EL MISTERIO DE LOS TEMPERAMENTOS
"Cuando se trata de dominar la vida,
tenemos que poner un oído atento a sus misterios, que se encuentran detrás del
mundo sensible"
Una idea, muy difundida
y justificada en todos los campos de la vida espiritual humana, es la que ve al
hombre como el enigma máximo de la vida física. Y podemos decir que una gran
parte de nuestra actividad científica está dedicada a resolver este enigma del
hombre y a conocer mejor en qué consiste la ciencia de la naturaleza humana.
La ciencia natural y la
ciencia espiritual procuran resolver, desde diferentes enfoques, el gran enigma
encerrado en la palabra hombre. En principio, todas las investigaciones serias
de las ciencias naturales quieren lograr su objetivo reuniendo todos los
procesos naturales, para comprender las leyes físicas. La ciencia espiritual,
en cambio, busca las fuentes de la existencia para comprender y resolver el
enigma de la entidad humana y su designio. Si bien es exacto que en
general el enigma máximo del hombre es el hombre mismo, se puede decir también
que, frente a la vida, este pensamiento se puede profundizar, ya que además
sentimos que cada persona que encontramos presenta para nosotros y para sí
mismo un enigma debido a su naturaleza y entidad particular. Hablando del
enigma del hombre, se suele pensar en él en forma general y no como ser
individual. Y en verdad si queremos conocerlo según su ser y naturaleza, se nos
presentarán muchos trabajos de investigación. Pero hoy no nos ocuparemos de los
enigmas generales de la existencia, sino del enigma, no menos importante para
la vida, que nos presenta cada hombre que encontramos; pues ¡cuán infinitamente
distintos son los hombres en lo más profundo, en lo más íntimo de sus almas!
Cuando miramos la vida
humana, debemos poner atención especial en el enigma individual de cada hombre,
puesto que toda la vida social, nuestro comportamiento de hombre a hombre,
dependerá de cómo nos relacionamos con el enigma particular que es el hombre.
Esto no se soluciona racionalmente, sino más bien con los sentimientos que
experimentamos frente a las personas que nos rodean. ¡Cuán difícil es entender
los distintos aspectos que nos ofrece la naturaleza de cada ser humano y cuánto
depende en la vida de la clara comprensión de las personas con las que entramos
en contacto! Sólo poco a poco nos podemos acercar a la solución de los enigmas
humanos totalmente individuales que presente cada persona por sí misma, porque
hay un gran espacio entre lo que conocemos como naturaleza general humana, y lo
que vive en cada uno individualmente.
La ciencia espiritual,
o, como se acostumbra a decir ahora, la Antroposofía, tendrá una finalidad
especial respecto a este enigma. No sólo debe informarnos sobre lo que es el
hombre en general, sino que a su vez deberá ser un conocimiento que se
introducirá en nuestra inmediata vida cotidiana, en todas nuestras sensaciones
y sentimientos. Cómo estos tienen su más bella expresión en el comportamiento
con nuestros semejantes, el fruto de la ciencia espiritual del conocimiento
científico espiritual, se mostrará también de la manera más bella en la forma
en que, gracias a este conocimiento, podamos percibir a nuestros semejantes.
Cuando encontremos a
alguien, siempre debemos tener en cuenta que, en el sentido de la ciencia
espiritual o Antroposofía, lo que percibimos del hombre por su aspecto exterior
sólo es una parte, un miembro de la entidad humana. Una observación
superficial, material del hombre, nos lleva a creer que la percepción externa y
la razón, unida con esa observación superficial nos pueden instruir sobre el
hombre cabal. La ciencia espiritual nos muestra en cambio que la entidad humana
es algo muy complicado, pero si tratamos de entender esta naturaleza humana tan
compleja, podremos llegar a ver al hombre individual bajo su verdadera luz. La
ciencia espiritual ha de enseñarnos el núcleo íntimo del hombre del cual
lo que ven nuestros ojos y tocan nuestras manos es sólo la expresión
externa, la envoltura externa, y cabe esperar que también comprenderemos la
parte externa, si nos podemos acercar al ser espiritual interior.
Veremos entonces que en
el gran espacio que media entre lo que se llama naturaleza humana en general y
lo que percibimos en cada persona particular, existe algo que es igual para
grupos humanos enteros. A esta igualdad pertenecen las cualidades de la entidad
humana que formarán el tema de nuestro estudio y que suelen llamarse
temperamentos del hombre.
Basta decir
temperamento, para ver que existen tantos enigmas como hombres. Dentro de los
tipos básicos, de los matices específicos, existe tal variedad y tal diferencia
de individuo a individuo, que bien podemos decir que, en ese peculiar temple
básico de la entidad humana llamada temperamento, se expresa el verdadero
enigma de la existencia. Y allí donde los enigmas intervienen en la praxis
inmediata de la vida, juega un papel, el matiz básico de la naturaleza humana.
Al acercársenos una persona sentimos también que se acerca a nosotros algo de
ese temple básico. Debido a ello cabe esperar que la ciencia espiritual nos
pueda facilitar información sobre la esencia de los temperamentos, pues aunque
debamos admitir que ellos surgen del interior humano, se expresan en todo lo
que aparece exteriormente en el hombre. Sin embargo, el enigma humano no se
revela por la observación exterior de la naturaleza. Sólo la ciencia espiritual
puede proyectar luz sobre aquel colorido particular de la naturaleza humana.
Si bien es cierto que
cada persona despliega su propio temperamento, podemos distinguir, no obstante,
determinados grupos de ellos. Hablamos esencialmente de cuatro temperamentos
humanos: el sanguíneo, el colérico, el flemático y el melancólico. Dividiremos
los seres humanos según estos cuatro grupos, aunque con ello no se acierte a
definir exactamente en el caso particular del ser individual del hombre. Los
temperamentos se mezclan de maneras muy variadas en cada ser humano, pero
podemos observar que uno predomina siempre, lo que justifica la división en
cuatro grupos.
Por un lado el
temperamento humano es muy individual, y distingue a un hombre del otro,
mientras que por el otro une a los hombres en grupos. Esto nos indica que el
temperamento debe de ser algo relacionado con el núcleo más íntimo del ser
humano, y al mismo tiempo con la naturaleza humana en general; de manera que el
temperamento nos ofrece dos aspectos. Si queremos descifrar el misterio tenemos
que preguntarnos en primer lugar: ¿Cómo es que el temperamento habla de la
naturaleza humana en general? Y en segundo lugar preguntaremos: ¿Cómo se
refiere el núcleo íntimo del ser humano, a su verdadero ser interior? Si
hacemos estas preguntas parece evidente que la ciencia espiritual está llamada
a responder, ya que debe conducirnos al núcleo íntimo del ser humano. Tal como
se nos presenta el hombre en la tierra pertenece al género humano en
general, pero por otro lado es un ser individual.
En el sentido de la
ciencia espiritual, el hombre está dentro de dos corrientes de la vida, que se
unen cuando él entra en la existencia terrenal. Y con esto ya nos hallamos en
medio de la observación científica espiritual de la naturaleza humana. Esto nos
enseña que algo en el hombre lo coloca en una línea hereditaria. Es una de las
corrientes que nos conducen desde el ser particular hacia los padres, abuelos,
es decir, hacia todos sus antepasados.
El hombre tiene
características heredadas del padre, madre, abuelos, bisabuelos, etc. Las
cuales se transmiten a sus herederos. Lo que fluye así desde sus antepasados
hacia él como ser individual se designa en la vida, y en la ciencia como
cualidades y rasgos característicos heredados. De esta manera, el hombre entra
en lo que se puede llamar la línea hereditaria, y sabemos que guarda hasta en
el núcleo más íntimo de su ser cualidades que se derivan de la herencia.
Podemos comprender mucho acerca del hombre si conocemos sus antepasados. Cuán
ciertas son las palabras de Goethe, ese profundo conocedor del alma, con
referencia a sí mismo.
Del padre tengo la figura, la conducta
seria de la vida; de mi madre, alegría, el placer de la fantasía.
Vemos que ese gran
experto en el tema humano habla también de las peculiaridades morales cuando
quiere caracterizar las cualidades heredadas. Todo lo que proviene de los
antepasados y llega a sus descendientes nos explica en cierto modo el ser
individual del hombre, pero efectivamente, sólo en cierto modo, Io
heredado de sus padres nos ofrece sólo una faz de la entidad humana.
La concepción
materialista quiere encontrar lo posible y lo imposible del hombre en la línea
de la herencia, incluso la entidad espiritual humana, y no se cansa
de explicar que incluso las cualidades geniales son comprensibles si
encontramos señales y rastros de aquellas cualidades en uno de sus antepasados.
Basta sumar lo esparcido en los antepasados y tendremos la personalidad humana.
Quien penetre de modo
más profundo en la naturaleza humana, descubrirá que, además de las
particularidades heredadas, hay algo en cada persona que nos obliga a admitir:
esto es estrictamente personal. Ningún análisis, por más severo que sea,
descubrirá algo análogo en un antepasado. Es aquí donde entra la ciencia
espiritual y nos dice lo que puede decir. Hoy daremos sólo un bosquejo de
lo que se trata en esta cuestión, apenas un esbozo de los estudios de la
ciencia espiritual.
La ciencia espiritual
nos dice: Es cierto que el hombre se halla en la corriente que llamamos
hereditaria, la corriente de las características heredadas. Pero en
el hombre a todo ello se añade algo distinto que es el núcleo espiritual
íntimo del ser humano. Con esta espiritualidad íntima que el hombre trae del
mundo espiritual se une lo que los padres y antepasados le pueden dar. Con lo
que fluye en la corriente generacional se une algo que no proviene de los
padres, ni de los antepasados, algo que procede de otras regiones y que pasa de
existencia en existencia. Pero si observamos el desarrollo de una persona desde
la infancia, vemos que del núcleo de su naturaleza se desarrolla algo que es
fruto de vidas anteriores y que no puede haber heredado de ningún modo de sus
antepasados.
Aquello que percibimos
en el hombre cuando penetramos en la profundidad de su alma, sólo podemos
explicarlo conociendo una gran y abarcante ley, que no es sino la consecuencia
de muchas otras leyes naturales. Esta es la ley de las vidas repetidas
terrestres y, a su vez, el caso específico de una ley universal general.
