Las ventanas, con las cortinas bajas, eran ojos cerrados,
que observaban interiormente la vida de los sueños.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 7
Una noche, descorazonado, subí a la colina. Los matorrales
me cerraban a menudo el camino. Abajo se ordenaban los faroles de los
suburbios. Las ventanas, con las cortinas bajas, eran ojos cerrados, que
observaban interiormente la vida de los sueños. Más allá de la sombra del mar,
latía un faro. Arriba, oscuridad.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 7
Estábamos siempre atareados, en cosas urgentes e
insignificantes, y el resultado era insustancial. ¿Habríamos juzgado
erróneamente toda nuestra existencia? ¿Habríamos fundado nuestra vida en falsas
premisas? Y en particular, esa sociedad nuestra, ese punto de apoyo,
aparentemente tan firme, de actividad mundana, ¿no sería quizá sólo un débil
torbellino de contenida y complaciente domesticidad, que giraba inútilmente en
la superficie del gran río, y que en sí mismo carecía de profundidad, de
significado? ¿No nos habíamos engañado a nosotros mismos? ¿No habríamos vivido
sólo un sueño, como tantos otros, detrás de aquellas estáticas ventanas? En un
mundo enfermo hasta los fuertes están enfermos. Y nosotros dos, que tejíamos
nuestra menuda existencia arrastrados por la rutina, muy pocas veces con clara
conciencia, muy pocas veces con una firme determinación, éramos productos de un
mundo enfermo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 8
¿El mundo entero? ¿El Universo entero? Arriba, la oscuridad
reveló una estrella. Una trémula flecha de luz, proyectada quién sabe cuántos
miles de años atrás, ahora alcanzaba mis nervios como un punto visible, y me
estremecía. ¿Pues qué podía significar nuestra comunidad, frágil, evanescente,
fortuita, en un Universo semejante? Pero, irracionalmente, sentí en mí una rara
reverencia, no hacia el astro, un simple fuego que la distancia santificaba
falsamente, sino hacia otra cosa, algo que mí corazón descubría en aquel
terrible contraste entre la estrella y nosotros. Sin embargo, ¿qué podía ser
eso? La inteligencia, mirando más allá del astro, no descubría ningún Hacedor
de Estrellas, sólo oscuridad; ningún Amor, ningún Poder siquiera, sólo nada. Y,
sin embargo, el corazón parecía cantar una alabanza.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 9
Una vez más percibí ese raro contraste entre las estrellas y
nosotros. La incalculable potencia del cosmos acrecentaba misteriosamente la
verdad de nuestra breve chispa, y el breve e incierto destino de los hombres. Y
éstos a su vez aceleraban el cosmos.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 10
¡Si uno pudiese saber, pensé, si en esa hueste centelleante
había o no, aquí y allí, otros granos de roca y metal habitados por el
espíritu, y si los titubeos del hombre en su persecución de la sabiduría y el
amor eran sólo un estremecimiento insignificante, o parte de un movimiento
universal!
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 7
La Luna joven era una curva de alambre incandescente.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 12
El Universo se me aparecía ahora como un vacío donde
flotaban raros copos de nieve, y cada copo era un Universo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 7
El espectáculo era extrañamente conmovedor. La admiración y
el asombro borraban toda ansiedad personal; la pura belleza de nuestro planeta
me sorprendía. Era una perla enorme, montada en ébano estrellado. Era nácar,
era ópalo. No, era algo más hermoso que ninguna joya, de dibujados colores,
sutiles, etéreos. Tenía la delicadeza, y el brillo, la complejidad y la armonía
de una cosa viva. Era raro que yo sintiese desde tan lejos, como nunca había
sentido antes, la presencia vital de la Tierra; una criatura viva, pero
dormida, que anhelaba oscuramente despertar. Ninguna forma visible de esta joya
celestial y viva revelaba la presencia del hombre. Allá abajo, ocultos, estaban
algunos de los centros más poblados del mundo. Allá abajo vastas regiones
industriales ennegrecían el aire con humo. Y, sin embargo, aquel tropel de vida
y aquellas empresas tan importantes para el hombre no habían dejado ninguna
marca notable en el planeta. Desde esta altura, la Tierra no hubiera parecido
muy diferente antes de la aparición del hombre. Ningún ángel visitante, ningún
explorador de otro planeta, hubiera podido sospechar que en este orbe suave
proliferaban las alimañas, unas bestias incipientemente angélicas que se
torturaban a sí mismas y dominaban el mundo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 15
Me veía ahora a mí mismo no como un individuo aislado, ávido
de excitación, sino como un emisario de la humanidad. No, como un órgano de
exploración, una antena, proyectada por el mundo humano para establecer
contacto con sus compañeros del espacio. Yo debía ir adelante, sin temores,
aunque mi trivial vida terrestre llegara a su fin, y mi mujer y mis hijos no
volviesen a verme. Yo debía ir adelante: y de algún modo, algún día, aun luego
de siglos de viaje interestelar, yo regresaría a la Tierra.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 20
Traté de persuadirme de que todo este horror de oscuridad y
lejanías e incandescencias estériles era sólo un sueño, que yo me había dormido
junto a la chimenea, que despertaría en cualquier instante, que ella dejaría de
coser, extendería un brazo, me tocaría y sonreiría. Pero las estrellas
siguieron reteniéndome.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 26
La criatura no sólo llevaba un par de botas sino también
guantes, de un material que parecía cuero. Las botas eran muy cortas. Yo
descubría más tarde que los pies de esta raza, los «Otros Hombres», como yo los
llamé, eran bastante parecidos a los del avestruz o el camello. El empeine
estaba formado por tres grandes dedos unidos. En lugar de talón había otro dedo
adicional, ancho y corto. Las manos no tenían palmas; eran un racimo de tres
dedos cartilaginosos y un pulgar.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 30
La trágica farsa de este sistema estaba ya revelándose. Los
propietarios dirigían los esfuerzos de los trabajadores a producir más medios
de producción antes que a satisfacer las necesidades de la vida individual.
