“Tal vez haya que hacer esta pregunta: ¿Estamos volviéndonos
menos humanos o más humanos?”
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 13
Si pudiéramos enseñar a nuestros estudiantes el valor de la
ciencia y de la tecnología al mismo tiempo que el arte y la ciencia de las
relaciones interhumanas, del cuidado humano y total del paciente, éste sería un
verdadero progreso. Si la ciencia y la tecnología no fueran mal utilizadas para
aumentar la destrucción, para prolongar la vida en vez de hacerla más humana,
si pudieran hacerse compatibles con la utilización del tiempo necesario para
los contactos interpersonales a nivel individual, entonces podríamos crear
verdaderamente una gran sociedad.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 20
Creo que deberíamos adquirir el hábito de pensar en la
muerte y en el morir de vez en cuando, antes de encontrárnosla en nuestra
propia vida.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 31
Hemos visto morir a la mayoría de nuestros pacientes en la
fase de aceptación, sin miedo ni desesperación. Quizá se puede comparar con lo
que dice Bettelheim de la primera infancia: “En realidad era una edad en la que
no se nos pedía nada y se nos daba todo lo que queríamos. El psicoanálisis
considera a la primera infancia una época de pasividad, una edad de narcisismo
primario en la que el yo lo es todo.” Así que, quizás al final de nuestros
días, cuando hemos trabajado y dado, disfrutado y sufrido, volvemos a la fase
en la que empezamos, cerrando el círculo de la vida.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 118
El interesante mensaje que nos comunica el doctor Bell es
que hay que dar a todos los pacientes la posibilidad del tratamiento más eficaz
y no considerar desahuciados a los pacientes gravemente enfermos, dándolos por
perdidos. Yo añadiría que no deberíamos “dar por perdido” a ningún paciente,
tanto si va a morir como si no. El que esté fuera del alcance de la ayuda
médica es quien necesita quizá más cuidados que el que puede esperar una
curación. Si damos por perdido a un paciente así, él puede darse por perdido a
sí mismo y cualquier ayuda médica que pudiera venir después, sería inútil
porque él no estaría dispuesto a “hacer un esfuerzo otra vez”. Es mucho más
importante decir: “Que yo sepa, he hecho todo lo que he podido para ayudarle.
Sin embargo, continuaré intentando que esté lo más cómodo posible.” Este
paciente conservará su chispa de esperanza y continuará considerando a su
médico como a un amigo que perseverará hasta el fin. No sé sentirá desamparado
o abandonado en el momento en que el doctor le considere incurable.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 140
…no podemos funcionar eficazmente si tenemos siempre
presente la enfermedad.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 159
Creo que es cruel esperar la presencia constante de un
miembro de la familia. Igual que tenemos que respirar, la gente tiene que
“cargar batería” a veces fuera de la habitación del enfermo, vivir una vida
normal de vez en cuando; no podemos funcionar eficazmente si tenemos siempre
presente la enfermedad. He oído a muchos parientes quejarse de que miembros de
la familia hacían viajes de placer los fines de semana o seguían yendo al
teatro o al cine. Les reprochaban que disfrutaran de estas cosas mientras en
casa había alguien enfermo de gravedad. Sin embargo creo que es más importante
para el paciente y su familia ver que la enfermedad no rompe totalmente un
hogar, ni priva completamente a todos los miembros de cualquier actividad
placentera; más bien, la enfermedad puede permitir un cambio y un ajuste
gradual a la clase de casa que va a ser aquélla cuando el paciente ya no esté
allí. Así como el paciente grave no puede afrontar la muerte todo el tiempo,
los miembros de la familia no pueden y no deberían excluir todas las demás
actividades para estar exclusivamente junto al paciente. Ellos también
necesitan negar o eludir las tristes realidades, a veces para afrontarlas mejor
cuando su presencia sea verdaderamente necesaria. Las necesidades de la familia
cambiarán desde el principio de la enfermedad y continuarán haciéndolo de
muchas formas hasta mucho después de la muerte. Por esto, los miembros de la
familia deberían administrar sus energías y no esforzarse hasta el punto que se
derrumben cuando más se los necesita. Una persona comprensiva puede ayudarles
mucho a mantener un sensato equilibrio entre el cuidado al paciente y el
respeto a sus propias necesidades.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 159
El sentimiento de culpa es quizás el compañero más doloroso
de la muerte.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 162
Cuando puedan superarse la ira, el resentimiento y la
culpabilidad, entonces la familia pasará por una fase de dolor preparatorio,
igual que lo hace la persona moribunda. Cuanto más puede expresarse este dolor
antes de la muerte, menos insoportable resulta después. A menudo oímos decir a
los parientes, muy satisfechos de sí mismos, que siempre trataron de mantener
una cara sonriente cuando estaban con el paciente, hasta que un día
sencillamente ya no pudieron seguir disimulando. No se dan cuenta de que las
emociones genuinas por parte de un miembro de la familia son mucho más fáciles
de aceptar que una máscara a través de la cual el paciente puede ver igualmente
y que él siente como un fingimiento que impide compartir una situación triste.
