"Entonces conocí a Brenda. Aquella primera vez, como en la mayoría de nuestros encuentros posteriores, estaba inconsciente. Brenda había acudido a urgencias tras padecer varios ataques epilépticos. El médico de guardia la había examinado y había dispuesto que la ingresaran.
Estábamos en la planta cuando llegó. Todo el mundo retrocedió del susto al ver la camilla avanzando a toda prisa por el pasillo hacia nosotros. Brenda había permanecido estable en urgencias, pero, mientras el camillero la conducía a la sala de ingresos, le habían vuelto a comenzar las convulsiones. El camillero y la enfermera que la acompañaban habían echado a correr. En la sala se le colocó enseguida una máscara de oxígeno, mientras dos enfermeras intentaban sin éxito ponerla sobre un costado. La camilla había detenido su avance frente a la sala de enfermería y el resto de los pacientes y sus familiares se asomaban para curiosear qué sucedía. Apareció entonces una enfermera con una jeringuilla cargada de diazepam y me la entregó para que se la administrase a Brenda. Intenté agarrarle el brazo, pero, con la agitación, se me escapaba todo el rato de la mano.
Acudió un segundo médico a ayudarme y logramos sujetarle el brazo, pese a que se rebelaba contra nosotros. Le administré despacio la inyección. Nos apartamos y esperamos a que hiciera efecto, pero no se produjo ningún cambio. Notaba todos aquellos ojos clavándoseme en la nuca y sentí un gran alivio cuando el otro médico solicitó a gritos que llamaran al anestesista. Brenda llevaba experimentando convulsiones intermitentes durante diez minutos cuando llegó el equipo de cuidados intensivos; el único medicamento que podíamos suministrarle de manera segura en aquella sala se lo habíamos administrado ya dos veces, en vano. Toda la sala suspiró de alivio al ver al camillero y al anestesista darle la vuelta a la camilla de Brenda y llevársela de allí a toda prisa.
Me costó reconocer a Brenda cuando la vi al día siguiente. Estaba en la unidad de cuidados intensivos, intubada, con la respiración controlada mediante un ventilador. Un segundo tubo le entraba por la nariz y descendía hasta su estómago. Tenía los ojos cerrados con esparadrapo y el cabello recogido en una coleta bien tensa. Seguía teniendo convulsiones descontroladas, motivo por el cual se le había inducido un coma. Cada vez que el médico de cuidados intensivos probaba a retirarle la sedación y despertarla, las convulsiones comenzaban de nuevo. Durante los dos días que siguieron se le administraron medicamentos antiepilépticos en dosis cada vez más elevadas. Y en el transcurso de aquellos dos días, Brenda se volvió cada vez más irreconocible. Su piel se volvió cerúlea y pálida y se le hinchó muchísimo el estómago, pero las convulsiones no mejoraban.
Al quinto día nos reunimos todos alrededor de su cama y la observamos. La especialista en neurología había solicitado estar presente la siguiente vez que le retiraran la sedación. Al cabo de solo diez minutos empezaron a aparecer las primeras señales del despertar de Brenda. Tosió mientras intentaba arrancarse el tubo de respiración y empezó a aferrarse con las manos a cualquier cosa que estuviera a su alcance.
—Brenda, ¿cómo te encuentras? Estás en el hospital, todo está controlado —la tranquilizó la enfermera con un apretoncito en la mano.
Brenda abrió los ojos con un rápido parpadeo y volvió a estirar del tubo de respiración.
—¿Podemos retirárselo? —preguntó la enfermera, pero el médico de cuidados intensivos contestó que todavía no.
Brenda miró fijamente a los ojos a la enfermera, a quien identificó al instante como la persona más amable de aquella habitación. Tosió y se le empezaron a deslizar lágrimas por el rostro.
—Has tenido un ataque epiléptico, pero ya ha pasado.
La pierna izquierda de Brenda empezaba a temblar de nuevo.
—Vuelve a tener convulsiones. ¿La sedamos otra vez? —preguntó alguien.
—No —respondió la neuróloga especialista.
Para entonces, el temblor se había propagado a la otra pierna y se había vuelto más virulento. Brenda, que había abierto los ojos en señal de alerta, volvió a cerrarlos despacio. A medida que las convulsiones fueron subiéndole por el cuerpo, la máquina que calculaba el descenso de sus niveles de oxígeno empezó a pitar tras ella.
—¿Ya? —inquirió una voz tensa, con una jeringuilla cargada en mano, lista para inyectarla.
—Esto no es un ataque epiléptico —respondió la especialista, tras lo cual se produjo un intercambio de miradas—. Retírenle el tubo traqueal —añadió.
—Pero la saturación de oxígeno ha descendido —replicó alguien.
—Sí, porque contiene la respiración. Respirará de nuevo dentro de un momento.
Con el rostro rojo, Brenda arqueó la espalda hacia atrás mientras sus extremidades se agitaban violentamente. Permanecimos todos alrededor de su cama, conteniendo también la respiración, por empatía.
—Esto no es un ataque epiléptico, es un pseudoataque —informó la neuróloga, y mientras lo hacía, para nuestro inmenso alivio, Brenda tomó una respiración profunda.
Media hora más tarde, Brenda estaba consciente y sentada en la cama, con grandes lagrimones resbalándole por las mejillas. Aquélla fue la última vez que la vi y la única en que la vi plenamente consciente. Brenda y yo nunca intercambiamos una palabra.
Más tarde, aquel mismo día, mientras me hallaba en la sala del hospital donde los médicos tomábamos el café, con otros colegas en prácticas, les expliqué el caso de Brenda.
—¿Sabéis esa mujer que ha estado anestesiada gran parte de la semana en cuidados intensivos? Pues al final no tiene epilepsia. ¡No le pasaba nada!
Transcurrirían varios años antes de que yo fuera consciente del peligro que había afrontado Brenda. Y aún tardé algo más en entender lo injustas que habían sido mis palabras hacia ella. A lo largo de mi formación posterior comencé a entender mejor los trastornos psicosomáticos. Sin embargo, hasta que no completé las prácticas no acabé de madurar como médico."
Suzanne O’Sullivan
Todo está en tu cabeza
Tomada del libro No hagas montañas de granos de arena (y todo son granos de arena) de Rafael Santandreu, página 3
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