¿Cabría pensar en un estadio más o menos desconocido de esa historia fundamentalmente oculta, en el cual hubo seres humanos que presintieron lúcidamente la esclavitud tecnológica que se avecinaba a largo plazo y que trataron de conservar en el ser humano el uso de su integridad como ente en total evolución? Por desgracia, ya resulta difícil que lleguemos a conocer algún día esa realidad improbable. Milenios enteros de dependencia nos han borrado de la mente incluso la sospecha de que pudiera haber existido una vía por la que el hombre se hubiera desarrollado conforme le demandaba su propia naturaleza. Hoy es tarde. La vuelta atrás, imposible. Algo nos ha hecho definitivamente esclavos de nuestro propio progreso. Y sólo cabe pensar o intuir, o sospechar, que no toda la culpa es del hombre mismo, sino que hubo —y sigue habiendo— fuerzas que le mantienen atrapado en las coordenadas insalvables de la dependencia. Hoy, nuestra labor debería consistir en el descubrimiento de esas fuerzas, en sacarlas a la luz y en dar cuenta de su naturaleza y de sus más recónditas intenciones.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 55
A veces tengo que imaginarme al hombre como un ser encerrado herméticamente entre las seis paredes de un cuarto cúbico sin salida, sin ventanas, sin cristales transparentes que le permitan ver —o sentir, o vivir— el exterior. Es una situación, llamémosla simbólica si queremos, ante la cual se pueden adoptar diversas actitudes. La primera, ignorar el encierro, aceptar ese espacio vital con el que se cuenta, y construirse la existencia con arreglo a un condicionamiento previo. La segunda, tomar conciencia de la falta de libertad, de la imposibilidad radical de escapar de esa celda de los sentidos, con la consiguiente angustia existencial que tal reconocimiento lleva consigo. Una tercera consistiría en lanzarse de cabeza contra uno cualquiera de los muros y astillarse definitivamente el cráneo en un intento, tan inútil como desesperado, de acceder a una libertad para la que la dureza de nuestros huesos no estaría preparada. Aún una cuarta —y siento que nos acercamos a un estado ideal e hipotético del ser humano— exigiría un eventual entrenamiento, instintivo y personal, de nuestra entidad física, que nos permitiría acceder a un grado de simbólica dureza ósea suficiente para romper, sin excesivo peligro, uno de los muros y salir al exterior y respirar definitivamente un aire de libertad por el contacto directo con ese mundo real —trascendente y mediato— que hemos intuido en un instante u otro de nuestra vida, pero que nunca nos ha permitido levantar ni un simple ángulo de la cubierta que lo esconde para acceder a su esencia. Esta última actitud cabe tomarla, a su vez, de muy distintas formas. Una de ellas, por el esfuerzo personal puro, por el acto voluntario y casi sobrehumano de toda la personalidad —física y psíquica, intelectual y visceral— que logra hacer estallar violentamente la barrera sensorial, engañosa y mediatizante, para provocar el surgimiento del espíritu a los horizontes transdimensionales de la suprarrealidad. Otra, mediante el uso ritual de determinadas sustancias que, de uno u otro modo, provocan o colaboran en la ruptura de los esquemas —léanse muros— que nos aprisionan en esa realidad, tan aceptada como aparente, de las sensaciones físicas. (Y doy a este término sensación su valor primario de estímulo de los sentidos, de captación mediatizada por intermedio de unos órganos físicos que, exactamente lo mismo que la computadora electrónica, nos da apenas el resultado, válido o no a niveles trascendentes, de un proceso de interpretación involuntaria de la realidad. Quiero decir que los sentidos —nuestros cinco sentidos occidentales o nuestros seis sentidos, si añadimos el mental, de las filosofías de Oriente— no nos dan una visión, sino una interpretación de la realidad, con lo cual siguen manteniéndonos simbólicamente prisioneros de ese cubo de seis lados desde el cual nunca lograremos vislumbrar los horizontes, para nosotros inalcanzables en principio, del auténtico cosmos, del universo suprasensible).
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 89
… el maestro es el ser que, desde fuera, nos proporciona los medios para que seamos nosotros mismos quienes nos liberemos. Y lo hace de tal modo que su figura y hasta su persona no sean posteriormente —después del acceso del discípulo a la trascendencia— objeto de dependencia. Ese discípulo será, gracias a su acción, un ser lo suficientemente liberado de trabas como para no estar siquiera sujeto a la autoridad del maestro, ni un instante más de lo que sea imprescindible para su acceso a la vivencia o al conocimiento de la realidad que buscaba y necesitaba encontrar.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 99
"San Miguel, por ejemplo, además de ser santo común a musulmanes, cristianos y judíos, fue el heredero de grandes mitos religiosos de la humanidad; como Hermes, vence a los monstruos simbólicos; como Osiris, pesa las almas de los muertos y decide su destino; como Lug, es maestro oculto de saberes secretos, y como Mercurio, se alza en patrono de mercaderes que trafican más en cosas del alma que del cuerpo."
