En los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo
occidental de la Espiral de la Galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol
amarillento. En su órbita, a una distancia aproximada de ciento cincuenta
millones de kilómetros gira un pequeño planeta totalmente insignificante de
color azul verdoso, cuyos pobladores, descendientes de los simios, son tan
asombrosamente primitivos que aún creen que los relojes digitales son de muy
buen gusto. Ese planeta tiene o, mejor dicho, tenía el problema siguiente: la
mayoría de sus habitantes eran desdichados durante casi todo el tiempo.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 2
A veces se apoderaban de él extraños estados de ánimo; se
quedaba distraído, mirando al cielo como si estuviera hipnotizado, hasta que
alguien le preguntaba qué estaba haciendo. Entonces parecía sentirse culpable
durante un momento; luego se tranquilizaba y sonreía. —Pues buscaba algún
platillo volante —solía contestar en broma, y todo el mundo se echaba a reír y
le preguntaba qué clase de platillos volantes andaba buscando. —¡Verdes!
—contestaba con una mueca perversa; lanzaba una carcajada estrepitosa y luego
arrancaba de pronto hacia el bar más próximo, donde invitaba a una ronda a todo
el mundo. Esas noches solían acabar mal. Ford se ponía ciego de whisky, se
acurrucaba en un rincón con alguna chica y le explicaba con frases inconexas
que en realidad no importaba tanto el color de los platillos volantes.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 11
La Guía del autoestopista galáctico también menciona el
alcohol. Dice que la mejor bebida que existe es el detonador gargárico pangaláctico.
Dice que el efecto producido por una copa de detonador gargárico pangaláctico
es como que le aplasten a uno los sesos con una raja de limón doblada alrededor
de un gran lingote de oro.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 18
Aquel jueves en particular, una cosa se movía
silenciosamente por la ionosfera a muchos kilómetros por encima de la
superficie del planeta; varias cosas, en realidad, unas cuantas docenas de
enormes cosas en forma de gruesas rebanadas amarillas, tan grandes como
edificios de oficinas y silenciosas como pájaros. Planeaban con desenvoltura,
calentándose con los rayos electromagnéticos de la estrella Sol, esperando su
oportunidad, agrupándose, preparándose.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 22
Prostetnic Vogon Jeltz no era agradable a la vista, ni
siquiera para otros vogones. Su nariz respingada se alzaba muy por encima de su
pequeña frente de cochinillo. Su elástica piel de color verde oscuro era lo
bastante gruesa como para permitirle jugar a la Política de administración
pública de los vogones y hacerlo bien; y era lo suficientemente impermeable
como para que pudiera sobrevivir indefinidamente en el mar hasta una
profundidad de trescientos metros sin que ello le produjera efectos nocivos.
No es que fuese alguna vez a nadar, por supuesto. Sus
múltiples ocupaciones no se lo permitían. Era así porque hacía billones de
años, cuando los vogones salieron de los primitivos mares estancados de
Vogosfera y se tumbaron jadeantes y sin aliento en las costas vírgenes del
planeta…, cuando los primeros rayos del brillante y joven vogosol los
iluminaron aquella mañana, fue como si las fuerzas de la evolución los hubieran
abandonado allí mismo, volviéndoles la espalda disgustadas y olvidándolos como
a un error repugnante y lamentable. No volvieron a evolucionar: no debieron
haber sobrevivido.
