Astillas

“Cada uno crea
de las astillas que recibe”.

Juan José Saer, de El arte de narrar.

de la arboleda del abuelo
no queda
más que el leve roce
de las amarillentas hojas
del mango/
la calma extraña de la flor blanca
de los naranjos/
donde jugaba a las escondidas
intentando que siempre me hallaran
para perderme.
también sólo persiste el raro hedor
del almendro/
donde una vez sangré toda la infancia,
con un pico de botella ambarino
en el que abuela guardaba
su aceite de hígado de bacalao
para su tos convulsa,
después de masticar su tabaco en las noches,
bajo la luz brillante del quinqué de querosín.
de aquel mamoncillo que daba a la ventana,
de la cocina de tablas pulidas
como un puente para escapar de ciertas
novelas que se hacían rosa en la vega
sólo aguardan las raíces afincadas
en la tierra colorada
como un puñado de piedras,
que gastaban mis zapatos colegiales
y de domingo
camino a la mata de anón
en la búsqueda de aquellos nidos de tomeguines,
que nunca
tocaba por temor a desatar un maleficio
de madre pájara ultrajada
por un pésimo cazador furtivo;
era sólo un observador asombrado
entre cuerpos reales de palmas erguidas
que jugaban a lanzar sus racimos
para alimentar el corralón de chanchos
que terminaban sus días envueltos entre
hojas de guayaba/
y sazones campesinos de ajo, naranja agria
con ajíes de la puta de su madre,
acostados sobre parrillas humeantes de algarrobos
con olores “levantamuertos”;
entrar a la arboleda demiurga y centenaria
era como un ritual oscuro,
que me dejaba casi exangüe
donde se desanudaban los conjuros
de la vieja Mercé
entre cintas de todos los colores
y jícaras de coco/
rociadas con aguardiente de caña de azúcar
que alguien (nunca supe quién)
ofrendaba a los dioses para romper sortilegios
y alargar la vida terrenal de la familia.
Hoy que ni abuelo, ni abuela, ni madre
están conmigo (pero me acompañan)
siento aún cuando la puerta del gran comedor
se abre en las madrugadas y la abuela
filtra el agua del pozo sobre la piedra porosa
con destino a la tinaja siempre fría,
preparando el desayuno y haciendo el pan
en el horno de barro,
que le regaló su madre (en señal de aprobación)
cuando decidió escaparse
para siempre con mi abuelo
en un alazán cerrero y blanco;
a lo lejos aún escucho el mugir de la vaca “Paloma”
con sus tetas hinchadas y dolorosas de tanta leche
y huelo el aroma dulzón de la marmita y el carbón
por la mermelada de la frutabomba/
(más conocida como papaya)
por su semejanza a un sexo abierto de mujer;
cierro los ojos y aún estoy allí
bajo la arboleda/
queriendo (siempre vanamente, ahora sé) detener
ese terrible enemigo —cono de sombra— que
tardíamente identifiqué: el tiempo
aquel veneno que todo lo difumina y devora.

Juan Carlos Rivera Quintana



Caligramas escritos sobre la piel

“Me has grabado tu nombre en los hombros, me has distinguido con tu marca.
Las yemas de tus dedos se han convertido en bloques de imprenta, estás
componiendo un mensaje sobre mi piel que le da sentido a mi cuerpo.
[...] Escrito en él hay un código secreto”.

