EL MIEDO A LA LIBERTAD
Las inclinaciones humanas más bellas, así como las más repugnantes, no forman parte de una naturaleza humana fija y biológicamente dada, sino que resultan del proceso social que crea el hombre
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La duda es el punto de partida de la filosofía moderna; la necesidad de acallarla constituyó un poderoso estímulo para el desarrollo de la filosofía y de la ciencia modernas. Pero aunque muchas dudas racionales han sido resueltas por medio de respuestas racionales, la duda irracional no ha desaparecido y no puede desaparecer hasta tanto el hombre no progrese desde la libertad negativa a la positiva. Los intentos modernos de acallarla, ya consistan éstos en una tendencia compulsiva hacia el éxito, en la creencia de que un conocimiento ilimitado de los hechos puede resolver la búsqueda de la certidumbre, o bien en la sumisión a un líder que asuma la responsabilidad de la "certidumbre", todas estas soluciones tan sólo pueden eliminar la conciencia de la duda. La duda misma no desaparecerá hasta tanto el hombre no supere su aislamiento y hasta que su lugar en el mundo no haya adquirido un sentido expresado en función de sus humanas necesidades.
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... El hombre moderno se halla en una posición en la que mucho de lo que "él", piensa y dice no es otra cosa que lo que todo el mundo igualmente piensa y dice; olvidamos que no ha adquirido la capacidad de pensar de una manera original -es decir, por sí mismo-, capacidad que es lo único capaz de otorgar algún significado a su pretensión de que nadie interfiera con la expresión de sus pensamientos.
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El egoísmo no es idéntico al amor a sí mismo, sino a su opuesto. El egoísmo es una forma de codicia. Como toda codicia, es insaciable y, por consiguiente, nunca puede alcanzar una satisfacción real. Es un pozo sin fondo que agota al individuo en un esfuerzo interminable para satisfacer la necesidad sin alcanzar nunca la satisfacción. La observación atenta descubre que si bien el egoísta nunca deja de estar angustiosamente preocupado de sí mismo, se halla siempre insatisfecho, inquieto, torturado, por el miedo de no tener bastante, de perder algo, de ser despojado de alguna cosa. Se consume de envidia por todos aquellos que logran algo más. Y si observamos aun más de cerca este proceso, especialmente su dinámica inconsciente, hallaremos que el egoísta, en esencia, no se quiere a sí mismo sino que se tiene una profunda aversión.
El enigma de este aparente contrasentido es de fácil solución. El egoísmo se halla arraigado justamente en esa aversión hacia sí mismo. El individuo que se desprecia, que no está satisfecho de sí, se halla en una angustia constante con respecto a su propio yo. No posee aquella seguridad interior que puede darse tan sólo sobre la base del cariño genuino y de la autoafirmación. Debe preocuparse de sí mismo, debe ser codicioso y quererlo todo para sí, puesto que, fundamentalmente, carece de seguridad y de la capacidad de alcanzar la satisfacción.
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El sentimiento de aislamiento e impotencia lo ha expresado de una manera muy bella Julian Green en el pasaje siguiente:
Sabía que nosotros significábamos poco en comparación con el universo, sabía que no éramos nada; pero el hecho de ser nada de una manera tan inconmensurable me parece, en cierto sentido, abrumador y a la vez alentador. Aquellos números, aquellas dimensiones más allá del alcance del pensamiento humano nos subyugan por completo. ¿Existe algo, sea lo que fuere, a lo que podamos aferrarnos? En medio de este caos de ilusiones en el que estamos sumergidos de cabeza, hay una sola cosa que se erige verdadera: el amor. Todo el resto es la nada, un espacio vacío. Nos asomamos al abismo negro. Y tenemos miedo.
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Un gran número de problemas, aparentemente insolubles, desaparecen apenas nos decidimos a abandonar la idea de que los motivos que la gente cree que constituyen la causa de sus acciones, pensamientos o emociones, sean necesariamente aquellos que en la realidad los impulsa a obrar, sentir y pensar de esa determinada manera.
