Gobernadores, magos, sacerdotes, filósofos: bajo ciertas
circunstancias políticas y culturales, las sociedades premodernas muy a menudo
han concedido al anciano lugares de importancia. La ancianidad supone una
suerte de estatus, que le otorga al hombre una serie de derechos, obligaciones
y funciones sociales propias de un agente. El anciano puede ser admirado,
temido, respetado, obedecido e incluso adorado; o bien todas estas cosas al
mismo tiempo. El viejo detenta el conocimiento propio de la experiencia, la
comunión con los antepasados, los secretos mejor guardados, la correcta
interpretación de la tradición; o bien todos estos privilegios al mismo tiempo.
Agustín Laje
Generación idiota, página 18
Hasta el siglo XII, el arte medieval no representó niños.
Aries encuentra por fin en ese siglo, sin embargo, algunas obras religiosas que
representan al niño Jesús a sus ocho años. Lo curioso es que nunca se trata más
que de un adulto a escala reducida: nada diferencia en el arte al niño del
adulto, con la excepción de su tamaño. Lo mismo se registra en el siglo XIII,
como es el caso de la Biblia de San Luis o de un Evangelio de la Santa Capilla
de París. En general, la infancia no se representa más que en el niño Jesús
hasta el siglo XIV, en el que se extiende a la niñez de determinados santos.
Con todo, las escenas no colocan al niño en un mundo de actividades y roles
diferenciados de los adultos. En el siglo XV empezarán poco a poco a pintarse
retratos de niños reales en momentos concretos de sus vidas, y la práctica se
extenderá en el XVI y XVII. Será en este último siglo cuando los retratos de
niños los considerarán en actividades propias de su edad: lecciones de lectura,
lecciones de música, dibujando, etcétera. Con anterioridad a esta etapa, el
niño parece ser un adulto a escala reducida, sumergido en ambientes
indiferenciados. Lo mismo puede decirse de la vestimenta, las diversiones y las
costumbres en general. En la Edad Media, la forma de vestir no distinguía
edades, sino jerarquías estamentales. El niño vestía lo mismo que el adulto,
pero en pequeño. Habrá que esperar al siglo XVII para que se difunda una manera
propia de vestir de la niñez, diferenciada del estilo adulto. La separación de
las etapas de la vida por su ropa habla a las claras de la necesidad de tornar
visible la diferencia. La creciente concurrencia a colegios difundirá y
estabilizará el uso de uniformes para los niños. De hecho, las escuelas
empezarán a dividir sus grados por edad y se convertirán en instituciones para
niños, allí donde antes no existían estas separaciones. En cuanto a los juegos
y las diversiones, hasta entrado el siglo XVII no existía una división clara
entre lo que correspondía al mundo de los niños y lo que pertenecía al del
adulto. Por un lado, los muñecos no eran exclusivos de la niñez: eran también
piezas de colección del adulto, e incluso constituían poderosos instrumentos
para la magia y la hechicería. Por otro lado, los juegos de azar, como cartas y
dados, no eran exclusivos del mundo adulto: los niños también participaban en
ellos, e incluso aún en el siglo XVIII, había colegios —como el College
Oratorien de Troyes— que permitían apuestas en juegos de azar. Pero la
diferenciación tendrá lugar con fuerza a partir del siglo XVII, e irá dejando
ciertas diversiones para la niñez, compartidas con las clases bajas. Poco a
poco se va delineando la idea de la niñez como una etapa de inocencia que
requiere protección y supervisión del adulto. La inocencia separa ambos mundos.
La inmersión del niño en el mundo del trabajo, tan propia de las duras
condiciones de vida, va dejando paso a una inmersión en el mundo de la escuela,
que prepara para la vida adulta. Al mismo tiempo, la relación del niño con el
mundo de la sexualidad va siendo disciplinada por los pedagogos modernos, que
promueven la separación de los sexos en las instituciones educativas, que
restringen determinadas lecturas para la niñez, que proscriben ciertas palabras
y que censuran determinadas bromas que no mucho tiempo atrás eran
frecuentemente oídas y repetidas por los niños. De esta forma, estos verán,
leerán y escucharán cosas distintas de las que el adulto ve, lee y escucha. El
niño vivirá en el marco de su propia esfera simbólica. En efecto, la inocencia
inherente a su mundo debe ser preservada en el proceso de formación que lo
convertirá a la postre en adulto.
Agustín Laje
Generación idiota, página 26
La adolescencia domina la forma y el contenido de nuestra
cultura; la nuestra es una sociedad adolescente. La transición entre la niñez y
la adultez que supone la adolescencia se congela en un estado permanente que
todo lo engloba. Atrapados en una transición que no transita, que está
detenida, vemos desaparecer paulatinamente las fronteras que dividían los
universos diferenciados del adulto y del niño.
Agustín Laje
Generación idiota, página 31
Lo adolescente es lo indiferenciado; lo que todavía no ha
llegado a ser aquello a lo que tiende, pero que ya ha abandonado el lugar en el
que se encontraba. La inestabilidad se expresa en la voz, en los cambios
corporales todavía a mitad de camino, en las recurrentes crisis de sentido y de
personalidad, en el vello aún desprolijo y discontinuo, en los tambaleos del
andar y el escaso control sobre sí. La autonomía, si bien se reclama, aún no
coagula: le falta la responsabilidad que viene aparejada al autogobierno. Lo
adolescente adolece: sufre la carencia de esa llegada que estabiliza lo que se
es. Es en este sentido en el que niños y adultos ingresan en la lógica
adolescente, adoleciendo de maneras distintas del lugar que la ya vieja
modernidad les había asignado, e incorporándose al reino de la
indiferenciación, la inestabilidad y la discontinuidad. Los procesos de
masificación, que todo lo uniformizan, llegan ahora al extremo de hacer
estallar incluso las diferencias entre las etapas de la vida, hundiéndonos aún
más en el «infierno de lo igual».
Agustín Laje
Generación idiota, página 33
Nuestra sociedad digital es una sociedad adolescéntrica. El
adultocentrismo, tan propio de la modernidad industrial, ha quedado atrás en la
historia. Quien fija la forma y el contenido de la cultura hoy es el
adolescente, porque domina los dispositivos que la determinan. Los medios
digitales han sido cruciales para lograr este efecto: encuentran en el
adolescente su mejor usuario. Las características psíquicas y culturales de
estos últimos se articulan bien con los requerimientos del mundo digital: pasión
por lo nuevo, adaptabilidad tecnológica prácticamente automática, compulsión
publicitaria de la propia vida, deseo irrefrenable de ser visto, inestabilidad
entre la necesidad de pertenencia y la de una individualidad auténtica, crisis
identitarias recurrentes, valores y gustos efímeros. No es casualidad que
quienes en mayor medida utilicen las redes sociales y mejor se desenvuelvan en
el mundo online sean los adolescentes. Por empezar, fueron ellos sus mentores:
Mark Zuckerberg tenía 19 años cuando ideó Facebook. Tampoco es casualidad que,
cuando una red social pasa a ser utilizada mayormente por adultos, pierde de
inmediato popularidad, como ocurrió con el mismo Facebook.