Si los miembros de la familia comparten estas emociones, gradualmente
afrontarán la realidad de la separación inminente y llegarán a aceptarla
juntos. Quizás el período más doloroso para la familia es la fase final, cuando
el paciente se desliga lentamente de su mundo, incluida su familia. No
comprenden que un hombre que ha encontrado la paz y la aceptación de su muerte,
tendrá que separarse poco a poco de lo que le rodea, incluidos sus seres más
queridos. ¿Cómo podría estar dispuesto a morir si continuara aferrándose a
tantas relaciones importantes como llega a tener un hombre? Cuando el paciente
pide que sólo vayan a visitarle unos pocos amigos, luego sus hijos y finalmente
sólo su mujer, deberíamos comprender que ésta es su manera de alejarse
gradualmente. A menudo la familia inmediata lo interpreta mal, considerándolo
un rechazo. Hemos visto a varios maridos y mujeres que reaccionan
dramáticamente ante este alejamiento tan normal y sano. Creo que podemos serles
de gran utilidad si les ayudamos a entender que sólo los pacientes que han
superado el miedo a la muerte pueden alejarse lenta y pacíficamente de esta
manera. Para ellos esto debería ser fuente de consuelo y alivio, y no de dolor
y resentimiento. Es durante este período cuando la familia necesita más ayuda,
y quizá menos el paciente. No quiero decir con esto que entonces haya que dejarle
solo. Siempre deberíamos estar disponibles, pero un paciente que ha llegado a
esta fase de aceptación y decatexis, generalmente necesita menos de la relación
interpersonal. Si no se explica el significado de este desapego a la familia,
pueden surgir problemas,
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 166
La muerte más trágica es quizás —aparte de la de los muy
jóvenes— la de las personas muy viejas, cuando la miramos desde el punto de
vista de la familia. Tanto si sus miembros han vivido juntos como si lo han
hecho separados, cada generación tiene la necesidad y el derecho de vivir su
propia vida, de tener su intimidad, de cubrir las necesidades que le son
propias. Los viejos han dejado de ser útiles para el sistema económico, pero
por otra parte se han ganado el derecho a terminar su vida con paz y dignidad.
Mientras estén sanos física y mentalmente y se basten a sí mismos, todo esto es
bastante posible. Sin embargo, hemos visto muchos hombres y mujeres viejos
disminuidos física o psicológicamente que necesitan una enorme cantidad de
dinero para mantenerse dignamente al nivel que su familia desea para ellos.
Entonces la familia a menudo se ve obligada a tomar una decisión muy difícil, a
saber, la de movilizar todo el dinero disponible, incluidos préstamos y los
ahorros que habían hecho con vistas a su propia vejez, para poder darles esos
últimos cuidados. La tragedia de estos viejos es quizá que esa cantidad de
dinero y, a menudo, ese sacrificio económico no mejora en modo alguno su
estado, sino que únicamente sirve para mantenerlos en un nivel de existencia
mínimo. Si surgen complicaciones médicas, los gastos son cuantiosos y la
familia a menudo desea una muerte rápida y sin dolor, aunque casi nunca
manifiesta ese deseo abiertamente. Y es evidente que estos deseos producen
sentimientos de culpabilidad.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 167
Los conflictos anteriores y los mecanismos de defensa de un
paciente nos permiten predecir hasta cierto punto los mecanismos de defensa que
usará en el momento de la crisis. Las personas sencillas, con menos educación,
sofisticación, vínculos sociales y obligaciones profesionales, en general,
parecen tener menos dificultad para afrontar esta crisis final que las personas
ricas, que pierden mucho más en lo que se refiere a lujos materiales, comodidad
y toda una serie de relaciones personales. Parece que las personas que han
llevado una vida de sufrimiento, de penalidades y trabajo, que han criado unos
hijos y han encontrado satisfacción en su trabajo, dan muestras de mayor
facilidad para aceptar la muerte con paz y dignidad, comparadas con las que han
puesto su ambición en dominar a quienes les rodeaban, acumular bienes
materiales y un gran número de relaciones sociales, pero pocas relaciones
significativas de las que pudieran echar mano al final de la vida.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 271
Hemos aprendido que para el paciente la muerte en sí misma
no es el problema, sino que se teme por la sensación de desesperanza,
inutilidad y aislamiento que la acompaña.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 274
Hay un momento en la vida de un paciente en que deja de
haber dolor, la mente deja de imaginar cosas, la necesidad de alimento se
vuelve mínima y la conciencia de lo que le rodea desaparece en la oscuridad. Es
entonces cuando los parientes recorren los pasillos del hospital, atormentados
por la espera, sin saber si deberían marcharse para atender a los vivos o
quedarse para estar allí en el momento de la muerte. En esos momentos es
demasiado tarde para las palabras, y, no obstante, es cuando los parientes
piden más ayuda, con o sin palabras. Es demasiado tarde para intervenciones
médicas (demasiado crueles, aunque bienintencionadas, cuando tienen lugar),
pero aún es demasiado pronto para una separación final del moribundo. Es el
momento más duro para el pariente próximo, pues desea marcharse, acabar de una
vez, o se aferra desesperadamente a algo que está a punto de perder para
siempre. Son los momentos de la terapia del silencio con el paciente y de la
disponibilidad de cara a los parientes. El médico, la enfermera, la asistenta
social o el capellán pueden ser una gran ayuda durante estos momentos finales
si logran comprender los conflictos de la familia en ese momento y ayudar a
seleccionar la persona que se sienta más capaz de estar junto al paciente
moribundo. Entonces esta persona se convierte en su terapista. A los que se
sienten demasiado incómodos, se les puede ayudar mitigando sus sentimientos de
culpabilidad y asegurándoles que alguien estará con el paciente hasta que se
produzca la muerte. Así pueden volver a su casa sabiendo que el paciente no ha
muerto solo, sin sentirse avergonzados o culpables por haber esquivado ese
momento que para muchas personas, es tan difícil de afrontar. Los que tienen la
fortaleza y el amor suficientes para sentarse junto a un paciente moribundo en
el silencio que va más allá de las palabras sabrán que ese momento no es
espantoso ni doloroso, sino el pacífico cese del funcionamiento del cuerpo.
Observar la muerte pacífica de un ser humano nos recuerda la caída de una
estrella; en un cielo inmenso, una de entre un millón de luces brilla sólo unos
momentos y desaparece para siempre en la noche perpetua. Ser terapista de un
paciente moribundo nos hace conscientes de la calidad de único que posee cada
individuo en este vasto mar de la humanidad. Nos hace conscientes de nuestra
finitud, de la limitación de nuestra vida. Pocos de nosotros viven más de
setenta años, y no obstante, en ese breve tiempo, la mayoría creamos y vivimos
una biografía única, y nos urdimos en la trama de la historia humana.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 279
Observar la muerte pacífica de un ser humano nos recuerda la
caída de una estrella; en un cielo inmenso, una de entre un millón de luces
brilla sólo unos momentos y desaparece para siempre en la noche perpetua.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 280
Hay un momento en la
vida de un paciente en que deja de haber dolor, la mente deja de imaginar
cosas, la necesidad de alimento se vuelve mínima y la conciencia de lo que le
rodea desaparece en la oscuridad. Es entonces cuando los parientes recorren los
pasillos del hospital, atormentados por la espera, sin saber si deberían
marcharse para atender a los vivos o quedarse para estar allí en el momento de
la muerte. En esos momentos es demasiado tarde para las palabras, y, no
obstante, es cuando los parientes piden más ayuda, con o sin palabras. Es
demasiado tarde para intervenciones médicas (demasiado crueles, aunque
bienintencionadas, cuando tienen lugar), pero aún es demasiado pronto para una
separación final del moribundo. Es el momento más duro para el pariente próximo,
pues desea marcharse, acabar de una vez, o se aferra desesperadamente a algo
que está a punto de perder para siempre. Son los momentos de la terapia del
silencio con el paciente y de la disponibilidad de cara a los parientes. El
médico, la enfermera, la asistenta social o el capellán pueden ser una gran
ayuda durante estos momentos finales si logran comprender los conflictos de la
familia en ese momento y ayudar a seleccionar la persona que se sienta más
capaz de estar junto al paciente moribundo. Entonces esta persona se convierte
en su terapista. A los que se sienten demasiado incómodos, se les puede ayudar
mitigando sus sentimientos de culpabilidad y asegurándoles que alguien estará
con el paciente hasta que se produzca la muerte. Así pueden volver a su casa
sabiendo que el paciente no ha muerto solo, sin sentirse avergonzados o
culpables por haber esquivado ese momento que para muchas personas, es tan
difícil de afrontar. Los que tienen la fortaleza y el amor suficientes para
sentarse junto a un paciente moribundo en el silencio que va más allá de las
palabras sabrán que ese momento no es espantoso ni doloroso, sino el pacífico
cese del funcionamiento del cuerpo. Observar la muerte pacífica de un ser
humano nos recuerda la caída de una estrella; en un cielo inmenso, una de entre
un millón de luces brilla sólo unos momentos y desaparece para siempre en la
noche perpetua. Ser terapista de un paciente moribundo nos hace conscientes de
la calidad de único que posee cada individuo en este vasto mar de la humanidad.
Nos hace conscientes de nuestra finitud, de la limitación de nuestra vida.
Pocos de nosotros viven más de setenta años, y no obstante, en ese breve
tiempo, la mayoría creamos y vivimos una biografía única, y nos urdimos en la
trama de la historia humana.
Elisabeth Kübler-Ross
Sobre la muerte y los moribundos, pág. 279
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