                                                    Jeannette Winterson

En el trazo profundo que llevas en el hombro 
un colibrí revolotea asustado y mira de soslayo tu huesudo cuello, 
husmea los olores y escucha tu cáustica manera de involucrarte, 
es testigo mudo del laberinto de decires de tus escaramuzas, 
mientras en otro dibujo cercano una víbora vomita su lengua 
y amenaza con cazar la presa. 
Sobre la tinta roja y azul de la bandera que te acaban de
tatuar abrazando el pecho, junto a una orquídea morada que te 
regalaste para el último cumpleaños,
(siempre ese adicta compulsión al autorregalo de códices) 
la filosa puntada de la aguja tejió varias ficciones, quizás un aforismo:
no volverás a vivir donde naciste, tus cenizas serán esparcidas lejos de 
los tuyos, nadie te recordará cuando mueras… sólo tu perro.
En el tatuaje abstracto, (el primero que te hiciste en la espalda), 
aquel donde dos sexos confusos se enredan en un apretón asfixiante,
promiscuas gotas de sudor se posan ahora desatando 
insólitas interpretaciones, algún litoral sinuoso 
adonde no llega tu marejada, cierto oculto simulacro, 
un reproche convertido en expiación,
aquella escapatoria que siempre supo a estigma, a destierro. 
Desde la puerta abierta del baño mientras te duchas 
puedo avistar el afinado caligrama que se oculta 
en lo más velado de tus entrepiernas /
La Habana te sigue quedando lejos pero pretendes 
volver cada noche cuando te miras esos puntos oscuros, 
la grafía que exhibes impúdicamente como documento de identidad 
e incisión envenenada, cierto enigma ininteligible cual rompecabezas,
mueca de barricada en pleno cónclave político caribeño, 
que sazona la propaganda fort export remachada en la piel. 
En todos los riscos de tu dermis la escritura retumba 
con vibra huracanada, truena y esculpe con sangre 
su memoria para no cicatrizar, 
(único lujo que no se pueden dar los peregrinos). 
Con mucha paciencia consigo abandonar la interpretación de mensajes 
de tu difusa geografía, los esquemas receptivos de lectura, 
los pliegues de la historia, la sumatoria de todas 
esas identidades sígnicas y desgarraduras 
almacenadas sobre la carne. 
Estoy frente al itinerario de un sujeto en dispersión que tú no reconoces.

Juan Carlos Rivera Quintana


Cómplices palabras

“No creo en las palabras (...) las he visto afirmar/ negar/ mentir/
al pie de los altares y patíbulos”.

Armando de Armas, “Sobre la brevedad de la ceniza”.

Las palabras se incrustan mutiladas contra mis cristales
              se parapetan en mi placard y gimotean
                                                  tras mis pasos,
heridas/ dolidas/ dañadas/ prostituidas/ cansadas
                                   se desangran bajo la escalera,
 se tropiezan unas contra otras al borde del abismo,
 se tocan impúdicamente sin pensar en sus géneros y concordancias/
 en sus tildes y acentuaciones, en si son diptongos o triptongos/ llanas o agudas,
 sin recato hacen el amor/ desfachatadas/ procaces/ sin pensar en el qué dirán/
                                 sólo en el goce momentáneo/ en la cabalgata cansina
de la vigilia, en la agonía del naufragio, en los estertores de un faro sin olor a mar.
Poco a poco se travisten, se camuflan como voces cómplices aquí en esta noche
                                                                                              sobre mi mesa de luz,
tras los ojos y los rictus de las máscaras que cuelgan en mi sala.
Se escabullen dentro de la almohada y no me dejan respirar, me cortan el aliento,
pues temen descomponerse, infectarse, destriparse, engullirse, perecer en el intento/
su egoísta espíritu de trascendencia las malogra (¡y las salva!), las entierra bajo el lodo
                                                      de un monótono cementerio en La Tablada,
las enferma de miedo y lo que es peor... les nubla el entendimiento, la razón.
Mis palabras confunden fronteras, geografías, nortes y sures
galopan histriónicas por el mundo, con caras de mosquitas muertas
                                             o malsanos rubores egocéntricos,
arder en la pira son sus sinos, cenizas sus afanes/ mojarse hasta los huesos su tarea/
son como las ausencias de una Habana extramuros.
                                                           que ya me resulta extranjeramente ocre.
Mis palabras se mueren de tedio, gritan, insultan sin sentido/ se matan de risa
                                                                                      con afilada boca
diseñan su orgía, su festín de vida o muerte... Cortadas a la medida
                                                                                 se lanzan tras su presa/
desvarían por un elogio que les levante el ánimo/ por un secreto que contar/
juntas trazan estrategias de ataques y lisonjas: antípodas de un plan mayor
para el momento oportuno/ para la hora de la puñalada por la espalda.
Mis palabras buscan una camisa de fuerza, algún psicofármaco para sedar
ciertas botellas de vino para seducir, se quitan su polvo y su carcoma
y lo hacen con profesionalidad, con sutilezas universitarias,
                  con estudiada altanería de diccionario enciclopédico español.
En definitiva, son ellas —todas— un amasijo de hierros mohosos,
un brebaje hecho ex profeso para colegialas y malevos,
charcas putrefactas donde se hospedan larvas de mosquitos,
perfumes de free shop de algún viejo aeropuerto sin controlador aéreo.
Peregrinas, sin concilio, traman su partida y su llegada
diseñan su reducto/ buscan su buhardilla, su telo, su letargo, su vigilia.
Por eso, cuando cierro la boca me atraganto, vomito, me mareo
sube mi presión arterial/ una rara sensación de acidez
se hospeda bajo mi lengua y sale fétidamente hacia fuera.
Por eso es que soy también de los que nunca ha creído en ellas,
las colecciono en frascos asépticos para los días de exámenes de sangre
                                                                                                      y análisis de orina
e intento, de vez en cuando —y por desquite— empujarlas por el tragante del baño,
                                             a donde van a parar todos los miasmas pútridos del día.