Agustín Laje
Generación idiota, página 34
En la sociedad adolescente, también parece cada vez más
lejana la noción ilustrada de cultura, que la concebía como cultivo de las
facultades del espíritu. Esto solo podría lograrse con el tiempo suficiente y
con una formación cuidadosa y bien ejecutada: Rousseau logrará que Emilio sea
un hombre culto terminada por fin su adolescencia. El hombre culto de Kant es
el hombre ilustrado, o sea, el «mayor de edad», que se ha atrevido a pensar por
sí mismo. Pero hoy ya no se sabe siquiera qué significa «ser culto»: este tipo
de lenguaje ha sido exorcizado, paradójicamente, de la cultura. En el preciso
momento en que todo ha pasado a ser «cultura», nada puede seguir siéndolo en un
sentido realmente significativo. Nuestra cultura del instante y el carpe diem
no tiene tiempo para ningún cultivo, puesto que la duración se asemeja no al
progreso, sino a la desactualización, de manera tal que todo lo que lleve
tiempo genera rechazo. La cultura ha de consumirse, no cultivarse; la cultura
como trabajo sobre uno mismo se desvanece: el divertimento, y no la adquisición
de ninguna autonomía, se convierte en el norte de lo cultural. Por lo mismo, ha
caído la vieja división de alta cultura y baja cultura: hoy cualquier obra de
pacotilla tiene la misma estatura cultural que una obra maestra del genio
humano. La sola idea de una gradación cultural despierta malestar en la
mentalidad relativista e igualitarista dominante. Las jerarquías culturales han
sido derrocadas por el gusto adolescente, que ya no es exclusivo de este grupo,
sino que domina todo el gusto social. Lo nuevo es lo bueno; lo viejo es lo
malo. Esta parece ser la única regla de lo que hoy llamamos cultura.
Agustín Laje
Generación idiota, página 37
Si en el mundo adultocéntrico había que esforzarse para
superar las carencias que lo detenían a uno en la «minoría de edad», en el
mundo adolescéntrico, al contrario, el adulto representa carencias por doquier:
carencia de flexibilidad, carencia de creatividad, carencia de originalidad,
carencia de adaptabilidad, carencia de habilidades tecnológicas, carencia de
onda, carencia de tiempo, carencia de energía, carencia de vitalidad. El
ingreso a la adultez es cada vez menos visto como plenitud (de las capacidades,
de la inteligencia, de la responsabilidad) y cada vez más como pérdida. Lo
único que tiene a favor, cuando existe, es un mayor nivel de ingreso económico.
Pero ahí están las grandes celebrities e influencers adolescentes, para mostrar
al mundo que es posible ser muy joven y demasiado rico. Es así como, allí donde
el mundo adulto posicionaba al menor como metáfora de la carencia, el mundo
adolescente coloca hoy al adulto por regla general en ese indecoroso lugar. Si
alguna vez el niño fue concebido como un adulto incompleto, hoy el adulto es
visto como un adolescente incompleto, pues le falta frescura y espontaneidad.
(Ni qué decir de la vejez: si la adultez es carencia, la vejez es discapacidad
y obsolescencia consumada). La «mayoría de edad» ya no es un valor; no hay que
esforzarse por madurar, sino por detener el paso del tiempo, o,
preferentemente, por lograr su marcha atrás. Lo adolescente ha sido liberado de
la edad, ha trascendido los marcos fisiológicos que lo definían; de esta
manera, se convierte en la metáfora más apropiada de nuestra sociedad y su
cultura.
Agustín Laje
Generación idiota, página 40
En la República de Platón puede leerse lo siguiente:
Y cuando el hijo sale a la calle oye otras cosas por el
estilo, y ve que los que en el Estado se ocupan de sus propios asuntos son
llamados «tontos» y tenidos en poca estima, mientras que los que se ocupan de
los asuntos de los otros son reverenciados y elogiados.
La palabra griega que usa Platón para decir «tontos» es, en
realidad, anóêtos (ἀνό), que a menudo se traduce también como «necios». Quienes
solo saben ocuparse de lo suyo son «tontos» o «necios» porque no participan en
la polis, porque no se enteran de lo que pasa. Anóêtos significa, precisamente,
no comprender, no percibir: a es un sufijo privativo, noeo es percibir o
comprender. El que no percibe o no comprende lo que pasa en el mundo que va más
allá de su ombligo es un «tonto». Existe una relación evidente entre esta
palabra griega y el término idiotes (). La raíz idio significa lo que es
«propio», mientras que el sufijo -tes indica al agente. Por eso, idiotoi son
aquellos que viven su vida privada sin mayor contacto con la realidad externa
al estrecho espacio que habitan. Al carecer de los recursos intelectuales que
le permitirían participar en el ágora y discutir de política con sus
semejantes, el idiota griego queda condenado a mirarse el ombligo. De esta
forma, los idiotes y los anoetos son prácticamente los mismos. La filósofa
Hanna Arendt ha hecho patente esta relación. Ella encuentra que, para los
griegos, «la vida pasada en retraimiento con “uno mismo” (idion), al margen del
mundo, es “necia” por definición». Si bien no traduce la palabra «necio» de su
idioma original, vale recordar que la palabra griega correspondiente no es otra
que anoetos. Así, la necedad y el idiotismo llevan consigo enormes costos. En
primer lugar, la participación política era fuente de libertad para el griego.
Dado que en la polis se gestionan los asuntos comunes, no participar en ella
equivale a quedar al margen de las decisiones que condicionarán la propia vida
en una medida más que importante. Pero el idiota, ensimismado como está, es
incapaz de advertir semejante cosa. No se le ocurre que el desarrollo de sus
facultades y la participación política preservan su libertad. Y en segundo
lugar, la «libertad es la condición esencial de lo que los griegos llamaban
felicidad, eudaimonia», recuerda Arendt. De esta manera, la libertad y la
felicidad quedan fuera del ámbito de vida de los idiotes y los anoetos. Del
mundo antiguo a nuestro mundo ha pasado mucho tiempo, pero la figura del idiota
se ha mantenido en pie. Ortega y Gasset, el gran filósofo de la sociedad de
masas, describe al hombre-masa como un verdadero idiota: hombre de «cabeza
tosca», hombre «hecho de prisa», «hombre hermético», hombre que «va a la
deriva», hombre «mimado» y «poco inteligente». En una palabra: hombre-idiota.
