una mariposa despistada
y te cegó,
pero sentías sus alas
tambaleantes, aturdidas, lejanas.
Hoy, su aleteo ilumina tu ceguera.
Te habla en una lengua extraña
hecha de un silencio infinito
como un campo de trigo verde
dormido bajo el sol.
Te confiesa que hay muertos jóvenes
que aún pueden oler la tierra húmeda,
muertos que viven abrazos en la hierba,
felicidades amargas que palpitan
bajo la piel del olvido,
últimos y sagrados deseos de inocentes
desaparecidos en alguna de tantas guerras,
o un hambre atávica que se filtra raíces abajo
junto al olor a pan recién hecho.
También te confiesa que hay muertos viejos
que ya no pueden oler ni recordar olores,
muertos que se han vuelto materia
en descenso hacia el centro de la tierra
donde toda la vida que hemos sido
se reduce a un punto ínfimo
que todo lo contiene.
No sabes acabar este poema
porque no es tuyo.
Es el poema de todos los que han vivido
muerte y vida voluptuosamente,
los que saben que la tumba
es el único espejo que siempre
te devuelve el mismo rostro.
Un poema que sube desde las entrañas de la tierra,
desanda tiempo y espacio,
se posa sobre tus ojos
—efímera mariposa cegadora,
y te pide desesperadamente que lo continúes.
Corina Oproae
"Si sigo moviéndome, en poco tiempo, las paredes me aplastarán y papá desaparecerá. Imagino la posibilidad de morir aplastada entre muros y la respiración se me ralentiza. Si muero, también mataré a papá. Necesito saber si papá está dentro de ese vacío que se me acerca enmarcado en las paredes o si esto no es otra cosa que una elucubración de mi mente. Aunque no lo vea, sé que papá sigue estando en todos los cuadros a la vez. Tomo la decisión de dejar de avanzar, de permanecer inmóvil. La distancia es la ideal ahora. Me concentro en el blanco encerrado dentro del marco que tengo delante. Con todas mis fuerzas vuelvo a intentar hacer visible la imagen de papá, pero no lo consigo. O al menos eso parece. Me percato de que es solamente cuestión de no bloquear la percepción. Doy un salto mental y estoy dentro de uno de los cuadros, feliz de poder por fin tocar y abrazar a papá, pero cada vez que me acerco, él desaparece. Angustiada, cierro los ojos y vuelvo al centro. Doy varios pasos hacia uno de los marcos vacíos. Necesito comprobar en mi propio cuerpo que las paredes siguen acercándose a mí, obedeciendo a ciertas leyes físicas que desconozco y que nada tienen que ver con las leyes que rigen la dimensión de la realidad. Abro de nuevo los ojos y me veo rodeada por un muro circular. Si estiro la mano, llego a tocarlo. Los marcos rectangulares han desaparecido. Papá ha desaparecido. Siento cómo se me están durmiendo las extremidades, cómo todo mi cuerpo se ablanda y escucho una voz familiar que sentencia que es inútil buscar a papá. Acto seguido, alguien me toca el hombro. Abro los ojos con la esperanza de que sea él, pero tengo delante a una niña de apenas siete años que se parece mucho a mí. Se gira de espaldas y de su nuca sale, ruidoso, un enjambre de abejas."
Corina Oproae
La casa limón
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