Ramón Piñeiro

"Coimbra, 12-II-65. Querido D. Manuel: Recibí su carta y con ella una gran alegría. Siempre me alegra mucho tener noticias de Vd. En estos últimos tiempos las he ido teniendo de modo indirecto, porque me las dió un amigo de Pallae que estuvo a verme.
He leído la información de 'Le Figaro' referente a la aplicación de las normas conciliares sobre la traslación de la liturgia a las lenguas vernáculas. Como Vd. sabe, el organismo responsable de la aplicación de estas reformas es la Comisión Episcopal. Llevan el asunto –como toda la política eclesiástica– con extremada reserva. Mis noticias sobre el problema son las siguientes: la primera y más común inclinación de los obispos fue la de interpretar las normas conciliares en el sentido de que 'la lengua vernácula de España es el español', lo que no planteaba más problema que el de la unificación de textos con los países de Hispanoamérica. Pero dos obispos de Cataluña –el de Gerona y el de Vich– y uno vasco –el de Guipúzcoa– mantuvieron una interpretación menos sofística, más acorde con el espíritu del Concilio y más fiel a la realidad y plantearon el problema de que en sus respectivas diócesis la lengua 'vernácula' de los fieles, al menos en su inmensa mayoría, no era el castellano. La firmeza de esta actitud y su concordancia con el ambiente conciliar hizo que la Comisión Episcopal admitiese el problema de la pluralidad vernacular, limitándose a dar las normas oficiales para el castellano y señalando que en el caso de las restantes lenguas vernáculas españolas serán los obispos territoriales los encargados de tomar las medidas adecuadas al caso. En Cataluña, este cambio lingüístico se hizo directamente al catalán en la casi totalidad de las parroquias campesinas y en gran parte de las urbanas (en la misma Barcelona se aproximan al 50% las misas en catalán); en el País Vasco, el obispo de Bilbao y el de Vitoria eran francamente reacios a la pluralidad lingüística, mientras que el de Guipuzcoa era francamente partidario; el de Navarra –no sé si por influencia lejana de Vd.– parece que adopta una actitud razonable. El resultado fue bastante bueno, porque lograron el reconocimiento del euskera como lengua litúrgica, aunque sean más o menos imprecisos los límites de su empleo (por ejemplo, basándose en el carácter especial de la población de S. Sebastián muchos eclesiásticos defienden el empleo de las dos lenguas dentro de la misma misa). Creo que, en general, Vds. no pueden quejarse.
El problema se presenta bastante distinto en Galicia. En primer lugar, cuatro de las cinco diócesis están ocupadas por obispos foráneos (de Burgos, El Escorial, Logroño y Vera del Bidasoa), y sólo la de Compostela está en manos gallegas. De los cuatro foráneos, dos son hostiles al gallego –los de Orense y Tuy, el primero burgalés y el segundo escurialense– y los otros dos –de Lugo y de Mondoñedo– son indiferentes y quizá bien predispuestos. Por ser la sede compostelana la de más categoría y prestigio, por ser su ocupante el de mayor autoridad y rango, y, sobre todo, por ser el único que es hijo del país, no solo era el llamado a defender los derechos del gallego –la lengua cotidiana del 75% de la población de Galicia– sino que tenía la obligación moral ineludible de hacerlo. Tenía que ser él quien tomase la iniciativa, puesto que no iban a tomarla los obispos no gallegos, en primer lugar porque no les preocupa el problema y en segundo lugar porque, de hacerlo, lo dejarían quedar mal a él. Parece ser que en la Comisión Episcopal, cuando ya los obispos de Gerona, Vich y Guipuzcoa habían logrado que se reconociesen los derechos de sus respectivas lenguas, el Cardenal de Compostela apuntó tímidamente que también existía la lengua gallega. Pero ocurre que dicha Comisión transfirió, cosa muy lógica, la responsabilidad del problema a los obispos territoriales de cada área lingüística. Y es aquí cuando la responsabilidad se personifica plenamente en el Cardenal Quiroga Palacios, porque los restantes obispos de Galicia, además de su rango inferior, no son gallegos. En lugar de asumir la representación moral de los dos millones de gallegos que hablan cotidianamente en gallego y que tienen derecho a que se les hable de Dios en su lengua, el bueno de D. Fernando se inhibió y los dejó absolutamente desamparados. Cuando llegó la ocasión de dar las normas para los cambios lingüísticos –tenían que iniciarse el 1º de enero–, el Boletín Eclesiástico de la Archidiócesis de Santiago de Compostela publicó la orden y las instrucciones interpretando que la lengua vernácula es… el castellano. Lo mismo que en Burgos o en El Escorial. Y no crea Vd. que esta increíble conducta se debe a prejuicio o animosidad del Cardenal Quiroga en contra de nuestra lengua. Nada de eso. El ama profundamente a Galicia, conoce y habla con amor su lengua y es, sin duda alguna, una bonísima persona. Estoy seguro de que él se sentiría muy feliz de que los gallegos rezaran en su lengua, entre otras cosas porque es creyente –cosa que yo no afirmaría de todos los obispos– y sabe que rezarían con más fervor haciéndolo en la lengua materna. Pero lo triste, lo verdaderamente lamentable, es que, cuando está en su mano el conseguirlo, por miedo a los obispos gallegos se echa para atrás, se acoquina. Entre el miedo a un par de obispos castellanos –que lo acobardan, no en Castilla, sino en la propia Galicia– y el amor a su pueblo y a su lengua, puede más el miedo. Créame, querido D. Manuel, que me duele tener que decir esto de una persona que, por muchas otras cosas, me merece respecto. Pero es la verdad.
Para tranquilizar su conciencia –al fin y al cabo, el miedo que impide el cumplimiento de un deber incurre en cobardía, y la cobardía, en un Cardenal, debe de ser grave pecado–, creó un curioso sofisma: que la lengua gallega está socialmente desprestigiada y que ese desprestigio puede salpicar a la propia liturgia. Supongo que el razonamiento le producirá asombro, como a mí me lo produce. En primer lugar, porque se atiene muy poco al ejemplo del propio Jesús, que no eligió el griego –la lengua 'culta' de entonces–, ni el latín –la lengua del Poder–, ni siquiera el hebreo –la lengua común de los judíos– sino que predicó en arameo, es decir, precisamente en la lengua vulgar de sus oyentes; en segundo lugar, porque en ese sofisma se olvida de que la verdadera eficacia de la palabra evangélica está en su 'verdad' intrínseca y no en la pompa o la autoridad social de que se revista su predicación, y que esa verdad llegará tanto más a la intimidad de los fieles cuanto más sencillo y familiar sea el lenguaje con que se les exponga; en tercer lugar porque la lengua gallega es hablada por toda la población trabajadora de Galicia y cultivada por la minoría intelectual, hasta el punto de que estamos ante un pujante desarrollo de nuestra cultura vernácula, por lo que no se puede aceptar el criterio de su desprestigio, a menos de incurrir en la aberración sociológica de considerar como prestigioso únicamente lo que es usual y bien visto para el gusto burgués. Pero, sobre todo, el sofisma de nuestro Cardenal, como siempre ocurre, termina por destruirse a si mismo, pues si fuese cierto el desprestigio de la lengua gallega, la misión de la Iglesia no será precisamente la de utilizar la liturgia para desprestigiarla más, humillando gratuitamente al pueblo que la habla. Si se pasa del latín al castellano y se excluye el gallego, es una forma –la más brutal– de decirles a los hablantes del gallego que su lengua no sirve para rezar. Al hacerlo así, la Iglesia se convierte en instrumento de la política estatal, centralista y reaccionaria, pero lo hace a expensas de sus verdaderos fines evangélicos, que no coinciden con los de ese Estado.
Le doy todas estas innecesarias explicaciones para ayudarle a comprender bien una cosa que, dicha sin las debidas aclaraciones, tiene que resultar sorprendente para un hombre de su país, en donde las cosas son muy distintas. Lo que le quiero decir es que, por esta línea de conducta eclesiástica, que es constante, uno de los sentimientos colectivos más íntimos del pueblo gallego es el sentimiento anticlerical. El clero –el alto y el bajo– se identifica con el Poder, no con el pueblo. Prefieren el temor al amor del pueblo. Y el pueblo, naturalmente, les teme y no los ama. Este sentimiento anticlerical no es, conviene aclararlo, sentimiento antirreligioso. Distinguen bien la religión de la clerecía. Pero también es verdad que el natural sentimiento religioso está mucho menos cristianizado de lo que aparenta, precisamente por ser poco cristiana, poco evangélica la conducta del clero. La culminación de esta trayectoria la tenemos en su presente actitud ante el idioma: en lugar de considerarlo como algo propio y, en realidad, 'sagrado', prefieren considerarlo cosa plebeya y poco importante. Aceptan –y secundan– la actitud dominadora del castellanismo estatal en lugar de identificarse con la realidad espiritual popular.
En esta ocasión, sin embargo, se inició un movimiento de protesta colectiva contra tal actitud. El Cardenal-Arzobispo de Compostela lleva recibidos varios millares de solicitudes individuales –en gallego– procedentes de toda Galicia y de los gallegos de todas partes del mundo. En la Prensa hubo campaña. De América comenzaron a llegar protestas. Ahora preparan un documento bien razonado y fundamentado, que será suscrito por decenas y decenas de católicos calificados y que será presentado, por comisiones representativas, a todos los obispos de Galicia. Si después de las solicitudes individuales y de la petición colectiva, siguen inhibiéndose, como es de temer, entonces se producirá un proceso de politización del problema que irá en aumento hasta que de resultado positivo.
Ya le iré informando de lo que ocurra. Las demás cosas, bastante bien, en la línea que le expuse la última vez que tuvimos ocasión de hablar. Un abrazo muy fuerte de su amigo, Ramón Piñeiro."

