Jorge Fernández Díaz

"Se está formando un enorme charco de sangre en el piso, no puede haber más silencio. El moreno prende un cigarrillo y le hace un gesto a su vasallo. El viejo, a regañadientes, retira la hoja. Se me ordena entonces, sin palabras, ponerme de pie. Lo hago lentamente, esperando el fusilamiento, pero nadie mueve ni un meñique. El amo parece reflexionar en medio del humo denso. «Ancora non so cosa fare con te», repite como para sí mismo, aunque inesperadamente me señala la salida con un pulgar. Miro el hueco oscuro por el que llegué como una rata mira la ratonera, y enseguida barro con los ojos las posiciones del monarca y sus asesinos. ¿Ley de fuga? No es posible evaluar a qué juegan, así que hago lo que me pide el cuerpo. Corro hasta la abertura en la piedra y sigo escapando por esos túneles angostos y sofocantes literalmente como un ciego, sin linterna ni vela y sin luces de referencia. Escucho en la distancia alaridos y disparos, como apaches chiricahuas en plena cacería. Y me precipito por pasajes y galerías, atravieso salas de roca pura que ni siquiera reconozco y trato de orientarme en esa ciudad soterrada. Me caigo y me levanto, y me raspo los brazos tratando de salir del laberinto. Y me escondo en un recodo a recuperar el aire y a aguzar el oído. Continúan las voces y las detonaciones, pero parecen lejanas, como si mis verdugos hubieran tomado otra dirección. Tal vez porque ellos sí recuerdan el camino, y porque todo lo que estoy haciendo es marchar en redondo como un imbécil o adentrarme todavía más en el fondo del pozo. Camino sin tiempo en la oscuridad, a veces a tientas, y me sorprendo al encontrarme con la cueva de las bombas colgantes. Reviso la geografía para no equivocarme, oyendo fuerte la metralla, incluso el eco de balas que silban, y me lanzo como una flecha, seguro de no estar tan errado. Ahí nomás aparece la última caverna de luz mortecina y la trabajosa escalera de ciento veinte pasos. Los gritos de los jóvenes me sacuden: ahora parecen provenir de no más de sesenta metros. Subo los escalones de tres en tres, resbalando y enloquecido por alcanzar la superficie. El napolitano no regresó a su puesto y las rejas permanecen abiertas. Percibo que los chiricahuas de Scampia galopan peldaños arriba, a pura carcajada. Salgo a la calle como un demente y vuelo seis cuadras a velocidad olímpica. Doblo y vuelvo a doblar, y al fin siento que ya nadie me persigue. Es entonces cuando noto por primera vez que todo Nápoles está en la calle, y que turistas y vecinos del barrio Español me contemplan con sorpresa y con sorna. Estoy completamente desnudo en el centro de una ciudad enemiga. Soy un gran espectáculo, siento una gran vergüenza."

Jorge Fernández Díaz (escritor)
La Herida













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