Angelina

     prende un cerillo
          no me gusta esta falta esencial del pobre modo
     préndelo
          como si uno a sí mismo nunca se imperara
          como si para imperarse fuera necesaria
          rutinaria y filosa la escisión
     préndelo
     lo prendo y qué hago luego

-Prende la estufa
-Sí, señora.
Angelina es breve y requemada.
Las marcas de sol. No son de sol.
Sí son.
Son preludios del cáncer. Son herencia.
Sobre la hornilla, el aceite bulle en iras.
Esta cocina casi pasillo, casi tránsito a otro mundo mucho
menos azul y más de orquídeas, de pereza, de flores
más lentas que la tarde, humedades profundas,
corruptoras, colibríes, cruás allá en lo alto, a contraluz.

Angelina va friendo camarones.
Guarda uno, come tres;
guarda uno, come tres.
Guarda uno.
Come
tres.
Angelina tiene el hambre de su abuela;
más allá;
tiene el hambre de la abuela
de su abuela.
Y una historia de retirarse y retirarse bajo el crepitar de décadas de sol,
sobre el fulgor insano de una tierra
más quebrada que sus pechos.
No es la lengua, es el Nordeste el que le lame los dedos a Angelina:
la seca esparce sal sobre su presa.
Y son tan buenos estos camarones.
Los subterráneos del hambre lloran -sí, pero no siempre- caldo de sopa.
Lloran también esta charola
tan abundante y gris de camarones.
Lloran las madurada tersura de los libros.
Y lloran las rosas - cómo no - las rosas.
Y llorarán siempre hasta que el fuego.

Paula Abramo


Collage

Del minotauro, no la sangre; no
las astas; no
Posidón inflamado. De la furia del minotauro,
Minos
y el tauro.

Agarrar al toro por los cuernos.
Ante la bestia ignota, un copy paste milenario
dice yo y recorta
al leopardo, las manchas; al camello,
la giba cognoscible:
camelopardo,
robachicos,
rinoceronte,
urogallo,
chupacabras.

El chupacabras:
víctimas cruentas entre magueyes y milpas,
Tlalixcoyan y Nanchital ensangrentados,
y las presas vertiendo,
por un solo, inquietante orificio,
el valor nominal
del peso mexicano.

Del chupacabras, no el escalofrío,
no el avistamiento alienígena.
Del chupacabras, el chupar
y las cabras.
No el colmillo de narval.
Sí los dígitos multiplicados
como cáncer,
en el precio del taco de arenque rojo.

Del minotauro, Minos:
el mezquino fautor de la desgracia

Paula Abramo


FULVIO. CAMINO DE CHIQUITOS, BOLICIA, 1935

y dicen las fuentes
         “instrumento fungible”
dicen:
se requiere superficie rugosa
señalan
dos tipos de fósforos
ya sea integrales o seguros
según el grado en que deflagren
su propio cuerpo enjuto
y condenado

la clasificación no expresa pero implica
silenciosamente
los rudos efectos del fósforo
sobre el sistema óseo del trabajador
sobre el sistema
decimal de los cajeros
de la empresa
los pequeños accidentes de ignición
en los bolsillos
frotados por otro cuerpo
¿un cuerpo humano?
¿la barra del bar?
¿un balcón? ¿un llavero?
¿un puente?

pero faltan siempre
categorías
que expresen la florida gama de sus usos
las cosas que se encienden
que con el fósforo terminan
o principian

o sus modos de fallar
de absorber un poco el trópico
e hincharse avaros
de su propia semillita de fuego
en el pantano


Era, decía, paso tras paso un lodazal, decía, de cuatro
cientos kilómetros, o más, con todo y tmesis.
Decía que proninfas, que en la superficie del pantano,
nubes de proninfas salían de los capullos
y los tres compañeros tuberculosos en el carro
de bueyes
atascado.
Difícil el fluir del discurso en donde no caben muchos
adjetivos más que difícil,
tuberculosos,
y acrecentar que todo era huida
en el Camino de Chiquitos, en el Chaco
de Bolivia, mientras
ninguna noticia de lo que atrás
dejaban.

Y sin embargo, en la flora
del Chaco había,
no se sabe si por la poca carne seca
o por los bulbos de ingestión dudosa,
abundantes
reminiscencias de otra semántica.
Así, entre otras cosas, se contaban
entre recuerdos de lecturas y juguetes,
íktioi griegos que ramificaban en toboroche,
y el paraíso entero de Dante intruso en una pitahaya,
donde, imaginando mucho,
algunos círculos concéntricos
y flores, entre charcos,
como golpes.

Y eso por no decir los jejenes, los enjambres
de tábanos, los ríos
llenos de pirañas, tapires,
y esas lagartijas verdes,
de un brillo,
sólo visible en las auroras boreales, decía Fulvio,
que auroras así
nunca habría visto.

Pero era válido contar: maté dos, te hice una bolsa
mi Emilia de nombre fingido, mi
fosforera, pero el verde
murió pronto, aunque yo
te pienso siempre.