Observemos el mineral
sin vida, por ejemplo un cristal de roca tiene una forma regular, si se
destruye, no deja nada de su forma que pueda pasar a otros cristales de roca.
El cristal nuevo no recibe nada de su forma de la anterior forma del cristal.
Cuando ascendemos del mundo mineral al vegetal, vemos claramente que una planta
no se origina por la misma ley que el cristal. La forma se mantiene y
trasciende la nueva especie. Si ascendemos luego al mundo animal, vemos una
evolución similar.
El siglo XIX hizo el
hallazgo máximo de su época al descubrir esa evolución. Vemos que no sólo se
engendra una forma de la otra, sino que también cada animal repite en el
vientre de la madre las formas previas, las etapas anteriores de la evolución
de sus antepasados. En los animales hay un progreso de la especie, en el hombre
no sólo hay un progreso de la especie, o sea una evolución del género, sino una
evolución de la individualidad. Lo que el hombre adquiere en el curso de la
vida por la educación y la experiencia, no se pierde, como se pierde la cadena
de los antecesores en el reino animal.
Vendrá un tiempo en que
el núcleo esencial del hombre se reconocerá como proveniente de una existencia
anterior. Se reconocerá que el ser humano es el fruto de una existencia
precedente. Esta ley correrá una extraña suerte en el mundo. Le pasará lo mismo
que a otra ley. Las resistencias que tendrá que experimentar serán vencidas
como lo fueron las ideas de los científicos de los siglos pasados, quienes
pensaban que un ser viviente podía proceder de otro sin vida. Entre
científicos y legos hasta el siglo XVII inclusive, no existía duda alguna de
que, de cosas comunes sin vida, se pudiesen engendrar animales primitivos, sí,
hasta lombrices y peces podían generarse en el barro de los ríos.
El primero que sostuvo
con toda energía que un ser viviente sólo nace de otro ser viviente, fue el
Investigador italiano Francesco Redi (1627-1697). Demostró que sólo de la
vida surge la vida. Esta ley será el precedente de la que afirma que lo
anímico espiritual proviene únicamente de lo anímico espiritual. Redi fue muy
atacado por su doctrina y apenas pudo eludir el destino de Giordano Bruno
(1548-1600). Hoy ya no está de moda la hoguera; pero el que proclama la verdad
de que, por ejemplo, lo anímico espiritual sólo se desarrolla a partir de lo
anímico espiritual no será quemado vivo, pero sí tomado por loco en los
círculos de la ciencia materialista. No obstante llegará el tiempo en que se pensará
que es absurdo creer que el hombre vive una sola vez, y que no exista algo
permanente que se une a las características heredadas.
La ciencia espiritual
nos enseña que nuestra naturaleza propia confluye con lo que nos da la línea
hereditaria. Esta es la otra corriente en que se halla colocado el hombre, y de
la cual la ciencia contemporánea no quiere saber nada. La ciencia espiritual
nos lleva a la gran verdad de la reencarnación y la ley del karma. Nos muestra
que hemos de observar el núcleo íntimo del ser humano como aquello que
desciende del mundo espiritual y se une con algo que le da la línea de la
herencia, con lo que le pueden dar padre y madre. Nos dice que lo proveniente
de la herencia envuelve al núcleo del ser humano como con capas externas. La
constitución física, la forma y las cualidades del hombre que pertenecen al
mundo externo, hemos de buscarla en los padres y antepasados, pero para
entender su ser íntimo tenemos que retroceder hacia algo bien diferente, hacia
una vida anterior.
Muy, muy atrás quizás,
tenemos que buscar el núcleo espiritual del hombre que estuvo aquí milenios
atrás y que a través de milenios volvió siempre de nuevo a la existencia,
volvió a vivir cada vez una nueva vida y que ahora, en la existencia actual, se
ha unido de nuevo con lo que los padres le puedan dar. De manera que todos los
hombres han vivido ya muchas vidas cuando entran en la vida física, y esto no
tiene nada que ver con la línea hereditaria. Tendríamos que retroceder muchos
siglos para enterarnos de sus vidas anteriores y para saber cuándo pasaron el
umbral de la muerte. Una vez pasado el umbral de la muerte, el hombre vive, en
otras formas de existencia, en el mundo espiritual.
Luego, cuando llega la
hora de vivir una nueva vida en el mundo físico, busca a sus padres. Tenemos
que volver al espíritu del hombre y a sus encarnaciones anteriores si queremos
explicar su parte anímico-espiritual. Tenemos que retroceder hacia sus
encarnaciones pasadas, y a lo que alcanzó para sí en ellas. Lo que trajo de
allí, y cómo ha vivido en aquel entonces, son las causas de cuanto el hombre
posee hoy como talentos, disposiciones y facultades para esto o aquello. Cada
ser humano trae determinadas cualidades intrínsecas de su vida anterior. Hasta
cierto límite, trae a la vida determinadas cualidades, ciertos designios. La
forma en que se realizó un hecho suscita un efecto reactivo, y se siente
rodeado de nueva vida. De encarnaciones anteriores trae el núcleo de su ser, y
lo envuelve con lo que le da la herencia.
Tenemos que decir, sin
embargo, que el mundo materialista actual no se siente inclinado a reconocer
ese núcleo íntimo del ser humano y la idea de la reencarnación es pura fantasía
para él. Se la considera poco lógica, y el pensador materialista siempre
argumentará que lo que existe en el hombre proviene de la herencia. Con
observar a los antepasados encontraríamos según ellos, este o aquel rasgo, esta
o aquella propiedad particular, todo se explicaría conociendo a los
antepasados. La ciencia espiritual no ignora el hecho, por ejemplo, el talento
hereditario en una familia de músicos apoyaría la doctrina de la herencia. Se
dice, con referencia a esta ley, que el genio se encuentra sólo
excepcionalmente al principio de una generación, sino, que más bien, aparece al
final de la línea hereditaria. Esta sería la prueba de que la genialidad se
hereda. El razonamiento es el siguiente: alguien tiene una cualidad
determinada, es un genio. Luego se estudian sus facultades particulares y se
buscan en sus antepasados. En uno de ellos se encuentran vestigios de una
cualidad, en otro, señales de otra, por fin se explica cómo todas estas
facultades confluyen finalmente en el genio. De ahí se deduce que la genialidad
se hereda. ¿Qué demuestra que encontremos los talentos de un genio en un antepasado?
Pues, tan sólo que el núcleo esencial del hombre puede explayarse de acuerdo
con las propiedades de sus instrumentos corporales. Esto no demuestra en este
caso más que: el hecho de que si una persona se cae al agua sale mojada. No es
más cuerdo atribuir importancia especial al hecho de que caer al agua sea salir
mojado. Se entiende de por sí, que el ser tome parte del elemento en el que se
halla colocado. Que los elementos que fluyen a través de la línea generacional
y que le son transmitidos por último a través del padre y la madre al ser
particular que desciende del mundo espiritual, lleve en si mismo las cualidades
de los antepasados, parece algo bastante comprensible. El hombre se viste con
las envolturas que le dan sus antepasados. Lo aducido como prueba serviría más
bien para probar lo contrario, pues si la genialidad se heredara, el genio
debería situarse al principio de la generación y no al final de la cadena
hereditaria. Si pudiera ser demostrado que el genio produce hijos y nietos que
heredaron sus dotes geniales, tendríamos la prueba de que la genialidad se
hereda. Pero precisamente no es este el caso. La lógica que quiere deducir
las cualidades espirituales de la línea ancestral, no llega lejos. Tenemos que
inferir las cualidades espirituales de cuanto el hombre trae de encarnaciones
anteriores.
Si dirigimos la atención
a la corriente que va por la línea directa hereditaria, vemos que el hombre es
acogido en una corriente de la existencia que le confiere ciertas cualidades:
lo contemplamos ante nosotros con cualidades que le confiere la familia, el
pueblo y la raza. Los distintos hijos de un matrimonio tienen todas esas
propiedades. Pensando en el verdadero ser de un hombre, tenemos que decir que
el núcleo anímico espiritual del mismo nace en un pueblo, con una raza y
en una familia; que se reviste de cuánto le dan los antepasados, pero que a su
vez trae sus cualidades puramente individuales. Cabe preguntar ¿cómo se
establece una armonía entre el núcleo del ser humano que, quizá siglos atrás
adquirió una u otra cualidad, y que ahora debe envolverse en una capa externa
que muestra las cualidades de la familia, pueblo, raza, etc.? Lo que trae
consigo el ser íntimo del hombre ¿no es algo evidentemente individual?, ¿no lo
contradice lo heredado? Ahí surge el gran interrogante: lo que proviene de
mundos tan diferentes y tiene que buscarse padre y madre, ¿cómo puede unirse
con lo físico-corpóreo, cómo puede revestirse con las características
corporales a través de las cuales el hombre pertenece a la línea hereditaria?
Observamos en el hombre
que se presenta ante nosotros en el mundo, la confluencia de las dos corrientes
mencionadas, por un lado la que viene de su familia, y por el otro la que ha
desarrollado desde su más íntimo ser: sus disposiciones, sus propiedades, sus
facultades interiores y su destino en el mundo exterior. Entre ambas debe
conseguirse un equilibrio. Estas dos corrientes confluyen y todos los hombres
se componen de ellas; de manera que el hombre debe adaptarse a la corriente surgida
de su ser interior, como también a la que viene por la línea hereditaria. Vemos
que la fisonomía muestra en alto grado los rasgos de los antepasados, casi
podríamos constituir al hombre de los componentes de aquéllos. Por lo pronto,
el núcleo del ser humano no tiene nada que ver con lo que recibe de la
herencia. Debe amoldarse solamente a lo que es más apropiado para él. De ahí
podemos comprender que debe existir un eslabón que vincule un ser que quizás ha
vivido muchos siglos en un mundo plenamente diferente, cuyo núcleo debe tener
una analogía con el mundo inferior, que debe haber un lazo, un algo intermedio,
un eslabón entre el real hombre individual y el mundo común donde encuentra su
familia, pueblo y raza. Entre ambas, entre lo que traemos de nuestras vidas
anteriores y lo que nos imponen la familia, el pueblo y
la raza, hay un medio de intercesión, un medio que tiene las cualidades comunes
y que es, al mismo tiempo, capaz de ser individualizado. Este medio que se
interpone entre la línea hereditaria y lo que representa nuestra individualidad
se expresa en la palabra temperamento. En lo que se nos aparece del ser humano
como el temperamento tenemos algo en cierta forma como una fisonomía de su más
íntima individualidad. Así comprendemos cómo las cualidades del temperamento de
una persona matizan las características heredadas en la cadena de las
generaciones, tal temperamento está en el medio de lo que
traemos individualmente y lo que proviene de la línea hereditaria. Ahí
donde ambas corrientes se unen, se tiñen la una a la otra recíprocamente. De la
misma manera corno el azul y el amarillo se hallan reunidos en el verde,
así se combinan las dos corrientes en el hombre, y producen el temperamento. El
eslabón que media, por un lado, entre todas las cualidades interiores que
el hombre trae de sus encarnaciones anteriores y por el otro con la línea
hereditaria, se conoce como temperamento. Este se interpone entre las
cualidades heredadas y lo que el hombre ha adquirido en el núcleo íntimo de su
ser. Es como si al descender, el núcleo individual se hubiese envuelto con un
matiz espiritual de cuanto lo espera abajo, en la vida terrenal. En la medida
en que el núcleo del ser humano pueda adaptarse a esa envoltura coloreada, se
tiñe del color que trae el mismo, y del que le brinda la herencia. De aquí
irradian lo anímico y las características naturales heredadas. Entre los dos
está el temperamento, es decir, entre lo que une al hombre con la línea
ancestral y lo que trae de sus encarnaciones anteriores. El temperamento
equilibra lo eterno con lo perecedero.