Pero, a diferencia del idiota de antaño, el hombre masificado del siglo XX
es un idiota afortunado. En efecto, desde el siglo XIX ha experimentado una
mejora inédita en sus condiciones materiales de vida. La revolución científica,
la revolución democrática y la revolución industrial le han brindado un mundo
muy distinto al que habitaba el hombre vulgar de las sociedades premodernas,
condenado a llevar una vida difícil. Nuevos bienes y servicios se ponen ahora,
por doquier, a disposición del hombremasa; las exigencias físicas y las
penurias del cuerpo y de la salud decrecen cada vez más; los sistemas políticos
colocan su eje en el valor «igualdad», lo que supone que las opiniones del
hombremasa tienen realmente valor. El idiota que Ortega y Gasset llama
«hombre-masa» sufrirá, por tanto, una mutación sustantiva: allí donde el idiota
griego llevaba una vida ensimismada, carente de conocimientos y, por tanto, de
participación pública, el idiota masificado llevará la misma vida reducida a su
propio ombligo, pero su voz, sus gustos y sus normas (o su falta de ellas) se
impondrán en la esfera pública. Así, el idiota griego era un idiota porque no
tenía la voluntad ni las facultades para participar en lo que corresponde a los
asuntos comunes; el idiota masificado es un idiota que no tiene las facultades
para hacerlo, pero sí la voluntad. «El hombre vulgar, antes dirigido, ha
resuelto gobernar el mundo», anota Ortega. La participación no cura el
idiotismo. En este caso, lo agrava: se convierte en un peligro para los demás.
El hombre-masa reduce las exigencias públicas a sus caprichos privados. No
tiene ni le interesa tener los conocimientos mínimos para la vida pública y
política. Le ha sido atornillada en la cabeza la idea de que su opinión —desinformada,
improvisada, superficial y previsible— tiene valor real, porque toda opinión
valdría por igual. Lo invade una sensación de completitud, de perfección, que
hace que sus opiniones infundadas (han aparecido en su mente «de la nada»; no
han sido conducidas por ninguna investigación ni estudio en absoluto, sino más
bien acríticamente absorbidas del medio y formateadas por sus sentimientos)
sean cosa cerrada y no sujeta a revisión. De ahí que pueda decirse sobre él,
también, que está ensimismado: «El hermetismo nato de su alma le impide lo que
sería condición previa para descubrir su insuficiencia: compararse con otros
seres. Compararse sería salir un rato de sí mismo y trasladarse al prójimo». En
la etapa final del siglo XX, Gilles Deleuze y Félix Guattari, dos pensadores de
la izquierda posmoderna, traerán de nuevo al idiota a primer plano, pero para
reivindicarlo. Ven en su ensimismamiento una fuente de creatividad. Al no mirar
otra cosa más que su ombligo, el idiota supuestamente se pondría al margen de
todo lo establecido y sería libre para pensar. No obstante, lo particular de
este «pensar» que está más allá de toda norma de pensamiento, es que demanda no
la verdad, sino el absurdo. El pensar-idiota se encapricha y busca reducir el
mundo a su idiotez: «El idiota [pos] moderno no pretende llegar a ninguna
evidencia, jamás se resignará a que 3 + 2 = 5, quiere lo absurdo». («¡Seamos
realistas, pidamos lo imposible!» fue una de las declaraciones más altisonantes
del mayo francés de 1968, del cual no en vano son deudores estos dos
pensadores). Deleuze y Guattari entienden, pues, que en los idiotas de tiempos
pasados existía todavía un respeto por la idea de verdad, «pero el idiota
[pos]moderno quiere convertir lo absurdo en la fuerza más poderosa del pensamiento,
es decir crear». Por eso, el idiota posmoderno vive en un mundo posverdadero,
en el que ni las evidencias ni los hechos ni la lógica importan, y en el que
decir que 2 + 2 = 4 lo vuelve a uno cincofóbico. El idiota del siglo XXI,
además, se ha digitalizado. Vive sobre todo en un mundo digital. Este le
demanda una constante representación de sí. Hace de su vida un reality show.
Nuestras tecnologías digitales solicitan la constante digitalization del mundo
y de la vida. Estas tecnologías hackean la realidad y la vuelven absurda. A
través de ellas edito la realidad, la mejoro, agrego cosas que en verdad no
estaban o no están allí, cambio los hechos, altero mi ubicación, suprimo los
defectos, agrego virtudes. Las tecnologías digitales ilusionan al idiota,
encantándole no con su realidad, sino con una hiperrealidad realmente absurda.
El idiota posmoderno se siente por ello más poderoso que nunca. Tiene el mundo
entero al alcance del dedo; es un pequeño «tirano» cuyas órdenes se cumplen al
instante y todo parece dispuesto a su entero servicio. A diferencia del
masificado del siglo XX, diluido en la masa anónima, el idiota
digitalizado «es alguien con un perfil», que cuenta con las tecnologías
necesarias para enseñarnos su ombligo las veinticuatro horas del día. El idiota
antiguo, al carecer de la preparación para hacerlo, no participaba en la polis
y limitaba su vida a su existencia privada. El idiota masificado de la
modernidad que estudia Ortega participa en la vida pública sin ninguna
preparación, imponiendo sus meras opiniones en sus conversaciones cotidianas
limitadas a un entorno muy reducido. El idiota digitalizado de nuestra
posmodernidad también participa sin ninguna preparación, pero impone ya no
siquiera sus opiniones, sino sus absurdos, sus sensaciones y sus simplonas
percepciones. Para ello, dispone además de nuevas tecnologías que lo convierten
en emisor de un contexto infinitamente más extenso que su entorno inmediato
real. Así, inscribe su existencia en un régimen de comunicación pornocrático que
publicita su intimidad. Se siente empoderado por sus burbujas digitales, que
constantemente le hacen sentir que tiene razón. El mundo entero lo mima: en el
año 2006, Time Magazine eligió como «Person of the Year» a «YOU». Por todo
esto, el idiota de estos tiempos es el más limitado (y, por tanto, el más
peligroso) de todos, porque ya no reconoce sus propios límites y ni siquiera
los límites de los hechos, las evidencias y la lógica. Su ombligo se ha
convertido por fin en el ombligo del mundo. El idiota posmoderno se cree por
encima de todo y de todos.
