CONTEXTO (2017)
En el noticiero de la noche vemos que el presidente
es entrevistado por un tipo con cabeza de pájaro.
Debe ser una de las noches más frías del año.
Hemos prendido la estufa y estamos tapados
hasta el cuello.
Mi esposa pregunta
si la cabeza del entrevistador representa
a un cóndor o a un gallinazo.
No sé, respondo, y
subo el volumen para que el contexto
(las cosas que dicen)
nos ayude a sacar alguna conclusión.
Pero todo
lo que brota
del parlante
es muy feo, por eso el entrevistador parece
pronto hiperventilado
y acerca su cabeza a la cabeza del presidente
y le clava el pico en un ojo.
La sangre
salta
hasta cubrir
la pantalla, como
una cortina pesada y
roja.
Y no nos queda más
que apagar. Y volver sobre esa tarde de marzo
en que la luz era de un brillo
dorado
limpio. Y en la que mi hijo de cinco años
corría entre los muebles, y se carcajeaba,
y tiraba al aire una pepa de palta
que giraba como un pequeño planeta
o de repente solo como un país.
Un país
arrasado.
Un país o una pepa de palta
que debería seguir girando
en el aire del departamento, cada vez
más lentamente, hasta el punto de convertirse
en la única excepción del mundo
a la ley de gravedad.
Diego Otero
EL DESPEGUE
Si no fuera porque somos nosotros los que estamos adentro,
dijo el Capitán,
se podría pensar que todo esto es, bueno, un poco
ridículo.
Aunque la palabra clave es desafío: la palabra
que nunca oiremos pronunciar en
la cabina–
La tripulación
suele estar más interesada en otras, como por ejemplo inspiración
o fe.
Lo importante –así
de arbitraria es la poesía– es que éste
es el avión más grande concebido por
la mente humana. No tiene
asientos, ni cinturones de seguridad,
ni nada de eso. Es como un gran salón vacío
y está aquí: en Lima,
en esta parte más bien picante de
Sudamérica.
¿Que por qué está aquí?,
en verdad
no tengo idea. Supongo que desaparecer
es una forma de turismo
peculiar–
y las preguntas difíciles son servidas
siempre
luego del postre.
Los gigantes remaches de acero sobre la redondez
un poco exagerada
de las alas,
las turbinas,
el fuselaje.
Cualquiera diría que el hecho de que las ruedas giren
y aún no despeguemos
no tiene en realidad la menor importancia.
(También podríamos preguntarnos
qué puede ser equivalente a pellizcarse un brazo
cuando estamos encerrados en una pesadilla
en la que no hay tacto).
El Capitán suda, respira con fuerza,
se frota las manos
como una mosca
mientras contempla la peligrosa belleza
del tablero de mando.
El Capitán
sabe, desde luego, que podría quedarse sin trabajo
si los pasajeros se pusieran repentinamente sentimentales
y empezaran a notar
cómo de pronto les brotan unas horribles plumas
de la cara y
de las manos
o cómo el cuerpo
se les encorva en un breve
temblor
y define su postura de ave rapaz
o de carroña–
y no estamos hablando de moral
sino de apetito.
Pero ninguna de esas cosas sucede,
desde luego.
Allá están todos. El gordo Alfonso con sus gruesos anteojos
de carey
y su camisa celeste,
y esa casaca siempre demasiado delgada
para la estación.
O el vecino de la casa amarilla
que parecía existir solo para regar su metro y medio de jardín.
(Ahora camina unos pasos con las manos atrás,
y puedo ver su pelo canoso, desordenado, y sus ojos
fríos pero turbios
como una pecera de peces muertos).
O mi papá levantando la mano y protegiéndose del sol.
(Alcanzo a escuchar
que le dice algo a mi hermano acerca del volumen del aparato,
acerca del amplio recorrido
antes del despegue. O eso
me parece).
¿Y yo?, yo quiero hacerme el duro,
pero a mí también me hiere la luz. Y me hace sentir un poco avergonzado.
Y cuando pienso que el movimiento debe ser
por fin hacia arriba
la gravedad
se apodera de todo
y la inmensa masa metálica vira pesadamente
hacia la izquierda–
se abren solas unas puertas
que jamás había visto
y estamos
en la calle.
Desde los autos
y las veredas
surgen ojos que observan la escena como si observaran una hoja caída
volviendo ingenuamente
a la rama desnuda–
las alas parecen rozar
los letreros y los postes de luz.
Entonces pienso que debería escribir algo
sobre la pequeña voluntad
y el gran deseo–
pero no lo hago.
Le miro las piernas a una aeromoza y ella sonríe,
y en un susurro impostado
me dice:
Al final de la pista no hay literatura.
Diego Otero
POEMA NEGRO
En los últimos años he descubierto que me gustan las novelas policiales.
Me gusta su belleza fácil.
También me identifico con el detective, vanidosamente.
Y tengo miedo,
mucho,
pero ruego que el miedo no entorpezca mi estilo: no me prive
del comentario irónico cuando me pongan el cañón
del arma
en la frente.
En términos generales diría
que intento parecer un tipo elegante que se hunde
en un abismo soleado y caluroso.
(Solo consigo lo segundo: el
hundimiento).
Y
mientras caigo voy combatiendo con el mal.
El mal es una ciudad parecida a Los Ángeles o
a Lima o a tantas otras. El mal se manifiesta
en los pensamientos o en el movimiento
de labios y el intercambio de cosas. El mal tiene
tentáculos invisibles (representantes, sucursales)
que agarran del cuello
a todas las personas (que quieren ser) honorables, y
pronto
nos vemos doblegados, de rodillas, igual que el
pobre investigador privado Philip Marlowe, que no tiene
donde caerse muerto y
precisamente por eso
se levanta con escaso equilibrio y se alista
para escupir en la cara de los cerdos que lo vienen
aplastando.
¿Pero de verdad escupes, Marlowe?
¿O crees que has escupido porque susurraste un par de
palabras y moviste los brazos airadamente?
Como sea, estás ahí: en el escenario de los bares, las avenidas
y las luces furiosas de los autos. Y la perspectiva
que todo va adquiriendo es oscura
y promete diversión.
Diego Otero
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