El equilibrio se
establece según se relacionen entre sí los distintos miembros de la naturaleza
humana. Para entender bien lo que ocurre aquí, tendremos que mirar esa
naturaleza humana desde el punto de vista de la ciencia espiritual. Sólo ella
nos puede dilucidar el enigma de los temperamentos humanos.
Conocemos el hombre, tal
como lo encontramos en la vida, integrado por las dos corrientes, como una
entidad formada por cuatro partes constitutivas, a las que solemos llamar los
cuatro miembros humanos. Podemos decir entonces que el ser completo del hombre
consiste en: cuerpo físico, cuerpo etéreo o de las fuerzas formativas, cuerpo
astral y yo.
Lo que los sentidos
físicos perciben en el hombre y lo único que el pensamiento materialista
reconoce, es un solo miembro de la entidad humana, es decir: el cuerpo físico
que el hombre tiene en común con el reino mineral. Las leyes que el hombre
tiene en común con la naturaleza física de su entorno, la suma de las leyes
físicas y químicas, todo esto forma, para la ciencia espiritual, el cuerpo
físico.
Nosotros reconocemos
además del cuerpo físico los miembros superiores de la naturaleza humana, que
son tan reales y esenciales como aquél. El primer miembro suprasensible que es
incorporado y permanece unido toda la vida con el cuerpo físico es el cuerpo
etéreo. Sólo en la muerte se separan los dos cuerpos. El cuerpo etéreo o de las
fuerzas formativas. (también podríamos llamarlo cuerpo del sistema glandular)
no es visible para nuestros ojos físicos, como no son visibles los colores para
el ciego. Sin embargo existe, y existe para lo que Goethe llama el ojo del
espíritu, de un modo más real todavía que el cuerpo físico, ya que es el
formador y constructor del cuerpo físico. Este cuerpo etéreo lucha durante todo
el tiempo entre el nacimiento y la muerte contra el decaimiento del cuerpo
físico. Cualquier producto mineral, un cristal por ejemplo, está constituido
de forma que se mantiene permanentemente por sí mismo, por las fuerzas de
su propia sustancia. No ocurre lo mismo con el cuerpo físico de un ser
viviente. Las fuerzas físicas obran en él de una manera que destruye la forma
de la vida, tal como lo vemos en el caso de la muerte, cuando las fuerzas
físicas descomponen la forma que tuvo la vida. El cuerpo etéreo lucha constantemente
para que esto no suceda durante la vida, para que el cuerpo físico no sucumba a
las fuerzas y leyes físicas y químicas.
Reconocemos como tercer
miembro de la entidad humana al portador de los placeres y sufrimientos, las
alegrías y dolores, los apetitos, instintos, pasiones y de todo lo que nos
conmueve como sensaciones y representaciones, también aquellas que abarcamos
como ideales éticos, etc. A esto lo llamamos el cuerpo astral, o como también
podríamos llamarlo: cuerpo del sistema nervioso. La ciencia espiritual lo
reconoce como una realidad. Este cuerpo de instintos y apetitos no es para ella
una reacción del cuerpo físico, sino una causa. Ella sabe que lo anímico
espiritual ha construido el cuerpo físico.
Con esto ya tenemos tres
miembros de la entidad humana. El miembro supremo del hombre y el que lo coloca
por encima de los seres y lo distingue como coronamiento de la creación en la
Tierra es el portador del yo, que le confiere a su vez de manera tan
enigmática y al mismo tiempo reveladora, la fuerza de la autoconciencia.
El hombre tiene: el
cuerpo físico en común con todo el mundo visible circundante, el cuerpo etérico
en común con los vegetales y animales, y el cuerpo astral en común con los
animales. El cuarto miembro, el yo, le pertenece a él solamente. Con él se
destaca de todas las criaturas visibles. Denominamos este cuarto miembro
portador del yo, comprendiendo bajo este nombre todo lo que en la naturaleza
capacita al hombre a llamarse así mismo "yo" y adquirir independencia.
Lo que percibimos sólo
físicamente, y lo que la razón dependiente de los sentidos puede conocer, no es
más que la manifestación de los cuatro miembros de la entidad humana. El yo, es
decir el real portador del yo, se expresa en la sangre y su circulación, en
este "fluido tan especial", como dice Goethe en el
"Fausto". La expresión físico-sensible para el cuerpo astral se
encuentra en el hombre, entre otras cosas, en el sistema nervioso. El cuerpo
etérico se manifiesta en parte del sistema glandular, y el cuerpo físico, en
los órganos sensorios.
Los cuatro miembros
pertenecen, como hemos visto, a la entidad humana, de manera que podemos decir
que el hombre total consiste en: cuerpo físico, cuerpo etéreo, cuerpo astral y
yo. El cuerpo físico, o sea la parte del hombre perceptible para el ojo físico
muestra claramente las señales de la herencia. También las cualidades que
viven en el cuerpo etéreo, en ese luchador contra el decaimiento del cuerpo
físico, pertenecen a la línea hereditaria. El cuerpo astral, en cambio, está
más conectado con la intrínseca naturaleza humana y en cuanto nos dirigimos al
núcleo más íntimo del ser humano, el verdadero yo, llegamos a lo que va de
encarnación en encarnación, y aparece como un mediador interno que irradia sus
cualidades esenciales hacia el exterior, donde tienen que buscar conexión. De
este modo se adaptan al mundo físico cuando entran en él. Estos cuatro
miembros: el yo, el cuerpo astral, el cuerpo etéreo y el cuerpo físico, obran
interactuando de las más variadas formas. Siempre obra un miembro sobre el
otro. Esta interacción de cuerpo astral y yo, de cuerpo físico y cuerpo etéreo,
esta confluencia de las dos corrientes, en la naturaleza humana motivan los
temperamentos. De ahí que ellos deben ser algo que depende de la individualidad
del hombre, con aquello que se introduce en la línea general de la herencia. Si
el hombre no pudiera moldear su ser interior de ese modo, los descendientes
serían tan sólo producto de sus antepasados. Y lo que ahí es formado, que actúa
individualizando, es la fuerza del temperamento: aquí se devela el misterio del
temperamento,
En la naturaleza humana,
los distintos miembros actúan también uno con y sobre el otro. Dado que las dos
corrientes confluyen en el hombre cuando entra en el mundo físico, se producen
asimismo distintas mezclas entre los cuatro miembros esenciales del hombre.
Uno, por decirlo así, predomina e impone su matiz.
El temperamento del
hombre se forma según los miembros predominantes. El tinte particular de la
naturaleza humana, lo que llamamos el verdadero colorido del temperamento,
depende de las fuerzas y del poder que tiene un miembro sobre otro. El eterno
ser del hombre que va de encarnación en encarnación, causa, en cada generación
nueva, una determinada interacción de los cuatro miembros humanos: yo, cuerpo
astral, cuerpo etéreo y cuerpo físico; y según el modo en que éstos obran entre
sí, surge el matiz humano que llamamos temperamento.
Cuando el núcleo del ser
humano colorea el cuerpo físico y el etéreo, el resultado ejercerá su efecto
sobre cada uno de los cuatro miembros. El modo de ser del hombre depende de si
su núcleo esencial obra con más poder sobre el cuerpo físico o si es el cuerpo
físico el más poderoso. Según cómo es el hombre, puede influir en uno de sus
cuatro miembros, y según obre éste a su vez sobre los otros miembros, se forma
el colorido del hombre que llamamos temperamento. Cuando el núcleo del ser
humano se dispone para la reencarnación, ésta lo capacita para dar a uno u otro
de sus miembros esenciales un excedente en su obrar. Puede infundir un exceso
de energía a su yo, pero también puede influir en otros miembros debido a
determinadas experiencias tenidas en la encarnación anterior.
Cuando, a causa del
destino, el hombre fortaleció su yo de tal manera que
éste domina en la naturaleza humana cuádruple ejerciendo el poder sobre los
otros miembros, se forma el temperamento colérico. Cuando el hombre cede ante
todo a la influencia del cuerpo astral, le atribuimos el temperamento sanguíneo.
Cuando el cuerpo etéreo o vital predomina imponiendo su naturaleza en el
hombre, se forma el temperamento flemático. Y si en la naturaleza humana
predomina el cuerpo físico con sus leyes en él, de modo que el núcleo esencial
no es capaz de vencer ciertas durezas en él, se trata de un temperamento
melancólico. De acuerdo con la manera en que se mezclan lo eterno con lo
perecedero, actúan los miembros entre sí.
También hemos dicho ya
cómo se expresan los cuatro miembros en la forma externa del cuerpo físico. Una
gran parte de este cuerpo es una expresión inmediata del fundamento físico de
la vida. El cuerpo físico como tal, se expresa únicamente en el mismo cuerpo
físico, y por esto el cuerpo físico es el que imprime la nota exterior al
melancólico.