Agustín Laje
Generación idiota, página 42
El idiota moderno es tan afortunado como ingrato, porque
vive condiciones materiales de vida inigualables, pero elige desconocer los
fundamentos históricos y culturales en los que semejantes condiciones han sido
posibles. Mirándose el ombligo, y nada más que él, no puede mirar hacia atrás y
descubrir los tesoros del pasado. Por lo mismo, su mirada hacia adelante no
alcanza a avizorar más que el cortísimo plazo. Así, goza de un presente cuyo
origen se le escapa: ni siquiera le interesa. Por eso, termina creyendo que el
mundo en el que ha nacido ha surgido de la nada, como si fuera parte de la
naturaleza (y no de la historia):
Agustín Laje
Generación idiota, página 50
Desprecio para con el pasado, dificultad para establecer un
proyecto para el futuro, incapacidad para vincular medios con fines,
ensimismamiento y narcisismo, sujeción acrítica al régimen de las emociones: el
idiotismo es la ideología medular de la sociedad adolescente. El idiota es todo
menos un «mayor de edad»; el idiota no acoge el «¡Atrévete a pensar!» kantiano.
Pero la ideología idiotista no la abrazan solo los jóvenes, sino también los
adultos adolescéntricos. Esto no significa, naturalmente, que todos los jóvenes
y todos los adultos se adhieran a ella. Sabemos con Foucault que «donde hay
poder hay resistencia», y por fortuna son cada vez más los que resisten las
oleadas dominantes de idiotez.
Agustín Laje
Generación idiota, página 60
El imperativo actual de «probarlo todo» refleja bien esta
carencia. La vida no encuentra otro sentido más allá de vivenciar todo lo que
pueda en el poco tiempo de que dispone. Los criterios de lo que se debe
vivenciar son siempre los mismos: jamás se ha celebrado tanto la «diversidad»,
pero jamás la gente había sido tan igual en todas partes. Todo lo que hoy nos
atrevemos a llamar «diversidad» son en verdad meras exterioridades, tales como
colores de cabellos, tatuajes o estilos de indumentaria, dado que las
interioridades jamás habían sido tan uniformizadas en el más desesperante
vacío. No existe un orden, no existen metas consistentes, no existe un
proyecto: todo lo que hay son vivencias acumuladas sin relaciones estables
entre sí, sin una narrativa coherente, sin etapas ni fases. No es casualidad
que hoy los libros de autoayuda caigan a menudo en el lugar común de instar a
sus lectores a «acumular vivencias» o «experiencias», en un sentido realmente
pasivo (entregarse a la vivencia), sustraído de toda investigación, La sociedad
adolescente es una sociedad del tanteo.
Agustín Laje
Generación idiota, página 72
El idiotismo es la fórmula de la autosuperación.
Agustín Laje
Generación idiota, página 76
La religión oficial de la sociedad adolescente es el
autoayudismo, que tiene sus gurúes, que cuenta con sus textos canónicos y que
vive precisamente de la falta de sentido: a menor sentido, mayores ventas.
Agustín Laje
Generación idiota, página 78
Pero hoy la fama descansa en algo muy distinto: no en la
trascendencia, no en la genialidad, sino en el mero aparecer. Así, el famoso se
vuelve mera farándula. La palabra «farándula» ya se encuentra en el diccionario
de Francisco Rosal de 1611, definida como «Farándula y Farandulero de fari,
parece lo mesmo que habladores y que con dichos y chistes ganan de comer»
(sic). En un principio, esta palabra no quiere decir que todos hablen de uno,
sino más bien que uno se gana la vida hablando comicidades. De esta forma, la
farándula no es trascendente ni genial: es cómica. No realiza grandes hazañas
ni milagros, y tampoco tiene el poder creativo del genio: se limita a
entretener. Por eso aparece vinculada a los teatros. La voz alemana fahrende, a
la que también se ha vinculado la palabra «farándula», significaba «pandilla de
cómicos vagabundos». Hoy el diccionario de la Real Academia Española define la
farándula como «Profesión de quienes se dedican al mundo del espectáculo,
especialmente del teatro». La farándula irrumpe en la historia y termina
arrebatando el lugar del famoso, cuando el motivo de la fama se confunde con su
definición: si famoso es aquel que resulta ampliamente conocido, la farándula
está compuesta por aquellos que son ampliamente conocidos por ser famosos. Esto
significa que la base de la fama de la farándula no está tanto en lo que hace,
sino en que sencillamente aparece.
Agustín Laje
Generación idiota, página 116
La fama de Erasmo era una consecuencia de su genio. Hay una
relación causa-efecto muy nítida aquí: su genio es la causa, ser conocido es la
consecuencia. Sin su genio, no sería conocido. Pero en la farándula, la causa y
el efecto se confunden muy a menudo. La teatralidad de la farándula satura de
apariencia el mundo de la fama; y las apariencias resultan altamente variables
y contingentes. En muchos casos, las causas de la fama son tan inesenciales que
resultan indefinibles e incluso intercambiables. La cantante que da un salto al
mundo de la actuación, y el actor que da un salto al mundo de la música; la
estrella porno que escribe libros, y el deportista que pasa a conducir un
programa televisivo; el fisicoculturista que se hace actor y luego político, y la
modelo que ingresa a un reality show y de ahí brinca directo al cine; el chef
que se convierte en jurado de un programa de televisión, y el periodista que
termina siendo estrella de YouTube. Como en el teatro, los papeles son siempre
intercambiables. Lo esencial no es lo que se hace, sino que se aparece. El
motivo por el que la farándula se multiplica a ritmos crecientes es que,
mientras que existen cada vez más medios donde se puede aparecer, cada vez
importa menos lo que se hace en ellos. En esto consiste el idiotismo de la
farándula. Si el motivo de la fama ha dejado de importar, esto significa que
las consideraciones éticas, técnicas y artísticas han sido liberadas del lazo
que las unía al famoso. La fama se curva entonces sobre sí misma; no depende de
nada más que del mero aparecer. Esto llamaría mucho la atención de Aristóteles,
preocupado por la «buena fama». En efecto, al tratar de definir la felicidad,
el filósofo comprendía entre sus elementos «la fama». Pero, seguidamente,
aclaraba que se refería a la «buena fama», definida como «el ser tenido por
todos como bueno, o poseer algo que desean todos o la mayoría o los buenos o
los prudentes». De esta forma, la fama se califica moralmente. Existe toda la
diferencia del mundo entre una «buena fama» y una «mala fama». Pero hoy, nada
califica realmente a la fama: no hace falta ser bueno ni moral, ni técnica ni
artísticamente para ser famoso. La diferencia entre «buena fama» y «mala fama»
resulta incomprensible para el mundo de la farándula, y esto se refleja en el
corriente dicho de que «no existe la mala prensa», que puede ser releído como
«no existe la mala fama». Así, la fama se convierte en buena por definición.
Esa diferencia entre buena y mala fama también resulta inaprensible para
quienes se mimetizan con la farándula, más encantados por el aparecer de la
farándula que por su concreto ser y hacer.
