—De acuerdo —prosiguió—, ¿el símbolo religioso más común? ¿Alguna suposición?
—Lo han visto ustedes muchas veces —insistió—. ¿Tal vez en las representaciones del dios egipcio Horajti? —Se quedó un momento callado—. ¿O quizá en el relicario del rey budista Kanishka? ¿O en el célebre Cristo Pantocrátor?
Silencio. Miradas inexpresivas.
«Vaya —pensó Langdon—. Definitivamente, un público de ciencias».
—También aparece en cientos de las más celebradas pinturas del Renacimiento: en la segunda Virgen de las rocas, de Leonardo da Vinci, en la Anunciación, de Fra Angelico, en la Lamentación sobre Cristo muerto, de Giotto, en la Tentación de Cristo, de Tiziano, y en incontables representaciones de la Virgen María con el Niño Jesús.
Todavía nada.
—El símbolo al que estoy refiriéndome —dijo— es el halo.
Katherine sonrió. Efectivamente, sabía que esa sería la respuesta.
—El halo —siguió Langdon— es el disco de luz que aparece sobre la cabeza de un ser iluminado. En el cristianismo portan halos Jesús, María y los santos. Retrocediendo más en el tiempo, un disco solar se cierne sobre la cabeza del antiguo dios egipcio Ra, y en las religiones orientales un nimbo aparece sobre Buda y las deidades hindúes.
—Debería añadir —continuó él mientras el público reía apreciativamente— que existen halos de todas las formas, los tamaños y las representaciones artísticas. Algunos son discos de oro sólidos, otros son transparentes y algunos son incluso cuadrados. Las escrituras judías antiguas describen la cabeza de Moisés rodeada por una hila, la palabra hebrea para «halo» o «emanación de luz». En algunas formas especializadas, los halos emanan rayos de luz, largos haces relucientes que la cabeza irradia en todas direcciones. —Langdon se volvió hacia Katherine con una sonrisa pícara y extendió el micrófono en su dirección—. ¿A lo mejor la doctora Solomon sabe qué nombre recibe este tipo de halo?
—Una corona radiada —respondió ella al instante.
«Alguien ha hecho la tarea». Langdon volvió a acercarse el micrófono a los labios.
—En efecto. Las coronas radiadas son un símbolo particularmente significativo. Aparecen a lo largo de la historia adornando las cabezas de Horus, Helios, Ptolomeo, Julio César…, o incluso la del imponente Coloso de Rodas. —Sonrió con complicidad al público—. Pocas personas son conscientes de ello, pero el objeto más fotografiado de toda Nueva York resulta ser una corona radiada.
Miradas de desconcierto, incluso de Katherine.
—¿Alguna suposición? —preguntó entonces—. ¿Ninguno de ustedes ha fotografiado la corona radiada que se eleva casi cien metros por encima del puerto de Nueva York? —Langdon esperó mientras un murmullo de reconocimiento se extendía entre el público.
—¡La Estatua de la Libertad! —exclamó alguien.
—Exacto. La Estatua de la Libertad lleva en la cabeza una corona radiada, ese símbolo universal que hemos usado a lo largo de la historia para identificar a individuos especiales a los que atribuimos una iluminación divina o un avanzado estado de… conciencia.
Dan Brown
El último secreto, página 11-12
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—Señora, ¿cómo definiría usted la conciencia?
La mujer se lo pensó un momento.
—Supongo que… ¿la percepción de mi propia existencia?
—Perfecto. ¿Y de dónde surge esa percepción?
—De mi cerebro, supongo —contestó la mujer—. De mis pensamientos, mis ideas, las cosas que imagino… La actividad cerebral es lo que me convierte en quien soy.
—Muy buena respuesta, gracias. —Katherine alzó la mirada hacia el público—. Podemos comenzar poniéndonos de acuerdo en lo esencial, pues. La conciencia emana del cerebro, ese órgano de poco más de un kilo que contiene ochenta y seis mil millones de neuronas y que se encuentra en nuestros cráneos. Lo cual significa que está localizada en el interior de nuestras cabezas.
La mayoría de la gente asintió.
—Maravilloso —dijo Katherine—. Acabamos de ponernos de acuerdo en el modelo de conciencia humana aceptado en la actualidad. —Un segundo después, exhaló un dramático suspiro—. El problema es que… este modelo es completamente erróneo. La conciencia humana no emana del cerebro; de hecho, ni siquiera está localizada en el interior de la cabeza.
Un estupefacto silencio sobrevoló la sala.
—Pero si mi conciencia no se encuentra localizada dentro de mi cabeza…, ¿dónde está? —preguntó la mujer con lentes de la primera fila.
—Me alegro de que me haga esa pregunta —había respondido Katherine sonriendo a la audiencia congregada—. Prepárense, damas y caballeros. Les espera una velada de lo más apasionante.
Dan Brown
El último secreto, página 13
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Estamos a punto de experimentar un cambio radical en nuestra comprensión del funcionamiento del cerebro, la naturaleza de la conciencia y, de hecho, la naturaleza de la realidad misma.