El sistema glandular
representa la expresión física del cuerpo etéreo, lo que vale decir que éste se
expresa físicamente en el sistema glandular, y debido a ello el sistema
glandular prevalece en el cuerpo físico del flemático. En la parte activa del
sistema nervioso se expresa el cuerpo astral; de manera que para el sanguíneo
rige preferentemente el sistema nervioso.
La sangre en su
circulación, la fuerza pulsante de la sangre, es expresión del verdadero yo. El
yo se expresa en la circulación de la sangre, en el efecto predominante de la
sangre; se manifiesta sobre todo en la fuerza ígnea, vehemente, de la sangre.
Si podemos desarrollar una compresión sutil de la conexión del yo con los demás
miembros del hombre, suponiendo que en el hombre el yo ejerce un dominio, un
poder especial sobre la vida de los sentimientos y las representaciones, es decir sobre el
sistema nervioso, y suponiendo que todo en el hombre surja del yo, que todo lo que
siente lo hace con vehemencia porque su yo es tan fuerte, estamos ante el
temperamento colérico. Todo lo que caracteriza así al yo obrará como cualidad preponderante y debido a
ello, el sistema sanguíneo prevalece en el colérico.
El temperamento colérico
actúa en la pulsación vigorosa de la sangre. El elemento de fuerza en el hombre
proviene de su influencia sobre la sangre. En una persona en la que
espiritualmente actúa el yo, y físicamente la sangre, vemos que la fuerza
intrínseca mantiene la organización con rigidez y firmeza. En su comportamiento
con el mundo exterior querrá hacer valer la fuerza del yo. Esta es la
consecuencia del yo. Por lo tanto el colérico se conduce como un hombre que
quiere imponer su yo en todas las circunstancias. A la circulación de la sangre
se debe lo agresivo del colérico, y todo lo que se relaciona con una voluntad
fuerte.
Cuando prevalece el
cuerpo astral en el hombre, la expresión física se hallará en las funciones del
sistema nervioso, ese instrumento de las sensaciones que
van y vienen. La acción del cuerpo astral se realiza en la vida de
pensamientos e imágenes, y en consecuencia, un hombre dotado de temperamento
sanguíneo tendrá la disposición para desarrollar su vida en las sensaciones y
sentimientos fluctuantes, y en las imágenes de la vida representativa.
Tenemos que comprender
la relación del cuerpo astral con el yo. El cuerpo astral obra entre el sistema
nervioso y el sanguíneo, lo que nos dice bien claro cómo es esa relación. Si
sólo existiese el temperamento sanguíneo, si sólo obrase el sistema nervioso, y
dominase como expresión del cuerpo astral, el hombre tendría una vida alterada
de los sentimientos e ideas, con un caos de imágenes que aparecen y
desaparecen. Estaría entregado a un constante vaivén de sensaciones, imágenes y
representaciones. Algo de esto se produce cuando predomina el cuerpo astral, es
decir, en el sanguíneo que en cierto modo está entregado a las sensaciones e
imágenes fluctuantes, puesto que en él sobresalen el sistema nervioso y el
cuerpo astral. Lo que no permite que las imágenes se mezclen fantasiosamente
son las fuerzas del yo. Sólo porque el yo domina aquella vida fluctuante, nacen
armonía y orden. Sin un yo que frenara, continuaría la confusión y no se podría
notar que el hombre ejerce algún poder sobre ella.
En la parte física, es
la sangre en esencia la que pone límites a la actividad del sistema nervioso.
La circulación de la sangre, la sangre que fluye en el hombre es, por decirlo
así, lo que pone freno a lo que se expresa en el sistema nervioso, pone riendas
a la vida alterada de las sensaciones y sentimientos, es el domador de la vida
nerviosa. ¿Qué sucede entonces cuando no está este domador, cuando una persona
es anémica, si le faltan glóbulos rojos? Sin entrar en cuestiones psicológicas
más sutiles, se puede observar que en el caso de anemia, de falta de glóbulos
rojos, la persona se abandona fácilmente al vaivén inmoderado de imágenes
fantasiosas, y puede llegar hasta las ilusiones y alucinaciones. Esto nos puede
enseñar claramente que la sangre gobierna el sistema nervioso. Debe reinar el
equilibrio entre el yo y el cuerpo astral o, hablando fisiológicamente, entre
el sistema sanguíneo y el nervioso, para que el hombre no sea esclavo de la
vida fluctuante de las sensaciones y sentimientos.
Si el cuerpo astral
excede su actuación, si existe un predominio del cuerpo astral y su expresión,
si hay un sistema nervioso que la
sangre no puede dominar lo suficiente como para establecer el equilibrio, se da
el caso particular de que el hombre muestre interés por algo, pero lo pierde
enseguida pasando a otra cosa. No puede concentrarse en una cosa. La
consecuencia es que se entusiasma fácilmente por lo que ve en el mundo externo, pero
no puede retenerlo para que permanezca en su interior. El interés se
esfuma tan pronto como despertó. En esta propiedad de entusiasmo
súbito y de paso fugaz de un objeto a otro se expresa la astralidad
predominante del temperamento sanguíneo. El sanguíneo no puede mantener una
impresión mucho tiempo, no puede retener una imagen, no puede concentrar su
interés en un objeto. Pasa de una impresión en la vida a otra, va de
percepción en percepción, de representación en representación, en
fin, él muestra una inconstancia de los sentidos. Esto se observa
especialmente en el niño sanguíneo, y en él nos puede causar real
preocupación: el interés se despierta fácilmente, una imagen obra de inmediato,
causa una impresión, pero ésta desaparece pronto.
En otras personas
predomina sobre todo el cuerpo etéreo o vital, aquello que regula los procesos
interiores del crecimiento y de la vida, y lo que es la expresión de ese
cuerpo: el sistema que causa bienestar o malestar. Si sucede tal cosa, el
hombre se siente tentado directamente a permanecer cómodamente en sí mismo. El
cuerpo etéreo es un cuerpo que lleva una especie de vida interna, el cuerpo
astral en cambio se caracteriza por su interés dirigido hacia afuera, y el yo
es el portador de nuestra voluntad y actividad dirigidas hacia el mundo
exterior. Cuando predomina el cuerpo etéreo, el que obra como cuerpo de vida
equilibrando las distintas funciones y se manifiesta principalmente en un
bienestar general, cuando prevalece la vida interior apoyada en sí misma, esa
vida que produce preferentemente el sentimiento de bienestar, entonces puede
suceder que el hombre se sienta tan confortable cuando todo va bien en su
organismo, que no esté demasiado dispuesto a dirigir su interior hacia afuera,
no está muy inclinado a desarrollar una voluntad fuerte. Cuando más confortable
se sienta el hombre, tanta más consonancia creará entre lo interno y lo
externo. En este caso, y más aún si es un caso excesivo, se trata de un
flemático.
Respecto al melancólico,
vemos que el cuerpo físico, el miembro más compacto de la entidad humana,
gobierna por encima de los otros. El hombre tiene que dominar su cuerpo físico,
así como tiene que dominar una máquina si la quiere usar. Pero si esta parte
más densa se vuelve gobernante, el hombre siente que no la puede dominar, que
no la sabe manejar. El cuerpo físico es el instrumento que el hombre tiene
que manejar mediante los miembros superiores, más ahora es el cuerpo físico
quien domina y pone resistencia a los otros cuerpos. El hombre no es capaz de
usar su instrumento en pleno, de manera que los otros miembros encuentran
obstáculos y se produce una desarmonía entre ellos y el cuerpo físico. Lo que
sigue es el aspecto del sistema físico endurecido por exceso de actuación.
El hombre no puede
mantener la elasticidad como debería, su interior no tiene poder sobre el
sistema físico, se le oponen obstáculos interiores, que se producen porque el
hombre tiene que dirigir sus energías a estos obstáculos interiores. Lo que no
se puede vencer produce sufrimiento y dolor, y éstos hacen que el hombre no
pueda ver el mundo sin inhibición. Esta dependencia es una fuente de aflicción
interior, y el hombre la experimenta como dolor y desgano, y se siente siempre
con el ánimo decaído. La vida le causa disgusto y pesar. Ciertos pensamientos y
representaciones se graban indeleblemente, y él se convierte en una persona
introspectiva, en un melancólico. Siempre hay un motivo de pesadumbre. Esa
tesitura proviene de la resistencia que el cuerpo físico opone al sentimiento
confortable del cuerpo etéreo, a la elasticidad del cuerpo astral y a la
firmeza de las decisiones del yo.
El conocimiento sobre la
naturaleza de los temperamentos no sólo nos hará comprender muchas cosas en la
vida, sino que también nos enseñará a aplicarlas, lo que no supimos hacer
antes. ¡Dirijamos la mirada a lo que observamos así en la vida! Aquella mezcla
mencionada de los temperamentos puede percibirse claramente en la forma externa
que se expresa en la apariencia humana.
Tomemos por ejemplo al
colérico que tiene un centro fuerte y firme en su yo. Cuando predomina el yo,
el hombre quiere arremeter contra cualquier obstáculo exterior, quiere
imponerse. Ese yo es el señor. La conformación humana refleja el estado de la
conciencia. El cuerpo físico se forma según su cuerpo etéreo, y éste según el
astral. Este último conformaría al hombre de las más diversas maneras, si el yo
no pusiera límite al crecimiento con las fuerzas de la sangre, manteniendo el
equilibrio entre plenitud y variedad de crecimiento, de manera que el
predominio del yo puede frenar el crecimiento. Detiene realmente el crecimiento
de los otros miembros, no permite que el cuerpo etéreo y el astral se
desarrollen según su propia naturaleza. El temperamento colérico se puede percibir
perfectamente por la figura, por todo el aspecto exterior, que revela la
verdadera naturaleza energética del hombre del yo cerrado en sí mismo. Es como
si en los coléricos el crecimiento hubiera sido detenido. Podríamos encontrar
muchos ejemplos, uno de ellos en la historia espiritual, el filósofo Johann
Gotlieb Fichte, el alemán colérico que se caracteriza ya por su apariencia. Es
como si hubiera sido frenado en su crecimiento. Con ello revela perfectamente
que los otros miembros han sido detenidos por el exceso del yo. No es el
cuerpo astral con su elasticidad lo que predomina, sino el yo, el domador
y limitador de las fuerzas formativas. Por regla general, estas personas de una
voluntad firme no son altas, aunque sí anchas de espaldas, porque el yo pone
riendas a la fuerza formativa de una astralidad libre. Otro ejemplo clásico del
colérico es Napoleón, el "pequeño general", que quedó tan corto
de estatura porque el yo constriñó a los otros miembros de la entidad humana.