El hecho de que sobrevivieran es una especie de tributo a la
obstinación, a la fuerte voluntad, a la deformación cerebral de tales
criaturas. ¿Evolución?, se dijeron a sí mismos. ¿Quién la necesita? Y lo que la
naturaleza se negó a hacer por ellos lo hicieron por sí mismos hasta el momento
en que pudieron rectificar las groseras inconveniencias anatómicas por medio de
la cirugía.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 39
Trataron de adquirir conocimientos, intentaron alcanzar
estilo y elegancia social, pero en muchos aspectos los vogones modernos se
diferenciaban poco de sus ancestros primitivos.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 41
Los dentrassis son una tribu indisciplinable de gourmands,
un grupo revoltoso pero simpático que los vogones habían contratado
recientemente como cocineros y camareros en sus largas flotas de carga, con la
estricta condición de que se ocuparan de sus propios asuntos.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 41
Una de las cosas que a Ford Prefect le había costado más
trabajo entender de los humanos era su costumbre de repetir y manifestar
continuamente lo que era a todas luces muy evidente; como: Hace buen día, Es
usted muy alto o ¡Válgame Dios!, parece que te has caído a un pozo de treinta
pies de profundidad, ¿estás bien? Al principio, Ford elaboró una teoría para
explicarse esa conducta extraña. Si los seres humanos no dejan de hacer
ejercicio con los labios, pensó, es probable que la boca se les quede
agarrotada. Tras unos meses de meditación y de observación, rechazó aquella
teoría en favor de una nueva. Si no continúan haciendo ejercicio con los
labios, pensó, su cerebro empieza a funcionar. Al cabo de un tiempo la
abandonó, considerando que era embarazosamente cínica, y decidió que después de
todo le gustaban mucho los seres humanos, pero siempre le preocupó
extremadamente la tremenda cantidad de cosas que desconocían.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 42
—Bueno, es una nave de trabajo, ¿comprendes? —explicó Ford—.
Aquí es donde duermen los dentrassis.
—Creí que habías dicho que se llamaban vogones o algo así.
—Sí —dijo Ford—, los vogones manejan la nave y los
dentrassis son los cocineros; ellos fueron quienes nos dejaron subir a bordo.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 45
Ford tendió el libro a Arthur. —¿Qué es esto? —preguntó
Arthur.
—La Guía del autoestopista galáctico. Es una especie de
libro electrónico. Te dice todo lo que necesitas saber sobre cualquier cosa. Es
su cometido.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 45
En la pantalla destellaron en letras verdes las palabras
Flotas Constructoras Vogonas. Ford apretó un ancho botón rojo en la parte
inferior de la pantalla y las palabras empezaron a serpentear por su
superficie. Al mismo tiempo, el libro comenzó a recitar el artículo con voz
tranquila y medida. Esto es lo que dijo el libro: «Flotas Constructoras
Vogonas. Esto es lo que tiene que hacer si quiere que le lleve un vogón: olvidarlo.
Son una de las razas más desagradables de la Galaxia; no son realmente crueles,
pero tienen mal carácter, son burocráticos, entrometidos e insensibles. Ni
siquiera moverían un dedo para salvar a su abuela de la Voraz Bestia Bugblatter
de Traal, a menos que recibieran órdenes firmadas por triplicado, acusaran
recibo, volvieran a enviarlas, hicieran averiguaciones, las perdieran, las
encontraran, las sometieran a investigación pública, las perdieran de nuevo y
finalmente las enterraran bajo suave turba para luego aprovecharlas como papel
para encender la chimenea. »El mejor medio para que un vogón invite a una copa
es meterle un dedo en la garganta, y la mejor manera de hacerle enfadar es
entregar a su abuela a la Voraz Bestia Bugblatter de Traal para que se la coma.
»De ninguna manera deje que un vogón le lea poesía».
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 46
—Es maravilloso —dijo, frunciendo el ceño y mirando a otro
colchón. —
—Lamentablemente, me he quedado en la Tierra mucho más tiempo
del que pretendía —dijo Ford—. Fui por una semana y me quedé quince años.
—Pero ¿cómo fuiste a parar allí?
—Fácil, me llevó un pesado.
—¿Un pesado?
—Sí.
—¿Y qué es…?
—¿Un pesado? Los pesados suelen ser niños ricos sin nada que
hacer. Van por ahí, buscando planetas que aún no hayan hecho contacto
interestelar y les anuncian su llegada.
