Montero Glez

"Era una soleada mañana de finales de mayo, y los reyes, recién casados, volvían a palacio desde la iglesia de San Jerónimo.
Les acompañaba toda la comitiva por la calle Mayor cuando un gran ramo de flores cayó justo al lado de su coche de caballos. Lo habían arrojado desde un balcón y las flores tenían la firma de un pueblo que se burla de sus amos y de sus reyes. La marquesa de Tolosa y su sobrina encontraron allí la muerte, justo cuando se hallaban asomadas a un balcón. Pero no sólo murieron hembras cebaderas; no. También murieron caballos de varas. Los zapatos de la novia, así como el vestido, se cubrieron de sangre equina. La recién estrenada reina se tocó las orejas y se desmayó. Había perdido el conocimiento y los pendientes. Fue cuando el Rey, todo él desbigotado, empezó a imperar órdenes y palabras groseras aprendidas en los establos y en las casas de putas. Alfonso León Fernando Santiago María Isidro Pascual Antón, o sea, Alfonso XIII, se refirió al accidente como si hubiesen sido fuegos artificiales. «Son gajes del oficio», dijo con la flema en la boca. «Intento de asesinato, una enfermedad que suelen padecer los reyes», y acto seguido escupió la flema. Y tras estas gotas de bilis histórica, volvamos al galpón de la calle San Mateo y a los pendientes. El Marquesito los llevaba con él la noche que cayó desarmado, luego de una larga partida con muchos vuelos, jugándoselo todo al chiribito, llorándole al Flaco Pimienta, implorándole como una pebeta que le pagaría su deuda en el plazo que él quisiera, pero que no le castigase. Que no."

Montero Glez
Sed de champán





"Lo que verdaderamente nos importa es que estamos a finales de agosto y que hay trajín en los andenes de la estación de Atocha. Y que suena un teléfono móvil que nadie coge. Es la musiquilla de un tango que suena como tocado con sordina, pichita. Se trata de un teléfono móvil en el interior de un bolso imitación leopardo. La mujer que lo gasta así de discreto nació hombre y ya la conocemos, pues es la pareja del Ginesito, y su peluca rubia se eleva unos palmos por encima del gentío. Camina subida a los pedestales de sus botas; caña alta y piel atigrada, a juego con el bolso. Para cualquier otra persona sería difícil mantener el equilibrio, pero ella lo tiene muy ensayado. Adelanta primero un pie y luego el otro, igual que si anduviese sobre una cuerda floja; la línea imaginaria de un ejercicio de falso funambulismo, más difícil todavía, pues a su vez empuja el movimiento de caderas con mucha cachondería. El Ginesito va por delante, abriéndose paso entre las gentes que pueblan los andenes. La multitud está allí sin otro motivo aparente que el de despedir a sus familiares. El Ginesito se abre paso a codazos y sigue al viajero, cada vez más pequeño, el macuto al hombro y apurado por encontrar su vagón. Entretanto el jefe de estación pelea con las gentes que ocupan los andenes. «Guarden sus pañuelos blancos y quédense detrás de la garita de entrada», les dice. Por megafonía son más contundentes. «Atención, atención, desalojen el andén o se arrepentirán. Todo el que no lleve billete desaloje andén dirección a Cádiz.» La gente no hacía ni puto caso, pichita, cada vez eran más los que se apretujaban unos contra otros en el apeadero. «De seguir haciendo caso omiso a nuestras instrucciones llamaremos a las fuerzas de seguridad y todos los secretas de la zona mostrarán su placa», muy cordial apunta el jefe de estación, que acababa de entrar en el cargo y al que toman a chufla, total, pichita, que al final se monta la de San Quintín. De debajo de las piedras empiezan a brotar policías y a desalojar el andén a mandobles. Primero pegan, luego piden los billetes. El viajero es testigo desde el vagón, acomodado ya en su asiento. Uuufff, es lo único que dice. Está de suerte, pichita.
Menos suerte correrá el Ginesito, al que un policía le clavó una rodilla en la espalda. Emitió algo así como «Uuuuuuaajj». Su compañera decidió acatar órdenes y, sumisa, volver sobre sus pasos. Hubo un momento en que se le cayó una de las pestañas postizas al suelo y se agachó a recogerla. Entonces alineó las piernas y encabritó las nalgas. Y fue cuando uno de los policías arrimó la porra, pero la cosa no llegó a mayores y cada uno siguió su camino. Una vez más tranquilos y una vez que reflexionaron sobre la estrategia a seguir, el Ginesito y su compañera se acercaron hasta las ventanillas, donde se informan. Efectúa paradas en Ciudad Real, Puertollano, Córdoba, Santa Justa, Jerez, el Puerto, San Fernando y Cádiz. Así se lo dijo una de la RENFE, pero eso es lo de menos ahora, pichita. Lo de más es que el travestido de la peluca rubia y las botas de leopardo ha decidido coger el teléfono, en el fondo de su bolso. Recuerda que en todo este tiempo no ha parado de sonar con su música de tango. Es un cliente, un rodríguez a juzgar por la voz y el tipo de servicio, uno a domicilio. Su voz suena como si estuviese hablando desde la taza del váter. Hay interferencias. Prreee, preee. Parece ser que el cliente pide datos y que el travestido se los da, de carrerilla, alterándose unos centímetros la entrepierna y el pecho y quitándose años. Prreee, prreee. El Ginesito tiembla en un ataque que se le agarra a los cuernos. Y frente a las taquillas empieza una disputa que finaliza con el teléfono móvil hecho añicos en la vía del tren. Después de unos pocos reproches y unos cuantos juegos florales, se besaron y volvieron a la calle San Bernardo a recoger el coche, un Renault Cinco Triana de hace la pila de años, ya sabes, pichita. Y decidieron hacerse la línea de coca que todavía les quedaba de la noche y hacerse también la línea de tren, dirección Cádiz y efectuando la consiguiente parada en cada uno de los puntos en que el tren la efectuaba, por si, de estas cosas, quedaban asientos libres y podían seguir de cerca al viajero. Así llegaron a Ciudad Real, a Córdoba y a Santa Justa, sin apartar los ojos de la línea blanca que ondeaba en el centro de la carretera, culpa del calor. Y fue en el Puerto de Santa María donde se quedó un asiento libre. Y empezaron las disputas. Y como no se pusieron de acuerdo sobre quién subiría y quién conduciría, pues el tren salió y el Ginesito y su acompañante siguieron la ruta en el Renault Cinco. Mientras tanto el viajero iba en segunda, fumador, liándose cigarrillos y contemplando el paisaje, pero inquieto. A medida que se acercaba sentía que los latidos de su corazón agitaban sus huesos más intensamente que el traqueteo del tren. De vez en vez, se incorporaba de su asiento y se metía al retrete a estudiar el mapa. Esto debe de ser Vejer, Bekkeh, un pueblo moruno que se alza sobre una montaña y que por la noche, iluminadas las ventanas, pareciese que es allí donde se refugian las hadas."