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EL AUTORITARISMO
El primer mecanismo de la libertad que trataremos es el que consiste en la tendencia a abandonar la independencia del yo individual propio, para fundirse con algo, o alguien exterior a uno mismo, a fin de adquirir la fuerza de que el yo individual carece; o, con otras palabras, la tendencia a buscar nuevos "vínculos secundarios" como sustitutos de los primarios que se han perdido.
Las formas más nítidas de este mecanismo pueden observarse en la tendencia compulsiva hacia la sumisión y la dominación o, con mayor precisión, en los impulsos sádicos y masoquistas tal como existen en distinto grado en la persona normal y en la neurótica, respectivamente. Primero describiremos estas tendencias y luego trataremos de mostrar como ambas constituyen formas de evadir una soledad insoportable. (Saturno o Neptuno)
Las formas más frecuentes en las que se presentan las tendencias masoquistas están constituidas por los sentimientos de inferioridad, impotencia e insignificancia individual. El análisis de personas obsesionadas por tales sentimientos demuestra que, si bien están conscientemente se quejan de sufrirlos y afirman que quieren liberarse de ellos, existe sin embargo algún poder inconsciente que se halla en sus mismas psiquis y que las impulsa a sentirse inferiores o insignificantes. Sus sentimientos constituyen algo más que el reflejo de defectos y debilidades realmente existentes (aunque generalmente a éstos se los racionaliza, aumentado su impotencia, con lo cual se justifica la inferioridad psíquicamente experimentada): tales personas muestran una tendencia a disminuirse, a hacerse débiles, rehusándose a dominar las cosas. Casi siempre exhiben una dependencia muy marcada con respecto a poderes que le son exteriores, hacia otras personas, instituciones o hacia la naturaleza misma. Tienden a rehuir la autoafirmación, a no hacer lo que quisieran, y a someterse, en cambio, a las órdenes de esas fuerzas exteriores, reales o imaginarias. Con frecuencia son completamente incapaces de experimentar el sentimiento "Yo soy" o "Yo quiero". La vida, en su conjunto, se les aparece corno algo poderoso en sumo grado y que ellas no pueden dominar o fiscalizar.
En los casos extremos -y hay muchos- se observará, al lado de la tendencia a disminuirse y a someterse a las fuerzas exteriores un impulso a castigarse y a infligirse sufrimientos.
Tal tendencia puede asumir distintas formas. Hallamos personas que se complacen en dirigirse acusaciones y críticas tan graves, que hasta sus peores enemigos difícilmente se atreverían a formular. Hay otras, como ciertos neuróticas, que tienden a torturarse con pensamientos y ritos de carácter compulsivo. En algún otro tipo de personalidad neurótica hallamos la tendencia a enfermar o a esperar, consciente o inconscientemente, que se le produzca una enfermedad, como si se tratara de un don de Dios. Con frecuencia son víctimas de accidentes que no les habrían ocurrido de no haber estado presente alguna tendencia inconsciente que los empujara a ellos. Estos impulsos dirigidos contra uno mismo se revelan a menudo en formas menos manifiestas o dramáticas. Por ejemplo, hay personas que son incapaces de contestar las preguntas en un examen, a pesar de que conocen muy bien las correspondientes respuestas, tanto en el momento del examen como después. Hay otras que dicen cosas que hieren a las personas a quienes quieren o de quienes dependen, aun cuando, en realidad, experimentan sentimientos amistosos a su respecto y no tenían la intención de decir lo que han dicho. Tales individuos parecen comportarse como si siguieran consejos sugeridos por algún enemigo que los empujara hacia la forma de obrar más perjudicial para ellos mismos (...) La dependencia de tipo masoquista es concebida como amor o lealtad, los sentimientos de inferioridad como la expresión adecuada de defectos realmente existentes, y los propios sufrimientos como si fueran debidos a circunstancias inmodificables.
