Xavier de Montépin

"Algunos minutos más tarde, volvía a quedar desierto Petit-Castel y un co­che rodaba por el camino de Gravelle a Charenton. En Charenton, Pascual se dirigió a la derecha para entrar en el bosque de Vincennes, y, una vez den­tro, se apeó, escudriñando los alrededo­res. El camino estaba desierto; la obs­curidad era impenetrable; el silencio absoluto. Pascual se despojó rápidamen­te del sombrero, peluca y patillas que llevaba; se quitó el levitón de librea, tirándolo todo dentro del coche para que su amigo lo guardase, y, poniéndo­se un sombrero de fieltro obscuro, se sen­tó de nuevo en el pescante y arreó al caballo, que salió a galope. A las dos de la madrugada entraban el doctor
Thompson y su secretario en el hotel de la calle de Mirornesnil. El alsaciano encerró el caballo en la cuadra y la ber­lina en la cochera.
Marta Grandchamp había salido de Petit-Castel profundamente triste; pe­ro su encuentro con Angela la regocijó en extremo.
La ex corredora, siguiendo dócilmente las instrucciones de los dos cómpli­ces, se deshizo en protestas de simpa­tía y en demostraciones de cariño ha­cia la huérfana, le hizo recorrer toda la casa y le entregó las llaves. La huérfa­na, que había vivido siempre con mo­destia, estaba asombrada contemplando el lujo de la casa del doctor. Después de encargarse de todo, y de ser presentada a los criados como dueña de la casa, se retiró a sus habitaciones, alhajadas con sumo gusto y elegancia, lo que le llenó de satisfacción; pero, cuando se encontró sola, se deshizo en llanto, y hasta muy entrada la noche, no le fue posible dormir.
Pascual y Santiago, aunque, como sabemos, se retiraron muy tarde, no dejaron de madrugar, y en las primeras horas de la mañana, ya estaban conver­sando, en el despacho del doctor, acer­ca de los reclamos publicados en los periódicos de la mañana. Estos, muy hábilmente redactados y pagados a alto precio, señalaban un día fijo para abrir las consultas del doctor Thompson, es­pecialista americano, inventor de un método infalible para curar rápidamen­te la anemia."

Xavier Henri Aymon Perrin, conde de Montépin
El testamento rojo



"El joven comprendió la enérgica justicia de este reproche y bajó la cabeza sin responder.
Aquella noche, Marc-Henry fue presentado en el castillo por Maugars. La entrevista del barón y del joven fue fría; el aire de ambos era embarazoso. El señor de Châlans, temiendo dejar leer sobre su rostro las emociones violentas que le causaba la vista del hijo de su pobre Esther, se veía precisado a encubrirse con una máscara impenetrable. Encontraba en los rasgos de Marc-Henry, todos los de su querida hija; tenía su misma frente, pura y elevada, sus mismos ojos, la misma mirada; solamente sus pupilas eran más sombrías y sus cabellos de un color más subido.
La entrevista fue corta. Se decidió de común acuerdo que dentro de dos días Marc-Henry vendría a instalarse en el castillo, en el que permanecería hasta que el señor de Châlans lo enviase a Besançon para regularizar y terminar sus estudios.
Al día siguiente, Morand, al saber la venida de Marc-Henry al castillo, quiso de nuevo partir y lo pidió con tanta insistencia y energía, que fuerza fue ceder a su deseo, so pena de empeorar gravemente su estado, que entonces era mucho menos satisfactorio que la víspera. En una camilla fue transportado hasta la enfermería de la aduana de los Brennets.
Una hora después de su partida llegó Marc-Henry. La señorita de Châlans permaneció todo el día encerrada en su habitación; su pálido rostro, sus cabellos en desorden, su cabeza apoyada en las almohadas de su cama que bañaba en lágrimas, indicaban un sufrimiento muy grande.
Hay familias en que el amor es funesto; una de éstas era la de Châlans.
No diremos lo que sufrió Marc los primeros días de su estancia en el castillo. Su timidez, al lado de la mujer amada, aumentó de tal modo que parecía haberse convertido en una parálisis moral, la cual comprimía violentamente su pensamiento y suprimiendo casi el uso de la palabra, dando al pobre joven el triste aspecto de un verdadero idiota.
Una tarde oyó a María, a la dulce y caritativa María, decir al señor de Châlans esta expresión, que se incrustó en su cerebro como un clavo de hierro rojo."