Pues la maquinaria podía traer alguna ganancia al propietario; el pan no. Con
la creciente competencia entre las máquinas, bajaron los beneficios, y por lo
tanto los salarios, y luego la demanda de artículos de consumo. Los productos
sin mercado fueron destruidos, aunque hubiera estómagos vacíos y espaldas desnudas.
El desempleo, el desorden y la represión crecieron con la desintegración del
sistema económico. ¡Una historia familiar!
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 38
El principio de la estimulación del cerebro por radio se
desarrolló rápidamente. En todos los países se transmitieron las más dulces o
picantes experiencias, y los receptores estaban al alcance de todos salvo los
parias. De este modo hasta el trabajador, el obrero de la fábrica podía
regalarse con un banquete sin gastos y molestias digestivas, de las delicias
del baile sin necesidad de aprender a bailar, la emoción de participar en una
carrera de automóvil sin peligro. En un helado país del norte podía disfrutar
del sol de una playa tropical, y en los trópicos dedicarse a deportes de
invierno.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 43
El principio de la estimulación del cerebro por radio se
desarrolló rápidamente. En todos los países se transmitieron las más dulces o
picantes experiencias, y los receptores estaban al alcance de todos salvo los
parias. De este modo hasta el trabajador, el obrero de la fábrica podía
regalarse con un banquete sin gastos y molestias digestivas, de las delicias
del baile sin necesidad de aprender a bailar, la emoción de participar en una
carrera de automóvil sin peligro. En un helado país del norte podía disfrutar
del sol de una playa tropical, y en los trópicos dedicarse a deportes de
invierno. Los Gobiernos pronto descubrieron que el nuevo invento era un medio
barato y efectivo de dominar a los ciudadanos. Dosis continuas de un lujo
ilusorio permitían que un hombre tolerara vivir en la casa más miserable. Era
posible evitar las reformas que desagradaban a las autoridades presentándolas
como enemigas del sistema nacional de radio. Tumultos y levantamientos podían
ser fácilmente dominados con la amenaza de cerrar los estudios de transmisión,
o inundando el éter en un momento crítico con alguna sacarina.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 43
Mi propia especie humana, en circunstancias similares, nunca
se hubiese permitido, seguramente, una caída tan total. Sin duda, estamos
también amenazados con la posibilidad de una guerra apenas menos destructiva;
pero, cualquiera sea nuestra agonía próxima, nos recobraremos, ciertamente.
Seremos insensatos, pero evitamos siempre caer en un abismo de absoluta locura.
En el último momento la cordura tambaleante se yergue otra vez. No ocurrió así
con los Otros Hombres.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 47
Algunos llegaban a declarar que Dios no era de ningún modo
una persona, sino su mismo sabor. Bvalltu acostumbraba a decir: «O Dios es el
Universo, o es el sabor de la creación que invade todas las cosas».
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 49
Pero la pérdida del nivel mental no era tan evidente en el
campo de la ciencia como en el de la moral y la actividad práctica. Yo mismo,
con la ayuda de Bvalltu, había aprendido a precisar hasta cierto punto la
literatura de aquel asombroso período, muy anterior, cuando todos los países
parecían florecer en arte, filosofía, religión; cuando generaciones sucesivas
habían transformado el orden social y político hasta asegurar a todos los
hombres libertad y prosperidad; cuando nación tras nación se habían desarmado
valientemente, corriendo el riesgo de ser destruidas, pero cosechando la paz y
la prosperidad; cuando se habían suprimido las fuerzas policiales, y las
prisiones se habían convertido en bibliotecas y universidades; cuando las armas
y hasta las cerraduras eran conocidas como piezas de museo; cuando las cuatro
grandes iglesias del mundo habían revelado sus propios misterios, entregando
sus bienes a los pobres, y dirigiendo la triunfante campaña de una vida de
comunidad. Los sacerdotes se habían dedicado a trabajos agrícolas, a las artes
manuales, a la enseñanza, como humildes acólitos de aquel silencioso
sentimiento de reverencia: una religión de la comunidad del mundo sin
sacerdotes, sin fe, sin Dios.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 57
Poco antes que yo dejara la Otra Tierra un geólogo descubrió
el diagrama fosilizado de un aparato de radio muy complejo. Parecía ser una
plancha litográfica de diez millones de años atrás. La avanzada sociedad que
había producido esa pieza no había dejado ningún otro rastro. El descubrimiento
sacudió al mundo inteligente; pero todos se consolaron pronto con el
pensamiento de que una raza no humana y poco resistente había alcanzado hacía
mucho tiempo un alto y breve grado de civilización. Se dijo que el hombre nunca
hubiera podido caer desde una cima semejante. De acuerdo con las opiniones de
Bvalltu el hombre había llegado aproximadamente a la misma altura, una y otra
vez, para retroceder luego a causa de alguna oculta consecuencia de su propia
hazaña. Cuando Bvalltu me expuso esta teoría, entre las ruinas de su ciudad
natal, le sugerí que alguna vez, si no ésta, el hombre dejaría atrás con éxito
el punto crítico de su carrera. Bvalltu me habló entonces de otro asunto, lo
que parecía indicar que según él estábamos asistiendo al último acto de un
largo y repetido drama.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 58
Bvalltu no pensaba lo mismo. —Aunque las potencias nos
destruyan —dijo—, ¿quiénes somos para condenarlas? Sería lo mismo que una
palabra juzgara al hombre que la ha pronunciado. Quizá nos usen para sus
propios y elevados fines, quizá usen nuestra fuerza y nuestra debilidad,
nuestra alegría y nuestra pena, en algún tema excelente que nosotros no podemos
concebir. —¿Pero qué tema puede justificar tanta destrucción e inutilidad?
—protesté—. ¿Y cómo podemos evitar nuestro juicio, y cómo podemos juzgar sino a
la luz de nuestros propios corazones, como nos juzgamos a nosotros mismos?