Es el prototipo del crecimiento constreñido del colérico. Así se puede ver cómo
la fuerza del yo obra desde el espíritu, de modo que el ser más íntimo del
hombre se manifiesta en su conformación. ¡Observemos la fisonomía del colérico
y comparémosla con la del flemático! Cuán difusos son sus rasgos, la forma de
su frente no puede atribuirse a un colérico. Hay un órgano en que se evidencia
notoriamente si obra en primer lugar el cuerpo astral o el yo. En la mirada
firme y segura del colérico se refleja su naturaleza. Por regla general, aquella
luz fulgurante del ojo que dirige la mirada con tanta claridad hacia el
interior de las cosas va acompañada de ojos muy negros, esto se debe a
cierta ley, según la cual el colérico atrae hacia el interior, mediante su yo,
algo que quita el cuerpo astral, la posibilidad de teñir lo que en otros
hombres es teñido. Observemos al colérico también en su modalidad. Quien
tiene su poco de practica puede ver desde atrás si alguien es colérico por el
paso enérgico que lo denuncia. También en la forma en que apoya el pie se nota
la fuerza enérgica del yo. El niño colérico, por ejemplo, apoya el pie y da el
paso como si quisiera imprimir su huella firmemente en el suelo.
El hombre entero es una
expresión de su ser íntimo, que se da a conocer de esa manera. Con esto no se
quiere decir que el colérico sea bajo y el sanguíneo alto. Solo podemos
comparar la estatura del hombre con su configuración. Lo importante es
precisamente esta proporción.
¡Observemos al
sanguíneo! Notemos la mirada especial que se ve ya en el niño sanguíneo. Cuando
dirige el ojo a un objeto, lo desvía en seguida. Es una mirada alegre. Alborozo
y felicidad brillan en esa mirada que expresa lo que surge de lo profundo de la
naturaleza humana; el cuerpo astral movedizo que predomina en el sanguíneo. El
cuerpo astral trabaja con su móvil vida en los miembros. También le dará una
configuración muy variable. Toda la fisonomía la figura estable, como los
gestos son expresión del cuerpo astral móvil, fluido y volátil. El cuerpo
astral del sanguíneo tiene tendencia a formar y plasmar. Lo interno se da
a conocer hacia afuera, de ahí que el sanguíneo sea delgado y elástico. En la
figura esbelta y en el esqueleto, en las formas de los huesos, se nota toda la
movilidad interior del cuerpo astral del hombre. Se expresa, por ejemplo,
en los músculos finos. También se puede ver en la forma de manifestarse
exteriormente. Incluso alguien no clarividente puede darse cuenta desde atrás,
si camina ante él un colérico o un sanguíneo. Para esto no hace falta ciencia espiritual.
Si se ve caminar a un colérico, es como si con cada paso no sólo quisiera pisar
fuerte, sino dejar una huella profunda en el suelo. El paso del sanguíneo, en
cambio, es liviano y saltarín. En la manera de caminar brincante y saltante del
niño sanguíneo se expresa la gran movilidad del cuerpo astral. El temperamento
sanguíneo se descubre sobre todo en la edad infantil. Es toda una escultura
viviente de la naturaleza sanguínea, la que se revela en los rasgos más
íntimos. Rasgos bien esculpidos en el colérico; móviles, expresivos y variables
en el sanguíneo. Se observa también en el niño sanguíneo cierta facilidad
interior para cambiar de fisonomía. Hasta en el color de los ojos se puede
reconocer a una persona sanguínea. La interioridad de la naturaleza del yo, esa
naturaleza interior cerrada del colérico se manifiesta en el ojo negro de éste.
Miremos al sanguíneo, en el cual la naturaleza del yo no está tan fuertemente
arraigada, y el cuerpo astral se expone en toda su movilidad: en él descuella
el color azul del ojo. Estos ojos azules se relacionan íntimamente con la luz
interior del hombre, esa luz invisible del cuerpo astral. Podríamos mencionar
así muchas características de la conformación externa que muestran los
temperamentos.
Los enigmas anímicos de
los temperamentos pueden comprenderse mediante la naturaleza cuádruple del
hombre. Del profundo conocimiento de la naturaleza humana que poseían los
antiguos nos ha sido legado el conocimiento de los cuatro temperamentos.
Comprendiendo la naturaleza humana de esta manera, y sabiendo que la apariencia
externa no es más que una expresión del espíritu, llegamos a comprender al
hombre en su conjunto hasta en las apariencias. Lo llegamos a comprender en
toda su evolución y podemos saber lo que tenemos que hacer respecto de nosotros
mismos o respecto al niño en cuanto al temperamento. El educador debe poner una
atención especial en el temperamento que está por desarrollarse. Para una
sabiduría, una ciencia de la vida y de la pedagogía, es imprescindible el conocimiento
viviente de la naturaleza de los temperamentos. Ambos se enriquecerían
enormemente con ello.
También el temperamento
flemático se reconoce por la configuración externa. En él predomina, como se
dijo, la actividad del cuerpo etéreo, que se manifiesta físicamente en el
sistema glandular y anímicamente en el sentimiento de bienestar y en el
equilibrio interior. Cuando en el interior del hombre hay algo que no sólo es
normal, sino que las fuerzas formativas interiores de la confortabilidad son
demasiado activas, sucede que los productos de esta actividad se integran en el
organismo físico, y el hombre engorda, se hincha. Las fuerzas formativas
interiores actúan sobre todo en la elaboración de las partes grasas, en lo que
es gordura en el hombre. En todo esto se expresa el sentimiento mencionado de
confortabilidad. Se comprende fácilmente que es el intercambio deficiente entre
lo interior y lo exterior, la causa de la manera desganada de caminar
arrastrando los pies del flemático. Su paso no se ajusta al suelo, no se pone
en contacto con las cosas. Se nota en toda su persona que no tiene dominio
sobre las formas de su interior. El temperamento flemático se expresa en una
fisonomía indiferente, estática y en la mirada apagada, incolora. Mientras la
mirada del colérico es fogosa, fulgurante, la del flemático refleja la
comodidad dirigida sólo hacia adentro, al cuerpo etéreo.
El melancólico es el que
no puede dominar bien el cuerpo físico, éste le opone resistencia, y él no sabe
usarlo como instrumento. Observando al melancólico, veremos que la mayoría de
las veces tiene la cabeza agachada, sin energía para enderezar la nuca. La
cabeza inclinada nos dice que fuerzas interiores que la yerguen no pueden
desarrollarse en ninguna parte con libertad. No levanta los ojos, y tiene la
mirada opaca. Nada del brillo negro del colérico. En la mirada peculiar se ve
que el instrumento físico lo traba. El paso es medido y firme, pero no es el
paso enérgico del colérico, sino que muestra una firmeza de algún modo pesada,
arrastrada. No podemos entrar aquí en todos los detalles, pero la vida se hace
mucho más comprensible cuando trabajamos así, viendo cómo el espíritu penetra
obrando en las formas, viendo cómo en la conformación externa del hombre se
refleja la expresión de su interior. Vemos cómo la ciencia espiritual puede
contribuir de una manera muy importante en la solución de aquellos enigmas,
pero sólo si se incluye la realidad total a la que también pertenece lo
espiritual. No estancándose en la realidad sensoria únicamente, puede surgir
del conocimiento una gran praxis de la vida, y sólo de la ciencia espiritual
puede fluir ese conocimiento, de manera que sea para bien, tanto de la
humanidad, como del individuo.
Sabiendo todo esto,
podremos aplicarlo. Sobre todo tiene que interesarnos cómo podemos usar el
conocimiento de los temperamentos en la educación de los niños. Se debe poner
una atención muy especial en el tipo de temperamento. En los niños es realmente
importante saber dirigir el temperamento que se está por desarrollar. Pero
también más adelante será de mucho valor para la autoeducación del hombre.
Quien quiera educarse a sí mismo, debe poner atención a lo que se expresa en su
temperamento.
Hemos estudiado los
tipos fundamentales, pero se entiende que en la vida nunca se presentan en esta
forma esquemática. Cada persona tiene un tipo básico de temperamento, mezclado
con otros. Napoleón, por ejemplo, tenía mucho de flemático, aunque fuese
colérico. Si queremos dominar la vida de modo práctico, es preciso que podamos dejar
actuar en el alma lo que se expresa en lo físico.
La importancia de todo
esto se reconoce, especialmente si se piensa que los temperamentos pueden
excederse. Esto que hemos individualizado puede exagerar su unilateralidad.
¡Qué sería el mundo sin los temperamentos! Si toda la gente tuviera el mismo
temperamento ¿qué pasaría? Sería lo más aburrido que podamos imaginarnos.
Aburrido sería el mundo sin los temperamentos, no sólo en sentido sensorio sino
también espiritual. La variedad, la belleza y la riqueza de la vida, no serían
posibles sin los temperamentos. Lo más grandioso de la vida puede surgir de la
unicidad de un temperamento, pero igual que éstos, también puede exagerar su
singularidad. En el niño esto puede darnos preocupación, porque vemos que el
colérico llega hasta la maldad, el sanguíneo hasta la frivolidad, el
melancólico hasta la depresión, etc.
El conocimiento y la
apreciación de los temperamentos ¿no será de sumo valor para la autoeducación y
la educación en general? No deberíamos dejarnos inducir a creer por ello que,
el temperamento, por ser una cualidad unilateral, no tenga su verdadero valor.
En pedagogía no se trata de equilibrar, de nivelar los temperamentos, sino de
conducirlos por el recto camino. Tenemos que saber que el temperamento tiende a
la unilateralidad. El melancólico, en un caso extremo llega a la locura, el
flemático a la debilidad mental, el sanguíneo al delirio, el colérico a todos
esos ataques de ira enfermiza que pueden terminar en furia violenta. Los
temperamentos muestran una hermosa variedad porque los polos opuestos se
atraen, pero la admiración exagerada por la singularidad unilateral de uno
produce daños grandes entre el nacimiento y la muerte. En cada temperamento
está el peligro mayor y menor de degeneración. En la juventud del colérico
acecha el peligro de que su yo sea moldeado por su naturaleza iracunda; que no
sabe gobernar. Este es el peligro menor. El gran peligro es la locura que a
través del yo trata de alcanzar su propio objetivo. En el sanguíneo, el peligro
menor es la volubilidad, el mayor, que las sensaciones cambiantes degeneren en
demencia. Para el flemático, el peligro menor es la indiferencia hacia el mundo
externo, el peligro mayor, la idiotez. El temperamento melancólico tiene el
peligro menor de la depresión, la incapacidad de controlar lo que surge en el
alma, el peligro mayor es la locura.