—¿Les anuncian su llegada? —Arthur empezó a sospechar que
Ford disfrutaba haciéndole la vida imposible.
—Sí —contestó Ford—, les anuncian su llegada. Buscan un
lugar aislado donde no haya mucha gente, aterrizan junto a algún pobrecillo
inocente a quien nadie va a creer jamás, y luego se pavonean delante de él
llevando unas estúpidas antenas en la cabeza y haciendo ¡bip!, ¡bip!, ¡bip!
Realmente es algo muy infantil.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 47
El vogón empezó a leer un hediondo pasaje de su propia
invención.
—¡Oh!, irrinquieta gruflebugle… —comenzó a relatar. Los
espasmos empezaron a atormentar el cuerpo de Ford: era peor de lo que había
imaginado.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 56
—¡No quiero morir todavía! —gritó—. ¡Aún me duele la cabeza,
estaré de mal humor y no lo disfrutaré!
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 59
—¿Sabes una cosa? —le dijo Arthur—; en ocasiones como ésta,
cuando estoy atrapado en una escotilla neumática vogona con un habitante de
Betelgeuse y a punto de morir asfixiado en el espacio profundo, realmente desearía
haber escuchado lo que me decía mi madre cuando era joven.
—¡Vaya! ¿Y qué te decía? —No lo sé; no la escuchaba.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 65
La verdad pura y simple es que las distancias interestelares
no caben en la imaginación humana.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 67
—¡Arthur! —exclamó—. ¡Esto es fantástico! ¡Nos ha recogido
una nave propulsada por la Energía de la Improbabilidad infinita! ¡Es
increíble! ¡Ya había oído rumores sobre eso! ¡Todos fueron desmentidos
oficialmente, pero deben haberlo conseguido! ¡Han logrado la Energía de la
Improbabilidad! Arthur, esto es… ¿Arthur? ¿Qué ocurre?
Arthur se había echado contra la puerta del cubículo
tratando de mantenerla cerrada, pero no ajustaba bien. Pequeñas manitas peludas
con los dedos manchados de tinta se colaban por las grietas; débiles vocecitas
parloteaban locamente.
Arthur alzó la vista.
—¡Ford! —Exclamó—. Afuera hay un número infinito de monos
que quieren hablarnos de un guion de Hamlet que han elaborado ellos
mismos.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 73
—De todos modos —concluyó Trillian, volviendo a los mandos—,
yo no los he recogido.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién lo ha hecho, entonces?
—La nave.
—¿Qué?
—Los ha recogido la nave. Ella sola.
—¿Cómo?
—Mientras estábamos con la Energía de la Improbabilidad.
—Pero eso es increíble.
—No, Zaphod; sólo muy, muy improbable.
—Ah, claro
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 77
Una de las mayores dificultades que Trillian experimentaba
en sus relaciones con Zaphod consistía en saber cuándo fingía ser estúpido para
pillar desprevenida a la gente, cuándo pretendía serlo porque no quería
molestarse en pensar y deseaba que otro lo hiciera por él, cuándo simulaba ser
atrozmente estúpido para ocultar el hecho de que en realidad no entendía lo que
pasaba, y cuándo era verdadera y auténticamente estúpido. Tenía fama de ser
asombrosamente inteligente, y estaba claro que lo era; pero no siempre, lo que
evidentemente le preocupaba, y por eso fingía. Prefería confundir a la gente a
que le despreciaran. Para Trillian eso era lo más estúpido, pero ya no se
molestaba en discutirlo.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 85
Hace mucho, entre la niebla de los tiempos pasados,
durante los grandes y gloriosos días del antiguo Imperio Galáctico, la vida era
turbulenta, rica y ampliamente libre de impuestos.