Sería una ruindad alabar al Hacedor de Estrellas sabiendo que es demasiado
insensible para preocuparse por el destino de sus mundos. El pensamiento de
Bvalltu calló un momento. Luego el hombre alzó los ojos buscando entre las
columnas de humo una estrella diurna. Y entonces me dijo: —Si Él salvara todos
los mundos, pero atormentara a un hombre, ¿merecería el perdón? ¿Y si fuera un
poco duro sólo con un niño estúpido? ¿Qué puede importar nuestro dolor, o
nuestro fracaso? ¡Hacedor de Estrellas! Un nombre, aunque no tengamos noción de
su significado. Oh, Hacedor de Estrellas, debo alabarte aunque me destruyas.
Aunque me tortures, mi bien amado. Aunque atormentes y consumas todos tus
hermosos mundos, esas menudas obras de tu imaginación, aun así, te alabaré.
Pues si así lo haces, así debe ser. Para mí puede estar mal, pero en ti debe
estar bien. Bvalltu bajó los ojos a la ciudad arruinada, y luego continuó: —Y
si al fin y al cabo no hay Hacedor de Estrellas, si la gran compañía de las
galaxias hubiese nacido por sí misma, o aun si este pequeño mundo sórdido fuese
el único habitáculo del espíritu entre las estrellas, y muriera para siempre, aun
así, yo debo alabar. ¿Pero si no hay Hacedor de Estrellas, qué puede ser eso
que alabo? No lo sé. Lo llamaría el gusto, el sabor de la existencia. Pero esto
no significa mucho.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 60
Sería tedioso describir los experimentos por los que
adquirimos y perfeccionamos el arte de volar por el espacio estelar. Baste
decir que luego de muchas aventuras aprendimos a elevarnos y a dirigir el rumbo
por un simple acto de voluntad. Parecía que viajábamos con más facilidad y
exactitud cuando lo hacíamos juntos que cuando yo me aventuraba solo en el
espacio. Podía creerse que nuestra comunidad de mentes fortalecía también la
locomoción estelar.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 65
El deporte del vuelo incorpóreo entre las estrellas ha de
ser seguramente el más estimulante de todos los ejercicios atléticos. No dejaba
de tener sus peligros, pero éstos, como descubrimos pronto, eran psicológicos,
no físicos. En nuestro estado los choques con los objetos celestes importaban
poco. A veces, en las primeras etapas de nuestra aventura caíamos por accidente
en una estrella. Por supuesto, el calor del interior debía de ser enorme, pero
para nosotros sólo se manifestaba como resplandor.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 65
En una ocasión nuestro vuelo nos llevó hasta los límites de
la Galaxia, y al vacío que se abría después. Durante un tiempo las estrellas
cercanas habían sido cada vez más escasas. Al fin quedó atrás un hemisferio de
luces débiles, mientras enfrente se extendía una negrura sin estrellas, con
unas pocas manchas aisladas centelleantes, unos pocos fragmentos separados de
la Galaxia, o las subgalaxias planetarias. En el resto del cielo la oscuridad
era casi total; sólo se veía una media docena de puntos borrosos: las otras
galaxias más cercanas.
Ante este pavoroso espectáculo nos quedamos mucho tiempo inmóviles en el vacío. Era en verdad una perturbadora experiencia ver delante de nosotros todo un «Universo», y descubrir que había millones de universos, invisibles, demasiado remotos.
¿Cuál era el significado de aquella inmensidad y complejidad física? En sí misma, indudablemente, no era más que inutilidad y desolación. Pero con angustia y esperanza nos dijimos que había allí una promesa de algo más complejo, sutil y diverso que la mera materia. Esto sólo era justificación suficiente. Pero la formidable posibilidad, aunque inspiradora, nos pareció también terrible.
Como un pichón que mira por primera vez por encima del borde del nido, y luego se recoge de nuevo en su casita retrocediendo ante la inmensidad del mundo, nosotros habíamos asomado a los confines de aquel nidito de estrellas que durante tanto tiempo, pero falsamente, los hombres habían llamado «el universo», y ahora nos echábamos atrás refugiándonos en los amables recintos de nuestra Galaxia natal.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 67
El hecho de que nos hubiéramos perdido entre las estrellas,
sin embargo, no nos inquietó. Estábamos entusiasmados con nuestra aventura, y
nos animábamos mutuamente. Nuestras experiencias recientes habían acelerado
nuestra vida mental, organizando la unión de nuestras mentes. Cada uno de
nosotros era consciente de sí mismo y del otro como un ser separado; pero la
combinación o integración de nuestros recuerdos y nuestros temperamentos había
alcanzado tal punto que a menudo olvidábamos nuestra individualidad. Sin
embargo, y de un modo bastante asombroso, una camaradería y una comprensión
mutua cada vez más intensas complicaban también esa identidad creciente.
Esa interpenetración mental no sólo sumó sino que hasta multiplicó la riqueza de nuestro pensamiento: pues uno no sólo se veía interiormente a sí mismo y veía al otro: experimentaba también aquella armonía en contrapunto de la relación. En verdad, en algún sentido que no puedo describir con precisión, nuestra unión mental resultó en la aparición de una tercera mente, intermitente aún, pero de una conciencia mucho más sutil que la de cualquiera de los dos en estado normal. Cada uno de nosotros, o mejor dicho los dos juntos, «despertábamos» de cuando en cuando para ser este espíritu superior. Todas las experiencias de uno adquirían un nuevo significado a la luz del otro; y nuestras dos mentes eran una mente nueva, más penetrante, más consciente. En este estado de elevada lucidez nosotros (es decir, el nuevo yo) empezamos a explorar deliberadamente las posibilidades psicológicas de otros tipos de mundos y seres inteligentes. Dotado de una nueva penetración distinguí en mí mismo y en Bvalltu esos atributos que son esenciales al espíritu, y esos meros accidentes que nuestros mundos peculiares nos habían impuesto. Esta operación imaginativa demostró pronto ser un método, y muy potente, de investigación cosmológica.