De todo lo que hemos
visto podemos comprender cuán importante y necesaria para la práctica de la
vida es la tarea de educar y guiar los temperamentos. Es importante para el
educador preguntarse ¿qué harías en el caso de un niño sanguíneo, por ejemplo?
El conocimiento de la naturaleza del temperamento nos enseñará cómo debemos
comportarnos en este caso. Entre otros aspectos correspondientes a la educación
del niño, también se debe tener en cuenta lo particular del temperamento. Pero
para guiarnos no hay que olvidar el principio fundamental, es decir, se debe
contar siempre con lo que hay, y nunca con lo que no hay.
Supongamos que se trate
de un niño sanguíneo, que en seguida cae en la volubilidad y falta de interés
para las cosas importantes, pero también se interesa rápidamente por otras. El
niño sanguíneo es el que comprende las cosas con facilidad, pero las olvida al
instante. Es difícil mantener su interés en algo, justamente porque es un
interés que pasa rápidamente de un objeto a otro. Esto puede desembocar en una
temible unilateralidad, pero si ahondamos profundamente en la naturaleza
humana, se advierte el peligro. Alguien que piense de manera materialista,
vendrá inmediatamente con la receta, y dirá: Si quieres educar a un niño
sanguíneo, tienes que ponerlo en contacto mutuo con otros chicos. Pero una
persona que piensa en sentido real dirá: Quien intente obrar sobre las fuerzas
que el niño no tiene, no logrará nada. Es inútil que se esfuerce por suscitar
los otros miembros de la naturaleza humana, pues apenas si actúan sobre él. Si
un niño tiene temperamento sanguíneo, no podremos ayudar a su desarrollo
queriendo despertar su interés por la fuerza. No podremos inculcarle nada que
no esté en su temperamento sanguíneo. No debemos preguntarnos: ¿Qué le falta a
este niño? ¿Qué hay que inculcarle por la fuerza? Al contrario, debemos
preguntarnos: ¿Qué es lo que posee en general el niño sanguíneo? Y con esto debernos
contar. Entonces nos diremos: aunque deseemos inculcar al niño una cualidad
opuesta a su temperamento, no cambiaremos con ello las cualidades en sí. Pues,
con respecto a estas cosas fundamentales de la naturaleza intrínseca del
hombre, debemos estar seguros de que sólo se pueden moldear, de tal modo que no
nos basamos en lo que el niño no tiene, sino en lo que tiene. Trabajamos sobre
la naturaleza sanguínea, sobre la movilidad del cuerpo astral, y no tratamos de
imponerle forzosamente lo que pertenece a otro miembro de la naturaleza humana.
En un sanguíneo que se vuelve unilateral, tenemos que dirigirnos a él, apelando
a su propio temperamento.
Para encontrar la forma
de conducta justa en el trato con el niño sanguíneo, tenemos que observarlo
cuidadosamente, y quién tenga verdadera experiencia de estas cosas notará que,
por más sanguíneo que sea un niño, habrá algo que le interese. Todo niño sanguíneo
tiene interés verdadero por algo. Es fácil despertar en él un interés
cualquiera, pero lo pierde al poco rato. Sin embargo, habrá un interés
permanente aún para el niño sanguíneo. Esto nos lo enseña la praxis, sólo hay
que saber encontrarlo. Y una vez que se haya encontrado, esto que le interesa
especialmente, debemos tenerlo presente. Para que su temperamento tienda hacia
algo que no le resulte indiferente tenemos que guiarlo con insistencia especial
hacia el objeto que tiene la virtud de atraerlo. Se le mostrará bajo una luz
especial lo que para él es un pasa tiempo predilecto. Tiene que aprender a
aplicar su sanguinidad. Podremos trabajar partiendo ante todo de las fuerzas
que el niño tiene, y que siempre se manifiestan. Ni el castigo, ni el "sermón"
suscitarán en él un interés duradero. Objetos y acontecimientos le despertarán
interés fugaz. Pero una persona especialmente adecuada para él (y lo
enseñará la experiencia) le inspirará un interés duradero, por más voluble
que el niño sea, si somos esa persona adecuada, o si la sabemos encontrar, el
interés nacerá por sí. Hay que buscar esa persona. Únicamente por
amor hacia ella nacerá el interés en el niño sanguíneo. Pero una vez encendido
este interés, este amor, hacia una persona, el amor puede producir milagros.
Así se podrá curar el temperamento unilateral. El niño sanguíneo necesita mucho
más amor que cualquier otro temperamento. Hay que hacer todo lo posible para
despertar el amor en el niño. La palabra mágica es amor. Por este camino del
afecto a una determinada persona tenemos que conducir la educación del niño
sanguíneo. Los padres y los educadores tienen que entender que al niño no se le
puede inculcar por la fuerza un interés permanente por las cosas. Para lograr
su propósito deben obtener su afecto. El tiene que desarrollar un afecto
personal hacia una persona, hay que hacerse merecedor de su cariño, esta es la
misión frente al niño sanguíneo. Depende del educador que el niño aprenda a
amarlo.
Como añadidura, se puede
organizar la educación apoyándola en la naturaleza sanguínea del niño mismo.
Vimos que esta naturaleza sanguínea se expresa en la incapacidad de desarrollar
un interés que dure. Por consiguiente tenemos que buscar algo en su entorno,
tenemos que acercarle cosas por las que hemos notado que el niño muestra un
interés más profundo. Tratemos entonces de ocuparlo, en determinados espacios
de tiempo, con objetos en los que un interés pasajero es justificado y en los
que puede explayar su temperamento sanguíneo, porque no merecen mayor interés.
Tenemos que dejar que esas cosas hablen al niño, que obren sobre él. Después se
las sacamos para que las vuelva a pedir. Entonces se las volvemos a dar. Deben
obrar sobre él como obran sobre su temperamento los objetos del mundo externo.
Es importante que, para el niño sanguíneo, elijamos objetos ante los cuales
pueda desarrollar su temperamento sanguíneo.
Si apelamos a lo que
existe realmente y no a lo que falta, veremos (y la práctica lo
demostrará) que cuando la energía sanguínea se torna unilateral se deja
concentrar efectivamente en los asuntos importantes. Se logra como por rodeos.
Si es bueno educar el temperamento en la infancia, a menudo es el adulto mismo
quien necesita reformarlo. Será entonces a él a quien corresponda la
autoeducación. Mientras los temperamentos permanecen dentro de sus límites dan
belleza, variedad y magnitud a la vida. ¡Qué árida sería la vida si todos los
hombres tuvieran el mismo temperamento! Para equilibrar la unilateralidad de
los temperamentos, sin embargo, el hombre tiene que encargarse de su
autoeducación, a veces en edad ya avanzada. Tampoco en este caso uno puede
inculcarse a la fuerza un interés permanente por una cosa cualquiera, sino
decirse: Soy un sanguíneo, ahora busco cosas que no me interesan demasiado en
la vida, que podría pasar por alto, y ante las que se justifica la
indiferencia. Me ocuparé precisamente de cosas frente a las cuales tengo todo
el derecho de perder el interés al poco tiempo.
Supongamos que una
persona tema que el temperamento colérico se manifieste en su hijo de modo
unilateral. Aquí no debe emplearse el mismo método que con el hijo sanguíneo.
Al colérico no lo es fácil demostrar su amor por una persona. La comunicación
de alma con alma debe buscarse por otra vía, pero indirectamente será posible
guiar también la evolución del niño colérico. En este caso la panacea se llama
respeto y aprecio de una autoridad. Para el niño colérico debemos ser, en su
sentido más alto, dignos de su aprecio y respeto. No se trata de hacerse
simpático por las cualidades personales, como en el caso del niño sanguíneo.
Aquí todo depende de que el niño pueda creer que el educador sabe lo que hace.
Tenemos que demostrar que entendemos las cosas que ocurren en torno al niño, y
no fallar nunca en esto. Debemos tratar de que el niño nunca sienta que somos
incapaces de darle respaldo, y de aconsejarlo en lo que tiene que hacer.
Tenemos que tener firmes las riendas de la autoridad, nunca mostrarnos
incapaces de un consejo. El niño debe creer siempre que el educador sabe.
Apenas ocurra lo contrario, se estará perdido. Si el amor por una persona es la
palabra mágica en el caso del niño sanguíneo, el respeto y la apreciación del
valor de una persona, es la palabra mágica en el caso del colérico.
Para educar al niño
colérico, se debe cuidar también de que se desenvuelvan ante todo sus grandes
fuerzas internas. Es preciso que conozca las dificultades que puede presentar
la vida exterior. Cuando el temperamento colérico quiera predominar habrá
que buscar para su educación objetivos difíciles de vencer, llamando de este
modo su atención hacia las dificultades de la vida. Hay que introducir en su
camino elementos que le pongan obstáculos. El colérico necesita en su camino
resistencia, dificultad, no hay que hacerle la vida muy fácil. Hay que crear
obstáculos para que su temperamento no quede constreñido, para que pueda
expandirse por medio de las dificultades que debe vencer. El colérico no se
reforma con castigos o amonestaciones, sino proporcionándole los elementos
sobre los cuales probar su fuerza, y respecto de los cuales se justifica la
expansión de su temperamento. Por necesidad intrínseca, el niño colérico debe
aprender a luchar contra el mundo objetivo. Debemos ordenar su entorno de
manera que él pueda explayar su temperamento venciendo obstáculos. Lo mejor
será que pueda hacerlo contra elementos insignificantes, que le cuesten un
esfuerzo enorme para liberar sus energías superfluas. En realidad, empero, los
obstáculos deben ser tales que lo venzan, quebrantando su fuerza. Esto le
infunde un respeto profundo por el poder de las cosas que se oponen a la vida
de su temperamento colérico.