Y para distraer ampollas, y el gusano
alojado en el codo un mes entero,
entonces volverse transitivo,
verbalizar florituras
que aquí poco caben,
tintes para distraer a la mamma, a la hermana,
como de cromo con ricos ornamentos,
del tiempo en que pedía, a los once,
un libro de Salgari, plumines y breteles
para el viaje.

Y así, por eso, Fulvio,
vuelto todo afuera,
transmitía después, rememorando,
instructivos para ver garzas, consejos
para observar su vuelo:
hermosas en pequeñas escuadrillas,
mejores si solas, las garzas,
mais lindas que a Isadora Duncan.

Eso al menos dicen los golpes
de la Mercedes Selecta
más de sesenta años después,
imbuidos de paradoxográfica misión y promesas
de más mirabilia en el futuro.

Y por evitar al censor, los golpes
no dicen exilio, dicen:
“vine a estas tierras a cazar con mis amigos”.

Paula Abramo


Lupus eritematoso

Qué manera de llamarle a esto mariposa,
como si aleteo, destello esquivo de sepia, azul o plata;
como si de pronto amarillo en un resto efímero de lluvia.

Ninguna
mariposa
tiene este tinte de carne casi abierta, pero virgen
de sol, de campo libre.

Te dicen: mariposa.
Como si acto seguido hubiera que embutirlo todo, todo de                                                                                                                                       algodones,
cerrar todas las ventanas, la luz
está proscrita
desde ahora
y para siempre,
hasta que los huesos se disuelvan en sal blanca,
y la piel en retorcidos laberintos de eritema.

Qué ganas de correrte las cortinas, de sacudirte la niebla persistente                                                                                                                                  en la pupila
y enseñarte los penachos de un fresno inaugurando el año,
allí,
justo en la esquina
de tu casa.

Pero ya estás toda cruzada de pespuntes,
llevas encima un amplio mapa histórico
que indica
la migración de la fístula,
el orto rosáceo del mezquino,
la neuritis que boreal, metálica, se embute en tu cadera.

A esto
le dicen
lobo.

Pero bueno fuera, mejor al menos una mordedura
que esta geología imprecisa,
en exceso acelerada
de úlceras y aullidos,
de torrentes de sangre corrosiva desbordándose
en la sordina permanente de tus cócleas.

Sacar, sacarte todos esos algodones,
dejar que entren el polvo, las palomas, el salitre,
abolir las gasas y el silencio,
susurrarte: mantequilla, Samarcanda, esmerilado.
Mostrarte el fresno
de la esquina.

Paula Abramo


MISMO RÍO. CHACO BOLIVIANO, 1945

¿un cerillo también sirve para
arrojar luz sobre un asunto
determinado?
y ¿si la luz son dudas
si no viene en forma de respuestas?
¿y si la luz chiquita del cerillo
sólo tiene efecto por contraste
evidenciando
la inmensa oscuridad que lo rodea?

¿Qué quedaría atrás
al abandonar el nombre?
¿En qué punto del trayecto
Emilia volvió a ser Anna Stefania
mientras volvía
paso tras paso remontando
las veredas del Chaco,
con marido e hijo,
pisoteando hierbas
verdísimas
en una especie de masticación
pero del camino?
Imposible saber si era tiempo de secas y entonces
la sed también acompañaba ese viaje
de transformación y regreso
a los viejos nombres a las viejas
extranjerías,
o si era tiempo de lluvias y entonces
los pies se hundían otra vez en el lodo
y la amenaza de larvas
dermatófagas y de proninfas
valía otra vez
en la superficie del pantano
revisitada.
No acusa estos detalles
la misiva
finamente caligrafiada en papel de arroz
en la década de setenta
y encaminada a México, donde el hijo,
sentado en un balcón de luz
y cactus
leyó el relato del viaje
de sus padres, de su hermano,
el relato de un exilio que se acaba,
dentro de otro exilio,
ya leve, de plantas nuevas, de pan
recién horneado, con una elocuencia de trigo
y cielos sin nubes
ni lluvia.

Nada de eso acusa la carta ni
en su fino entramado de bolígrafo azul
hay suficiente luz sobre las intenciones
de la presencia del relato mismo, quizá
prenunciando fines y reencuentros,
quizá discurriendo apenas.

Pero en cambio dice
la fina pluma de Anna Stefania
que las chozas
eran muchas, pobres, el relato
aquí tiene menos mirabilia
que la falsa y vieja partida de caza.
Y en las chozas, habitual el espectáculo
de la ictericia, presentísimo
el vómito negro,
y mujeres muriendo por racimos,
rojas de epistaxis,
gingivorragia,
a pesar de ser ya mil novecientos
cuarenta y cinco
y de Max Theiler,
que aquí no llegaban
sus inventos.
Y las mujeres muriendo por racimos
y la carta
como un cuadro destacando algunos casos:
la embarazada que pedía comida
y había que darle algo, una lata
de sopa, las últimas aspirinas
para ablandar la muerte
tan certera como el viaje
reiniciado al día siguiente.
Y así cierra la carta y no dice:
vine a cazar a estas tierras;
dice:
quisimos volver por el mismo camino
para reconocerlo
y comprobarlo, pero un camino
nunca es el mismo camino.

Paula Abramo











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