Comprendimos entonces más claramente un hecho que habíamos sospechado hacia tiempo. En mi viaje interestelar anterior, que me había llevado a la Otra Tierra, yo había empleado inconscientemente los distintos métodos de viaje, el método que llamaré de la «atracción psíquica». Éste consistía en la proyección telepática y directa de la mente a un mundo extraño, remoto quizá en el espacio y el tiempo, pero en tono con la mente del explorador en el momento de la operación. Evidentemente, era este método sobre todo el que me había llevado a la Otra Tierra. Las notables semejanzas de nuestras dos razas habían determinado una fuerte «atracción psíquica», mucho más poderosa que mis azarosos vagabundeos interestelares. Era este método el que Bvalltu y yo íbamos a practicar y perfeccionar ahora.
Al fin advertimos que nos movíamos lentamente. Teníamos, además, la rara impresión de que aunque pareciésemos encontrarnos solos en un vasto desierto de estrellas y nebulosas, estábamos en realidad de algún modo mentalmente cerca de unas invisibles inteligencias. Concentrándonos en esta sensación de presencia, descubrimos que nuestra marcha se aceleraba; y que si tratábamos de cambiar su curso con un violento acto de voluntad volvíamos inevitablemente a la dirección original cuando nuestro esfuerzo cesaba. Pronto nuestro movimiento se transformó en un vuelo en línea recta. Una vez más las estrellas de adelante parecieron violetas, las de atrás rojas. Una vez más todo desapareció.
Discutimos nuestra situación en aquella oscuridad y aquel silencio absolutos. Era evidente que atravesábamos el espacio más rápidamente que la luz misma. Quizá atravesábamos también el tiempo, de algún modo incomprensible. Mientras, la sensación de la proximidad de otros seres se hacía más y más insistente, aunque no menos confusa.
Luego aparecieron otra vez las estrellas. Aunque pasaban junto a nosotros como chispas voladoras, eran normales, sin color. Una luz brillaba enfrente. Creció, alcanzó un resplandor enceguecedor, y luego fue visiblemente un disco. Con un esfuerzo de voluntad aminoramos la marcha, y volamos lentamente alrededor del sol, buscando. Descubrimos, felices, que acompañaban al astro varios mundos que podían albergar vida. Guiados por la inconfundible impresión de una presencia mental, elegimos uno de esos planetas, y descendimos lentamente hacia él.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 68
Más tarde fue evidente que nosotros, habitantes individuales
de una hueste de otros mundos, representábamos un pequeño papel en uno de esos
movimientos en los que el cosmos trata de conocerse a sí mismo, y aun ver más
allá de sí mismo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 72
Más tarde fue evidente que nosotros, habitantes individuales
de una hueste de otros mundos, representábamos un pequeño papel en uno de esos
movimientos en los que el cosmos trata de conocerse a sí mismo, y aun ver más
allá de sí mismo. Al decir esto, no pretendo afirmar que por haber participado
en ese vasto proceso de autodescubrimiento del cosmos mi historia sea
verdadera, en un sentido literal. No merece ser considerada, evidentemente,
parte de la absoluta verdad objetiva del cosmos. Yo, el individuo humano, sólo
pude participar de un modo muy superficial y engañoso de esa vasta experiencia
del «yo» comunal que formaban los innumerables exploradores. Este libro debe ser
necesariamente una caricatura ridícula y falsa de nuestra aventura real. Pero,
además, aunque éramos y somos una multitud surgida de una multitud de esferas,
representamos sólo una pequeña fracción de la diversidad de todo el cosmos. De
este modo, hasta en el momento supremo de nuestra experiencia, cuando nos
pareció que habíamos penetrado en el corazón mismo de la realidad, no conocimos
de la verdad sino unos pocos fragmentos, y de una verdad no literal sino
simbólica.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 72
Sin embargo, la mayoría de estos mundos no era realmente
peor que los nuestros. Como nosotros, habían alcanzado la etapa en que el
espíritu, despertado a medias de la brutalidad y muy lejos aún de la madurez,
podía sufrir una desesperación extrema, y conducirse con una crueldad extrema.
Y como en nosotros, en estos mundos trágicos pero vitales, que visitamos en
nuestras primeras aventuras, las mentes eran incapaces de adaptarse a las
circunstancias nuevas. Estaban siempre atrás, aplicando inapropiadamente viejos
conceptos y viejos ideales a nuevas situaciones. Como nosotros, vivían
continuamente torturados por la necesidad de continuidad, que sus pobres,
cobardes y egoístas espíritus no podían realizar. Sólo en parejas o en pequeños
círculos de amigos podían soportar una verdadera comunidad: la del
reconocimiento, el respeto y el amor mutuos. Pero en sus tribus y naciones
alcanzaban demasiado fácilmente la fingida comunidad de la manada, ladrando al
unísono de miedo o de odio.