En el mismo tipo de carácter hasta ahora descrito pueden hallarse con mucha regularidad, además de las ya indicadas tendencias masoquistas, otras completamente opuestas, de carácter sádico, que varían en el grado de su fuerza y son más o menos conscientes, paro que nunca faltan del todo. Podernos observar tres especies de tales tendencias, enlazadas entre sí en mayor o menor medida. La primera se dirige al sometimiento de los otros, al ejercicio de una forma tan ilimitada y absoluta de poder que reduzca a los sometidos al papel de meros instrumentos, "maleable arcilla en las manos del alfarero". Otra está constituida por el impulso tendente no sólo a mandar de manera tan autoritaria sobre los demás, sino también a explotarles, a robarles, a sacarles las entrañas. y. por decirlo así, a incorporar en la propia persona todo lo que hubiere de asimilable en ellos. Este deseo puede referirse tanto a las cosas materiales como a las inmateriales, tales como las cualidades intelectuales o emocionales de una persona. El tercer tipo de tendencia sádica lo constituye el deseo de hacer sufrir a los demás o el de verlas sufrir. Tal sufrimiento puede ser físico, pero más frecuentemente se trata de dolor psíquico. Su objeto es el de castigar de una manera activa, de humillar, de colocar a los otros en situaciones incómodas o depresivas, de hacerles pasar vergüenza... Hay un factor, en la relación entre un sádico y el objeto de su sadismo, que se olvida a menudo y que, por lo tanto, merece nuestra especial atención: la dependencia de la persona sádica ton respecto a su objeto... El sádico necesita de la persona sobre la cual domina y la necesita imprescindiblemente, puesto que sus propios sentimientos de fuerza se arraigan en el hecho de que él es el dominador de alguien. Esta dependencia puede permanecer del todo inconsciente.
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Todos los impulsos masoquistas como los sádicos tienden a ayudar al individuo a evadirse de su insoportable sensación de soledad e impotencia. El psicoanálisis, así como otras observaciones empíricas efectuadas sobre individuos masoquistas, proporciona una prueba amplia de que estas personas se sienten penetradas de un intenso terror derivado de su soledad e insignificancia. A menudo este sentimiento no es consciente; otras veces se oculta detrás de formulaciones compensatorias que exaltan su propia perfección y excelencia. Sin embargo, si la observación penetra profundamente en la dinámica psíquica inconsciente de tales personas, el sentimiento que habla sido ocultado no dejará de revelársenos. El individuo descubre que es "libre" en el sentido negativo, es decir, que se halla solo con su yo frente a un mundo extraño y hostil (...) El individuo aterrorizado busca algo o alguien a quien encadenar su yo; no puede soportar más su propia libre personalidad, se esfuerza frenéticamente por librarse de ella y volver a sentirse seguro una vez más eliminando esa carga: el yo... Las distintas formas asumidas por los impulsos masoquistas tienen un solo objetivo: librarse del yo individual, perderse; dicho con otras palabras: librarse de la pasada carga de la libertad. Este fin aparece claramente en aquellos impulsos masoquistas por medio de los cuales el individuo trata de someterse a una persona o a un poder que supone poseedor de fuerzas abrumadoras. Podemos agregar qué la convicción referente a la fuerza superior de otra. persona debe entenderse siempre en términos no absolutos sino relativos. Puede fundarse ya sea en la fuerza real de otro individuo o bien en la convicción de la propia infinita impotencia e insignificancia.
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Los impulsos masoquistas tienen por causa el deseo de librarse del yo individual, con todos sus defectos, conflictos, dudas, riesgos e insoportable soledad, pero logran eliminar únicamente la forma más evidente del sufrimiento y hasta pueden conducir a dolores más intensos. La irracionalidad del masoquismo, como la de todas las otras manifestaciones neuróticas, consiste en la completa futilidad de los medios adoptados para salvar una situación insoportable
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La aniquilación del yo individual y el intento de sobreponerse, por ese medio, a la intolerable sensación de impotencia, constituyen tan sólo un aspecto de los impulsos masoquistas. El otro aspecto lo hallamos en el intento de convertirse en parte integrante de alguna más grande y más poderosa entidad superior a la persona, sumergiéndose en ella. Esta entidad puede ser un individuo, una institución, Dios, la nación, la conciencia, o una compulsión psíquica. Al transformarse en parte de un poder sentido como inconmovible, fuerte eterno y fascinador, el individuo participa de su fuerza y gloria. Entrega su propio yo y renuncia a toda la fuerza y orgullo de su personalidad; pierde su integridad como individuo y se despoja de la libertad; pero gana una seguridad que no tenía y el orgullo de participar en el poder en el que se ha sumergido. También se asegura contra las torturas de la duda. La persona masoquista, tanto cuando se somete a una autoridad exterior como en el caso en que su amo sea una autoridad que se ha incorporado al yo, en forma de conciencia o de alguna compulsión psíquica, se salva de la necesidad de tomar decisiones, de asumir la responsabilidad final por el destino. del yo y, por lo tanto, de la duda que acompaña a la decisión. También se ve aliviado de la duda acerca del sentido de su vida o de quien es él. Tales preguntas hallan contestación en la conexión con el poder con el cual el individuo se ha relacionado. El significado de su vida y la identidad de su yo son determinadas por la entidad total en la que ha sumergido su personalidad.