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—Esto es un DVD normal. Puede almacenar una cantidad impresionante de información, 4,7 gigabytes —siguió diciendo—, lo cual equivale a unas dos mil fotografías de alta definición. Ahora bien, ¿saben ustedes cuántos DVD serían necesarios para almacenar la memoria aproximada de un cerebro humano corriente? Les daré una pista: si los apilaran uno encima de otro superarían, con mucho, la altura de este edificio. —Al afirmar eso, señaló los altos techos del Salón de Vladislao—. De hecho, ¡la pila sería tan alta que alcanzaría la Estación Espacial Internacional!
Katherine se dio entonces unos golpecitos en la cabeza con un dedo.
—Nuestros cerebros almacenan millones de gigabytes de datos: imágenes, recuerdos, estudios, habilidades específicas, idiomas…, todo debidamente clasificado y organizado en un espacio diminuto. La tecnología moderna todavía requiere un almacén de datos para igualar esa capacidad.
En ese momento apagó el PowerPoint y se dirigió al centro del escenario.
—Los científicos materialistas siguen sin comprender cómo un órgano tan pequeño es capaz de contener una cantidad tan vasta de información. Y lo cierto es que estoy de acuerdo, parece una imposibilidad física…, razón por la cual no soy materialista.
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Los materialistas creían que todos los fenómenos, incluida la conciencia, solo podían explicarse en términos de materia física y sus interacciones. Según ellos, la conciencia era el resultado de una serie de procesos físicos: la actividad de las redes neuronales junto con otros procesos químicos que tenían lugar en el interior del cerebro. La concepción de los noéticos, en cambio, era infinitamente menos restringida. Estos creían que la conciencia no estaba creada por procesos cerebrales, sino que era un aspecto fundamental del universo —de forma similar al espacio, el tiempo o la energía—, y que ni tan siquiera se encontraba localizada dentro del cuerpo.
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No sentía miedo, tan solo una oleada de serenidad. No se parecía a nada que hubiera experimentado en su vida.
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«El universo se está burlando de mí», decidió mientras contemplaba la nube amorfa de pájaros que ondeaba en el cielo. Katherine había investigado el vuelo sincronizado de las bandadas de estorninos, y había declarado que ese fenómeno era una prueba científica de la conexión invisible entre los seres vivos.
—La separación es una ilusión —le había dicho Solomon a Jonas, en su comida del año anterior, mientras le mostraba un video de unos estorninos volando al unísono—. A este fenómeno se le llama sincronización conductual, y podemos encontrar múltiples ejemplos en la naturaleza.
A continuación había mostrado varios videos más: un banco de peces azules girando a derecha e izquierda en perfecta sincronía; una infinita manada de gacelas en plena migración, todas brincando y saltando al mismo tiempo; un enjambre de luciérnagas, iluminadas y parpadeando al unísono; un nido de cientos de tortugas marinas saliendo del huevo con apenas segundos de diferencia.
—Increíble —reconoció Faukman.
—A mí nunca deja de sorprenderme —dijo ella—. Hay científicos tradicionales que aseguran que la sincronización conductual no es más que una ilusión, y que estos organismos simplemente reaccionan unos con otros con tal rapidez que el desfase temporal nos resulta imperceptible. —Se encogió de hombros—. Por desgracia para ellos, un par de videocámaras de alta velocidad, vinculadas a relojes atómicos y situadas delante y detrás de un banco de peces, demostraron que su supuesto tiempo de reacción es menor que la velocidad de la luz.
—Ups —dijo Langdon.
—Exacto. —Katherine sonrió—. En nuestro actual modelo de la física eso es imposible. Existe, sin embargo, un punto de vista desde el que estas sincronizaciones no son milagrosas. Si, en vez de considerar que una bandada de estorninos es un conjunto de muchos pájaros individuales, lo vemos como un organismo completo, la sincronización es previsible. Los estorninos se mueven como uno solo porque son un solo sistema interconectado. Sin separación. Como las células individuales de tu cuerpo, que forman un todo integrado que eres tú.
Faukman estaba fascinado.
—Y creo que lo mismo es válido para cada uno de nosotros como seres humanos —explicó Katherine. La excitación era perceptible en su tono de voz—. Nos vemos a nosotros mismos como individuos aislados cuando, de hecho, somos parte de un organismo mucho más grande. La soledad que sentimos se debe a que no podemos ver la verdad: en realidad, formamos parte de un todo completo; la separación es una ilusión compartida.
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—Entiendo —dijo Faukman, que se esforzaba en seguir las explicaciones de Solomon.
—Según este modelo no local —prosiguió ella—, el cerebro no crea la conciencia, sino que más bien experimenta aquello que ya existe fuera de él. —Su mirada pasó de Faukman a Langdon y volvió al editor—. En lenguaje llano, nuestros cerebros interactúan con una matriz de percepción ya existente.
—¿Eso es lenguaje llano? —Faukman parecía divertido.
—Da las gracias —le dijo Langdon—. Podría arruinarnos la comida intentando explicar el paradigma dimensional triádico y vorticial.
—¿En serio, Robert? —replicó ella—. Un hombre con tu capacidad intelectual no debería tener problemas para comprender una realidad volumétrica de nueve dimensiones cuantificadas e integradas en una continuidad infinita.