Roberto Montero González más conocido como Montero Glez
Cuando la noche obliga



"Los hombres del Tambucho no eran otros que el Moquillo, el Pandorga y el Lagarto. Empecemos por este último, conocido como el Lagarto debido a las horas que aguantaba con el sol de plano, así como por el color de la piel, de un pardo oliváceo y más propio de reptil que de ser humano. El Lagarto era pescador atunero, de la almadraba de Barbate para ser exactos. Tenía sobresueldo como ayuda de cámara del coronel en su barco de recreo. Era el encargado de preparar los cebos y arrastrar las piezas que el difunto pescaba. Se excitaba con el olor a sangre y fue uno de los encargados de dar pasaporte al Lunarejo. Le agarró por los pelos y le metió la cabeza contra una de las setas de hierro que hay en el muelle. No contento, el Lagarto ofreció la presa al cabecilla de la banda. Y el Tambucho se sacó la minga y orinó en la boca del Lunarejo. Fue una meada gruesa que encharcó sus pulmones. Luego, una vez en alta mar y por encargo del Tambucho, el Lagarto cogió un machete y le abrió el vientre. Y con las tripas desatadas de sangre al Lunarejo le metieron en un saco y lo reventaron a palos antes de arrojarle al agua. Comida para los peces. El Lagarto estaba convencido de que el Lunarejo no iba a tardar en aparecer, pues la mar devuelve todo lo que no es suyo. Pero el Lagarto se equivocó en los cálculos. El cuerpo del Lunarejo tardaría en asomar unos cuantos días más de la cuenta, con el coronel Peralta ya nervioso, elaborando un plan sobre la marcha que pringase al Roque y que amortizara la inversión, utilizándole como señuelo. Por último, cabe decir del Lagarto que era de esos que no aguantaban ni un pelo y que, de un grito, paralizaba a los peces más grandes, para después atravesarlos de parte a parte.
Otro elemento bueno era el Moquillo. El apodo le venía porque cuando saludaba lo hacía con un apretón de mano. Esto último no tendría nada en especial si no fuera porque en la palma siempre llevaba un moco crudo. El citado individuo era, además de guaneras, un tipo sin ningún escrúpulo a la hora de llevarse por delante a quien fuese. Capaz de meterle fuego a un orfanato sólo por darse lumbre, el Moquillo trabajaba como soplón de la policía desde que cumplió edad penal y era de un servilismo viscoso en su trato con la Guardia Siví. El Roque le tenía ganas, pues aunque no hubiese tenido nada que ver en la emboscada del Sarchal, el Roque daba por seguro que sí. Sus tejemanejes con la policía, el suspirar de insecto y los ojos agrios y de pupilas verdes, como dos guisantes, le hacían recelar de él.
Y ya por último nos queda el Pandorga, molleja corpulenta de Barbate, conocida en el ambiente más picante de la zona por sus espectáculos nocturnos, espolvoreados con la sal y la pimienta de los amores impúdicos, los mismos que combinan excremento y semen con la mariconería más escatológica, en fin, una suerte de cabaret donde el Pandorga ponía en práctica su comicidad grasienta. El citado se travestía con su combinación bajera, el abanico de plumas y la peluca color ceniza. Y con las mismas proporciones de una foca adulta, aparecía en escena para hacerse una imitación faratona de la Sarita Montiel, con su clavel recién cortado entre los dientes y mucho movimiento de trasero. Pero que mucho. Fu-man-does-pe-ro-al-hona-bre-que-más-quie-ro. Además de lo dicho, hay que añadir otra peculiaridad en sus maneras desinhibidas, y ésta no es otra que la del candao gaditano, ejercicio en el que el Pandorga destacaba para sobresaliente."

Montero Glez
Manteca colorá


























No hay comentarios: