J. R. Ackerley

"Colgué el auricular. Evie estaba sentada aún junto a mí, mirándome con tal gravedad que, por un breve instante, me pregunté si había comprendido. Contemplé, petrificado, sus ojos impasibles. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Sería posible que aquella infernal esposa que tenía Johnny le transmitiera correctamente mi mensaje? Nunca había mostrado ni un ápice de sentido común, excepto en lo referente a lo que le reportaba algún beneficio. Tal vez sería mejor tratar con él a través de una de esas cartas que podían o no llegar a su destino. Me senté a escribirle al instante. 
Pasamos la mayor parte del día al aire libre. Fue Evie quien lo impuso. De pronto comencé a advertir que, sin darme cuenta de ello, me había vuelto viejo y aburrido, y había olvidado que la vida es en sí una aventura. Ella corrigió esto. Poseía la llave para encontrar lo que yo había perdido, el secreto del placer, una expresión que a menudo usaba yo, pero de la que desconocía la verdadera esencia. Lo supe al contemplar su inextinguible alegría, su insaciable apetito, no de alimentos, por los que parecía escasamente interesada, sino de entretenimientos. Saludaba a la vida como si acogiera a un amante. Tan intenso era su alborozo cuando se le proponía un paseo que parecía no poder soportar lo que más deseaba, y, como ocurrió con su collar en la cocina de los Winder, hacía todo lo que podía para frustrar o posponer la realización de sus anhelos. Me quitaba de las manos las prendas de vestir con la misma rapidez con que yo trataba de ponérmelas, calcetines, guantes, zapatos, y los desparramaba por todo el piso en un verdadero transporte de felicidad. Con una risa histérica la perseguía de habitación en habitación, para encontrarme desprovisto una y otra vez de las prendas que acababa de recuperar. Luego, cuando por fin lograba reunirlo todo, se abalanzaba a la cocina, se lanzaba sobre la cesta de las legumbres y desparramaba por el pasillo zanahorias, patatas y cebollas, como si fueran las flores de un camino triunfal. Era infantil y encantadora, y a mí me parecía a la vez extraño y conmovedor que alguien pudiera descubrir que este mundo es algo de verdad maravilloso.
Sin embargo, al mismo tiempo, y aunque pueda parecer injusto criticar a una criatura que había logrado conservar el buen carácter a pesar de todo, es necesario admitir que Evie manifestó casi desde el principio algunos rasgos que era difícil no lamentar: era autoritaria y caprichosa. Estas características se ponían de relieve en su actitud hacia el género humano. La gente la ponía nerviosa o sencillamente le desagradaba; resultaba difícil detectar la diferencia. No permitía que la tocaran, ni siquiera que se dirigieran a ella con una palabra o un gesto. Puesto que siempre íbamos juntos, resultó que no permitía tampoco que se acercaran a mí ni que me dirigieran la palabra. Provocaba, interrumpía, amenazaba, y muy pronto me vi obligado a prescindir de llevarla a los pubs o a las tiendas para evitar escenas deplorables. Su concepción de la vida era perfectamente clara y simple; consistía en estar conmigo todo el día al aire libre, ya fuera a orillas del río o en los jardines de Barnes, y siempre en movimiento. Yo accedía por completo a sus deseos. Precisamente para eso la había sacado de casa; pero debo añadir que yo también obtenía de todo ello una satisfacción personal, pues desde hacía mucho tiempo, tuve que admitir con amargura, nadie había valorado tanto mi compañía.
Todo podía ocurrir salvo que, y eso estaba muy claro, Evie estuviera dispuesta a perderme de vista otra vez. No podía ir a otra habitación de mi apartamento sin que ella me siguiera al instante, como si temiese que al dar la vuelta a una esquina me perdiera de vista y desapareciera para siempre. Al caer la noche, cuando las cortinas cubrían las ventanas, ella aceptaba el hecho sin problemas, como si aquella fuera la señal de que los juegos cotidianos habían llegado a su fin, y se sentaba pacíficamente a mi lado en el estudio, hecha un ovillo en mi sillón o tendida en el sofá mientras yo leía o escribía. La segunda noche, sin embargo, Evie descubrió un juego de salón con el que se entretuvo largamente y, para decir la verdad, me distrajo durante un buen rato. No es que me hubiera podido arrepentir, aun en el caso de haberlo deseado, me digo cada vez que miro el pasado. Por entonces estaba ya demasiado comprometido. En todo caso era un juego de verdad divertido... y había comenzado de la manera más sencilla que pueda uno imaginarse. Evie estaba sentada frente a mí en el diván, contemplándome; con las largas patas traseras estrechamente unidas y las delanteras replegadas sobre el borde. En esa posición, de repente cogió con la boca una pelota que, al igual que otros varios objetos a los que parecía otorgar algún valor, había reunido a su alrededor, y se la colocó sobre las patas. La pelota rodó por ellas como si resbalara sobre rieles, cayó al suelo y atravesó el cuarto hasta donde me encontraba yo. Eso no significaba nada, pensé, pura coincidencia, simple diversión... La mecánica era fácil: nuestras respectivas posiciones dirigían inevitablemente la pelota hacia mí. La recogí con la mano y se la devolví con un acceso de risa. Evie la tomó con los dientes, se la puso sobre las patas, donde rodó de nuevo, y cruzó la alfombra hasta llegar a mi mano. Esa vez la miré con mayor atención y aparté el libro que leía. Tenía la pelota en la mano y ella me miraba con expectación. Durante un segundo dudé, como si una mano admonitoria se hubiera posado sobre mi hombro. Luego la arrojé hacia la boca abierta que tenía enfrente. Evie la volvió a colocar entre las patas por tercera vez. No se movió. La observó con mirada perpleja y le dio un empujón con su larga nariz negra; la pelota comenzó otra vez su lento descenso hacia mí."