El profesor puso los ojos en blanco.
—¿Ves lo que quiero decir?
—¡Chicos! —Faukman levantó las manos—. Paren el tren.
Langdon sirvió más vino mientras Katherine retomaba su explicación.
—Trataré de explicárselos del modo más sencillo posible. Miren ese altavoz. —Señaló un estante cercano sobre el cual había un pequeño altavoz inalámbrico que reproducía música clásica—. Imaginemos que Mozart viajara en el tiempo y se uniera a nuestra comida; sin duda, le sorprendería oír música procedente de esa pequeña caja. En su mundo no había grabaciones, de modo que cada vez que escuchaba música, había una orquesta presente. Al ver este altavoz, pues, podría concluir que hay una orquesta oculta detrás de la pared o, incluso, una orquesta en miniatura dentro del altavoz. Para él no habría otras explicaciones posibles; nunca podría concluir que unas silenciosas ondas de radio transmiten la música por el aire y que, de algún modo, el altavoz las recibe y las reproduce.
Faukman miró a su alrededor y se imaginó la sala llena de ondas de radio invisibles.
—Podríamos intentar explicarle nuestra realidad a Mozart —siguió diciendo ella—, pero carecería del marco de referencia necesario para comprenderla. Las técnicas de grabación más primitivas no se inventaron hasta pasados cien años de su muerte. A lo que voy con todo esto es a que estamos sentados a esta mesa, en el moderno Manhattan, y, sin embargo, explicarles la conciencia no local es algo parecido a tratar de describirle las ondas de radio a Mozart. En su realidad, la música solo procede de músicos que tocan instrumentos en directo; no existe ninguna otra posibilidad.
En la mesa reinó el silencio, mientras los dos hombres asimilaban las ideas que acababa de exponer Katherine.
—En nuestra realidad, en cambio, las cosas son distintas. —Se inclinó hacia delante—. En el mundo de la conciencia no local, la música está en todas partes; nuestros cerebros solo «sintonizan» con ella para poder oírla.
Faukman lo consideró durante largos segundos.
—¿Estás diciendo que la conciencia es como un servicio de streaming al cual están suscritos nuestros cerebros?
—Algo muy parecido… Diría que más bien es un dial de radio increíblemente grande. Imagina la conciencia como una nube infinita de ondas de radio. Tu cerebro viene a ser un receptor que sintoniza con su propia emisora. En tu caso, la emisora «Jonas Faukman».
El editor frunció el ceño.
—No quiero sonar como Mozart, pero eso parece… imposible.
—No estoy en desacuerdo —le dijo Langdon a Faukman—. Pero, para ser justos, muchos descubrimientos científicos al principio fueron considerados absurdos: el heliocentrismo, la esfericidad de la Tierra, la radiactividad, el universo en expansión, la teoría de los gérmenes, la epigenética y muchos otros. Desde un punto de vista histórico, muchas verdades importantes han empezado siendo consideradas imposibilidades absolutas. Y solo porque no podamos imaginar que algo pueda ser cierto no significa que no podamos observarlo. Los antiguos griegos proclamaron que la Tierra era redonda casi dos mil años antes de que Newton explicara cómo los océanos permanecían en su lugar gracias a la gravedad.
—Touché. —Faukman sonrió—. Ya debería haber aprendido que no puedo debatir con un profesor de Harvard.
—Creo que lo que Robert intenta decir —intervino Katherine— es que, si bien todavía estamos descubriendo cómo funciona exactamente la conciencia no local, lo que ya hemos conseguido demostrar es que se trata de una teoría que ofrece respuestas claras a una gran cantidad de fenómenos que, según el modelo actual, parecen incomprensibles.
—Ajá…
—Es más —continuó—, a diferencia de Mozart, tú tienes la ventaja de vivir en un mundo en el que interactúas a diario con un modelo muy parecido.
—¿Parecido a la conciencia no local? —A Faukman no se le ocurría ningún modelo homólogo.
—¿Y si te dijera que puedo incluir toda la información del mundo en una cajita del tamaño de una baraja de cartas? ¿Verdadero o falso?
—Imposible. Falso.
Katherine alzó su celular.
—Está todo aquí. ¿Qué quieres saber?
—Un razonamiento ingenioso… —concedió Faukman—, pero la información no se encuentra dentro del celular. Este necesita acceder a los datos contenidos en incontables bancos de datos desperdigados por todo el mundo.
—Exacto —asintió ella, y el editor se dio cuenta entonces de que Solomon lo estaba conduciendo a algún lado—. Un muy buen argumento. ¿Y si te dijera que puedo almacenar millones de gigabytes de datos en el interior de un órgano humano del tamaño de…, bueno, qué tal del de un cerebro?
Faukman frunció el ceño. «Eso ha sido muy rápido. Jaque mate en tres movimientos».
—Es la misma idea —declaró ella—. La inconcebible capacidad de almacenaje del cerebro humano es una imposibilidad física. Del mismo modo que lo es disponer de acceso a todas las canciones del mundo en un celular. No tiene sentido. A no ser que…
—A no ser que el cerebro esté accediendo a unos datos situados en otro lugar —admitió Faukman.