Existe también otra
forma indirecta de educar al niño colérico. Para despertar su respeto y
aprecio, es preciso ante todo que lo enfrentemos, de modo de merecer su estima
demostrando que sabemos vencer los obstáculos que él todavía no puede
superar. En el niño debe surgir la veneración, el respeto por lo que el
educador es capaz de hacer, por lo que él logra frente a las dificultades que presentan
las cosas. Este es el verdadero remedio; el respeto por la aptitud del
educador, este ese el camino para acercarnos al niño en la educación.
También la educación del
niño melancólico presenta grandes dificultades. ¿Qué debemos hacer cuando
notamos con espanto que se inclina hacia un temperamento melancólico exclusivo,
dado que no podemos injertarle algo que no posee? Tenemos que contar con la
fuerza que tiene para aferrarse a los obstáculos y buscar resistencia. Si
queremos guiar estas particularidades por el recto camino, tenemos que conducir
esa fuerza del interior al exterior. Hay que poner especial ahínco en no
intentar aliviarlo de sus penas y dolores, al notar su disposición a estos y a
esa introversión, debidos a que su instrumento físico lo traba. Tenemos que
partir de lo que existe. Tenemos que cultivar lo existente. Para el educador
será esencial otorgar valor al hecho de mostrar al niño que hay sufrimiento en
el mundo. Si nos queremos acercar a él como educadores, tenemos que volver a
encontrar el punto de vinculación. El niño melancólico está dispuesto al dolor,
está facultado para sentir dolor, desgano; esta facultad está profundamente
arraigada en su interior, no se la sacaremos con palizas, pero podemos
derivarla.
También aquí hay una
manera de proceder. Al niño melancólico hay que mostrarle ante todo cómo el
hombre tiene que sufrir. Hagámosle conocer un verdadero dolor, un pesar
justificado en la vida externa, para que vea que existen cosas que pueden
causarle dolor. Esto es lo importante. Si lo queremos divertir, lo encasillamos
en su propio ser. No debe creerse que tratando de alegrarlo, de aliviarlo, lo
ayudaremos. No hay que distraerlo porque de ese modo su melancolía, su dolor,
se endurece. Si se lo lleva a un lugar de diversión, se encerrará cada vez más
en sí mismo. Un niño melancólico no se cura rodeándolo de alegría, sino
haciéndole sentir un dolor justificado. Lo mejor es distraerlo mostrándole que
existe el sufrimiento. Debe saber que en la vida hay cosas que producen dolor.
Naturalmente, no debemos proceder con exageración, pero es esencial que se
suscite en él pesadumbre por las cosas del mundo exterior. Esto lo distraerá de
su propio dolor,
El niño melancólico no
se deja manejar fácilmente, pero también aquí existe el remedio mágico. Como
para el niño sanguíneo la palabra mágica es el amor por una persona, y en el
colérico el aprecio y la estima de su educador, en el melancólico es la persona
probada por la vida, la persona que actúa y habla con la experiencia propia de
una vida de muchas adversidades. El niño tiene que sentir que el educador ha
sufrido realmente. Las experiencias propias del maestro o educador deben
dejarse entrever en todas las circunstancias del vaivén de la vida. Lo mejor
para el melancólico es crecer al lado de una persona que tiene mucho que decir
por haber pasado por experiencias difíciles; esto obra de una manera sumamente
benéfica de alma a alma. Cuando el niño melancólico crece al lado de una
persona que sabe hablar del sufrimiento y el dolor que le han deparado el mundo
exterior, mientras que en él, sentimientos infantiles de tristeza y pesar
surgen tan sólo en su interior, entonces la compasión por este dolor justificado
lo endereza y anima. Una persona en cuyas palabras se manifiesta que ha sido
probada por el destino tiene real influencia benéfica sobre el niño
melancólico.
También, en lo que
preparemos para el niño en el mundo circundante, debemos respetar sus inclinaciones.
Por más raro que suene, es conveniente que le preparemos obstáculos, trabas,
para que pueda experimentar dolores y sufrimientos justificados. La mejor
educación de un niño melancólico es desviar su disposición innata para la
tristeza y aflicción, de manera que se dirija a las dificultades del mundo
exterior. El alma del niño entrará así poco a poco en otras vías.
Todas estas sugerencias
sirven también para la autoeducación: no hay que reprimir las disposiciones y
aptitudes existentes con artificios, sino dejar que tomen su curso. Si el
temperamento colérico, por ejemplo, es tan fuerte en nosotros que nos causa
serios inconvenientes, permitamos que se desenvuelva libremente, buscando cosas
insignificantes que no conducen a nada, pero contra las cuales se estrella
nuestra energía sobrecargada. Al melancólico en cambio le conviene buscar dolor
y sufrimientos justificados, porque le dan oportunidad de aplicar su melancolía
en el mundo exterior, con esto se equilibra.
Pasemos al temperamento
flemático. Si nos toca la tarea de educar a un niño flemático, tropezaremos con
serios problemas, porque es muy difícil lograr una influencia sobre un
flemático. Pero existe un camino indirecto. Cometeríamos un grave error si
tratáramos de sacudirlo de su comodidad, creyendo que podemos inculcarle algún
interés. También aquí tenemos que contar con lo que hay en él.
Hay algo, especialmente
en el niño flemático, que le queda grabado. Si con una educación sabia
ordenamos su entorno conforme a sus necesidades, lograremos mucho. Si el niño
en general necesita compañeros de juego, tanto más lo necesita el niño
flemático. Le hace falta compañeros con intereses múltiples. En él mismo no
encontraremos nada que nos responda. Tampoco se interesará fácilmente por un
objeto o un acontecimiento; pero rodeándolo de niños de su edad puede ser
educado por medio de la convivencia con los intereses (y cuantos más
mejor) de sus compañeros. Si se mantiene indiferente al mundo que lo
rodea, podemos agilizar su interés por la influencia de los intereses de sus
amiguitos. Sólo por esta inducción sugestiva de los intereses ajenos será
posible inflamar su interés personal. Para la educación del flemático tenemos
que recurrir a la influencia de su entorno, haciéndolo compartir los intereses
de sus compañeros de juego para sacarlo de su letargo. En el melancólico, en
cambio, valen la convivencia y compasión por el destino de otros. Una vez más:
el estimulo producido por los intereses ajenos es el medio correcto para el
flemático. Como el sanguíneo necesita el cariño hacia una persona, el flemático
necesita de la amistad y el contacto con la mayor cantidad posible de chicos de
su edad. Este es el único camino para despertar la fuerza que duerme en él.
Ninguna cosa impresiona al niño flemático. Con ninguna tarea de la escuela o de
la casa podremos interesarlo, sólo lograremos nuestro propósito indirectamente,
mediante los intereses de las almas de su misma edad. Cuando las cosas se
reflejan en otra alma, esos intereses vuelven a reflejarse en el alma del niño
flemático.
Procuremos también
rodearlo de objetos y hacerle presenciar hechos frente a los cuales su flema
sea justificada. Con esto podemos obtener resultados magníficos en el niño.
También cuando el adulto note que la flema se vuelve relevante, le convendrá
poner atención en los hombres circundantes y en sus intereses para su
autoeducación. Y si aún es capaz de usar su razón y su inteligencia, podrá
hacer algo más: elegir objetos y ocasiones de tan poco interés que tiene todo
el derecho de ser flemático.
Con todo esto volvemos a
comprobar que el método pedagógico basado en la ciencia espiritual cuenta con
lo que vive en cada persona, y no con algo que no existe.
Podemos decir por lo
tanto que lo mejor para el sanguíneo es la dirección de una mano enérgica, y
que una persona le pueda mostrar, por todo su comportamiento ante el mundo
exterior, que es digna del amor personal del educando. Amor hacia una
personalidad es lo mejor para un sanguíneo. No sólo amor, sino respeto y
estimación por lo que una persona es capaz de hacer, es lo mejor para el
colérico. Para el melancólico será una suerte crecer conducido por la mano de
alguien que tiene un destino acerbo. En la distancia correspondiente, que
resulta de la nueva visión, en la compasión naciente con la autoridad, y en el
compartir el destino doloroso y la pena justificada, encontramos aquello que el
melancólico necesita. Pues para su desarrollo no hacen falta la estima y el
respeto por la capacidad de una persona, ni el afecto por alguien, sino la compasión
por el sufrimiento y por el verdadero destino doloroso. El flemático es una
persona a la cual nos podemos acercar del mejor modo, cuando le inspiramos
atención para los intereses de otras personalidades, y la posibilidad de
despertar él mismo por los intereses de los otros.
- El sanguíneo debe aprender a desarrollar amor y fidelidad hacia una persona.
- El colérico debe aprender a desarrollar estima y respeto por las capacidades del educador.
- El melancólico debe aprender a desarrollar un corazón compasivo por el destino del otro.
- Al flemático se le debe hacer descubrir que los intereses ajenos son una ventaja para él.
Estos principios de la
educación nos muestran cómo la ciencia espiritual actúa en las cuestiones
prácticas de la vida. Justamente cuando se trata de los aspectos íntimos de la
vida, vemos la praxis, la faz eminentemente práctica de la ciencia espiritual.
El arte de vivir ganaría infinitamente si
se adquiriesen conocimientos realistas por medio de la ciencia espiritual. Si
queremos arreglarnos en la vida, tenemos que adentrarnos en sus misterios.