Pero estas razas eran parecidas a la nuestra sobre todo en un aspecto. En todas había una rara mezcla de violencia y delicadeza. Los apóstoles de la violencia y los apóstoles de la delicadeza llevaban a sus fieles de aquí para allá. Y en el tiempo de nuestra visita muchos de esos mundos pisaban el umbral de una crisis de este conflicto. En el pasado reciente se había alabado de labios afuera la delicadeza, la tolerancia, y la libertad; pero la política había fallado, pues no había allí un propósito sincero, ni convicción, ni respeto verdadero y vivido por la personalidad individual. Habían florecido así egoísmos y venganzas, secretamente al principio, luego abiertamente como un individualismo desvergonzado. Al fin, furiosos, los pueblos se habían vuelto contra el individualismo entregándose al culto del rebaño. Al mismo tiempo, disgustados con el fracaso de la delicadeza se pusieron a alabar directamente la violencia, y la brutalidad del héroe enviado por los dioses y la tribu armada. Aquellos que decían creer en la mansedumbre armaron a sus tribus contra las tribus extranjeras a las que acusaban de creer en la violencia. La desarrollada técnica de la violencia amenazaba destruir la civilización; año a año la bondad perdía terreno. Pocos podían creer que la salvación del mundo no dependía de la violencia a corto plazo sino de la delicadeza a largo plazo. Y menos aún podían creer que para ser efectiva la bondad tenía que ser una religión; y que la paz duradera no llegaría nunca hasta que muchos hubiesen despertado a una lucidez de conciencia que en todos aquellos mundos sólo unos pocos podían aún alcanzar.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 76
Mientras en nuestro mundo los hombres sueñan una utopía de
amor universal, los «equinodermos» exaltaban el anhelo religioso de «ser uno
mismo», sin capitular ante la tribu.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 83
Estudiando la historia, las mentes más sutiles de la raza
habían comprendido que la suprema tentación era la rendición de la
individualidad a la tribu. Una y otra vez los profetas habían exhortado a los
hombres pidiéndoles que fueran fieles a sí mismos, pero su prédica había sido
casi totalmente vana. Las más grandes religiones de este mundo no eran
religiones de amor sino religiones del yo. Mientras en nuestro mundo los
hombres sueñan una utopía de amor universal, los «equinodermos» exaltaban el
anhelo religioso de «ser uno mismo», sin capitular ante la tribu. Así como
nosotros compensamos nuestro egoísmo inveterado venerando religiosamente la
comunidad, así esta raza compensaba su inveterada inclinación al rebaño con una
religiosa veneración del individuo. En su forma más pura y más desarrollada,
por supuesto, la religión del yo es casi idéntica a la religión del amor en su
expresión más allá. Amar es querer la realización personal del bien amado, y
descubrir, en la misma actividad de amar, un acrecentamiento del yo,
incidental, pero vitalizador. Por otra parte, ser fiel a uno mismo, hasta la
total potencialidad del yo, implica el acto de amar. Exige la disciplina del
ser privado, en beneficio del ser mayor que abarca la comunidad entera y la
realización del espíritu de la raza. Pero la religión del yo era más efectiva
entre los «equinodermos» que la religión del amor entre nosotros. El precepto
«Ama a tu prójimo como a ti mismo» alimenta en nosotros muy a menudo la
disposición a ver al prójimo como una mera imitación de uno mismo, y a odiarlo
si demuestra ser diferente. El precepto de «Sé fiel a ti mismo» alimentaba en
cambio la disposición de ser fiel a la estructura mental de la tribu.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 83
Ocurría que en esa época estaba muy extendido el culto del
irracionalismo, del instinto, de la rudeza, y del «divino salvaje» primitivo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 86
La civilización decayó. La raza entró en un período que
podría llamarse de barbarismo seudo civilizado, y que era en esencia subhumano
e incapaz de cambios. Este estado de cosas continuó durante un millón de años,
pero al fin la raza fue destruida por unos animalitos parecidos a ratas contra
los que nadie supo encontrar una defensa adecuada.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 87
Mencionaré como conclusión que en uno o dos de estos mundos
casi humanos, y durante la típica crisis mundial, emergió una raza
biológicamente superior, que llegó al poder por su inteligencia y simpatía,
tomó a su cuidado el planeta, convenció a los aborígenes de que dejaran de
reproducirse, pobló todo el planeta con sus propios miembros, y creó una raza
humana que alcanzó una mentalidad comunal, y superó rápidamente los límites de
nuestra fatigada comprensión. Antes que perdiéramos contacto con ellos, nos
sorprendió notar que a medida que la nueva especie reemplazaba a la vieja y
conducía la vasta actividad política y económica de todo aquel mundo, empezaba
a entender entre bromas y risas la inutilidad de toda aquella vida febril y sin
objeto. A nuestros ojos el viejo orden estaba cediendo su lugar a un orden
nuevo y más simple, en el que el mundo estaba poblado por una «aristocracia»
reducida, auxiliada por máquinas, libre tanto de los trabajos penosos como del
lujo, y deseosa de iniciar la exploración del cosmos y la mente. Este paso a
una vida más simple ocurrió en varios otros mundos, no mediante la intervención
de una nueva especie, sino simplemente por la victoria de la mentalidad nueva.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 88
Las mentalidades de las dos castas eran en verdad
sorprendentemente distintas. Los amos estaban más inclinados a la iniciativa
individual y a los vicios del egoísmo. Los trabajadores eran más aficionados al
colectivismo, a los vicios de la subordinación, a la influencia hipnótica del
rebaño. Los amos eran en general más prudentes, avisados, independientes,
confiados; los trabajadores más impetuosos, más dispuestos a sacrificarse a sí
mismos en beneficio de una causa social, y muy a menudo más conscientes de los
fines de la actividad común, e incomparablemente más generosos para con los
individuos en desgracia.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 93
Pero había muchos otros mundos de nivel «humano» de una
historia tan rica como los que he descrito hasta ahora. En ellos las vidas
individuales eran tan variadas como en cualquier otra parte, y no menos
colmadas de pena o alegría.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 96
Y así, sin amor y sin devoción, las desgraciadas criaturas
enfrentaban los problemas cada vez mayores de un mundo mecanizado y desgarrado
por el odio.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 101
En la última parte de esa fase primera de nuestra
peregrinación, hubo un momento en que pensando y sintiendo juntos, nos dijimos
unos a otros: —Si el Hacedor de Estrellas es Amor, sabemos que esto debe estar
bien. Pero si no es Amor, si es alguna otra cosa, algún espíritu inhumano, esto
está bien. Y si no es nada, si las estrellas y todo lo demás no son sus
criaturas y subsisten por sí mismas, y si el espíritu adorado no es más que una
exquisita creación de nuestras mentes, entonces y otra vez esto está bien, esto
y ninguna otra posibilidad. Pues no podemos saber si el amor ocupa su posición
más alta en el trono o en la cruz. No podemos saber qué espíritu gobierna, pues
en el trono se sienta la oscuridad. Sabemos, hemos visto, que en la disipación
de los astros el amor es crucificado, y justamente, probándose a sí mismo, y
para la gloria del trono. Nuestros corazones reverencian el amor y todo lo que
es humano. Sin embargo, también saludamos el trono y la oscuridad en el trono.
Sea Amor o no Amor, nuestros corazones lo alaban, por encima de la razón.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 102
El motivo que impulsaba nuestra peregrinación había sido el
anhelo que alguna vez llevó a los hombres de la Tierra a buscar a Dios. Sí,
todos nosotros habíamos dejado nuestros planetas natales para descubrir si en
el cosmos, en su totalidad, ese espíritu que nuestros corazones conocían
oscuramente, y apreciaban de algún modo, ese espíritu que en la Tierra a veces
llamamos humano, era el Señor del Universo, o un proscrito; un ser poderoso, o
un crucificado. Y ahora nos parecía cada vez más evidente que si el cosmos
tenía algún señor, no era ese espíritu, sino algún otro, y que el crear la fuente
inagotable de los mundos no había tenido las intenciones de un padre, sino
otras, extrañas, inhumanas, oscuras.
Sin embargo, no sólo sentíamos espanto sino también el anhelo creciente de ver y enfrentar sin temor el espíritu del cosmos, cualquiera fuese éste. Pues a medida que proseguíamos nuestra peregrinación, pasando una y otra vez de la tragedia a la farsa, de la farsa a la gloria, de la gloria a la tragedia final, sentíamos más y más que algo terrible, algo sagrado, y al mismo tiempo increíblemente atroz y letal, esperaba secretamente más allá de nuestro alcance. Una y otra vez nos sentíamos desgarrados por el horror y la fascinación, una furia moral contra el Universo (o el Hacedor de Estrellas) y una adoración irracional.
Observaríamos el mismo conflicto en todos los mundos de nuestra misma estatura mental. Mientras examinábamos estos mundos y las fases de su pasado crecimiento, y nos acercábamos a tientas como mejor podíamos al próximo plano de desarrollo espiritual, llegamos al fin a entender claramente las primeras etapas de esa peregrinación en cualquiera de los mundos conocidos. Aun en las primeras edades de todo mundo normal e inteligente hay en algunas mentes un impulso a buscar y alabar algo universal.
Al principio este impulso se confundía con la necesidad de sentir protección de algún alto poder. Las criaturas teorizan inevitablemente y sostienen que el objeto admirado debe ser el Poder mismo, y que la adoración es un acto meramente propiciatorio. De este modo llegan a concebir un todopoderoso tirano del Universo, con ellos mismos como hijos favoritos del tirano. Pero con el tiempo los profetas comprenden claramente que el corazón no puede destinar sus alabanzas a un simple Poder. Entonces la teoría entroniza la Sabiduría, la Ley, la Verdad. Y luego de siglos de obediencia a un fantasma dispensador de leyes, o a la misma legalidad divina, las criaturas descubren que estos conceptos son también inadecuados para describir la gloria indescriptible que el corazón encuentra en todas las cosas, y precia silenciosamente en todas las cosas.
Pero luego, en todos los mundos que visitamos, se abrían distintos caminos. Algunos adoradores esperaban encontrarse cara a cara con su amortajado dios solo mediante la meditación interior. Purgándose a sí mismos de todo deseo menor y trivial, esforzándose por verlo todo desapasionadamente y con una universal simpatía, esperaban identificarse con el espíritu del cosmos. A menudo recorrían un largo trayecto por el camino del perfeccionamiento y el despertar. Pero a causa de esta misma absorción interior la mayoría de ellos se hacía insensible a los sufrimientos de sus semejantes menos despiertos y no se interesaba en las empresas comunales de la especie. En no pocos mundos las mentes más vitales recorrían este camino del espíritu. Y como la raza dedicaba casi toda su atención a la vida interior, no había progreso material y social. Las ciencias físicas y biológicas no se desarrollaban. La energía mecánica era un poder desconocido, y lo mismo las ciencias médicas. Consecuentemente, estos mundos estaban estancados, y tarde o temprano sucumbían a accidentes que no hubiera costado mucho prevenir.
Había otro sendero de devoción, abierto a criaturas de temperamento más práctico. Éstas, en todos los mundos prestaban una deleitada atención al Universo que las rodeaba, y descubrían preferentemente un objeto de adoración en las personas de sus semejantes, y en el lazo comunal de comprensión y amor mutuos. El amor estaba en ellos y en los otros por encima de todas las cosas.
Y sus profetas les decían que el espíritu universal que ellos siempre habían adorado, el Creador, el Todopoderoso, el Omnipotente, era también Amor. Amar al prójimo era servir al Dios-Amor. Y así durante toda una época, corta o larga, lucharon por el amor y por pertenecerse unos a otros. Tejieron teorías en defensa de la teoría del Dios-Amor. Nombraron sacerdotes y edificaron templos para servir al Amor. Y como anhelaban la inmortalidad se les dijo que el amor era el sendero para alcanzar la vida eterna. Y así el amor, que no busca recompensa, era mal interpretado.
En la mayoría de los mundos estas mentes prácticas dominaban a los teorizadores. Tarde o temprano la curiosidad práctica y las necesidades económicas producían las ciencias materiales. Examinándolo todo con los instrumentos de estas ciencias, se descubría que en ninguna parte, ni en el átomo ni en la Galaxia, ni siquiera en el corazón del hombre, había signos del Dios-Amor. Y con la fiebre de la mecanización, y la explotación de los esclavos por los amos, y las pasiones de los conflictos intertribales, y el creciente olvido o endurecimiento de las más despiertas actividades del espíritu, la llamita de la devoción ardía más débilmente en todos los corazones, más débilmente que en ninguna otra época anterior, tanto que ya era irreconocible. Y la llama del amor, sobre la que habían soplado durante siglos forzadas ráfagas de doctrina, fue sofocada por el embotamiento general de las relaciones personales, hasta reducirla a un ocasional calor humeante, que muchas veces era confundido con una mera lujuria. Furiosos, y riendo amargamente, esos seres torturados destronaban entonces de sus corazones la imagen del Dios-Amor.
Y así, sin amor y sin devoción, las desgraciadas criaturas enfrentaban los problemas cada vez mayores de un mundo mecanizado y desgarrado por el odio.
Ésta era la crisis que nosotros, en nuestros propios mundos, conocíamos tan bien. Muchos mundos, a todo lo largo y ancho de la Galaxia, nunca la superaron. Pero en unos pocos, algún milagro que no alcanzábamos a entender claramente, alzaba las mentes comunes a un plano mental superior. Más tarde hablaré de esto. Mientras tanto sólo diré que en los pocos mundos donde así ocurría, advertíamos invariablemente, antes que las mentes de ese mundo se pusieran fuera de nuestro alcance, un nuevo sentimiento acerca del Universo, un sentimiento que nos costaba compartir. Sólo cuando aprendimos a evocar en nosotros mismos algo de ese sentimiento pudimos seguir los destinos de esos mundos.
Pero, a medida que avanzábamos en nuestra peregrinación, nuestros propios deseos empezaron a cambiar. Llegamos a preguntarnos si en nuestra pretensión de que el Universo reverenciase el espíritu divinamente humano, que tanto preciábamos en nosotros mismos y nuestros semejantes de todos los mundos, no revelaría una cierta impiedad. Exigimos desde entonces cada vez menos que el amor tuviera su trono entre las estrellas; deseamos cada vez más viajar simplemente, abriendo nuestros corazones a una aceptación sin reservas de cualquier verdad que entrara en los límites de nuestra comprensión.
En la última parte de esa fase primera de nuestra peregrinación, hubo un momento en que pensando y sintiendo juntos, nos dijimos unos a otros:
—Si el Hacedor de Estrellas es Amor, sabemos que esto debe estar bien. Pero si no es Amor, si es alguna otra cosa, algún espíritu inhumano, esto está bien. Y si no es nada, si las estrellas y todo lo demás no son sus criaturas y subsisten por sí mismas, y si el espíritu adorado no es más que una exquisita creación de nuestras mentes, entonces y otra vez esto está bien, esto y ninguna otra posibilidad. Pues no podemos saber si el amor ocupa su posición más alta en el trono o en la cruz. No podemos saber qué espíritu gobierna, pues en el trono se sienta la oscuridad. Sabemos, hemos visto, que en la disipación de los astros el amor es crucificado, y justamente, probándose a sí mismo, y para la gloria del trono. Nuestros corazones reverencian el amor y todo lo que es humano. Sin embargo, también saludamos el trono y la oscuridad en el trono. Sea Amor o no Amor, nuestros corazones lo alaban, por encima de la razón.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 98
Allí, mientras los aracnoides estaban ocupados en las islas,
los ictioideos se dedicaban a la educación y a remodelar toda la cultura
teórica del mundo. Pues se sabía ahora claramente que esta especie, por su
temperamento y sus talentos, podía contribuir vitalmente en ese campo a la vida
común. De ese modo la literatura, la filosofía, la educación no científica se
desarrollaban principalmente en el océano, mientras que en las islas
sobresalían la industria, la investigación científica, y las artes plásticas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 112
… la comunión telepática de toda la raza parecía provocar
algo así como el despertar fragmentario de una mente mundial común de la que
participaban todos los individuos.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 113
Los cerebros simples y los complejos formaban ahora un solo
sistema, en el que cada unidad, por más sencilla que fuese su contribución, era
sensible al todo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 114
Entendí tristemente que en la Tierra, aunque todos los seres
civilizados pertenecen a una misma especie biológica, no era posible acabar tan
felizmente con las guerras, pues la capacidad de comunidad en la mente
individual es aún demasiado débil.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 122
El hombre-planta típico era un organismo erecto, como
nosotros. La cabeza terminaba en una gran cresta de plumas verdes, que podía
plegarse como una apretada planta de lechuga, o abrirse para recibir el sol.
Tres ojos multifacéticos miraban desde debajo de la cresta. Bajo los ojos había
tres miembros parecidos a brazos, verdes y serpeantes, que se ramificaban en
las puntas. El tronco, delgado, plegadizo, con grandes anillos que se metían
unos en otros cuando la criatura se inclinaba hacia delante, terminaba en tres
pies. Dos de ellos eran también bocas, que podían succionar savia de las raíces
o materias extrañas. El tercero era un órgano de excreción. El precioso
excremento no era nunca desperdiciado y pasaba al suelo por una juntura
especial entre el tercer pie y la raíz. En los pies tenían órganos del gusto, y
también oídos. Como no había aire el sonido no se propagaba por encima del
suelo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 127
No debo perder tiempo en describir la pesadilla que vivió
entonces ese mundo. Al parecer, la fotosíntesis artificial, aunque mantenía el
vigor del cuerpo era incapaz de producir alguna vitamina esencial para el
espíritu. La enfermedad del robotismo, una vida puramente mecánica, se extendió
por toda la población. Sobrevino por supuesto una fiebre de actividad
industrial. Los hombres-plantas daban vueltas al planeta en toda clase de
vehículos de propulsión mecánica, se adornaban con los últimos productos sintéticos,
utilizaban como energía el calor volcánico central, consumían ingenio en
destruirse unos a otros, y se lanzaban febrilmente a otras mil actividades en
busca de una beatitud que no alcanzaban nunca.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 131
Bvalltu y yo, junto con el grupo cada vez mayor de nuestros
compañeros exploradores, visitamos muchos mundos de muchas clases raras. En
algunos nos detuvimos sólo unas pocas semanas del tiempo local; en otros nos
quedamos siglos, o saltamos de un punto a otro de la historia, guiados por
nuestro interés. Como una nube de langostas descendíamos en el mundo que
acabábamos de descubrir y cada uno elegía un huésped apropiado. Luego de un
período de observación, largo o corto, nos alejábamos, para regresar otra vez,
quizá, al mismo mundo en otra de sus edades, o para esparcirnos entre muchos
mundos, muy apartados en el tiempo y en el espacio.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 135
No debe suponerse que esta rara comunidad mental borrara las
personalidades de los exploradores individuales. No hay en el lenguaje humano
términos que puedan describir adecuadamente nuestra peculiar relación. Sería
tan falso decir que habíamos perdido nuestras individualidades, o que nos
habíamos disuelto en una individualidad comunal, como decir que éramos siempre
individuos distintos. Aunque se nos podía aplicar el pronombre «yo» a todos
colectivamente, el pronombre «nosotros» también nos era adecuado. En un cierto
sentido, el de la unidad de la conciencia, éramos en verdad individuos con
experiencias personales; no obstante, al mismo tiempo, y de un modo muy
importante y conmovedor, no nos distinguíamos unos de otros. Aunque no había
más que un «yo» comunal, éramos también un variado y múltiple «nosotros», una
compañía de muy diversas personalidades, cada una de las cuales expresaba
creativamente su propia y única contribución a la tarea común de la exploración
cósmica, mientras que a la vez nos sentíamos unidos por una trama de sutiles
relaciones personales.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 136
Debo mencionar aún un aspecto de nuestra experiencia como
exploradores. Cada uno de nosotros se había incorporado inicialmente a la gran
aventura con la esperanza de descubrir qué papel desempeñaba la comunidad en la
totalidad del cosmos. Esta curiosidad no había sido satisfecha aún, pero
mientras tanto otra pregunta había empezado a acosarnos insistentemente.