—Unos datos no locales —añadió Langdon impresionado.
—Exacto. —Katherine sonrió—. El cerebro no es más que un receptor inimaginablemente complejo y avanzado que escoge qué señales específicas quiere recibir de la nube de conciencia global existente. Igual que una señal wifi, las ondas de la conciencia global siempre están ahí, a nuestro alrededor, intactas, tanto si se accede a ellas como si no.
—Las civilizaciones antiguas postulaban algo muy parecido —intervino Langdon, consciente ahora de la miríada de paralelismos que había a lo largo de la historia—. Casi todas las tradiciones espirituales hacen referencia a una suerte de conciencia universal: el campo akáshico, la mente universal, la conciencia cósmica o el Reino de Dios, por nombrar algunas.
—¡Eso es! —exclamó Katherine—. Esta «nueva» teoría es, en realidad, análoga a algunas de nuestras creencias religiosas más antiguas.
A continuación describió cómo cada vez más descubrimientos en numerosos campos científicos, como la física de plasmas, las matemáticas no lineales o la antropología de la conciencia, respaldaban la idea de la conciencia no local. Nuevos conceptos como la superposición y el entrelazamiento desvelaban un universo en el que todas las cosas existían en todo momento en todas partes. En otras palabras, la naturaleza del universo estaba unificada, o, como el título de una película galardonada recientemente con varios premios Óscar describía con mucho acierto, existía Todo en todas partes al mismo tiempo.
—Lo que está dando mucho que hablar —continuó Katherine— es que este nuevo modelo proporciona explicaciones lógicas a todas las «anomalías paranormales» que han asolado el modelo tradicional durante tanto tiempo: la percepción extrasensorial, el síndrome del sabio repentino, la precognición, la visión ciega, las experiencias extracorporales… La lista es interminable.
—Pero ¿cómo puede ningún modelo explicar que un niño normal reciba un golpe en la cabeza con un bate de beisbol y, de repente, se convierta en un virtuoso violinista? —preguntó Faukman.
—Bueno, pues sucede. El síndrome del sabio repentino ha sido publicado en documentos médicos en numerosas ocasiones.
—¡Sí, he leído al respecto! —repuso él con una risa ahogada—. Pero siempre he optado por ignorarlo.
—Precisamente… —dijo la científica—, así es como los humanos solemos lidiar con los fenómenos que no encajan en nuestra realidad. Preferimos ignorar cualquier rareza ocasional en vez de admitir que todo nuestro modelo es incorrecto.
—Y ¿tú crees que la conciencia no local explica todo esto? ¿Lo de tener un accidente y de pronto ser capaz de hablar en mandarín con fluidez?
Katherine asintió.
—Así es. Imagina que tu cerebro es un receptor que funciona como la radio de un coche clásico, con diales físicos. Esta radio está sintonizada con tu emisora de rock habitual y recibes ese contenido, que conoces, con una señal clarísima. Un día, sin embargo, pasas por encima de un bache y la sacudida mueve el dial. Ahora, además de rock, también oyes, al mismo tiempo, al locutor español de una emisora completamente distinta.
Faukman parecía no tener claro qué estaba intentando decirle.
—¿Qué hace falta para convertirse en un violinista virtuoso? —preguntó entonces Katherine.
—Práctica —respondió Faukman.
—¿Y para convertirse en un gran golfista?
—Práctica.
—Y ¿por qué la práctica te convierte en mejor golfista?
—Te ayuda a desarrollar la memoria muscular y, con ello, mejoras tu swing.
—Incorrecto —dijo ella—. No existe lo que llamas memoria muscular. Es un oxímoron. Los músculos no tienen memoria. En realidad, cuando practicas, estás afinando el cerebro, reajustándolo poco a poco para recibir información de la conciencia universal con más claridad y mayor consistencia. De este modo, tu cerebro podrá ordenar a tus músculos que se contraigan siguiendo un determinado patrón y que, así, realicen la tarea de un modo perfecto.
Una vez más, Faukman arrugó el entrecejo.
—¿Sugieres que hay un canal de golf en la conciencia universal?
—Lo que digo es que ahí fuera ya existe todo, y que la práctica lo que hace es ayudar a aclarar la señal que tu cerebro está recibiendo. Así es como nos volvemos más habilidosos en algo: poco a poco adquirimos acceso a una nueva señal. Algunos cerebros nacen ya predispuestos a recibir una señal determinada, razón por la cual hay estrellas del atletismo, virtuosos y genios.
—Ajá…
—Y lo mismo es válido para mucha gente con ásperger u otros trastornos del espectro autista —añadió—. A menudo poseen receptores altamente especializados que les proporcionan acceso a habilidades y conocimientos extraordinarios, pero que al mismo tiempo les dificultan la ejecución de tareas rutinarias. Vendría a ser un poco como llevar prismáticos en vez de lentes; con ellos podrías ver más lejos que la mayoría, pero tus contornos inmediatos permanecerían borrosos.
«Una perspectiva única», pensó él.