Juan García Atienza
Tomada del libro Territorios talismán de Jesús Callejo, página 195
Siento, cada vez con más certeza —y probablemente más de uno lo habrá dicho antes que yo, pero el caso es que no lo leí y, si lo leí, se me escapó— que la diferencia abismal que existe entre Oriente y Occidente, tanto en la vida como en el pensamiento y en la actitud trascendente (religión, historia y tradición incluidas), estriba en la importancia concedida al factor dimensional que llamamos tiempo y a la dependencia que implica. A los occidentales el tiempo nos pasa, nos cambia, nos urge, nos aprisiona con unos grilletes que nos obligan a mantenernos pendientes de su discurrir y de su acción constante sobre nuestra existencia. Vivimos esclavos de él, y todo cuanto hacemos, sentimos y pensamos depende de su paso aparente, de su prisa y de nuestra inútil necesidad de atraparlo para hacerlo esclavo nuestro como nosotros lo somos suyos.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 206
El I Ching es el único libro de agüeros —si así puede llamársele— que desborda la profecía a plazo fijo temporal y convierte la predicción en algo inmediato y personal, en nuestro hoy, en nuestro ayer y en nuestro mañana, conceptos que el I Ching ignora, porque están abarcados en un único e inmutable presente. De Nostradamus pedimos un cuándo; del I Ching, un cómo.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 208
El chiste es, muchas veces, aunque sea absurdo e irracional asegurarlo, un impacto místico, un toque instantáneo de trascendencia, una visión subliminal que nos muestra —la aceptemos o no— la mentira integral de la lógica cartesiana, la falsedad de nuestro sentido dimensional del tiempo, el error de nuestras percepciones sensoriales.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 220
Vayamos por partes. Lentamente. Con la tranquilidad de un tiempo que existe únicamente como dimensión espacial desconocida o inaprehensible.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 225
Cuando se habla de artistas, nunca podemos abandonar la idea de que la obra de arte es siempre la trasposición sentimental —emocional— de unas determinadas vivencias de la realidad a un medio diferente. Si tomamos como ejemplo al pintor, sea cual sea su época o su estilo peculiar, siempre existirá en él una plasmación personal e intransferible de realidades y dimensiones en una superficie —lienzo, papel, pared, cobre o tabla— que, al reducir el mundo de las dimensiones y expresarlas de modo restrictivo (el volumen trasladado al plano es la forma más inmediata y transparente) eliminan, en principio, la dualidad que esa dimensión implica. Y esa eliminación se lleva a cabo, a su vez, mediante una transformación que, a lo largo de la historia del arte, ha evolucionado de tal forma que puede darnos la pauta de que la expresión estética, si no se conforma con serlo (y el artista verdadero jamás se conforma con ser un esteta), es, efectivamente, un camino para alcanzar la trascendencia evolutiva.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 238
El astrólogo busca en el cosmos, más allá de meras influencias solares, planetarias o de remotas estrellas, la presencia constante e intemporal de unas fuerzas cósmicas que actúan sobre el ser humano y sobre la naturaleza en clave de eternidad. Quiero decir que, para ellos, el tiempo no es algo que corre y nos traspasa, dominándonos con un reloj digital o una clepsidra, sino una dimensión que deja su huella y que ha venido dejándola desde toda la infinitud, y que tiene escrito, marcado y perfectamente dosificado eso que llamamos el devenir y que no es más que una interpenetración de fuerzas que actúan «sin tiempo», en espacios eternos. No es la vía de la astrología ninguna supuesta adivinación del «futuro», una mis entre las mancias —las mancias son otro cantar— sino una visión de la totalidad del espacio-tiempo como potencia actuante, manipuladora en abstracto del falso concepto que tenemos de un devenir humano y cósmico a la vez que, en realidad, es un constante presente, un aquí y ahora que dura desde el primer big-bang de las galaxias.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 241
La evolución del ser humano no es algo que se pueda ni se deba provocar artificialmente. Es algo que, siendo problema común y total de la especie, sólo puede ir alcanzándose de modo individualizado. Pero una cosa es encender una llama desde el otro lado, para indicar una meta a la que puede —debe— intentar el acceso quien se encuentre con ánimos y con suficiente deseo visceral para ello y otra, muy distinta, rodear a la humanidad con un cerco de fuego que la mantenga temerosamente en su puesto actual, con la única misión de admirar, venerar y, naturalmente, obedecer a quien lo encendió. Esa actitud es la realmente enemiga —dualista enemiga— del ser humano, porque no se adopta jamás por deseo o por necesidad de contribuir a la evolución de la especie de la que se forma parte, sino con intención clara de colocarse en un grado del que se tiene conciencia profunda de no formar parte en tanto que ser humano. No es el intento de izar al hombre, sino la intención tácita de crear, artificialmente por supuesto, al presunto superhombre nietzscheano que le someta definitivamente, sin esperanza de redenciones ni accesos para quien no posea la carta de identidad requerida unilateralmente.
Juan García Atienza
La gran manipulación cósmica, pág. 247