Peter Ackroyd

"Conversaban en la biblioteca de la abadía de Bermondsey, rodeados de multitud de viejos pergaminos y volúmenes encadenados; el polvo de las épocas parecía posarse sobre ellos. El magistrado y abogado Miles Vavasour y el monje Jolland estaban sentados ante una mesa larga y tenían delante una copia de Expositio Apocalypseos, de Primasius; analizaban una frase en la que Primasius lamentaba la codicia y la testarudez de algunos obispos del siglo II. Un observador fortuito se habría preguntado a qué se debía que alguien de tanta categoría abandonase su capucha de seda blanca a fin de hablar a calzón quitado con un simple monje; sin embargo, Miles Vavasour ya conocía la reputación del cluniacense. Jolland era un erudito que durante muchos años había elaborado un comentario sobre la Historia Ecclesiastica Britanniarum et maxime gentis Anglorum, de Beda, considerado el más grande estudioso de la historia de Inglaterra y su Iglesia. Vavasour había ido a poner a prueba la fe del monje. Lo respetaba por su erudición y deseaba averiguar hasta qué punto llegaban los conocimientos de Jolland con respecto a las cosas de su Dios. Al igual que los demás miembros de Dominus, Vavasour no tenía fe ni creía en las cuestiones veneradas por el vulgo. Por otro lado, el magistrado era un hombre inteligente, azuzado por la curiosidad; en su condición de experto en leyes, también mostraba un interés inagotable por el debate y la dialéctica. Se trataba de un hombre impulsivo y argumentador que también apreciaba la disensión. Tenía la nariz grande y la boca ancha, como si sus facciones intentasen revelar su verdadero carácter. Había ido a Bermondsey a informarse sobre ciertos milagros vinculados con la historia de la abadía de Glastonbury, pero la conversación había tomado otro giro. Como acababa de decir el monje, los acontecimientos del mundo tenían que seguir abriéndose paso.
Hacía poco que Jolland se había enterado de un incidente sorprendente, acaecido en la vecina Southwark. Joan de Irlaunde, de un mes de edad, había quedado durmiendo en su cuna, en el suelo de la tienda que sus padres habían alquilado para la venta del calzado que cortaban y cosían; en la hora que precede a las vísperas, el matrimonio había decidido dar un paseo por la calle mayor que conduce hacia el puente, y cometió el error de dejar entreabierta la puerta de la tienda. Un cerdo entró desde la calle y, como dijo Jolland, pese a que la pequeña estaba firmemente arropada, el animal «le mordió mortalmente el lado derecho de la cabeza». A su regreso, la horrorizada madre cogió a su hija en brazos, pero sólo logró mantenerla con vida hasta la medianoche. Pese a no tener más información, el incidente volvió a despertar la fascinación del monje por la presencia del destino en los asuntos humanos. ¿La conducta del cerdo hacia la niña estaba determinada por la fatalidad? ¿Portan los cuerpos de los animales las marcas de los astros?"

Peter Ackroyd
La conjura de Dominus


"El gran incendio de Londres se inició en Pudding Lane (calle del budín) y terminó en Pie corner, (esquina del pastel) donde la estatua dorada de un muchacho gordo aún subsiste. La inscripción en la base de la imagen rezaba hace tiempo: En memoria del incendio de Londres, ocasionado por el pecado de la glotonería, 1666."

Peter Ackroyd
El gran incendio de Londres


"El hombre le dirigió una mirada furiosa y se cambió de sitio. Algo sorprendida por la descortesía de éste, le observó durante unos instantes y después volvió de nuevo su atención a la pantalla justo a tiempo para ver el cambio de escenario de la playa al dormitorio. Las dos jóvenes estaban desnudas y tendidas en la cama, y a Harriet esto le recordó el cuadro que había visto hacía poco rato en la exposición de arte primitivo: el detalle de la chica que había tocado el hombro de su doble, antes de alejarse flotando en el aire. De repente se produjo un corte, y entró un hombre; llevaba un uniforme de guardia de tráfico, y empezó por quitarse la gorra con visera y la chaqueta negra tan pronto como entró en la habitación. Harriet se puso a reír, pero cuando les vio a los tres juntos en la cama, le parecieron tan cansados y débiles que movió la cabeza negativamente con aire incrédulo. En ese momento lamentó no haber visto el comienzo de la película, puesto que deseaba saber lo que les había llevado a tal situación: el sexo no le interesaba, pero sí el argumento. Incluso aquellos acoplamientos eran la consecuencia de una historia, y por lo que a ella respectaba, ésa era la parte más interesante. A fin de cuentas, todo el mundo necesitaba una historia.
La escena había cambiado de nuevo, y ahora las dos chicas estaban bailando juntas en una fiesta. Harriet las observó durante un rato, pero después su atención se desvió a las personas que las rodeaban. Vio un rostro que le recordó a una vieja amiga muerta hacía muchos años, y después otro, y otro más. Estaban allí todas juntas, todas sus difuntas amigas, tal como en otro tiempo las había conocido; se habían distanciado de las que bailaban y ahora estaban juntas de pie y en silencio, mirando a Harriet desde la pantalla. Ésta quiso levantarse y dirigirles la palabra, pero un terror repentino hizo que se quedara sentada en la butaca. Por eso es por lo que la gente enloquece, pensó, enloquecen por el miedo a la muerte. Pero notó las lágrimas que le bajaban por la cara, y en su aturdimiento se llevó la mano a la mejilla.
La película había terminado. Se encendieron unas luces débiles por encima de su cabeza, y miró a su alrededor por toda la sucia sala en la que había permanecido durante aquel rato: había colillas y cajetillas de cartón vacías por el suelo; la alfombra roja estaba raída, y las butacas desgarradas y llenas de manchas. Y por todo el ambiente flotaba el olor familiar y penetrante del polvo y la ceniza de los cigarrillos. Aún estaba el mismo hombre de pie al final de la sala, y cuando la miró, movió la mano dentro de su bolsillo. Harriet recogió el bolso y se acercó lentamente hacia él; éste sacó la mano del bolsillo y se quedó quieto con aire tímido."