Juan Carlos Rivera Quintana


Ejercicio de amputación

“Las viejas maderas lo habían presentido:
no iba a haber desembarco.
A lo lejos, muy lejos, la costa está cubierta por las llamas”.

Final del viaje, de Reinaldo García Ramos.

Frente a la playa hay un hombre que respira
(yace tirado bocarriba sin moverse),
absorto escruta su interior y exhala el salitre/
que le quema los pulmones,
pero no está muerto, cavila taciturno,
casi a regañadientes sobre
su inexistencia.
Le han dejado varios fragmentos de madera y lona
por si quiere huir / tejer un velamen ofuscado
(para luchar contra la ola)
y perderse en el horizonte, pero ya no tiene edad
para esa aventura que puede fagocitarse el mar.
Le han facilitado una excusa de décadas para
la estampida, pero él sólo se tumba y desmenuza la arena
que deja una traza relámpago inevitable.
Es 1 de septiembre y está por llegar la primavera,
esa confundida cópula de olores y alergias
que terminará en las fauces de la nada/
teñida con cursis flores y perfumes baratos
de verdulerías de barrio
o carnaval popular de patria pobre.
¿Estará pasando un mal momento o sólo
intenta relamer su silencio de arpón clavado
por temor a que alguien le escuche?
En su boca se retuerce una palabra agria, misérrima/
casi ocre (con poder) que fue silenciada
en todos los claustros y
reuniones políticas/ una frase
ultrajada, sin almidón ni remilgos que se le atraganta
en la gaznate cuando llega la hora de deglutirla y lanzarla a los
matarifes que intentarán despedazarla en la plaza.
El miedo se pintarrajea sobre su entrecejo y deja asomar una luz
fulmínea, de malas noticias (golpe de puñal rengueante)
pues avizora que sus oraciones terminarán descuartizadas
sobre el acantilado de otra playa abandonada a la desidia
o vendidas al mejor postor en cierta feria americana.
El sol —esa nebulosa caliente de pálidos dobleces—
le cuece el rostro/
lo dibuja para la eternidad con golpe erótico de punta de dedo
y le hace expeler los más trasnochados olores testiculares/
un pus desabrido con aroma de respiración intrusa
se escapa de sus tripas vacías.
Ese hombre es una castración-de-cuerpo
-sin-glorias-pasadas/
nació para devorarse entre sus propios dientes/
(roto como muñón amputado),
pero desea terminar su derrotero frente a una playa
-su-única-gloria/
abstraído mirando el simple azul que engulle y divaga con indiferencia

Juan Carlos Rivera Quintana










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