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Todas las distintas formas de sadismo que nos es dado observar pueden ser reducidas a un impulso fundamental único, a saber, el de lograr el dominio completo sobre otra persona el de hacer de ésta un objeto pasivo de la voluntad propia, de constituirse en su dueño absoluto, su Dios; de hacer de ella todo lo que se quiera. Humillar y esclavizar no son más que medios dirigidos a ese fin, y el medio más radical es el de causar sufrimientos a la otra persona, puesto que no existe mayor poder que el de infligir dolor, el de obligar a los demás a sufrir, sin darles la posibilidad de defenderse. El placer de ejercer el más completo dominio sobre otro individuo (u otros objetos animados) constituye la esencia misma del impulso sádico.
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Propongo denominar simbiosis al fin que constituye la base común del sadismo y el masoquismo. La simbiosis, en este sentido psicológico, se refiere a la unión de un yo individual con otro (o cualquier otro poder exterior al propio yo), unión capaz de hacer perder a cada uno la integridad de su personalidad, haciéndolos recíprocamente dependientes. El sádico necesita de su objeto, del mismo modo que el masoquista no puede prescindir del suyo. La única diferencia está en que en lugar de buscar la seguridad dejándose absorber, es él quien absorbe a algún otro. En ambos casos se pierde la integridad del yo. En el primero me pierdo al disolverme en el seno de un poder exterior; en el segundo me extiendo al admitir a otro ser como parte de mi persona, y si bien aumento de fuerzas, ya no existo como ser independiente. Es siempre la incapacidad de resistir a la soledad del propio yo individual la que conduce al impulsó de entrar en relación simbiótica con algún otro. De todo esto resulta evidente por qué las tendencias masoquistas y sádicas se hallan siempre mezcladas. Aunque en la superficie parezcan contradictorias, en su esencia se encuentran arraigadas en la misma necesidad básica. La gente no es sádica o masoquista, sino que hay una constante oscilación entre el papel activo y el pasivo del complejo simbiótico, de manera que resulta a menudo difícil determinar qué aspecto del mismo se halla en función en un momento dado. En ambos casos se pierde la individualidad y la libertad.
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... El sadismo no se identifica con la destructividad, aun cuando se halla muy mezclado con ella. La persona destructiva quiere destruir el objeto, es decir, suprimirlo, librarse de él. El sádico, por el contrario, quiere dominarlo, y, por lo tanto, sufre una pérdida si su objeto desaparece.
Pág. 161
A menudo, y no sólo en el uso popular, el sadomasoquismo se ve confundido con el amor. Los fenómenos masoquistas, en particular, son considerados como expresiones de amor. Una actitud de completa autonegación en favor de otra persona y la entrega de los propios derechos y pretensiones han sido alabados como ejemplos de "gran amor." Parecería que no existe mejor prueba de "amor" que el sacrificio y la disposición a perderse por el bien de la otra persona. De hecho, en tales casos, el "amor" es esencialmente un anhelo masoquista y se funda en la necesidad de simbiosis de la persona en cuestión. Si entendemos por amor la afirmación apasionada y la conexión activa con la esencia de una determinada persona, la unión basada sobre la independencia y la integridad de los dos amantes, el masoquismo y el amor son dos cosas opuestas. El amor se funda en la igualdad y la libertad. Si se basara en la subordinación y la pérdida de la integridad de una de las partes, no sería más que dependencia masoquista, cualquiera que fuera la forma de racionalización adoptada. También el sadismo aparece con frecuencia bajo la apariencia de amor. Mandar sobre otra persona, cuando se puede afirmar el derecho de hacerlo por su bien, aparece muchas veces bajo el aspecto de amor, pero el factor esencial es el goce nacido del ejercicio del dominio.
