EL HUMANISMO COMO UTOPÍA REAL
... Entiendo por idolatría aquella forma de búsqueda de unión del hombre con el mundo por la cual el hombre regresa a la naturaleza, regresa a su propia “animalidad”, sometiéndose a ella. Se somete a la naturaleza, se somete a la obra de su mano (bajo la forma de ídolos de oro y plata, o de madera), o se somete a otros hombres.
Pág. 19
La economía y la industria modernas han evolucionado en realidad de tal modo que, para funcionar, necesitan un hombre convertido en consumidor, que tenga la menor individualidad posible y que esté dispuesto a obedecer a una autoridad anónima, pero caído en el engaño de creerse libre y de no estar sometido a ninguna autoridad.
Pág. 25-26
El hombre no sólo es poco, sino que no es nada, porque está dominado por las cosas y las circunstancias que él mismo ha creado. Es el aprendiz de brujo, el golem. La obra de su mano domina al hombre moderno. Él mismo se convierte en cosa. Él no es nada, pero se siente grande porque se siente uno con el Estado, con la producción o con la empresa. No es nada, pero cree serlo todo.
Pág. 28-29
El hombre moderno está solo y atemorizado
Erich Fromm
Nosotros, los hombres vivientes, los hombres que queremos vivir, nos hemos convertido en unos hombres impotentes, pero aparentemente omnipotentes. Nosotros creemos dominar y, sin embargo, somos dominados..., no por un tirano, sino por las cosas, por las circunstancias. Nos hemos convertido en unos hombres sin voluntad ni meta. Hablamos del progreso y del futuro, cuando en realidad nadie sabe a dónde va, nadie dice cómo se va, y no hay nadie que tenga una meta.
Pág. 30
Ciertamente, el hombre contemporáneo es pasivo durante la mayor parte de su asueto. Es el eterno consumidor: se embute bebida, comida, tabaco, turismo, conferencias, libros, películas..., todo lo consume, todo lo traga. El mundo es para él un enorme objeto para satisfacer sus apetitos: una botella grande, una manzana grande, una teta grande... Y el hombre ha llegado a ser el gran lactante, siempre a la espera de algo y siempre decepcionado.
Y cuando no es consumidor, es mercader. Nuestro sistema económico se centra en torno de la función del mercado de determinar el valor de todas las mercancías y de regular qué parte del producto social corresponderá a cada uno. No son la fuerza ni la tradición, como en épocas pasadas, ni el fraude ni la trampa, lo que dirige las actividades económicas del hombre. Su libertad es la de producir y vender. El día de mercado es el día del juicio sobre el éxito de sus esfuerzos. En el mercado no sólo se ofrecen y venden mercancías: también el trabajo se ha convertido en una mercancía, que se vende en su propio mercado en las mismas condiciones de competencia leal. Pero el régimen del mercado se ha extendido allende la esfera económica de las mercancías y siente su vida como un capital que debe invertir provechosamente. Si lo consigue, es un “hombre de éxito”, y su vida tiene sentido para él; en caso contrario, es un “fracasado”. Su “valor” estriba en su venalidad, no en sus cualidades humanas de amor y razón, ni en sus facultades artísticas. Por tanto, el sentido de su valor depende de factores ajenos: de su éxito, de cómo lo juzgan los demás. Por tanto, depende de los demás, y su seguridad está en el conformismo, en no apartarse un centímetro del rebaño (...)
¿Qué tipo de hombre, pues, requiere nuestra sociedad para poder funcionar bien, sin roces? Necesita hombres con los que se pueda cooperar fácilmente en grupos grandes, que quieran consumir cada vez más y que tengan gustos normalizados, fáciles de prever e influir. Necesita hombres que se crean libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad, ni principio, ni moral, pero que estén dispuestos a recibir órdenes, que hagan lo que se espera de ellos y que encajen sin estridencias en la maquinaria social; hombres gobernables sin el empleo de la fuerza, obedientes sin jefes y empujados sin más meta que la de seguir en marcha, funcionar, continuar...
Éste es el tipo de hombre que ha conseguido producir el industrialismo moderno: es un autómata, un hombre enajenado. Está enajenado, en el sentido de que sus actos y sus energías se han extraído de él: están por encima de él y en contra suyo, lo gobiernan, en vez de ser él quien los gobierne. Sus energías vitales se han transformado en cosas e instituciones. Y estas cosas e instituciones se han convertido en ídolos. No las siente como resultado de su propio esfuerzo, sino como algo que es independiente de él, a lo que adora y a lo cual se somete. El hombre enajenado se arrodilla ante la obra de su mano. Estos ídolos representan bajo forma enajenada sus energías vitales. El hombre no se siente como dueño activo de sus energías y riquezas, sino como una “cosa” empobrecida, dependiente de otras cosas externas a él, a las que ha proyectado su sustancia vital.
Pág. 36-37-38
Por convicción, entiendo una opinión arraigada en el carácter de la persona, en la personalidad total, y que por ello mueve la acción: no es sólo una idea que se pueda cambiar fácilmente, por fundamental que sea.