—¿Y dices que este modelo también explica las experiencias extrasensoriales?
—Por completo —confirmó Katherine—. Esa «sensibilidad extra» que atribuimos a dichas experiencias no es más que un cerebro sintonizando información que acostumbra a ser filtrada. Según esta nueva teoría, cuando tienes una intuición o un presentimiento, es como si esa radio del coche sintonizara por un instante una emisora distinta que habitualmente no recibe. En algunos casos, si el cerebro recibe varias emisoras con demasiada claridad, la experiencia puede llegar a resultar muy confusa, incluso debilitante. Esquizofrenia, trastorno de identidad disociativo, voces en la cabeza…, todos estos trastornos pueden explicarse con este modelo.
—Fascinante —intervino Langdon—. ¿Y un fenómeno como la precognición?
—A veces, las ondas de radio de las emisoras rebotan de un lado a otro de la atmósfera, creando ecos y demoras temporales —respondió ella—. Según este modelo, estos sucesos se manifiestan en nuestras mentes como déjà vu o, en el caso contrario, como precognición.
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Esa idea despertó la curiosidad de Langdon.
—¿Estás diciendo que nuestra memoria funciona como un sistema de computación en la nube, y que toda la información está almacenada en alguna parte…, esperando a que accedamos a ella?
—Así es. Básicamente, tu memoria eidética posee un mecanismo superior para manejar determinados datos. Tú cuentas con un sofisticado receptor que está afinado para acceder, en especial, a imágenes. —Sonrió—. Aunque quizá está menos sintonizado con cuestiones que requieren fe y confianza…
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«¡Un momento! —había pensado Langdon desconcertado—. ¿Es posible estudiar después de un examen? ¿El futuro afecta al pasado?».
Perplejo, el profesor había acudido con los resultados de Bem a un colega del departamento de Física —un graduado en Oxford que solía llevar pajarita llamado Townley Chisholm—, que ni siquiera se inmutó. Este le aseguró que, en efecto, la «retrocausalidad» era real y que había sido observada en numerosos experimentos, incluido uno llamado borrador cuántico de elección retardada.
Chisholm lo describió como «una versión modificada del experimento de la doble rendija». El original, Langdon lo sabía, había dejado perplejo al mundo al demostrar que la luz que viajaba a través de una barrera con dos rendijas podía hacerlo como partícula o como onda, y que, por inconcebible que pudiera parecer, todo apuntaba a que «decidía» cómo hacerlo en base a si alguien la observaba.
La versión de la «elección retardada», le explicó el físico, incorporaba el uso de fotones entrelazados y de espejos para «retrasar» de forma efectiva la decisión de observar la luz o no hasta que esta hubiera revelado cómo iba a actuar. En otras palabras: los científicos obligaban a la luz a reaccionar a una decisión que todavía no se había tomado. El alucinante resultado era que la luz no se dejaba engañar; de algún modo, anticipaba qué elección iba a tomar el observador, como si el universo ya supiera qué iba a pasar antes de que hubiera ocurrido.
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—Y no eres el único —contestó Katherine—. Deberías ver cómo reaccionan mis visitas a la placa que tengo sobre el escritorio. En ella puede leerse: «Las experiencias de hoy son resultado de las decisiones de mañana».
Por más que Langdon intentara abrir su mente a la retrocausalidad, le resultaba imposible de aceptar.
—Pero ¡no tiene ningún sentido que el tiempo se mueva hacia atrás! Debe de haber otra explicación…
—La hay, pero tampoco te gustará demasiado —respondió ella—. La otra posibilidad es que todos los locos que defendemos la idea de la conciencia universal tengamos razón… y el universo ya sepa todo lo que va a suceder. Desde este punto de vista, no estaría sujeto a un tiempo lineal, tal como lo percibimos los humanos, sino que operaría como un todo eterno en el que coexisten pasado, presente y futuro.
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—De acuerdo, ¿y la conciencia…?
—La conciencia no es un órgano del cuerpo. La conciencia existe en el reino cuántico, y resulta, por tanto, extremadamente difícil observarla de un modo predecible y repetible. Puedes usar tu conciencia para observar una pelota botando, pero si la usas para observar tu propia conciencia, entras en un bucle infinito; es como intentar ver de qué color son tus ojos sin usar un espejo: por más inteligente o persistente que seas, no lograrás hacerlo porque no puedes ver tus ojos con tus ojos, del mismo modo que no puedes observar tu conciencia con tu conciencia.
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—Me recuerda al modo en el que nos despertamos por las mañanas, abriendo despacio los ojos para darles tiempo a nuestras pupilas a constreñirse y filtrar parte de la luz matutina.
—¡Exacto! Salvo que en este escenario nunca llegamos a ver la luz porque, a medida que nos despertamos, alguien va cerrando unas tupidas cortinas para que no podamos ver lo que hay fuera en realidad.
—E imagino que ese alguien es el GABA…
—Efectivamente. El GABA suele cerrar las cortinas a tiempo, antes de que abramos los ojos, pero, si llega tarde y las cortinas no se cierran con la suficiente rapidez…
—Conseguimos atisbar el mundo exterior.
—Sí. —Katherine sonrió—. Y, al parecer, es precioso: la realidad sin filtros, la dicha postictal, la conciencia pura.
«Extraordinario», se dijo él, preguntándose si algunos de los celebrados «destellos de genialidad» de la historia podrían atribuirse a un desajuste temporal, a ese breve momento en el que la puerta que daba a la realidad había quedado, por un instante, entreabierta.
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—¿La clave para…?
—¡La clave para comprender la conciencia! —exclamó—. El ser humano posee una mente muy poderosa, pero también unos filtros tremendamente eficientes que evitan las sobrecargas de estímulos. El GABA es el velo protector de nuestros cerebros; impide que estos experimenten lo que no podemos procesar, limita lo expansiva que puede ser nuestra conciencia. Este compuesto químico es tal vez la razón por la que los humanos somos incapaces de percibir la realidad tal como es.
Langdon recostó la espalda en el mullido asiento trasero de la limusina y consideró la provocativa idea.
—¿Estás sugiriendo que existe una realidad circundante que no podemos percibir?
—Eso es justo lo que estoy sugiriendo, Robert —respondió Katherine con un destello de excitación en los ojos—. Aunque no es ni mucho menos todo.
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El Golěm ya había llevado a cabo su elección.
«Escojo ambas cosas».
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—¿Y eso… es bueno o malo?
—¡Yo diría que es maravilloso, Robert! Significa que, cuando morimos, los filtros de nuestra mente se abren y nos convertimos en una radio que puede oír todo el espectro. Nuestra conciencia se abre a toda la realidad.
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—¿Quieres decir que estaba… recordando algo?
—No exactamente. A juzgar por sus niveles, estaba recordándolo todo. Los números de esas ondas gamma sugieren que la leyenda según la cual la vida de uno pasa ante sus ojos cuando fallece es, en definitiva, cierta.
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—¿Estás diciendo entonces que, cuando el cerebro muere y ya no podemos percibir nada más…, no ha llegado, aún, el fin?
Katherine sonrió con aire pensativo.
—Gracias a las experiencias cercanas a la muerte sabemos que el fallecimiento implica la liberación de nuestra forma física, así como una intensa sensación de dicha y de conexión con todas las cosas. Si consideramos que nuestra conciencia individual no se encuentra en nuestro cerebro, tal como la mayoría de las investigaciones noéticas sugieren en la actualidad, yo diría que es más bien como si la conciencia abandonara el reino físico en el momento de la muerte y se reintegrara en el todo. Dejamos de necesitar el cuerpo para recibir la señal… porque somos la señal.
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Ella se volvió y lo miró un largo rato. Parecía hacerle gracia que él se hubiera atrevido a formular semejante pregunta.
—¡¿En serio, Robert?! —saltó—. ¡El cerebro es un mecanismo delicadísimo, y tratar de alterarlo con alucinógenos es como intentar ajustar un Rolex con un mazo! La forma en que las drogas provocan estados alterados es mediante una reacción en cadena de perturbaciones neurológicas que pueden tener efectos permanentes. Por iluminadora que alguien pueda encontrar esa breve experiencia, se arriesga a debilitar a largo plazo tanto la integridad sináptica como el equilibrio neurotransmisor del cerebro. En el caso de la mayoría de los alucinógenos, el mecanismo principal consiste en la desregulación de la serotonina, algo terrible, ya que puede provocar con facilidad déficits cognitivos, inestabilidad emocional o incluso estados psicóticos duraderos.
Langdon asintió con una sonrisa.
—Me lo tomaré como un no.
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—Desde ese punto de vista, la conciencia crea la realidad. Esa es una posibilidad, sí.
—¿Es eso lo que crees tú?
—No exactamente. En mi modelo, el cerebro no toma la decisión, sino que la recibe.
Langdon la miró un segundo.
—¿La recibe? ¿De dónde?
—Del campo de conciencia que nos rodea. Aunque creamos que tomamos las decisiones de forma activa, en realidad estas decisiones ya han sido tomadas, y están siendo transmitidas a nuestro cerebro.
—Ahí es donde ya no te sigo. Si solo «imagino» que soy yo quien toma las decisiones… ¡Entonces no hay libre albedrío!
—Cierto. Pero quizá el libre albedrío esté sobrevalorado.
—¿Cómo puedes decir que…?
Katherine se inclinó hacia delante y le dio un beso en los labios. Luego volvió a enderezar la espalda y sonrió.
—No tengo ni idea de dónde proviene esa decisión, pero ¿acaso importa? ¿No es suficiente contar con la ilusión de que disponemos de libre albedrío?
Langdon lo consideró un momento y le puso una mano en el muslo.
—Creo que hace falta investigar más.
Ella se rio.
—¿Es que tiene ganas de disfrutar de una experiencia extracorporal, profesor?
—En realidad, creo que preferiría permanecer en mi cuerpo para esa actividad en particular…
—No estés tan seguro. Al parecer, el sexo está íntimamente relacionado con la visión que tiene la ciencia noética de las experiencias extracorporales.
Langdon soltó un gruñido.