Ramón Piñeiro López
Carta manuscrita que Ramón Piñeiro envió a Manuel de Irujo




"Xa temos visto que entre o Ser i o home non hai máis relación direita que o propio ser do home. Polo mesmo, para nos achegáremos ó coñecemento do Ser teremos que ir, non a través do ser da realidade, senón a través do noso propio ser. En lugar de torcéremos pola vía cosmolóxica, teremos que seguir direitos pola vía antropolóxica. O verdadeiro punto de partida da Metafísica está na Antropoloxía e non na Cosmoloxía. Para acadáremos o coñecemento do Ser temos que coñecer primeiro o noso ser.
Tamén vimos, por outra banda, que o ser do home non se reduce ó pensamento racional, pois nise caso a Antropoloxía quedaríase en puro análise e ordeación das categorías do pensamento. Pola contra, o home, na plenitude do seu ser, é moito máis que pensamento racional. De ahí que, o trasladáremos o centro de gravedade da esculca filosófica ó horizonte antropolóxico, fágase necesario tomar o ser do home en toda a súa plenitude, en toda a súa rica, escura e sutil complexidade.
Centrando a Filosofía no eido antropolóxico e tomando o ser do home en toda a súa ricaz plenitude, teremos conducido a esculca filosófica a súa base natural. A razón é clara: si a Filosofía como pregunta nace da auto-interrogación do ser do home ó se senetir distinto do ser da realidade, a Filosofía como resposta debe dirixir as súas esculcas ó propio ser do home."

Ramón Piñeiro López
A filosofía i o home







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