"La ve caminar calle abajo, darse la vuelta dos veces más y desaparecer en la esquina. Entonces vuelve a acostarse junto al muro. Recoge su cuerpo y dobla las patas delanteras hacia adentro para enfrentar la frigidez de la noche que comienza a lamerle el abrigo con empeño.
Desde su estación de espera, alcanza a detectar entre los árboles a dos recicladoras que hurgan las bolsas de basura y recogen las latas que la gente dejó tiradas en el parque. Nota a tres hombres entrar a los edificios aledaños a cumplir sus turnos de vigilancia y a los que ya terminaron el trabajo y se alejan. De vez en cuando cierra los ojos, pero quién sabe si descansa. Parece que la preocupación le interrumpe las siestas. Quizás nunca haya escuchado la bulla de los gorriones y las mirlas como en esa madrugada, pues desde que nació está acostumbrada a amanecer en el encierro acolchonado de una casa con tapetes y puerta. Cuando empieza a clarear se pone a mordisquear la correa que la ata a la reja con la misma entrega que mostraba cuando era cachorra y quería rebelarse de la atadura. Mastica por largo rato con sus colmillos robustos la cuerda de plástico hasta que logra romperla.
En libertad sacude el lomo, zarandea el rocío de su pelambre y cruza la calle para adentrarse en el parque, que a esas horas aún no atraviesa nadie. Orina en los surcos de agapantos en flor. Busca agua en los vasos que la gente dejó en el prado. Lame las migajas de un paquete de comida que encuentra debajo de los columpios. Camina por entre los árboles olisqueando rastros, pero esta vez no carga sobre el lomo la emoción curiosa de antaño, el deseo implacable de quedarse por horas descifrando los anales de la tierra. Esta vez no la embiste la exaltación que le daba cuando la sacaban a pasear por el parque de su barrio, aunque es la primera vez que está suelta en un prado. Al poco rato regresa a la reja en que la correa rasgada la espera."
María Ospina Pizano
Solo un poco aquí
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