—¿Es que contigo todo está relacionado con el trabajo?
—En este caso, sí. Como sabes, durante el clímax sexual la mente experimenta un gozoso momento de inconsciencia en el cual el mundo corpóreo desaparece por completo. En todas las culturas, ese clímax se considera la experiencia más placentera que puede disfrutar una persona. En ella, nos distanciamos de nosotros mismos y abandonamos toda preocupación, dolor y miedo. ¿Sabes cómo lo llaman los franceses?
—Oui —contestó él—. La petite mort.
—Así es. La pequeña muerte. Y eso se debe a que ese distanciamiento de uno mismo que nos invade durante el orgasmo es la misma sensación que han descrito aquellas personas que han vivido experiencias cercanas a la muerte.
—Eso resulta perversamente fascinante.
—Es ciencia cerebral, Robert. Por supuesto, el problema del clímax sexual es su frustrante fugacidad. Tras unos segundos en los que la mente se siente liberada de todas las cosas, debe regresar al cuerpo y reconectar con el reino físico y con todos los dolores, agobios y sentimientos de culpa que eso conlleva. —Katherine sonrió—. Esa es la razón por la que queremos disfrutarlo una y otra vez. La experiencia del clímax sobrecarga el sistema nervioso… y libera la mente; se trata de algo muy parecido a una crisis epiléptica.
Langdon no había relacionado nunca los orgasmos con la muerte o con los ataques epilépticos, y sospechaba que, a partir de entonces, no podría evitar establecer esa conexión en los momentos más inapropiados. «Muchas gracias».
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—Lo hemos hecho —replicó el hombre con evidente orgullo—. Umbral ha creado un implante capaz de captar lo que ve el ojo de la mente. Podemos monitorear toda la gama de imágenes que produce el cerebro y verlas en tiempo real, hasta en sus más pequeños detalles.
El último secreto, página 580
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—Animación suspendida… —susurró ella, y miró otra vez al hombre con expresión temerosa—. ¿Están llevando a los pacientes al borde de la muerte… para averiguar lo que ven? ¿Están monitoreando sus experiencias cercanas a la muerte?
—En cierto sentido, sí, por supuesto —respondió él—. Como usted bien sabe, el fino umbral entre la vida y la muerte es un espacio místico.
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El último secreto, página 582
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«Y estos son los temas sobre los que ha escrito Katherine en su libro», pensó el profesor, y recordó su explicación acerca de la química de la muerte: cuando estamos a punto de morir, nuestros niveles de GABA bajan bruscamente, los filtros cerebrales se esfuman y entonces captamos la realidad en un ancho de banda mucho mayor. Langdon sintió que si esa percepción ampliada era de verdad el regalo místico que acompañaba a la muerte, entonces su utilización para los fines de la inteligencia militar era de algún modo… un sacrilegio.
—El problema —dijo Finch— es que las experiencias cercanas a la muerte son fugaces y confusas. Cuando el sujeto emerge de ese estado y trata de recordar, es como si intentara acordarse de un sueño por la mañana; las imágenes son borrosas y no tardan en desvanecerse.
—¿Y ahora ustedes pueden grabar esas experiencias? —inquirió Katherine con expresión de profundo asombro.
—Sí, y además podemos guiarlas y verlas desde fuera en tiempo real. —El hombre señaló las pantallas de video y los terminales, cada uno asociado con una cápsula semejante a un ataúd—. Cuando las instalaciones de Umbral estén en funcionamiento, podremos ver sobre estos muros transmisiones en directo de mentes humanas en el estado alterado definitivo, el instante inmediatamente anterior a la muerte, que, como usted sabe, doctora Solomon, produce por lo general…
—Una experiencia extracorporal —terminó ella en voz baja—. Conciencia no local…
Langdon pensó en los numerosos relatos de pacientes que habían «muerto» en un quirófano antes de ser reanimados. Muchos recordaban haber flotado en el aire por encima de su cuerpo o, incluso, del propio hospital. «Al morir, abandonamos nuestros cuerpos».
—Correcto —repuso Finch—. Cuando llevemos a un sujeto al borde mismo de la muerte en una de estas cápsulas, su conciencia perderá todas las ataduras; su poderosa mente se convertirá en un espíritu disociado del cuerpo, una conciencia libre de toda base material. A una persona en ese estado la llamamos psiconauta. Cuando todo esté listo, podremos monitorear con exactitud lo que percibe el psiconauta mientras se eleva por encima de la cápsula, asciende a lo alto de la bóveda y sale al mundo exterior. Esas pantallas nos mostrarán las percepciones en primera persona de una mente sin lazos materiales… Será, por así decirlo, la experiencia completa de la conciencia no local.
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—¿Cómo defines la muerte?
Como nunca antes se había planteado esa pregunta, el profesor se le quedó mirando y, al final, arriesgó una endeble definición circular que jamás le habría aceptado a ninguno de sus alumnos.
—La ausencia de vida.
Para su asombro, Katherine le aseguró que su respuesta era muy semejante a la definición médica oficial: «El cese irreversible de toda función celular». Y a continuación afirmó que la definición médica oficial era del todo incorrecta.