Naves poderosas trenzaban su camino entre soles exóticos,
buscando aventuras y recompensas por las partes más recónditas del espacio
galáctico. En aquella época, los espíritus eran valientes, los premios eran
altos, los hombres eran hombres de verdad, las mujeres eran mujeres de verdad,
y las pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro eran verdaderas pequeñas
criaturas peludas de Alfa Centauro. Y todos se atrevían a enfrentarse con
terrores desconocidos, a realizar hazañas importantes, a dividir audazmente
infinitivos que nadie había dividido antes; y así fue como se forjó el Imperio.
Desde luego, muchos hombres se hicieron sumamente ricos,
pero eso era algo natural de lo que no había que avergonzarse, porque nadie era
verdaderamente pobre, al menos nadie que valiera la pena mencionar. Y para
todos los mercaderes más ricos y prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y
mezquina y empezaron a imaginar que, en consecuencia, la culpa era de los
mundos en que se habían establecido; ninguno de ellos era plenamente
satisfactorio: o el clima no era lo bastante adecuado en la última parte de la
tarde, o el día duraba media hora de más, o el mar tenía precisamente el matiz
rosa incorrecto.
Y así se crearon las condiciones para una nueva y
asombrosa industria especializada: la construcción por encargo de planetas de
lujo. La sede de tal industria era el planeta Magrathea, donde ingenieros
hiperespaciales aspiraban materia por agujeros blancos del espacio para
convertirla en planetas soñados: planetas de oro, planetas de platino, planetas
de goma blanda con muchos terremotos; todos encantadoramente construidos para
que cumplieran con las normas exactas de los hombres más ricos de la Galaxia.
Pero tanto éxito tuvo esa aventura, que Magrathea pronto
llegó a ser el planeta más rico de todos los tiempos y el resto de la Galaxia
quedó reducido a la pobreza más abyecta. Y así se quebró la organización
social, se derrumbó el Imperio y un largo y lóbrego silencio cayó sobre mil
millones de mundos hambrientos, únicamente turbado por el garabateo de las
plumas de los eruditos mientras trabajaban hasta entrada la noche en pulcros
tratados sobre el valor de la planificación en la política económica.
Magrathea desapareció, y su recuerdo pronto pasó a la
oscuridad de la leyenda.
En estos tiempos ilustrados, por supuesto que nadie cree
una palabra de ello.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 97
Todo eso de Magrathea eran camelos para niños. ¿Es que no
bastaba ver la belleza de un jardín, sin tener que creer por ello que estaba
habitado por las hadas?
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 101
El planeta en cuestión es efectivamente el legendario
Magrathea.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 103
» No importa porque, oye, es tan emocionante tener tanto que
descubrir, tanto que esperar, que casi me aturde la impaciencia.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 114
Mucha gente ha imaginado que, si supiéramos exactamente lo
que pensó el tiesto de petunias, conoceríamos mucho más de la naturaleza del
universo de lo que sabemos ahora.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 114
—Lo robé para buscar un montón de cosas.
—¿Un montón de cosas? —repitió Ford, sorprendido—. ¿Como
cuáles?
—No lo sé.
—¿Cómo?
—No sé lo que estoy buscando.
—¿Por qué no?
—Porque… porque…, porque si lo supiera, creo que no sería
capaz de buscarlas
—Pero ¡qué dices! ¿Estás loco?
—Es una posibilidad que no he desechado —dijo Zaphod en voz
baja—. De mí mismo sólo sé lo que mi inteligencia puede averiguar bajo
condiciones normales. Y las condiciones normales no son buenas.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 121
Sabes que construíamos planetas, ¿verdad? —Pues sí —contestó
Arthur—, en cierto modo me lo había figurado… —Un oficio fascinante —dijo el
anciano con una expresión de nostalgia en los ojos—; hacer la línea de la costa
siempre era mi parte favorita. Solía divertirme enormemente dibujando los pequeños
detalles de los fiordos…
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 128
Magrathea despierta.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 130
Es un hecho importante y conocido que las cosas no siempre
son lo que parecen. Por ejemplo, en el planeta Tierra el hombre siempre supuso
que era más inteligente que los delfines porque había producido muchas cosas
—la rueda, Nueva York, las guerras, etcétera—, mientras que los delfines lo
único que habían hecho consistía en juguetear en el agua y divertirse. Pero a
la inversa, los delfines siempre creyeron que eran mucho más inteligentes que
el hombre, precisamente por las mismas razones.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 131
El infinito tiene un aspecto plano y sin interés. Si se mira
al cielo nocturno, se atisba el infinito: la distancia es incomprensible y, por
tanto, carece de sentido.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 134
—La Tierra… —musitó Arthur.