Agustín Laje
Generación idiota, página 117
Lo que se admira y se envidia de la farándula es, sobre
todas las cosas, que se trata de gente que ha logrado hacerse conocida, con una
absoluta independencia respecto de las causas. Así, la actual obsesión
extendida por todo el cuerpo social por aparecer es un reflejo de aquello.
Agustín Laje
Generación idiota, página 120
La mimesis no es mala per se. La sociedad es siempre un
producto mimético. La imitación es intrínseca a toda socialización. El problema
está en los puntos de referencia que se escogen para imitar. Hoy esas
referencias no las ocupan ni los dioses, ni los héroes, ni los santos, ni los
genios, sino más que nadie la farándula y sus influencers. Y el problema con ella
es que la admiración que suscita es el mero producto del aparecer. Lo que se
admira y se envidia de la farándula es, sobre todas las cosas, que se trata de
gente que ha logrado hacerse conocida, con una absoluta independencia respecto
de las causas. Así, la actual obsesión extendida por todo el cuerpo social por
aparecer es un reflejo de aquello. Internet promete a cualquiera la fama,
brindando la tecnología necesaria para que cualquiera pueda aparecer. Los
no-famosos muestran sus vidas como si lo fueran. Se producen para la pantalla,
eligen cuidadosamente sus ropas y sus accesorios, improvisan pasarelas de
modelaje en sus hogares y oficinas, ensayan sus guiones, se muestran (a menudo
junto al retrete) en los espejos de sus baños, bailan, cantan, actúan y, sobre
todo, desinteriorizan sus vidas. Las redes sociales se han convertido en
verdaderos reality shows en los que la vida se desespera por aparecer.
Agustín Laje
Generación idiota, página 120
El homo sapiens hoy es un homo ludens que juega con
pantallas de todos los tamaños y formatos. A este le cuesta encontrarse en lo
que no es divertido. En un mundo donde la máquina piensa por el hombre,
mostrándole las enormes limitaciones de su inteligencia; memoriza por el
hombre, deslumbrándolo con sus memorias prácticamente infinitas; se hace cargo
de lo que al hombre más le conviene, usurpando su voluntad: ¿qué queda sino
sencillamente jugar?
Agustín Laje
Generación idiota, página 140
El actual régimen de visibilidad total combina la vigilancia
y el espectáculo gracias a las tecnologías digitales. Hoy vivimos la era de visibilidad
total que es la era de la vigilancia espectacular: el panóptico se convierte en
metaverso. Esta nueva instancia combina el poder capturador y procesador de las
tecnologías digitales y de la información, con el imperativo del feliz
desnudamiento. De esta manera, el individuo de nuestra sociedad adolescente es
invitado a hacer de su propia vida un espectáculo visible para todos a través
de las nuevas tecnologías, en el que desarrolla su propio reality show, en el
que vive como una celebridad y juega con su identidad. A diferencia del preso
del panóptico, que está coaccionado contra su voluntad, el idiota posmoderno se
encuentra seducido por las posibilidades que las tecnologías digitales le
otorgan y no deja nada sin mostrar ni publicar ni «experimentar». El panóptico
digital de las redes y el metaverso constituye una pornocracia que combina
desinteriorización, ludificación y vigilancia a través de big data.
Agustín Laje
Generación idiota, página 147
El like es el dispositivo más preciado del idiotismo
inherente a la sociedad adolescente.
Agustín Laje
Generación idiota, página 148
La transmisión cultural implica siempre una previa
acumulación. La palabra «cultura» tiene su raíz en la voz del latín colere, que
significa cultivar. Todo cultivo lleva tiempo. No existe cultura sin tiempo
suficiente para la acumulación de saberes, costumbres, usos, creencias,
valores, normas. Es absolutamente contrario a la propia índole de la cultura
que el niño la transmita a su padre o a su abuelo, a menos que se dé una
situación de inmigración. Por eso Mead se cubre tras esta metáfora. No obstante,
aun en la inmigración, la cultura recibida por el niño en el nuevo contexto
espacial la proveen los adultos que le enseñan en su nuevo colegio, los adultos
que le hablan a través de los medios masivos locales, o incluso otros niños
nativos a los que los adultos nativos les han transmitido su cultura. Por
definición, la cultura es algo que va, entre generaciones, de mayor a menor. En
una cultura prefigurativa, los menores no transmiten cultura a los mayores,
como sostiene Mead. Más bien, lo que ocurre es que la cultura, en un sentido
fuerte, se deshace en fluidos amorfos. Esto genera la impresión de que los
jóvenes la detentan, pero en verdad, a todos —jóvenes y adultos — se les
escurre entre las manos. Es demasiado decir que los jóvenes transmiten cultura
a sus mayores; insulta a una noción tan noble como la de cultura. ¿Qué tipo de
conocimiento y experiencia transmiten concretamente los jóvenes a sus mayores?
¿La configuración de sus smartphones? ¿La creación de un perfil en la red
social del momento? ¿La forma de encender la computadora y revisar el correo
electrónico? ¿Las instrucciones para que un anciano utilice el cajero
automático? ¿La última tendencia de Twitter, cuyo hashtag durará apenas algunas
horas más? ¿El último grito de la moda, cuya obsolescencia espera a la vuelta
de la esquina? ¿El artista del momento asistido por autotune, cuya música
afinada por computadoras dejará de sonar antes de que nos demos cuenta? ¿O
acaso el centenar de «géneros» sexuales cuyo listado crece sin cesar todos los meses?
Aun si se dijera que estas enseñanzas valen realmente la pena y resultan
significativas, habría que admitir que todas ellas dependen, de todas maneras,
de un conocimiento y una experiencia que no aparece de la nada en el
retoño-tirano. Toda la tecnología de la que hoy gozamos es el producto de una
serie de saberes acumulados que dependen de una transmisión encadenada en la
que los muertos continúan hablándonos. La civilización es un proceso
acumulativo, en la que los vivos estamos en permanente deuda con los muertos,
pero que hoy sufre el embate de la ideología adolescéntrica propia del
idiotismo, en la que se supone que todo de lo que actualmente gozamos surge de
la nada y, peor aún, que surge de niños que enseñan a los mayores cómo vivir.
Esta ideología adolescéntrica profundamente idiota encuentra su más clara
referencia en Greta Thunberg y su pose aleccionadora ante la que tantos
adultos-idiotas se postran. Sin los muertos no habría ni teléfono móvil, ni
computadora, ni cajeros automáticos ni los satélites que tanto encantan a Mead.
El conocimiento de los muertos tuvo que acumularse y transmitirse para hacer
efectivo todo esto y mucho más. Esto vale también para dominios inmateriales de
la vida. Desde el lenguaje que utilizamos hasta la forma de nuestro sistema
político, nada de eso está desconectado de una larga historia de acumulación
que incluye una larga lista de muertos. Hasta las ideologías más celebradas por
el idiotismo posmoderno dependen de generaciones que ya no están. Sin los
muertos no tendríamos siquiera la tan venerada ideología de género con la que
el retoño-tirano se siente en una situación de superioridad moral respecto de
los «viejos fundamentalistas del binarismo sexual». ¿Qué sería de las actuales
corrientes queer sin el camino abierto por Simone de Beauvoir? Sin los muertos,
a su vez, nuestros «posmarxistas» no tendrían suelo sobre el que teorizar. ¿Qué
sería de los actuales militantes del socialismo del siglo XXI sin Laclau y
Mouffe, y qué sería de estos últimos sin Marx? Sin los muertos, nuestros
«posmodernistas» tampoco tendrían nada que «deconstruir», nada sobre lo que
ironizar y nada que desacralizar. ¿Qué sería de nuestros progres deconstruidos
sin Foucault, y qué sería de Foucault sin el método genealógico de Nietzsche?
Agustín Laje
Generación idiota, página 161
«El Estado no es sino la paternidad coordinada de la
infancia», decía a fines del siglo XIX un importante ministro liberal
norteamericano.
Agustín Laje
Generación idiota, página 165
Los medios de masas tienen la capacidad de tematizar la
discusión: seleccionan los temas sobre los que la opinión pública ha de
expresarse. De esta manera, en tales medios no simplemente se juega el marco
interpretativo de un tema, sino el tema en sí mismo, en cuanto aparece o
desaparece de las pantallas, las páginas y los altavoces. McCombs y Shaw, los
descubridores de este efecto en un célebre estudio de 1972, dos décadas después
encontraron que lo que los medios transferían no era simplemente la prioridad
del tema, sino también sus rasgos, cualidades y atributos. O sea, su framing.
Agustín Laje
Generación idiota, página 181
Veinte años después de La sociedad del espectáculo, Guy
Debord revisitó el tema y no dejó de sorprenderse por el avance de la
alienación respecto de la realidad producida por los medios de comunicación. A
la conformación de una agenda y la manera de enmarcar sus temas, Debord añade
el poder del olvido: los medios inducen a olvidar. El ritmo de las agendas
mediáticas no soporta la prueba del tiempo. Toda información se vuelve obsoleta
demasiado rápido. También por esto, el presentismo marca el ritmo de la vida mediatizada.
Ya decía Hegel, en su tiempo, que el periódico matutino era la plegaria del
hombre moderno. ¿Cuánto más el espectáculo del multimedio? El problema de esa
plegaria es que cambia todos los días, a cada hora, a cada minuto, sin dejar
prácticamente rastros en la memoria.
Agustín Laje
Generación idiota, página 182
El actual hundimiento de las sociedades es, en gran medida,
efecto de la desaparición de la moral.
Agustín Laje
Generación idiota, página 203
Una educación radical no equivale a acumulación de datos. El
dato no mata al relato. Más bien, el dato es un soporte empírico del relato. La
educación técnica ha hecho creer a las personas que los debates se ganan a base
de estadísticas y números. Lo único que terminan entendiendo de un debate que
miran por YouTube es que uno brindó más datos que otro. Todo lo demás se les
escapa con facilidad. Lo que no pueden ver es que esos datos son simplemente un
soporte para el despliegue de algo mucho mayor, que es la idea apalancada por
el argumento. El dato no es un argumento. El argumento depende más de la
formación que de la información. La formación es el fruto del aprender a
pensar.
Agustín Laje
Generación idiota, página 224
El idiotismo se ha vuelto irresistible para muchos, y por
eso mismo esos muchos ya no pueden resistir. Ni siquiera son capaces de
avizorar por qué o contra qué deberían hacerlo. Las únicas batallas que libran
son las de los videojuegos.
Agustín Laje
Generación idiota, página 225
Del político se quiere todo menos política.
Agustín Laje
Generación idiota, página 250
Idiotismo político, idiotización política: este es el
oxímoron con el que hoy debemos lidiar, que despierta la más sana ira en
quienes advierten la fatal paradoja.
Agustín Laje
Generación idiota, página 254
Rebeldía contrasexual: devenir «cuerpo hablante», firmar
«contratos» con otros «cuerpos hablantes», embarcados en deshacer el orden
«heteronormado» que asignó funciones a las partes de sus cuerpos y que
estableció identidades sujetas a esas partes y sus funciones. Siguiendo a
Deleuze y Guattari, en todos estos esfuerzos se inmiscuye una obsesión política
por el ano: según aquellos, el ano fue «el primero de todos los órganos en ser
privatizado, colocado fuera del campo social». Según Preciado, y por esto
mismo, una recuperación del ano como locus de las transformaciones políticas
resultará crucial para la contrasexualidad. No se trata de una broma. Si esta
parte del cuerpo le resulta tan relevante, es porque «el trabajo del ano no
apunta a la reproducción ni se funda en el establecimiento de un nexo
romántico». La reproducción es el mandato heterosexual, y el nexo romántico es
su coartada. Además, resulta ser que el ano es «igualador» porque es
«compartido por todos», «no tiene género»; deshace el rostro porque en él y con
él no nos vemos; la «máquina anal» establece asimismo una «conexión no
jerárquica de los órganos»; más aún, «la redistribución pública del placer y la
colectivización del ano anuncia un “comunismo sexual” por venir». Así, la
rebelión contra la heteronormatividad instituida por el capitalismo pasa por la
recuperación (contra)sexual y política del ano: rebelión anal…
Todo esto puede resultar tan ridículo como desagradable,
pero es representativo de las formas de rebeldía política que en última
instancia tienen para ofrecer hoy las nuevas izquierdas y la basura woke.
Agustín Laje
Generación idiota, página 261
La rebeldía, que es una fuerza de negación potencialmente
política, puede volverse tremendamente idiota cuando sus negaciones resultan
funcionales para el mismo sistema que procuran negar. Así, el sistema se ríe
del rebelde-idiota. Los efectos no buscados de la rebeldía lo hacen a uno un
«idiota útil», trayendo a colación la inmejorable expresión que se le supo
adjudicar —erróneamente— a Lenin para referirse a los que trabajaban en favor
del comunismo sin advertirlo con claridad. ¿Contra qué se rebelan, en concreto,
los «cuerpos sin órganos», los «deconstruidos», los «desarticulados» y
«desestratificados», los woke que entran en guerra incluso contra su propio rostro,
contra sus propias familias, los que se esfuerzan tanto por deshacer el orden
del organismo, de los discursos y las subjetividades, que alegremente se
disponen incluso a meterse un dildo por el ano durante «siete minutos» para
después emitir «un grito estridente para simular un orgasmo violento» con el
que combatir al sistema? ¿Cuál es el objeto de esta rebeldía, sino la Nada?
¿Pero es acaso la Rebelión de la Nada una verdadera rebelión?
Agustín Laje
Generación idiota, página 264
Rebeldía idiota, esto es todo lo que puede ofrecer un
progresismo woke que encastra a la perfección con el narcisismo reinante, el
aburrimiento sistemático, el desarraigo generalizado, el resentimiento
desenfrenado, el vacío y el desierto más desesperante. Rebeldía idiota que
aprovechan, desde luego, los mercaderes de la identidad, listos para hacer de
las «contraidentidades» un fructífero negocio.
Agustín Laje
Generación idiota, página 264
Las izquierdas progresistas se han convertido en fuerzas
enteramente funcionales para el sistema establecido. Esta es la razón por la
que sus causas, sus discursos y sus demandas resultan siempre tan bien acogidas
por todos los centros del poder social, económico y político. En efecto, desde
los más grandes bancos hasta las universidades de mayor renombre; desde los
medios masivos de mayor trayectoria hasta las industrias culturales más
consagradas; desde los partidos políticos que van de la izquierda a la
centroderecha hasta las altas esferas de las organizaciones internacionales;
desde las ONG mejor financiadas por los «filántropos» de este mundo hasta las
más poderosas corporaciones de las big tech. Feministas, LGBT, drags, queer,
woke, indigenistas, multiculturalisms, traficantes de los derechos humanos (de
delincuentes, guerrilleros y terroristas), racialistas, antifa, veganos,
abortistas, veganos-abortistas… todos ellos causan la mayor de las simpatías en
las élites. Todos ellos son la mejor coartada de un sistema establecido que
supo vender a sus militantes favoritos como rebeldes. Idiotas útiles, todos
ellos favorecen la disolución acelerada de las identidades que luego se venden
y compran en el mercado; todos ellos favorecen la expansión sin cesar de la
mercantilización de una vida que ve derrumbarse cualquier inhibición moral,
tradicional o comunitaria; todos ellos incentivan los mecanismos de la obsolescencia
programada y del sistema-moda, con arreglo a los cuales se despliega la
sociedad de consumo, que también desea consumir idiotismo en forma de rebeldía;
todos ellos coadyuvan en la hegemonía de un hiperindividualismo en el que todos
nos volvemos empresarios de nosotros mismos en el nombre de la «liberación»;
todos sirven a la desintegración de los grupos fuertes, como las familias, las
iglesias, los pueblos y las naciones, allanando el camino para la expansión del
globalismo como nueva forma de gobernanza basada en la «diversidad» de mónadas
que lo único que pueden hacer es mirar su propio ombligo. Si algún contenido
tiene la palabra «neoliberalismo», sin duda involucra todo esto.
Agustín Laje
Generación idiota, página 266
Lo que nos vendieron como rebeldía, en realidad era sistema
establecido. La verdadera rebeldía no funciona como «llave maestra»; al
contrario, supone una cerrazón inmediata. Ocurre que el sistema establecido
funciona mejor con identidades fluidas, flotantes, miniaturizadas. Este
servicio lo proveen, mejor que nadie, la Nueva Izquierda y el progresismo. Sus
rebeldías no pasan del twerking, los dildos, las pasarelas de moda, las
banderas multicolor, el asesinato de sus propios hijos en gestación y las
series woke de Netflix. Rebeldía cool: todas sus contestaciones se dirigen a
instituciones que ya no detentan realmente el poder: el cristianismo, por
empezar. Las élites nunca están en su mira. No son rebeldes, son bullies. El
poder los usa para desviar la atención: «la Iglesia», «la conquista», «la
heteronormatividad», «el patriarcado», «el hombre blanco». Así, puede acabar
resultando que la encarnación de «el poder» sea un simple obrero hispano que
cree en Dios, es padre de familia y va al templo los domingos. Nunca fue tan
fácil ser rebelde. Golpear en la cara a un cristiano que solo pondrá la otra
mejilla. Quemar una iglesia mientras la policía recibe la orden de dejarla
arder. Arrasar con edificios públicos, comercios privados y casas de vecinos un
8M sin que nadie sea detenido. Reírse de los creyentes: «medievales»,
«fundamentalistas», «místicos». Pero eso no se aplica al islam. Tampoco a los
pueblos indígenas: ¡vamos, compre y exhiba su wiphala! Mostrar en redes
sociales que uno se ha pintado los vellos de las axilas de algún color
llamativo para desterrar «estereotipos». Publicar en redes sociales productos
íntimos femeninos manchados. Demandar «justicia menstrual». Llevar Drag Queens
a un colegio. Decorar las aulas con banderas LGBT. Hormonizar a niños. Usar en
ellos bloqueadores hormonales cuyos destinatarios solían ser los violadores.
Mandar al quirófano a púberes. Extirpar sus pechos, destrozar sus genitales.
Aprender con Sex Education. Estudiar con Preciado. Fingir que uno lee a Preciado,
a Deleuze, a Foucault. «No perder el tiempo leyendo» (Malena Pichot dixit).
Dejar de comer carne en favor de los animales. Al mismo tiempo, sin embargo,
defender el aborto (aborto hasta el final, hasta el último segundo). Romper las
ventanas de algún restaurante que sirva carne. Usar el pañuelo verde proaborto.
Ser como Greta. Recibir el aplauso de Naciones Unidas. Recibir los millones de
Soros. Recibir millones de Ford y más millones de Rockefeller. Viajar en el
barco del príncipe de Mónaco rumbo a la Cumbre de Acción Climática en Nueva
York. No viajar en avión: eso contamina. Gritarle en la cara «racista» a
alguien que lleva una insignia que dice «All Lives Matter». Escupirle en la
cara; golpearle la cara. Usar distintivos de antifa. Cubrirse la cara con
pasamontañas (nadie arrestará a nadie, pero las selfis se ven cool). Cancelar
eventos universitarios, destrozar el campus. Lograr la censura de un libro, dos
libros, cien libros, mientras se alzan los estandartes de la «diversidad» y la
«inclusión». Incendiar esos libros en la Feria del Libro de Guadalajara.
Golpear con dildos a los espectadores de una conferencia «homofóbica».
Destrozar una Biblia mientras se alecciona sobre la necesidad de combatir los
«discursos de odio». Simular un aborto disfrazada de María («arte de protesta»,
lo llamarán los medios hegemónicos al día siguiente). Acusar de «negacionistas»
a quienes no desean vacunarse en fases experimentales. Defender seguidamente el
«derecho a decidir sobre el propio cuerpo» (aborto: solo de eso se trata).