Xavier de Montépin
Los amores de un loco



"Gaston se inclinó y sus labios rozaron la aterciopelada frente de la joven, cuya mate blancura cedió el sitio durante algunos segundos á una nube del rojo más vivo.
Gaston mismo experimentó una emoción significativa, una especie de estremecimiento, como si sus músculos y sus nervios recibieran la descarga de una pila de Volta débilmente cargada.
No pretendemos explicar este fenómeno diciendo que la esplendorosa belleza de la huérfana había herido al marido de Blanca en pleno corazón.
Tal explicación, plausible quizás, no sería conforme á la verdad. Y la verdad era esta: Ciertas mujeres, es imposible negarlo, desparraman á su alrededor una electricidad real y fácil de comprobar. No en vano la más encantadora, la más extraña, la más infernalmente adorable de las heroínas de Balzac, Esther Gobsek, la hija de la bella holandesa, había recibido de sus compañeras y rivales el sobrenombre de La Torpedo.
Laurence poseía también esta facultad bizarra, que hasta, entonces había permanecido latente, y que acababa de revelarse por primera vez bajo el beso de Gaston.
—¿No es verdad, Laurence, no es verdad hija querida, que nos amarás mucho? —repuso la joven Marquesa besando de nuevo á la huérfana.
—¿Si os amaré? —respondió ésta con exaltación—. ¡Sí, más que á todo el mundo! mil veces más que á mi vida y tanto como á Dios mismo.
—¡Ah! ¡querida hija! —exclamó Blanca con un transporte que no cedía en nada al de Laurence— ¡bendito sea el día en que viniste á ser mi hija!
Una conversación empezada de aquel modo no podía dejar de llegar bien pronto á las alturas del lirismo más desenfrenado.
Hagamos gracia á los lectores, de la fatiga de un viaje por los cielos, como burlonamente se dice hoy, y dejemos transcurrir un intervalo de seis siete meses.
Durante este tiempo ningún acontecimiento de importancia vino á turbar la existencia uniforme y perfectamente calmada de los habitantes de la quinta de Auteuil. Aquella vida tan pacifica y tan dulce en su perfecta regularidad, parecía no ofrecer presa alguna á la desgracia, al menos á la que viniera por parte de los hombres.
Lejos de debilitarse por la sociedad, la loca ternura de la joven Marquesa por Laurence, y su necesidad imperiosa de tenerla siempre á su lado, no habían hecho más que aumentar de día en día.
Blanca no podía separarse un instante de la huérfana á quien no trataba como una hija, sino como una hermana.
La Marquesa, sabemos que tenía veintiocho años; pero también sabemos que no representaba más que veinte.
Laurence entraba en sus diez y siete años, y la gracia armoniosa de sus formas, la amplitud escultural de sus espaldas y pecho, no permitían creerla más joven de lo que en realidad era.
Sin sus ojos y cabellos negros que formaban un vigoroso contraste con los ojos azules y rubios cabellos de la Marquesa, hubiera sido fácil y natural tomarlas por hermanas.
Siempre que el tiempo lo permitía, Blanca y Laurence, sentadas una al lado de la otra, sobre almohadones de reps blanco, en una carretela descubierta, recorrían durante dos ó tres horas las avenidas del bosque de Boulogne, y los paseantes, deslumbrados, conservaban largo tiempo el recuerdo de aquellas dos mujeres tan distintas y tan encantadoras, un instante entrevistas y bien pronto arrebatadas por el trote regular de un rápido tronco.
La idea de que Laurence podía ser tomada por su hermana, llenaba de alegría á la Marquesa. Con el objeto de venir en ayuda de esta ilusión, quería que la joven fuese siempre vestida del mismo modo que ella."

Xavier de Montépin
Los infiernos de París



"Ha llegado el momento de dar cuenta de la presencia de un nuevo personaje, personaje raro y estrambótico, que, sin que lo supieran Carlos y Mignonne, había asistido a todos los detalles de la escena que acabamos de referir.
Ese personaje era un joven de unos veinticinco años.
Era imposible ver nada más asqueroso que su persona, y más repulsivo que sus modales.
Era una especie de enano, de cuatro pies de altura a lo sumo. Con un cuerpo de gigante, sostenido por unas piernas de niño, que siendo demasiado débiles para sostener el peso desproporcionado del busto, se combaban y se torcían como las patas de un perro pachón.
A aquel cuerpo se unían unos brazos largos y musculosos, terminados en unas manos disformes y velludas.
Una cabeza achatada y deprimida, coronada por una cabellera roja, espesa y erizada, completaba ese conjunto desagradable.
Nos sería imposible dar una idea muy exacta de los rasgos, y sobre todo de la fisonomía de aquella cabeza.
Los ojos eran extremadamente pequeños; parecían hechos con un punzón; las pupilas de un color gris claro, nadaban en un fluido de azul sucio, dándole, en unión con una boca enorme y casi sin labios, una expresión de maldad baja y astuta…
El color de su cara parecía lívido, bajo las manchas de tierra amontonadas en las mejillas, desde larga fecha, a consecuencia de una inconcebible incuria.
El traje de ese monstruoso personaje era digno por completo de su aspecto repulsivo.
Sobre las guedejas incultas de su cabellera estaba colocado un gorro de algodón con rayas encarnadas, blancas y azules. Una blusa de tela cruda, toda rota y de una suciedad repugnante, bajaba sobre un pantalón de pana remendado por cien lados, y tan corto, que dejaba en descubierto las piernas raquíticas del enano, casi desde la rodilla; piernas que estaban desnudas, y cuyos pies se introducían en gruesos y pesados zuecos rellenos de paja.
Cuando el señor de San Andrés llegó a la Roca, el personaje cuyo retrato acabamos de bosquejar estaba escondido detrás de un fragmento de lava arrojado por la mano de la casualidad sobre dos pedazos de granito.
Mientras que Carlos y Mignonne hablaban en la meseta, a la vista de todos, el enano había permanecido quieto en su escondite, en un estado de inmovilidad tal, que hubiera podido creerse que estaba dormido, si su mirada clara y brillante no hubiese anunciado evidentemente que velaba y observaba.
Pero tan pronto como la aldeana entró con el joven en la gruta, los ojos del desconocido se habían vuelto inquietos y extraviados.
Dejó su escondite, y arrastrándose por entre las fragosidades del terreno, alcanzó una mata de boj, detrás de la cual se volvió a ocultar."

Xavier de Montépin
Las pecadoras













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