Pág. 162
La impotencia, usando el término no tan sólo con respecto a la esfera sexual, sino también a todos los sectores de las facultades humanas, tiene como consecuencia el impulso sádico hacia la dominación; en la medida en que un individuo es potente, es decir, capaz de actualizar sus potencialidades sobre la base de la libertad y la integridad del yo, no necesita dominar y se halla exento del apetito de poder. El poder, en el sentido de dominación, es la perversión de la potencia, del mismo modo que el sadismo sexual es la perversión del amor sexual.
Es probable que rasgos sádicos y masoquistas puedan hallarse en todas las personas.
Pág. l63-l64
... La persona sadomasoquista se caracteriza siempre por su peculiar actitud hacia la autoridad. La admira y tiende a someterse a ella, paro al mismo tiempo desea ser ella misma una autoridad y poder someter a los demás (...) La autoridad no es necesariamente una persona o una institución que ordena esto o permite aquello; además de este tipo de autoridad, que podríamos llamar exterior, puede aparecer otra de carácter interno, bajo el nombre de deber, conciencia o superyó.
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Con las victorias políticas de la clase media en ascenso, la autoridad exterior perdió su prestigio y la conciencia del hombre ocupó el lugar que aquélla había tenido antes. Este cambio pareció a muchos la victoria de la libertad. Someterse a órdenes nacidas de un poder exterior (por lo menos en las cuestiones espirituales) pareció ser algo indigno de un hombre libre; pero la sumisión de sus inclinaciones naturales y el establecimiento del dominio sobre una parte del individuo -su naturaleza- por obra de la otra parte -su razón, voluntad o conciencia- pareció constituir la creencia misma de la libertad. El análisis muestra, empero, qué la conciencia manda con un rigor comparable al de las autoridades externas, y que, además, muchas veces el contenido de sus órdenes no responde en definitiva a las demandas del yo individual, sino que está integrado por demandas de carácter social que han asumido la dignidad de normas éticas. El gobierno de la conciencia puede llegar a ser aún más duro que el de las autoridades exteriores, dado que el individuo siente que las órdenes de la conciencia son las suyas propias y así ¿cómo podría rebelarse contra sí mismo?
En las décadas recientes la "conciencia" ha perdido mucho de su importancia. Parecería como si ni las autoridades externas ni las internas ejercieran ya funciones de algún significado en la vida del individuo. Todos son completamente "libres", siempre que no interfieran con los derechos legítimos de los demás. Pero lo que hallamos en realidad es que la autoridad, más que haber desaparecido, se ha hecho invisible. En lugar de la autoridad manifiesta, lo que reina es la autoridad "anónima". Se disfraza de sentido común, ciencia, salud psíquica, normalidad, opinión pública. No pide otra cosa que lo que parece evidente por sí mismo. Parece no valerse de ninguna presión y sí tan sólo de una blanda persuasión (...) La autoridad anónima es mucho más efectiva que la autoridad manifiesta, puesto que no se llega a sospechar jamás la existencia de las órdenes que de ella emanan y que deben ser cumplidas. En el caso de la autoridad externa, en cambio, resultan evidentes tanto las órdenes como la persona que las imparte: entonces se la puede combatir, y en esta lucha podrá desarrollarse la independencia personal y el valor moral. Pero, mientras en el caso de la autoridad que se ha incorporado al yo, la orden, aunque de carácter interno, todavía es perceptible, en el de la autoridad anónima tanto la orden como el que la forma se han vuelto invisibles. Es como si a uno le tirotearan enemigos que no alcanza a ver. No hay nada ni nadie a quien contestar.
Págs. 167-168
El carácter autoritario adora el pasado. La que ha sido una vez, lo será eternamente. Desear algo que no ha existido antes o trabajar para ello, constituye un crimen o una locura. El milagro de la creación -y la creación es siempre un milagro- está más allá del alcance de su experiencia emocional (...) La característica común de todo pensamiento autoritario reside en la convicción de que la vida está determinada por fuerzas exteriores al yo individual, a sus intereses, a sus deseos. La única manera de hallar la felicidad ha de buscarse en la sumisión a tales fuerzas (...) El carácter autoritario no carece de actividad, valor o fe. Pero estas cualidades significan para él algo completamente distinto de lo que representan para las personas que no anhelan la sumisión. Porque la actividad del carácter autoritario se arraiga en el sentimiento básico de impotencia, sentimiento que trata de anular por medio de la actividad. Esto no significa otra cosa que la necesidad de obrar en nombre de algo superior al propio yo. Esta entidad superior puede ser Dios, el pasado, la naturaleza, el deber, Pero nunca el futuro, lo que está por nacer, lo que no tiene poder o la vida como tal. El carácter autoritario extrae la fuerza para obrar apoyándose en ese poder superior. Esto no puede nunca ser atacado o cambiado. Para él la debilidad es siempre un signo inconfundible de culpabilidad e inferioridad, y si el ser en el cual cree el carácter autoritario, da señales de debilitarse, su amor y respeto se transforman en odio y desprecio. Carece así de "potencia ofensiva" capaz de atacar al poder constituido sin estar primero sometido a otro poder más fuerte.
Pág. 171-172
En la filosofía autoritaria el concepto de igualdad no existe, El carácter autoritario puede a veces emplear el término igualdad en forma puramente convencional o bien porque conviene a sus propósitos. Pero no posee para él significado real o importancia, puesto que se refiere a algo ajeno a su experiencia emocional. Para él, el mundo se compone de personas que tienen poder y otras que carecen de él; de superiores y de inferiores. Sobre la base de sus impulsos sadomasoquistas experimenta tan sólo la dominación o la sumisión, jamás la solidaridad. Las diferencias, sean de sexo o de raza, constituyen necesariamente para él signo de inferioridad o superioridad. Es incapaz de pensar una diferencia que no posea esta connotación.
Pág. 173
LA DESTRUCTIVIDAD
... El grado de destructividad observable en los individuos es proporcional al grado en que se halla cercenada la expansión de su vida. Con ello no nos referimos a la frustración individual de este o aquel deseo instintivo, sino a la que coarta toda la vida y ahoga la expansión espontánea y la expresión de las potencialidades sensoriales, emocionales e intelectuales. La vida posee un dinamismo íntimo que le es peculiar; tiende a extenderse, a expresarse, a ser vivida. Parece que si esta tendencia se ve frustrada, la energía encauzada hacia la vida sufre un proceso de descomposición y se muda en una fuerza dirigida hacia la destrucción. En otras palabras: el impulso de vida y el de destrucción no son factores mutuamente independientes, sino que son inversamente proporcionales. Cuanto más el impulso vital se ve frustrado, tanto más fuerte resulta el que se dirige a la destrucción; cuanto más plenamente se realiza la vida, tanto menor es la fuerza de la destructividad. Esta es el producto de la vida no vivida. Aquellos individuos y condicionas sociales que conducen a la represión de la plenitud de la vida, producen también aquella pasión destructiva que constituye, por decirlo así, el depósito del cual se nutren las tendencias hostiles especiales contra uno mismo o los otros.
Pág. 181-182
La mayoría de la gente está convencida de que, mientras no se la obligue a algo mediante la fuerza externa, sus decisiones le pertenecen, y que si quiere algo, realmente es ella quien lo quiere. Pero se trata tan sólo de una de las grandes ilusiones que tenemos acerca de nosotros. Gran número de nuestras decisiones no son realmente nuestras sino que nos han sido sugeridas desde fuera; hemos logrado persuadirnos a nosotros mismos de que ellas son obra nuestra, mientras que, en realidad, nos hemos limitado a ajustarnos a la expectativa de los demás, impulsados por el miedo al aislamiento y por amenazas aún más directas en contra de nuestra vida, libertad y conveniencia (...) Al observar el fenómeno de la decisión humana, es impresionante el grado en que la gente se equívoca al tomar por decisiones "propias" lo que en efecto constituye un simple sometimiento a las convenciones, al deber o a la presión social. Casi podría afirmarse que una decisión "original" es, comparativamente, un fenómeno raro en una sociedad cuya existencia se supone basada en la decisión autónoma individual.