Hacerse «pansexual», como Miley y Demi, como Ke$ha y Sia. Ser varón, pero usar
vestidos, como Bad Bunny y Harry Styles. Concurrir a reuniones de «varones
antipatriarcales». Volverse «aliade» (¿servirá para reducir la miseria
sexual?). Tomar cursos para «deconstruir la masculinidad», asistir a marchas
#NiUnaMenos, pero terminar violando en manada a una adolescente, como los
monstruos de Palermo. Hablar «lenguaje inclusivo». BDSM en el «mes del
orgullo». Sexo en las calles en el «mes del orgullo». Comprar en Gucci y Prada
en el «mes del orgullo»; «deconstruirse» con Calvin Klein. Cuantos más niños en
el «desfile del orgullo», tanto mejor. Posporno, pornoterrorismo, «terror
anal». Meterse en el ano la bandera chilena. Destruir algunos monumentos que
nadie defenderá. Quitarle la cabeza a Churchill, arrojar a Colón al río,
pintarrajear héroes de la patria. Ya no hay patria. Todo lo que hay es Yo y mis
deseos. Burlarse del himno, cambiar la letra del himno, entonar el himno
feminista. El Estado es un «macho violador». Pedirle cuotas y cupos a ese mismo
Estado. Aguantar la respiración todo lo que uno pueda para conmemorar a Floyd.
Gritarle «asesino» a cualquier policía que se cruce en tu camino. Arrodillarse
en el campo deportivo. Acusar de «racista» a quien no se arrodille. Acusar de
«patriarcal» a mi padre. Mi madre carece de «sororidad». Mi familia es
vomitiva; es arborescente y no rizomática. Deleuze me lo enseñó. Hollywood me
lo enseñó. Todo lo que hay es Yo y mis deseos. Nada de Yo: no quiero significaciones,
no quiero subjetivaciones. ¿Qué novedad tendrá para ofrecerme hoy el shopping
identitario?
Agustín Laje
Generación idiota, página 268
En el bosque, el emboscado rechaza las figuras del desierto
y de la nave, aunque no huye de ellas. El emboscado está en «la viña y la
nave», pues si estuviera solo en la viña ya no estaría presentándole combate a
nada, lo suyo habría sido más bien una renuncia. Así, la emboscadura es
cualquier cosa menos una aspiración a las comodidades, a las neutralidades y
las indiferencias. El bosque no es advertido como un escondite, sino como un
plano de resistencia. La resistencia no se plantea a su vez como lucha
interior, como «autotransformación», sino como lucha cultural y política. El
emboscado de Jünger es ilustrado como un defensor de la libertad, la propiedad,
la familia y la patria. El destierro, la marginación e incluso la muerte son
consecuencias que el emboscado sabe factibles. Pero nada de esto le importa
realmente, porque prefiere cualquier cosa antes que la servidumbre. «La
resistencia del emboscado es absoluta; el emboscado desconoce el neutralismo».
El emboscado es un rebelde que resiste. Está en desventaja, tanto numérica como
económica y tecnológica. La mayoría de sus conciudadanos son realmente
indiferentes, pero esa indiferencia se troca en apoyo al más fuerte cuando este
sabe hacer uso de incentivos negativos y positivos. El indiferente es un lacayo
del sistema. La otra cara de la indiferencia es la sumisión. También la pereza
y la cobardía guardan una relación causal con la indiferencia. Pero el rebelde
de Jünger supera los miedos, la sumisión, la pereza, el nihilismo, y se lanza a
resistir poderes muy superiores a los suyos. No teme; y cuando teme, no se
paraliza. Si se mueve con inteligencia y determinación, la victoria puede al
final ser suya.
Agustín Laje
Generación idiota, página 268
El ethos rebelde de la Nueva Derecha, tomando al emboscado
como modelo, debe descansar en la virtud de la valentía. Nada de victimismo;
ese es el vicio que caracteriza a la rebeldía-idiota del progresismo. Que el
análisis de las relaciones de fuerzas, de las inconmensurables magnitudes de
poder que enfrentamos, de nuestros pesares y reveses, sirva no para derramar
lágrimas, sino para endurecer el coraje. Desde luego que hay que denunciar las
censuras, las persecuciones, los ataques; todo ello sucede con la bendición de
los poderes establecidos, y hay que decirlo. Pero que nuestras denuncias
funcionen como combustible del coraje, que sirvan para acelerarlo.
Agustín Laje
Generación idiota, página 278
La rebeldía de la Nueva Derecha y su modelo del emboscado
constituyen un antiidiotismo. Hay en ella una salida al desierto del sentido
que avanza, a las identidades sin suelo que se evaporan en el aire sin cesar
(con el consiguiente aumento de rentabilidad del shopping identitario), a las
coacciones del sistema-moda y a los cantos de sirena de la farándula, al
embrutecimiento de los colegios y el adoctrinamiento de las universidades, al
framing de los medios y a la espiral del silencio de las opiniones públicas
manufacturadas que demandan nuestra autocensura, a la descomposición de nuestras
familias y a la reducción de nosotros mismos a adolescentes idiotizados que
claman por las caricias del Estado niñera. Las nuevas generaciones dispuestas a
deshacerse de todas las miserias de la generación idiota tienen en la Nueva
Derecha un proyecto en curso que demanda más que nunca el concurso de una nueva
juventud. Los tiempos que vienen no serán nada fáciles: nuestros adversarios
tienen de su lado el financiamiento, las comunicaciones, las corporaciones, las
universidades, las industrias culturales, los gobiernos, las organizaciones
internacionales. Pero, aun así, temen nuestro coraje; temen un despertar masivo
del coraje que se vehiculice en la forma de la rebeldía política.
Agustín Laje
Generación idiota, página 281
Emboscados libertarios, emboscados conservadores, emboscados
reaccionarios, emboscados patriotas, emboscados tradicionalistas: que el bosque
los encuentre unidos, aun en sus diferencias. Pero que esa unidad no sea una
mera suma, sino una multiplicación: que el bosque se convierta en el locus de
una operación hegemónica en la que las identidades particulares queden anudadas
en una identidad política de mayor calibre. Que la rebeldía política alimente
esa praxis, que no se doblegue ni retroceda. Frente al cuerpo sin órganos del
progresismo, la emboscadura. Frente a la «deconstrucción», el sentido. Frente
al rizoma, el enraizamiento. Frente a la borradura, la consideración del
origen. Frente al victimismo, el coraje de quien resiste de verdad. Frente al
globalismo, la Patria. Frente al desprecio por lo recibido, la imbricación
intergeneracional. Frente a la licuefacción de los lazos sociales, la familia,
las iglesias, los cuerpos intermedios. Frente a la fragmentación desquiciada de
las identidades, los relatos sólidos. Frente al «ciudadano del mundo», el
pueblo. Frente al odio contra el pasado, el cariño del recuerdo. Frente a la
liberación, la libertad. Frente a la generación idiota, la Política y el
Coraje.
Agustín Laje
Generación idiota, página 282
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