J. R. Ackerley
Vales tu peso en oro



"(Me considero) un niño casto, puritano, mojigato, más bien narcisista , más repelido que atraído por el sexo, que me parecía una cosa furtiva, culpable, sucia, excitante, sí, pero nada que ver con esos sentimientos que aún no había experimentado pero sobre el que ya estaba escribiendo un montón de espantosos versos sentimentales, llamados romance y amor."

J. R. Ackerley



"Pareció muy turbado. Si no me gustaban los dulces indios, dijo, tenía unas masas inglesas que había comprado en Calcuta; pero me excusé por lo reciente del almuerzo, recordando que él no iba a Calcuta desde hacía más de seis meses.
Lo vi mirar con tristeza la bandeja cargada. Había esperado, dijo, que la compartiéramos. Era una gran desilusión. De hecho, parecía tan deprimido que sugerí que, ya que yo no me sentía inclinado a comer en el momento presente, quizás podría llevarme algo a mi casa para comerlo en otro momento.
Esto le pareció un plan excelente; su espíritu revivió de inmediato, y envió a su hijo con los dulces para hacer un paquete que yo me pudiera llevar. Pero en unos momentos volvió el niño para decir que lamentablemente no podía hallarse nada con qué envolver la comida; a lo cual Abdul, siempre con recursos, sacó del bolsillo un pañuelo sucio que le arrojó al niño. Tras lo cual, a despecho de mi negativa, pidió té, que trajeron, ya mezclado con leche y azúcar, en una tetera; pero debido sin duda a que no lo habían preparado con agua hirviendo, se lo encontró tan cargado de hojas de té que a duras penas goteaba del pico, y fue enviado de regreso a la cocina para que lo colaran. Acepté un vaso cuando al fin regresó, para compensar mi rechazo de la comida; pero estaba horriblemente dulce y tibio, y no bebí mucho. Poco después me marché, llevándome los dulces envueltos en el pañuelo de Abdul.
Por un día o dos los mantuve expuestos en un plato en mi sala, tirando unos pocos de vez en cuando, de modo que pareciera que los iba consumiendo. Dijo que no podía expresar su orgullo y satisfacción porque yo hubiera visitado su casa, casa cuyo alquiler, agregó, le costaba dos rupias mensuales.
Desde su exhibición de indecisiones hace unos días, Su Alteza no ha vuelto a hablarme del viaje. Las alusiones casuales que ha hecho implican que se ha resignado a lo inevitable; y aunque no cesa de quejarse de mala salud, parece decidido que partirá en cuatro días. Supongo que es culpa mía si no sé más sobre el tema. Como el plan original era que yo sincronizaría nuestras vacaciones, naturalmente traté de ponerlo en marcha, sintiendo que mi propio viaje dependía del suyo; y como mis estímulos aumentaron junto con su rechazo, sin duda me considera poco simpatizante con él en el tema, y no lo menciona. Pero ahora que, con las cartas de presentación y las invitaciones, y una cosa y otra, parece seguro que, independientemente de sus planes, yo partiré para Benarés el 19, no me importa que él haga su peregrinación o no. De modo que hoy cuando estábamos dando nuestro paseo en auto abordé cautelosamente el tema, para ver si lo estaba encarando con mejor ánimo. No era así. Estaba muy sombrío, y dijo que su salud no mejoraba, y que los remedios que le habían dado los médicos le hacían llorar los ojos. Le pregunté cuál era el objetivo exacto de la peregrinación, y me explicó que estaba obligado a consumar ciertos ritos religiosos en ciertos lugares sagrados para obtener absolución para las almas de sus ancestros. No había un castigo definido por no hacerlo, pero las almas quedarían necesitadas por toda la eternidad, y esta negligencia se contabilizaría en su contra y, junto con otras malas acciones que hubiera cometido, contribuiría a enviarlo al infierno y a demorar su pasaje por el ciclo de transmigraciones y reabsorción en el Espíritu Universal."

Joseph Randolph Ackerley o J. R. Ackerley
Vacación hindú


"¿Qué debo decirle a Dios cuando lo encuentre? ¿Qué le diré por mis pecados?"

J. R. Ackerley


"Un perro tiene un objetivo en la vida... otorgar su corazón."

J. R. Ackerley











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