Pág. 195-196
La pérdida del yo y su sustitución por un pseudoyó arroja al individuo a un intenso estado de inseguridad. Se siente obsesionado por las dudas, puesto que, siendo esencialmente un reflejo de lo que los otros esperan de él, ha perdido, en cierta medida, su identidad. Para superar el terror resultante de esa pérdida se ve obligado a la conformidad más estricta, a buscar su identidad en el reconocimiento y la incesante aprobación por parte de los demás. Puesto que él no sabe quién es, por lo menos los demás individuos lo sabrán... siempre que él obre de acuerdo con las expectativas de la gente; y si los demás lo saben, él también lo sabrá... tan sólo con que acepte el juicio de aquellos.
Pág. 200
La automatización del individuo en la sociedad moderna ha aumentado el desamparo y la inseguridad del individuo medio. Así, éste se halla dispuesto a someterse a aquellas autoridades capaces de ofrecerle seguridad y aliviarlo de la duda.
Pág. 201
La dificultad especial que existe en reconocer hasta qué punto nuestros deseos -así como los pensamientos y las emociones- no son realmente nuestros sino que los hemos recibido desde afuera, se halla estrechamente relacionada con el problema de la autoridad y la libertad. En el curso de la historia moderna, la autoridad de la Iglesia se vio reemplazada por la del Estado, la de éste por el imperativo de la conciencia, y, en nuestra época, la última ha sido sustituida por la autoridad anónima del sentido común, y la opinión pública, en su carácter de instrumentos del conformismo. Como nos hemos liberado de las viejas formas manifiestas de autoridad, no nos damos cuenta que ahora somos prisioneros de este nuevo tipo de poder. Nos hemos transformado en autómatas que viven bajo la ilusión de ser individuos dotados de libre albedrío. Tal ilusión ayuda a las personas a permanecer inconscientes de su inseguridad, pero ésta es toda la ayuda que ella puede darnos. En su esencia el yo del individuo ha resultado debilitado, de manera que se siente impotente y extremadamente inseguro. Vive en un mundo con el que ha perdido toda conexión genuina y en el cual todas las personas y todas las cosas se han transformado en instrumentos, y en donde él mismo no es más que una parte de la máquina que ha construido con sus propias manas. Piensa, siente y quiere lo que él cree que los demás suponen que él debe pensar, sentir y querer, y en este proceso pierde su propio yo, que debería constituir el fundamento de toda seguridad genuina del individuo libre (...) Esta pérdida de la identidad hace aún más imperiosa la necesidad de conformismo; significa que uno puede estar seguro de sí mismo sólo en cuanto logra satisfacer las expectativas de los demás. Si no lo conseguimos, no sólo nos vemos frente al peligro de la desaparición pública y de un aislamiento creciente, sino que también nos arriesgamos a perder la identidad de nuestra personalidad lo que significa comprometer nuestra salud psíquica.
Al adaptarnos a las expectativas de los demás, al tratar de no ser diferentes, logramos acallar aquellas dudas acerca de nuestra identidad y ganamos así cierto grado de seguridad. Sin embargo, el precio de todo ello es alto. La consecuencia de este abandono de la espontaneidad y de la individualidad es la frustración de la vida. Desde el punto de vista psicológico, el autómata, si bien está vivo biológicamente, no lo está ni mental ni emocionalmente. Al tiempo que realiza todos los movimientos del vivir, su vida se le escurre de entre las manos como arena. Detrás de una fachada de satisfacción y optimismo, el hombre moderno es profundamente infeliz; en verdad, está al borde de la desesperación. Se aferra desesperadamente a la noción de individualidad; quiere ser diferente, y no hay recomendación mejor para alguna cosa que la de decir que "es diferente" (...) El hombre moderno está hambriento de vida. Pero puesto que siendo un autómata no puede experimentar la vida como actividad espontánea, acepta como sucedáneo cualquier cosa que pueda causar excitación o estremecimiento: bebidas deportes o la identificación con la vida ilusoria de los personajes ficticios de la pantalla.