Peter Ackroyd
Chatterton


"Freud era sólo un novelista."

Peter Ackroyd


"Los artistas de las aceras han vivido una carrera menos gloriosa en la ciudad. Empezaron su trabajo sólo cuando las calles se pavimentaron con losas en vez de adoquines, y en este sentido la suya es una profesión nueva en Londres. Hubo un tiempo en que los mendigos esculpían sus mensajes de súplica sobre las piedras —«Puede ayudarme» era una de las frases predilectas—, aunque los pintores de aceras suministraron una variante en 1850 con las palabras escritas en tiza «Toda mi obra» o «Cualquier pequeña ayuda. Gracias». Estos artistas de la calle tenían su propia parcela. Las esquinas de plazas de moda se consideraban el territorio ideal, pero Cockspur Street y la explanada frente al restaurante Gatti en la Strand eran ubicaciones propicias. También había una alineación de estos artistas a lo largo del paseo Embankment, con veintitrés metros de separación entre cada obra. Muchos de estos pintores eran pintores desmoralizados cuyas obras ortodoxas no habían dado sus frutos (la carrera de Simeon Solomon como pintor prerrafaelista había sido muy aclamada, por ejemplo, pero acabó siendo un artista callejero en Bayswater). Otros eran personas sin hogar o sin empleo que se dieron cuenta de que tenían talento para el oficio; con sólo unas tizas de colores y un borrador, se hacía aparecer un paisaje o un retrato sobre la piedra. Algunos se especializaron en retratos de políticos contemporáneos, o en escenas domésticas de valor sentimental; un artista pintaba escenas religiosas en Finchley Road, mientras que en Whitechapel Road otro pintor se dedicó a reproducir incendios y casas en llamas. En cada caso, no obstante, lograban satisfacer el gusto londinense pintando con los tonos más toscos y chillones, aunque por una curiosa asociación, guardan relación con el cielo nocturno sobre la ciudad. En Highways and Byways of London, la señora E. T. Cook dijo que el cielo detrás de las viviendas de los artistas en Drury Lane o Hatton Garden solía estar cubierto de «intensos tonos naranjas, púrpuras o carmín», como si quisiera imitar los colores de esas casas. George Orwell, en Sin blanca en París y Londres, recuerda la conversación de un pintor callejero, Bozo, cuya parcela estaba situada cerca del Puente de Waterloo.
Paseaba con Orwell hacia su casa de Lambeth, pero todo el rato iba mirando al cielo. «Vaya, fíjate en Aldebarán. Observa el color. Como si fuera una enorme naranja de sangre […]. De vez en cuando salgo por las noches y observo los meteoritos». Bozo se carteaba incluso con el astrónomo de la corte sobre el tema del cielo londinense, de modo que por un momento la ciudad y el cosmos quedaron íntimamente relacionados con la vida de un artista callejero.
Pero ningún relato del arte de Londres haría justicia sin incluir la historia de sus grafiti. Uno de los primeros fue una maldición de un londinense hacia otros dos, escritos de puño y letra romanas: Publius y Titus fueron «solemnemente malditos». Es equiparable a la pintada de finales del siglo XX que registró un novelista contemporáneo londinense, Iain Sinclair, «TIKD. QUE TE JODAN. DHKP», y sugiere una característica de la literatura callejera de Londres. «Porque la piedra gritará desde los muros», según Habakkuk 2:11, y en Londres los gritos suelen ser de ira y hostilidad. Muchos son totalmente de carácter personal, sin ningún significado salvo para quien los pinta o los esculpe en una pared, y constituyen lo más enigmático de la ciudad; un instante de ira o de pérdida ha quedado inscrito sobre su superficie, para convertirse en parte del caos circundante de señales y símbolos. Al salir de la estación de Paddington, puede leerse «Fume» en todas partes junto a «Cos», «Boz» y «Chop». «Rava» se lee en los puentes de la ribera sur. «El gran redentor, el liberador del pueblo» adornó la estación Kentish Town en la década de 1980. «Thomas Jordan limpió su ventana, y maldito trabajo, digo yo. 1815» fue una frase escrita en un viejo ventanal; en una pared de Londres, Thomas Berry garabateó «Oh, Señor, atraviésalos con tu espada». Un representante del arte del grafito le comentó a Iain Sinclair, «si vas a estar por la ciudad mucho tiempo, mejor será que dejes claro cuál es tu nombre», razón por la cual la gente, a lo largo de los años, ha escrito sus nombres o iniciales en cualquier superficie maleable con la enmienda ocasional del «estuvo aquí». Es una forma de reafirmar su propia individualidad, tal vez, pero se convierte de inmediato en parte de la textura anónima londinense; en este sentido, los grafiti son una viva muestra de la experiencia humana en la ciudad."

Peter Ackroyd
Londres: una biografía



"Nunca leo en la cama, sólo en mi estudio."

Peter Ackroyd



"Una de las grandes maldiciones del género humano es la de temer cuando no hay nada que temer, contestó. Este ánimo supersticioso y amigo de los presagios desarma los corazones de los hombres, ablanda su coraje y hace que ellos mismos atraigan las desgracias sobre sus cabezas."

Peter Ackroyd


















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