Estos están detrás del mundo sensible. Únicamente la verdadera
ciencia espiritual puede dilucidar e investigar algo así como los temperamentos
humanos, de modo que puedan servir al bien y a la real bendición de la vida,
tanto para una vida joven, como para una adulta. Con la ayuda del conocimiento
de los temperamentos, el hombre puede tomar en sus manos su autoeducación. La
razón nos dice: nuestro temperamento sanguíneo nos hace muchas jugadas y
amenaza con desbordarse en un modo de vida irresoluto, giramos continuamente de
una cosa a otra. Para controlar esta tendencia hay que elegir los caminos
correctos. El sanguíneo no llegará a la meta diciendo: tengo un temperamento
sanguíneo, debo sacarme esta costumbre. La razón, aplicada así directamente
puede desembocar en un obstáculo, en cambio podrá lograr mucho por el camino
indirecto. La razón es la fuerza anímica más débil, y consigue muy poco
confrontada con fuerzas anímicas más potentes, como son los temperamentos. Sólo
puede actuar indirectamente. Por más que el hombre se reconvenga a sí
mismo: concéntrate por una vez en algo, su temperamento sanguíneo siempre
volvería a jugarle una mala pasada. Solamente puede contar con una fuerza que
posea realmente. Detrás de la razón deben existir otras fuerzas. ¿Puede el
sanguíneo contar con algo más que su temperamento sanguíneo? También para la
autoeducación es necesario que se trate de hacer realmente lo que la razón
podría hacer directamente. El hombre tiene que contar con su temperamento
sanguíneo: las auto-represiones no sirven para nada. Lo que importa es aplicar
la disposición sanguínea ahí donde corresponde aplicarla. Hay que tratar de no
mostrar interés por ciertas cosas que a uno le interesan. Nuestra razón nos
puede brindar experiencias en las cuales se justifica el interés pasajero del
sanguíneo. El debe buscar deliberadamente situaciones que le traen cosas que no
le interesan y cuantas más mejor. Cuando podamos crear condiciones, aunque
insignificantes, en que se justifica el interés pasajero, notaremos cómo
producen efectos; insistiendo en estos ejercicios veremos que este temperamento
sanguíneo adquiere fuerzas que lo transforman.
Asimismo, se puede curar
al colérico observando la cuestión desde el ángulo de la ciencia espiritual.
Para el temperamento colérico conviene elegir objetos, o crear situaciones con
la ayuda del raciocinio, en las cuales es inútil que rabiemos, donde nuestra
furia llega al absurdo. Cuando el colérico nota que su agitación interior
necesita desahogo, tiene que buscar en lo posible situaciones exteriores
fáciles de manejar, y tratar de gastar sus energías de modo más vehemente en
acontecimientos y hechos de poco alcance. Si busca algo insignificante que no
le opone resistencia podrá encauzar su temperamento colérico unilateral por
buen camino.
Al darnos cuenta de que
la melancolía nos quiere vencer procuraremos crear obstáculos exteriores
justificados, con la voluntad de emprenderlos íntimamente. De esta manera
desviaremos nuestro interior hacia el dolor y nuestra tristeza hacia objetos
que están fuera de nosotros. La razón está capacitada para hacerlo. El
temperamento melancólico no debe pasar con indiferencia al lado de los dolores
y los sufrimientos, sino que tiene que buscarlos, tiene que compartirlos para
que su dolor propio sea desviado hacia las cosas y circunstancias legítimas.
Para el flemático,
que no concede atención a nada, conviene que se ocupe mejor de asuntos de poco
interés y que se rodee con toda clase de cosas que le aburran. Cuanto más se
aburra mejor, de esta manera se curará a fondo de su flema, se sacará del todo
el hábito flemático. Al flemático le sienta bien elegir con su raciocinio cosas
indignas de atención. Tiene que buscar tareas que justifiquen su flema, y
permitan que le dé rienda suelta. De esta manera vencerá la flema incluso
cuando amenace con proliferar desmesuradamente.
De este modo contamos
siempre con lo que existe, y no con lo que no existe. Quienes se tienen por
realistas, creen por ejemplo, que lo mejor para el melancólico es procurarle lo
contrario a su temperamento, pero quien piense verdaderamente en forma realista
apela a lo que ya existe en él.
Así ven ustedes que la
ciencia espiritual no nos quiere abstraer de la vida real, sino que paso a paso
iluminará nuestro camino hacia la verdad, nos enseñará a poner atención en lo
real y verdadero de la vida. Fantasiosos son los hombres que permanecen
adheridos a las apariencias sensibles externas. Tenemos que penetrar más
profundamente, si queremos llegar a la realidad. Adquiriremos comprensión para
la gran variedad de la vida si nos adentramos en estos estudios.
Nuestro sentido práctico
se individualizará cada vez más, si no nos vemos precisados a usar una receta
general del tipo de: ¡No debes curar la volubilidad con la seriedad! En su
lugar preguntaremos ¿cómo son esas cualidades que tenemos que avivar en el
hombre? Si este es el enigma máximo de la vida, y si abrigamos la esperanza de
que se nos solucione este enigma humano, tenemos que recurrir a la ciencia
espiritual, que es la única que lo puede resolver. No sólo el ser humano en
general es un enigma, sino que cada individuo que encontramos en la vida, cada
nuevo ser, nos ofrece un nuevo enigma, el que, por supuesto, no podemos
descifrar con nuestro pensamiento racional. Tenemos que dirigirnos a la
individualidad, donde la ciencia espiritual puede obrar desde el núcleo más
íntimo de nuestro ser; podemos hacer de la ciencia espiritual el impulso máximo
de nuestra vida. Mientras esta ciencia sea tan sólo teoría, no tiene valor
alguno. Debe ser aplicada a la vida de los hombres. El camino es posible, pero
también es largo. Se ilumina cuando conduce a la realidad, nuestras ideas se
transforman y nos damos cuenta de ello, las cogniciones se transmutan. Es un
prejuicio creer que los conocimientos tienen que permanecer abstractos, puesto
que entrando en lo espiritual, compenetran todo el trabajo de nuestra vida, y
la vida misma. Nos enfrentamos con ella teniendo conocimientos acerca de la
individualidad, que penetran y se expresan en las sensaciones y sentimientos, e
inspiran estima y respeto. Es cierto que los patrones no ofrecen dificultad al
conocimiento, y también es fácil pensar que la vida se puede conducir según un
molde, pero la vida no se deja manejar así. Aquí sólo puede intervenir el
conocimiento que se transforma en un sentir, en el tacto que se necesita para
tratar con la individualidad en todos los aspectos de la vida. Un conocimiento
espiritual concienzudo inspirará nuestro sentir de tal modo que podremos
obtener un juicio correcto del enigma que nos ofrece cada persona particular.
¿Cómo resolvemos este
enigma que nos presenta el hombre individual? Lo resolveremos al ponernos en
contacto con él de manera que surja armonía entre ambos. Si nos compenetramos
así, se podrá develar para nosotros el enigma fundamental que presenta cada
hombre particular. No se develará con ideas y nociones abstractas. El
enigma humano en general sólo se revela en imágenes y nunca por conceptos y
razonamientos abstractos; sino que tenemos que enfrentarnos a cada
individualidad en particular, mostrándole una verdadera comprensión. Mas esto
se logra únicamente si sabemos lo que vive en el fondo del alma. La ciencia
espiritual es algo que se infiltra lenta y paulatinamente en toda nuestra alma,
de manera que no sólo hace que el alma se sensibilice para las conexiones más
grandes sino también para los detalles más sutiles. En la ciencia espiritual
ocurre que, cuando un alma se encuentra frente a otra que pide amor, se lo
brinda. Si exige otra cosa, también se lo dará. Una sabiduría verdadera de la
vida como ésta, crea fundamentos sociales. Esto significa solucionar enigmas a
cada instante. La antroposofía no obra ni por prédicas y sermones morales, ni
por buenos consejos, sino creando una base social en la que el hombre puede
conocer al hombre.
La ciencia espiritual es
verdaderamente el principio fundamental de la vida. Y el amor es flor y fruto
de una vida inspirada por la ciencia espiritual. De allí que ella pueda decir
que cimenta la base para lo más hermoso del designio humano: el amor,
verdadero, legítimo. La ciencia espiritual nos debería enseñar el arte de vivir
en nuestra conducta frente a los hombres, en nuestro sentir fraternal, en la
manera en que nos acercamos a ellos. Si dejáramos afluir vida y amor a nuestro
sentir y percibir, la vida humana se convertiría en una expresión hermosa de
los frutos de la ciencia espiritual.
Mediante la ciencia
espiritual llegamos a conocer al hombre individual en todos sus aspectos. Ya al
niño podemos comprenderlo verdaderamente, si aprendemos paso a paso a valorar y
respetar el enigma de la individualidad, su particularidad, y aprendemos
también cómo tenemos que tratar en la vida la naturaleza individual, puesto que
la ciencia espiritual no nos da sólo directivas racionales generales, sino las
pautas de cómo nuestro comportamiento con los hombres puede llegar a solventar
los enigmas que hay que solucionar: Amemos al hombre tal como debemos amarlo,
no lo estudiemos sólo con el frío raciocinio, dejemos que él obre en nosotros,
y dejemos que nuestros conocimientos de la ciencia espiritual pongan alas y
calor a nuestros sentimientos y a nuestro amor, esta es la verdadera base para
el verdadero, fructífero y legítimo amor humano. Es el fundamento también, que
nos enseña a conocer lo que tenemos que buscar como verdadero núcleo humano de
la naturaleza humana, en cada ser humano en particular. Y si nos compenetramos
de conocimiento espiritual, se regulará nuestra vida social de modo que cada
uno de nosotros aprenderá a ordenar su comportamiento para con su semejante,
enfrentando con estima, respeto y comprensión, el enigma del hombre. Sólo quien
ve desde un principio en abstracciones puede hablar de conceptos insípidos,
pero quien aspira a un conocimiento verdadero, lo hallará y hallará también el
camino hacia otro hombre, encontrará la solución del enigma del otro, en su
propia conducta y comportamiento.
Solucionamos el enigma
individual en nuestra actitud frente a los otros. No encontramos el núcleo
esencial del otro sin una concepción de la vida que surge del espíritu. La
ciencia espiritual debe ser para nosotros una praxis, enteramente vida, y no
seca teoría.
Estas son cogniciones que
pueden obrar, compenetrando al hombre hasta en las últimas fibras, pueden
dominar todo el hacer en la vida. Estas reflexiones acerca de las cualidades
particulares íntimas del hombre, los temperamentos, nos mostraron en especial
cómo la ciencia espiritual se convierte en el real arte de vivir. Lo más bello
nace de hombre a hombre, cuando lo miramos a los ojos, y no sólo sabemos
solucionar el enigma, sino que sabemos amar; el amor fluye de individualidad a
individualidad. La ciencia espiritual no necesita pruebas teóricas, las pruebas
las aporta la vida. El investigador espiritual sabe que para todo se puede
aducir un pro y un contra, que todo se puede objetar. Las pruebas reales,
empero, son las que trae la vida, y la vida sólo podrá mostrar paso a paso la
verdad de lo que pensamos, cuando miramos al hombre con el conocimiento
espiritual, porque esta verdad es un conocer armónico, vital y ferviente que
penetra en los misterios más profundos de la existencia.
Rudolf Steiner
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