— ¿No ha sentido nunca curiosidad por pasar una noche en esa casa? —Sí; pasé, no una noche, sino tres horas a plena luz del día solo en esa casa. Mi curiosidad no está satisfecha, está extinta. No tengo deseo alguno de repetir la experiencia. No puede achacarme, ya ve, señor, el hecho de no ser lo bastante cándido y, a menos que su interés sea sumamente vivo y sus nervios excepcionalmente sólidos, añado con toda honestidad que le aconsejo no pasar una noche en esa casa.

Edward Bulwer-Lytton
La casa y el cerebro, página 11


— ¿Ha sido usted, señor? —dijo girándose abruptamente. — ¿Yo? ¿Qué quieres decir? —Que alguien me golpeó. Lo he sentido vivamente en el hombro, aquí mismo. —No —dije—; pero estamos rodeados de prestidigitadores, y, aunque tal vez no consigamos descubrir sus trucos, los cazaremos antes de que ellos nos asusten.

Edward Bulwer-Lytton
La casa y el cerebro, página 1


Como creo que la presencia de ánimo, o lo que llaman coraje, se da en proporción a la familiaridad con las circunstancias que lo originan, tendría que decir que desde hace mucho me he familiarizado lo suficiente con cuantas experiencias atañen a lo prodigioso. He sido testigo de muchos fenómenos extraordinarios en diversas partes del mundo; fenómenos que no se creerían si los declarara, o que se atribuirían a poderes sobrenaturales. Ahora bien, mi teoría afirma que lo sobrenatural es un imposible; lo que se llama sobrenatural solo es algo, dentro de las leyes de la naturaleza, que hasta ahora hemos ignorado. Si un fantasma se alza delante de mí, no tengo razón al decir: «Luego lo sobrenatural es posible», sino más bien; «Luego la aparición de un fantasma está, en contra de la opinión recibida, dentro de las leyes de la naturaleza, es decir, no sobrenaturales».

Edward Bulwer-Lytton
La casa y el cerebro, página 

Y entonces, mientras esa impresión crecía en mí, llegó por fin el horror… Hasta tal grado que las palabras no lo podrían expresar. Conservé el orgullo, ya que no el coraje, y hablé para mis adentros: «Esto es horror, y no miedo; a no ser que tema, no pueden hacerme daño; mi razón rechaza esa cosa; es una ilusión, no tengo miedo».

Edward Bulwer-Lytton
La casa y el cerebro, página 


La puerta del armario que había a la derecha de la chimenea se abrió, y del hueco salió la forma de una mujer anciana. En la mano sujetaba las cartas… Las mismas cartas sobre las que yo había visto cernerse aquella mano; y tras ella oí unas pisadas. Se dio la vuelta como para escuchar, y luego abrió las cartas y pareció leerlas. Y sobre su hombro vi un rostro lívido, el de un hombre que llevara mucho tiempo ahogado: un rostro hinchado, descolorido, con algas de mar enredadas en sus chorreantes cabellos; y a los pies de ella yacía una forma semejante a la de un cadáver, y al lado del cadáver se encogía un niño, un niño miserable y sucio, con hambre en las mejillas y miedo en los ojos. En tanto que yo miraba la cara de la anciana, las arrugas y líneas desparecieron y se convirtió en una cara joven: de ojos crueles, pétrea, pero aun así joven; y la sombra se lanzó sobre esos fantasmas y los oscureció igual que había oscurecido a los anteriores. Nada quedó sino la sombra, y me fijé atentamente en ella hasta que volvieron a brotarle los ojos… Malignos, ojos de serpiente. Y las burbujas de luz tornaron a elevarse y caer, y en su laberinto desordenado, irregular y turbulento, se mezclaban con la desvaída luz de la luna. Y de esas mismas burbujas, igual que de la cáscara de un huevo, salieron explotando cosas monstruosas y el aire se llenó de ellas; larvas tan mortecinas y repugnantes que no puedo describirlas de ningún modo, solo puedo pedirle al lector que se acuerde del enjambre de vida que el microscopio solar pone ante sus ojos en una gota de agua: cosas transparentes, flexibles, persiguiéndose unas a otras, devorándose unas a otras… Formas que jamás contempló el ojo a simple vista. Igual que sus figuras no tenían simetría, sus movimientos carecían de orden. En sus vagabundeos no había solaz alguno; daban vueltas y me rodeaban, cada vez más densas, rápidas y veloces, bullendo sobre mi cabeza, reptando sobre mi brazo derecho, que tenía extendido en un involuntario reflejo contra los perversos seres. A veces sentía que me tocaban, pero no ellas; me tocaban manos invisibles. Una vez sentí que unos dedos fríos y suaves me oprimían la garganta. Aún era consciente de que si me rendía al miedo me hallaría en peligro físico, así que concentré mis facultades en resistir con voluntad obstinada. Y alejé la mirada de la sombra, sobre todo por aquellos extraños ojos de serpiente… Ojos que ahora eran claramente visibles. Pues ahí, y no en las otras cosas que me rodeaban, me daba cuenta de que había una voluntad; y una voluntad de una maldad intensa, creativa, activa, que muy bien podría aplastar a la mía.

Edward Bulwer-Lytton
La casa y el cerebro, página 


»Déjeme ilustrar a qué me refiero mencionando un experimento que Paracelso describe como sencillo y al cual el autor de las Curiosidades de la literatura cita como creíble: una flor muere; usted la quema. Los elementos que había en esa flor mientras vivió, cualesquiera que fuesen, se han ido y dispersado, usted ignora adónde; no puede descubrirlos ni volver a unirlos. Pero sí puede, gracias a la química, a partir del polvo quemado, evocar un espectro de la flor con la misma apariencia que tenía en vida. »Lo mismo sucedería con un ser humano. Su alma ha huido de usted igual que la esencia o los elementos de la flor. Aun así, puede crear su espectro. Y ese fantasma, aunque en la superstición popular se identifica con el alma de los que se fueron, no debe confundirse con la verdadera alma; es solo una imagen de la forma muerta.

Edward Bulwer-Lytton
La casa y el cerebro, página 


Tenga esto en cuenta: después de la muerte, el tiempo incesante fabrica la dicha o el infierno de la eternidad.

Edward Bulwer-Lytton
La casa y el cerebro, página 11



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