—Bueno, en realidad es la Tierra número Dos —dijo
alegremente Slartibartfast—. Estamos haciendo una reproducción de nuestra
cianocopia original.
Hubo una pausa.
—¿Está tratando de decirme —inquirió Arthur con voz lenta y
controlada— que ustedes… hicieron originalmente la Tierra?
—Claro que sí —dijo Slartibartfast—. ¿Has ido alguna vez a
un sitio que… me parece que se llamaba Noruega?
—No —contestó Arthur—, no he ido nunca.
—Qué lástima —comentó Slartibartfast—, eso fue obra mía.
Ganó un premio, ¿sabes? ¡Qué costas tan encantadoras y arrugadas! Lo sentí
mucho al enterarme de su destrucción.
—¡Que lo sintió!
—Sí. Cinco minutos después no me habría importado tanto. Fue
un error espantoso.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 135
—¡Yo no gasto ni una sola unidad de pensamiento en esos
papanatas cibernéticos! —tronó—. ¡Yo sólo hablo del ordenador que me sucederá!
Fook estaba perdiendo la paciencia. Apartó a un lado la
libreta de notas y murmuró:
—Me parece que la cosa se está poniendo innecesariamente
mesiánica.
—Tú no sabes nada del tiempo futuro —sentenció Pensamiento
Profundo—, pero con mi prolífico sistema de circuitos yo puedo navegar por las
infinitas corrientes de las probabilidades futuras y ver que un día llegará un
ordenador cuyos parámetros de funcionamiento no soy digno de calcular, pero que
en definitiva será mi destino proyectar.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 141
—¡Oh, ordenador Pensamiento Profundo! La tarea para la que
te hemos proyectado es la siguiente: Queremos que nos digas… —hizo una pausa—
¡la Respuesta!
—¿La Respuesta? —repitió Pensamiento Profundo—. ¿La
Respuesta a qué?
—¡A la Vida! —le apremió Fook.
—¡Al Universo! —exclamó Lunkwill.
—¡A Todo! —dijeron ambos a coro.
Pensamiento Profundo hizo una breve pausa para reflexionar.
—Difícil —dijo al fin.
—Pero ¿puedes darla?
—Sí —dijo Pensamiento Profundo—, puedo darla.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 141
Según la ley, la Búsqueda de la Verdad Última es, con toda
claridad, la prerrogativa inalienable de los obreros pensadores.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 144
—Lo único que quería decir —bramó el ordenador— es que en
estos momentos mis circuitos están irrevocablemente ocupados en calcular la
respuesta a la Pregunta Última de la Vida, del Universo y de Todo —hizo una
pausa y se cercioró de que todos le atendían antes de proseguir en voz más
baja—: Pero tardaré un poco en desarrollar el programa.
Fook miró impaciente su reloj.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Siete millones y medio de años —contestó Pensamiento
Profundo.
Lunkwill y Fook se miraron y parpadearon.
—¡Siete millones y medio de años…! —gritaron a coro.
—Sí —exclamó Pensamiento Profundo—, he dicho que tenía que
pensarlo, ¿no es así? Y me parece que desarrollar un programa semejante puede
crear una enorme cantidad de publicidad popular para toda el área de la
filosofía en general. Todo el mundo elaborará sus propias teorías acerca de
cuál será la respuesta que al fin daré, ¿y quién mejor que vosotros para
capitalizar el mercado de los medios de comunicación? Mientras sigáis en
desacuerdo violento entre vosotros y os destrocéis mutuamente en periódicos
sensacionalistas, y en la medida en que dispongáis de agentes inteligentes,
podréis continuar viviendo del cuento hasta que os muráis. ¿Qué os parece?