¿Cuál es, entonces, el significado de la libertad para el hombre moderno? Se ha liberado de los vínculos exteriores que le hubieran impedido obrar y pensar de acuerdo con lo que había considerado adecuado. Ahora sería libre de actuar según su propia voluntad, si supiera lo que quiere; piensa y siente. Pero no lo sabe. Se ajusta al mandato de autoridades anónimas y adopta un yo que no le pertenece. Cuanto más procede de este modo, tanto más se siente forzado a conformar su conducta a la expectativa ajena. A pesar de su disfraz de optimismo e iniciativa, el hombre moderno está abrumado por un profundo sentimiento de impotencia que le hace mirar fijamente y como paralizado las catástrofes que se avecinan.
Pág. 243-244-245
La actividad espontánea es el único camino por el cual el hombre puede superar el terror de la soledad sin sacrificar la integridad del yo; puesto que en la espontánea realización del yo es dónde el individuo vuelve a unirse con el hombre, con la naturaleza, con sí mismo. El amor es el componente fundamental de tal espontaneidad; no ya el amor como disolución del yo en otra persona, no ya el amor como posesión; sino el amor como afirmación espontánea del otro, como unión del individuo, con los otros sobre la base de la preservación del yo individual. El carácter dinámico del amor reside es esta misma polaridad: surge de la necesidad de superar la separación, conduce a la unidad... y, a pesar de ello, no tiene por consecuencia la eliminación de la individualidad (...) La incapacidad para obrar con espontaneidad, para expresar lo que verdaderamente uno siente y piensa, y la necesidad consecuente de mostrar a los otros y a uno mismo un seudoyó, constituyen la raíz de los sentimientos de inferioridad y debilidad. Seamos o no conscientes de ello, no hay nada que nos avergüence más que el no ser nosotros mismos y, recíprocamente, no existe ninguna cosa que nos proporcione más orgullo y felicidad que pensar, sentir y decir lo que es realmente nuestro (...) Si el individuo realiza su yo por medio de la actividad espontánea y se relaciona de este modo con el mundo, deja de ser un átomo aislado; él y el mundo se transforman en partes de un todo estructural; disfruta así de un lugar legítimo y con ello desaparecen sus dudas respecto de sí mismo y del significado de su vida. Ellas surgen del estado de separación en que se halla y de la frustración de su vida; cuando logra vivir, no ya de manera compulsiva o automática, sino espontáneamente, entonen sus dudas desaparecen. Es consciente de sí mismo como individuo activo y creador y se da cuenta de que sólo existe un significado de la vida: el acto mimo de vivir.
Si el individuo logra superar la duda básica respecto de sí mismo y de su lugar en la vida, si está relacionado con el mundo comprendiéndolo en el acto de vivir espontáneo, entonces aumentará su fuerza como individuo, así como su seguridad.
Pág. 249-250-251
La libertad positiva, como realización del yo, implica la afirmación plena del carácter único del individuo. Todos los hombres nacen iguales, pero también nacen distintos. La base de esa peculiaridad individual se halla en la constitución hereditaria, fisiológica y mental con la que el hombre entra en la vida, así como en la especial constelación de circunstancias y experiencias que le toca luego enfrentar. Esta base individual de la personalidad es tan distinta en cada persona como lo es su constitución física; no hay dos organismos idénticos. La expansión genuina del yo se realiza siempre sobre esta base individual; es un crecimiento orgánico, el desplegarse de un núcleo que pertenece peculiarmente a una determinada persona y solamente a ella (...) La libertad positiva implica también el principio de que no existe poder superior al del yo individual; que el hombre representa el centro y el fin de la vida, que el desarrollo y la realización de la individualidad constituyen un fin que no puede ser nunca subordinado a propósitos a los que se atribuyen una dignidad mayor.
Pág. 252-253
Lo que es bueno o malo para el hombre no constituye una cuestión metafísica, sino empírica, y puede ser resuelta analizando la naturaleza del hombre y el efecto que ciertas condiciones ejercen sobre él.
Pág. 254
Ediciones Paidós Ibérica, S.A., 17ª reimpresión, 1994
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