A casa
El oscuro cochero apura los negros caballos blancos
y conduce a Adán y a Eva de vuelta a los primeros cielos.
Yo yazgo sobre el vientre de mi mamá Eva y dormito.
Me siento bien y ya percibo el aroma del cielo.
Papá Adán abre ingenuamente, a la neblina mañanera,
los desmesurados ojos
y devuelve su purpúrea manzana el árbol de la sabiduría.
Iankev Fridman
A veces
Como horda de leones hambrientos, a veces,
se vuelven salvajes en la lucha mis entrañas;
atravieso con mi vida todos los peligros
como una bestia cruza con su cachorro un bosque en llamas.
Pero otras veces me vuelvo hierba silenciosa
bajo la diamantina luz—rocío de la madrugada,
y dejo sumiso que el segador pase por mí
la más filosa de sus guadañas.
Iankev Fridman
El único
Todos los labios se vuelven roca en la noche.
Nadie grita.
Sobre camellos de piedra, nadie cabalga
por el camino.
Entre congeladas estrellas
el viento mismo anda perdido.
En alguna parte madres dan a luz
sin que nazca ningún niño.
El único que queda al fin
bajo nublados arcos
es el negro cochero
que apura su oscuro carro…
Iankev Fridman
Sucede
Sucede: apago mi nombre del rostro
y la luz del día de mi cara adánica.
Descalzo—desnudo trato de volver
a la espesura del bosque, a casa.
En cuevas boscosas, olores de musgos
jadean con velludas pieles animales.
Y la pulida palabra en mi garganta
se vuelve ronca, lobuna, desnuda, aullante.
Con rayos y relámpagos despierta el dios del bosque;
cubre el ojo nocturno su nublada mano.
Yo me arrastro hasta mamá—loba, hasta sus calientes ubres,
entrecierro los ojos de placer, y mamo.
Iankev Fridman
Un sueño entre montañas
1
El gorila de frac y sombrero de copa
viste sus guantes de brocado blanco,
toma la grosera hacha roja
y se hecha a la feria del mundo a reinar.
Yo… yo no voy a dejarme someter
por su vientre velludo y su cerebro electrónico.
Me dejo llevar por la cantarina nada
como una estrella joven, alegre y ágil.
Ahora yo mismo soy un rey,
virrey entre los hippies.
Pero se me hace pesada la corona
y me marcho camino del ultra inteligente silencio
para volverme ruiseñor sobre un árbol solitario.
Aunque tampoco pude soportar la soledad
y me eché a correr
como un leopardo salvaje corre por bosques incendiados.
Ambulé por ciudades y países,
hasta trepar los montes de Jerusalén.
Yo pensaba: aquí reinaron tantos dioses
tal vez encuentre yo también una migaja de dios,
una mota de hora elegida.
Pero como podía encontrar yo algo
si no estoy en ninguna parte…
2
De nuevo ambulo
cercado por los montes nocturnos de Jerusalén.
El silencio llora: el artífice mismo
destrozo su obra.
—Mary —digo— yo soy la obra
y yo mismo soy el artífice.
Todo en mi aspira a ser destrozado
y por la destrucción tornarse redimido.
En los ojos de Mary titila una lágrima:
—¿Quién? –dice ella— ¿Quién eres?
—Soy el sinsentido, Mary, que ansia sentido;
soy la araña que pugna por salir de su propio tejido.
Soy la estrella sobre el mar que tiembla salvaje
y percibe que es solo el reflejo
del lejano rostro oculto de alguien.
Soy un sueño que no recuerda su nombre,
Soy un templo vacío y al mismo tiempo una ofrenda
que ignora para qué dios se la trajo a morir aquí…
Iankev Fridman
Yo
Yo creo, yo creo,
que mi corazón, mi hueso y mi carne
y cada órgano del árbol, del río y de la piedra
son hijos de una misma madre.
En lo profundo de las noches
se escucha su canción de cuna
torrencial y clara.
En sueños nos alegramos, intuyendo
que en seguida ha de uncir madre el carro de estrellas
y llevarnos, por el azul sendero, a casa.
¿Y donde es nuestra casa?
Nosotros mismos somos nuestra casa
y el único y más extenso camino
es de sí hasta sí, hasta dentro de sí mismo.
¿Y quien es nuestra madre?
Ella es nuestra sed y nuestro llanto
que pugna dentro de cada uno hacia uno mismo.
Como el aroma en el pimpollo,
en su ser esta el sentido…
Ella es una secreta grita oscura
que no alcanza el secreto de su propio camino.
Ella es un cantando—andando—fluyendo—detenido
en un infinito intemporal en sí.
Y no hubo nadie,
ni lo hay, ni de haberlo,
fuera de mí.
Iankev Fridman
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