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Nadie puede decirte por qué
la temporada no espera;
la noche en que te dije
que debía partir, sollozaste de una forma aterradora
para quedarte hasta tarde despierta.
Ahora que el abanico está girando,
damos nuestro paseo
entre las flores municipales,
robamos una de su tallo,
tratamos de conversar.
Resollamos como gigantes bocones
dispersando con nuestro aliento
grises dientes de leones;
secuela de helados vientos es la primavera.
Dice el poeta.
Pero los ásteres, también, están grises,
un gris fantasmal. El frío de la noche pasada
pone en camino a
petunias y enanas caléndulas,
jorobadas y viejas.
Como nervios sujetos en un gráfico,
la escarcha ha borrado a
la mitad de la vid de campanillas
aun garabateada a través de sus rígidos cordeles.
Como líneas rotas
de versos que no puedo componer.
En su telar enmarañado
encontramos una flor para llevar,
con algunos capullos tardíos que quizás florezcan,
de vuelta a tu habitación.
Viene la noche y el rocío se endurece.
Me cuentan que la hija de un amigo lloraba
porque un grillo, quien
había trovado toda la noche frente
a su ventana, ha muerto.
W. D. Snodgrass
La aguja del corazón
Quien roba mi buen nombre
A la persona que obtuvo mi número de tarjeta débito y gastó $11,000 en cinco días
Mi pálida hijastra, recién salida del bus escolar,
masculló: “¡Bueno, esta es la última vez que digo que mi apellido
es Snodgrass!”. Así pues, que ese anónimo
varón mexicano que pródigamente reclama
mis líneas de clan, identidad y los dieciséis
dígitos que desbloquean mi cuenta bancaria,
se lo piense dos veces. Que menos que un nombre propio
ha sido tomado por tres exesposas, cada una por un monto
que excede todo lo que usted ha despilfarrado, cada una más que contenta
por cambiárselo de nuevo. Ese apellido que usted finge
puede tener más consecuencias que recibir burlas
de niños tontos o ser rastreado por detectives bancarios.
No subestime su historia: uno de los nuestros tocó
piano en la transmisión semanal de su prisión;
uno se enriqueció en un fraudulento quiz show; uno hizo
un desastre que costó la Serie Mundial. Mi propio pasado
lo podría someter a culpa por asociación:
si escribe algo más que cheques falsos,
abandone toda esperanza de ser publicado en una gran editorial
o premios —los críticos rehúyen del nombre como al sexo
sin condón. Quienquiera que roba mi cartera
ayuda a encadenarme de nuevo a mi mesa de escribir
para diversión y lucro. Así que reciba las gracias con mi maldición:
que su seudónimo lo ayude a enviarlo a su pluma.
W. D. Snodgrass
Sentado afuera
Estas sillas de jardín y la chaise lounge
de voluminosa madera de secuoya fueron compradas para mi padre
hace veinte años, luego desplomadas en el patio
adonde él iba raras veces cuando aún podía trabajar
y nunca se quedaba un largo rato. Su brazo izquierdo
en un cabestrillo, luego talado, ahí fumaba o dormía
mientras el tiempo duraba, miraba qué autos pasaban,
leía los reportes de la bolsa, contaba pastillas,
luego dormitaba de nuevo. Yo no fui allá
en esas últimas semanas, harto de los delirios
que ellos aún tenían, su charla de planes
para algún tour en bote o un viaje a las Bahamas
una vez que se hubiera recuperado. Bajo nuestros sauces,
a este viejo conjunto le ha ido bien: nos hemos sentado en compañía,
leído o tomado notas —aunque los apoyabrazos
se ponen secos y astillosos o las llantas se caen
por lo que todo el armazón se debilita si se arrastra
a través del áspero terreno. Claro que los árboles,
también, pueden no durar: las hojas se huracanan,
las ramas se quiebran, la corteza perforada
se separa, luego se desprende. Yo mismo tengo un hijo
con cosas por las que preocuparme. A veces pienso
desde que me retiré, sentado aquí a la sombra
y sintiendo los vientos virar, que debo de haber estado lleno
de un pavor infantil de que podías encontrar a alguien muriendo
si te acercabas demasiado. Y no puedes estar seguro del todo.
W. D. Snodgrass
Una casa con llave
Mientras conducíamos de regreso, cruzando la colina,
la casa aún
oculta entre los árboles, yo siempre pensaba
—un miedo de tonto— que podría haberse encendido
en llamas, alguien podría haber penetrado.
Como si las cosas debieran de ser
demasiado buenas aquí. Aún, siempre la encontrábamos
bien asegurada, sana y salva.
Mencioné eso, una vez, a manera de chiste;
hablamos, sin lugar a dudas,
sobre lo absurdo
de temerle a la envidia de un dios arisco
de nuestra buena fortuna. Desde la granja
de al lado, nuestros vecinos no vieron que algún mal
llegara a las cosas que queríamos aquí.
¿Qué teníamos que temer?
Tal vez debí haber pensado: todas
esas cosas se pudren, caen
—graneros, casas, muebles.
Los dos somos más fuertes que lo que éramos
separados; hemos crecido
juntos. Todo lo que poseemos
puede arder; sabemos lo que cuenta —una idea
de ese estilo. Dijimos tanto.
Hemos visto a amigos llevados a la traición;
sintieron que el amor les vació
algún yo que necesitaban.
Habíamos dicho que el amor, como un brote, puede alimentarse
del odio que entregamos y disfrazamos;
nos advertimos. Que tú podrías despreciarme
—odiar todo lo que más amamos—
ninguno de los dos lo pudo haber adivinado.
La casa aún está en pie, con llave, como estuvo en pie
sin ser tocada unos buenos
dos años después de que partiste.
Algunas cosas se perdieron en el acuerdo;
algunas cosas se escabulleron. Suficiente ha quedado
para que yo vuelva algunas veces. El robo
y el vandalismo eran de nosotros.
Tal vez debimos haberlo sabido.
W. D. Snodgrass
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