Los dos filósofos lo miraron boquiabiertos.
—¡Caray! —exclamó Majikthise—. ¡Eso es lo que yo llamo
pensar! Oye, Vroomfondel, ¿por qué no hemos pensado nunca en eso?
—No lo sé —respondió Vroomfondel con un susurro reverente—,
creo que nuestros cerebros deben estar sobreenterados, Majikthise.
Y diciendo esto, dieron media vuelta, salieron de la
habitación y adoptaron un tren de vida que superó sus sueños más ambiciosos.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 144
En cuanto sepáis cuál es realmente la pregunta, sabréis cuál
es la respuesta.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 151
—No hablo sino del ordenador que me sucederá —entonó
Pensamiento Profundo, mientras su voz recobraba sus acostumbrados tonos
declamatorios—. Un ordenador cuyos parámetros funcionales no soy digno de
calcular; y sin embargo yo lo proyectaré para vosotros. Un ordenador que podrá
calcular la Pregunta de la Respuesta Última, un ordenador de tan infinita y
sutil complejidad, que la misma vida orgánica formará parte de su matriz
funcional. ¡Y hasta vosotros adoptaréis formas nuevas para introduciros en el
ordenador y conducir su programa de diez millones de años! ¡Sí! Os proyectaré
ese ordenador. Y también le daré un nombre. Se llamará… la Tierra.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 152
… y los megaviones tenían que dotarse de los escudos
defensivos más fantásticos conocidos por la ciencia galáctica. Eran naves
enormes, realmente descomunales. Cuando entraban en la órbita de un planeta
eclipsaban al sol.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 156
Pensamiento Profundo proyectó la Tierra, nosotros la
construimos y vosotros la habitasteis.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 158
—Bueno, yo digo que sí al idealismo, sí a
la dignidad de la investigación pura, sí a la búsqueda de la
verdad en todas sus formas, pero me temo que se llega a un punto en que se
empieza a sospechar que si existe una verdad auténtica, es que toda
la infinitud multidimensional del Universo está regida, casi sin lugar a dudas,
por un hatajo de locos. Y si hay que elegir entre pasarse otros diez millones
de años averiguándolo, y coger el dinero y salir corriendo, a mí me vendría
bien hacer ejercicio —dijo Frankie.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 165
—¡Pero eso es una locura! —gritó Trillian—. ¡No haríais una
cosa así!
—¡Claro que lo haríamos! —gritó el policía, y le preguntó a
su compañero—: ¿Verdad?
—¡Pues claro que lo haríamos, sin duda! —respondió el otro.
—Pero ¿por qué? —preguntó Trillian.
—¡Porque hay cosas que deben hacerse, aunque se sea un
policía liberal e ilustrado que lo sepa todo acerca de la sensibilidad y esas
cosas!
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 172
En la nota había trazada una flecha que apuntaba a uno de
los mandos. Decía: Probablemente, éste es el mejor botón para apretar.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 175
«La historia de todas las civilizaciones importantes de la
galaxia tiende a pasar por tres etapas diferentes y reconocibles, las de
Supervivencia, Indagación y Refinamiento, también conocidas por las fases del
Cómo, del Por qué y del Dónde.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 178
Al principio se creó el Universo. Eso hizo que se enfadara
mucha gente, y la mayoría lo consideró un error. Muchas razas mantienen la
creencia de que lo creó alguna especie de dios, aunque los jatravártidos de
Viltvodle VI creen que todo el Universo surgió de un estornudo de la nariz de
un ser llamado Gran Arklopoplético Verde.
Douglas Adams
Guía del autoestopista galáctico, página 188
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