Pág. 44
Únicamente puede reformarse un sistema si, en vez de reformar un solo factor, se acometen reformas verdaderas en el sistema entero, de modo que pueda producirse una nueva integración de todas sus partes.
Pág. 48
Si no hay un nuevo humanismo, no habrá un mundo uno.
Erich Fromm
Cada individuo representa la humanidad entera, y la misión del hombre es desarrollar la humanidad en sí mismo.
Pág. 74
Estoy convencido de que ésta es la pasión más fuerte del hombre: evitar y superar la plena experiencia del apartamiento y lograr una nueva unión.
Pág. 84
Hemos aceptado el principio de que debemos hacer lo que es técnicamente posible hacer. Si es posible ir a la Luna, pues debemos ir a la Luna, aun a costa de dejar en la Tierra muchas necesidades insatisfechas. Si es posible fabricar armas cada vez más destructivas, debemos fabricarlas, aunque amenacen aniquilarnos, a nosotros y a todo el género humano. El progreso técnico amenaza convertirse en el origen de nuestras estimaciones, eliminando las normas en las que había creído el hombre durante milenios: que debemos hacer lo que es verdadero, bello y conducente al desarrollo del espíritu humano.
Y hemos aceptado otra norma dictada por este régimen tecnicista, cada vez más complejo: la norma de que el principio supremo, así en la producción material como en el orden social, es la máxima eficacia. Este principio tiene como consecuencia otro principio, el de la mínima individualidad. Cuanto más pueda reducirse un hombre a medidas fácilmente tratables y previsibles, tanto mejor podrá ser enajenado. Los números y las tarjetas perforadas exigen la eliminación de las ligeras, pero importantes, diferencias individuales.
Con todo esto, ¿qué ha sido del hombre? Totalmente ocupado en producir, vender y consumir cosas, el hombre mismo se va convirtiendo en cosa. Está convirtiéndose en un consumidor absoluto, dedicado a tragarlo todo pasivamente, sea el tabaco, la bebida, el cine y la televisión, e incluso libros y conferencias. Se siente solo y angustiado, porque no ve un sentido verdadero a su vida, aparte del de ganarse la vida. Se aburre y vence su aburrimiento con consumo, y más variado, y con las emociones de una vana agitación. Tiene su pensamiento divorciado de los sentimientos, la verdad de la pasión, y la cabeza del corazón. Las ideas no lo atraen, porque piensa más de acuerdo con cálculos y probabilidades que conforme convicciones y adhesiones.
Pág. 99-100
La idolatría no es la adoración de ciertos dioses en lugar de otros, ni de un solo Dios en vez de muchos. Es una actitud humana, la actitud de cosificar todo lo vivo. Es un sometimiento del hombre a las cosas, su propia negación como ser viviente, inacabado y superador del ego. Los ídolos son dioses que no liberan: adorando a los ídolos, el hombre se constituye en prisionero y renuncia a la liberación. Los ídolos son dioses que no viven: adorando a los ídolos, el hombre mismo se enerva.
El concepto moderno de enajenación expresa la misma idea que el concepto tradicional de idolatría. El hombre enajenado se arrodilla ante la obra de su mano y ante las circunstancias que él mismo ha creado. Las cosas y las circunstancias se hacen sus mas, se ponen por encima de él y en contra suya, mientras que él deja de sentirse portador creativo de vida. Se enajena de sí mismo, de su trabajo y de sus semejantes.
El hombre moderno cree que sacrificar niños a Moloch era una manifestación repulsiva de un pasado idolátrico. Él se negaría a adorar a Moloco, a Marte o a Venus, pero no se da cuenta de que está dorando a estos mismos ídolos, sólo que bajo nombres diferentes.
Los ídolos de hoy son los objetos de una codicia que se cultiva constantemente: la codicia de dinero, poder, lujuria, fama, comida y bebida. El hombre adora los medios y los fines de esta codicia: la producción, el consumo, el poderío militar, la industria y el Estado. Cuanto más fuertes hace sus ídolos, tanto más se empobrece él, tanto más vacío se siente. En vez de gozo, busca agitación; en vez de amar la vida, ama un mundo mecanizado de aparatos; en vez de su propio desarrollo, busca riquezas; en vez de querer ser, su interés está en tener y consumir.
Pág. 106-107
El amor es una orientación positiva, para la cual es esencial que se hallen presentes al mismo tiempo la solicitud, la responsabilidad, el respeto y el conocimiento del objeto de unión.
Pág. 111
Creo que la libertad no es atributo constante que “tenemos” o “no tenemos”. Quizá haya sólo una realidad: el acto de liberarnos al tomar opciones. Cada paso en la vida que aumente la madurez del hombre aumentará su capacidad para escoger la alternativa liberadora.
Pág. 112
Creo posible la realización de un mundo en que el hombre pueda “ser” mucho aunque “tenga” poco; un mundo en que el móvil dominante de la existencia no sea el consumo; un mundo en que el “hombre” sea el fin primero y último; un mundo en que el hombre pueda encontrar la manera de dar un fin a su vida y la fortaleza de vivir libre y desengañado.
Pág. 114
Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 1998
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