—La muerte —le explicó— no tiene nada que ver con el cuerpo físico. Definimos la muerte en términos de conciencia. Considera, por ejemplo, un paciente con nula actividad cerebral conectado a un sistema de soporte vital. Siendo estrictos, su cuerpo está vivo y, sin embargo, a nadie le sorprenderá que lo desconecten. Desprovisto de conciencia, vemos el cuerpo humano como esencialmente muerto…, aunque sus funciones físicas se mantengan intactas.
«Es verdad», pensó Langdon.
—Lo contrario es también cierto —prosiguió la doctora—. Un paciente tetrapléjico que ha perdido la función física de todo su cuerpo y, aun así, se sigue manteniendo consciente, está tan vivo como cualquiera de nosotros. Stephen Hawking era una mente sin cuerpo. ¡Imagínate que alguien hubiera sugerido desconectarlo!
El profesor nunca había oído formular ese argumento desde aquella óptica.
—Robert —dijo Katherine para terminar—, no podemos seguir cerrando los ojos a toda una marea de pruebas de que la conciencia puede existir fuera del cuerpo, más allá de los confines del cerebro. Ha llegado la hora de proponer una definición distinta de la conciencia y, por consiguiente, de llegar a una redefinición total del concepto de la muerte.
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Katherine le había explicado que la sensación de morir no se diferenciaba mucho de la actividad onírica, y le había hecho notar que, cuando soñamos, nos vemos a menudo como seres ingrávidos e incorpóreos capaces de atravesar obstáculos, volar o cambiar de ubicación en un parpadeo. En esencia, nos convertimos en una conciencia sin forma física.
«El bardo», recordó entonces Langdon, pensando en la lectura de El libro tibetano de los muertos. En muchas culturas, el cuerpo que se experimenta durante el sueño se considera sagrado por su aparente capacidad para ir y venir entre la vida y la muerte. «Cuando la conciencia se desprende de las ataduras físicas, nuestra capacidad de percepción aumenta».
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—Es bastante relevante para mi trabajo. —«Y para el suyo», pensó.
La teoría de gestión del terror era un instrumento utilizado por los servicios de inteligencia militar para predecir la respuesta de la población ante ciertas amenazas. Sus hallazgos tenían una amplia aceptación.
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En circunstancias normales, la desagradable certeza de la muerte —la conciencia de nuestra naturaleza mortal— se gestionaba mediante una amplia gama de estrategias entre las que figuraban la negación, la espiritualidad, la meditación y diversos tipos de reflexión filosófica.
Sin embargo, en condiciones extremas —en caso de guerra, crímenes o enfrentamientos violentos—, todas las personas actuaban de forma predecible sin importar su origen o historia personal: o bien luchaban hasta la muerte para salvarse o bien huían de la amenaza. Era la clásica reacción de lucha o huida, y a los estrategas militares les resultaba muy útil saber cuál de las dos se produciría.
Dan Brown
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—Es un temor fundado —comentó Nagel.
—Todos los días, a través de los medios, estamos expuestos a información gráfica que nos recuerda el deterioro del medio ambiente, la amenaza de una guerra nuclear, la eventualidad de nuevas pandemias, los genocidios y las innumerables atrocidades del mundo. Todo eso determina que la estrategia de gestión del terror funcione en un segundo plano del cerebro, a intensidad reducida, sin llegar todavía a la reacción de lucha o huida…, pero previendo lo peor. En esencia, cuanto más terrorífico se vuelve el mundo, más tiempo dedicamos a prepararnos de manera inconsciente para la muerte.
El último secreto, página 694
—¿A qué se refiere?
—A que el miedo nos vuelve egoístas. Cuanto más tememos la muerte, más nos aferramos a nosotros mismos, a nuestras pertenencias, a los espacios donde nos sentimos seguros y a todo lo que nos resulta familiar. Desobedecemos a la autoridad, hacemos caso omiso de las convenciones sociales, robamos para satisfacer nuestras necesidades y nos volvemos más materialistas; incluso renunciamos a nuestra idea de responsabilidad ambiental, pues sentimos que el planeta es una causa perdida y que todos estamos condenados, hagamos lo que hagamos.
—Es muy inquietante lo que dice —repuso Nagel—.
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—Sí, y las que hacen más difícil la labor de la CIA. Por desgracia, el efecto es semejante al de dos espejos enfrentados: cuanto más se agrava la situación, peor nos comportamos, y cuanto peor nos comportamos, más crítica es la situación.
El último secreto, página 695
—No es mi teoría —replicó la doctora—. Es un hecho científico demostrado por cantidades ingentes de pruebas estadísticas, reunidas mediante observaciones, análisis, experimentos sobre la conducta y encuestas realizadas con criterios rigurosos. Aun así, uno de los aspectos más interesantes de la investigación es que las personas que no temen a la muerte, por la razón que sea, son más benévolas y tolerantes, están más dispuestas a cooperar y se preocupan más por el medio ambiente. Eso significa, en esencia, que si pudiéramos liberar nuestras mentes de la carga que supone el miedo a la muerte…
—El mundo sería mucho mejor.
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