Nuestras numerosas experiencias en otros mundos, y la nueva lucidez de nuestra
mente, habían alimentado en nosotros un agudo conflicto de intelecto y
sentimiento. Intelectualmente, la idea de que alguna «divinidad» independiente
del cosmos, había creado el mismo cosmos nos parecía ahora menos y menos
verosímil. Intelectualmente no dudábamos que el cosmos se bastaba a sí mismo:
era un sistema que no tenía bases lógicas, y sin creador. Sin embargo, cada vez
más, como un hombre que siente la realidad psíquica de una persona amada o un
enemigo físicamente percibido, así sentíamos ante la presencia física del
cosmos la presencia psíquica de lo que habíamos denominado el Hacedor de
Estrellas. A pesar de las razones de la inteligencia, sabíamos que la totalidad
del cosmos era infinitamente menor que la totalidad del ser, y que la infinita
totalidad del ser estaba presente en todo momento del cosmos. Y con una pasión
irracional buscábamos constantemente en cada menudo acontecimiento particular
del cosmos la forma verdadera de esa infinitud que a falta de un nombre más
exacto llamábamos el Hacedor de Estrellas. Pero, por más que buscáramos, no
encontrábamos nada. Aunque en la totalidad de las cosas, y en cada cosa en
particular, nos enfrentáramos con la temida presencia, su misma infinitud nos
impedía que le asignáramos una forma cualquiera.
A veces nos inclinábamos a concebirlo como puro Poder, y le atribuíamos la imagen de las miríadas de divinidades del poder que habíamos conocido en tantos mundos. A veces lo concebíamos como pura Razón, y pensábamos que el cosmos era sólo el ejercicio de un divino matemático. A veces nos parecía que su esencia era el Amor, y lo imaginábamos con las formas de todos los Cristos de todos los mundos, los Cristos humanos, los Cristos equinodermos y nautiloides, el Cristo dual de los simbióticos, el Cristo enjambre de los insectoideos. Pero también se nos revelaba como Creatividad irracional, a la vez ciega y sutil, tierna y cruel, con el sólo cuidado de producir una infinita variedad de seres, concibiendo aquí y allí entre mil inanidades una frágil maravilla. Cuidaba a ésta durante un tiempo con maternal solicitud, hasta que al fin repentinamente celoso ante la excelencia de su propia creación, destruía su obra.
Pero sabíamos muy bien que todas estas ficciones eran falsas. La sentida presencia del Hacedor de Estrellas seguía siendo inteligible, aunque iluminaba cada vez más el cosmos, como el esplendor de un sol invisible a la hora del alba.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 139
El prestigio de la tribu, el poder individual, la gloria
militar, los triunfos industriales perdían su encanto obsesivo, y en cambio las
felices criaturas se deleitaban en las relaciones sociales civilizadas, en
actividades culturales, y en la empresa común de la edificación del mundo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 143
La liberación del espacio y del tiempo, el poder de
emprender exploraciones cósmicas y de influir en otros seres por medio del
contacto telepático, era a la vez la herramienta más potente y la más peligrosa
de que disponían los mundos totalmente despiertos. El empleo insensato de esta
herramienta había llevado a muchas gloriosas razas de mente única a un terrible
desastre.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 149
Algunos llegaron a imaginar que el Hacedor de Estrellas
había creado para satisfacer el placer de destruir.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 162
«Tomar represalias sería herir para siempre el espíritu de
la comunidad. Antes preferimos morir. El tema espiritual que es nuestra obra
tiene que morir inevitablemente, o en manos del invasor o en el momento en que
tomemos las armas. Es mejor ser destruidos que triunfar matando el espíritu. El
espíritu es en sí inmarcesible, parte indisoluble de la trama del cosmos.
Morimos alabando el Universo, donde es posible por lo menos, una realización
como la nuestra. Morimos sabiendo que la promesa de una gloria mayor nos
sobrevivirá en otras Galaxias. Morimos alabando al Hacedor de Estrellas, al
Destructor de Estrellas».
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 165
Algunos de estos mundos preutópicos, no malignos, pero
incapaces de un mayor progreso, fueron dejados en paz, y preservados, como
preservamos nosotros la vida de los animales salvajes en parques nacionales, en
nombre de un interés científico. Eón tras eón, estos seres, impedidos por su
propia futilidad, lucharon en vano para vencer esa crisis que la Europa moderna
conoce tan bien. En ciclo tras ciclo la civilización emergía del barbarismo, la
mecanización ponía a los pueblos en incómodo contacto, las guerras nacionales y
las guerras de clases alimentaban los anhelos de un mundo mejor; pero en vano.
Un desastre tras otro socavaban la fábrica de la civilización. El barbarismo
retornaba gradualmente. Eón tras eón el proceso se repetía a sí mismo bajo la
serena observación telepática de los simbióticos, cuya existencia nunca fue
sospechada por las criaturas primitivas. Así podríamos nosotros observar el
espectáculo de un charco donde unas criaturas inferiores repiten con ingenuo
celo dramas aprendidos por sus antecesores eones atrás.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 167
Este nuevo ser deseaba tener sabiduría y temeridad
suficientes para soportar la visión directa de la fuente de toda luz, vida y
amor.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 172
Aquí y allí entre los mundos enloquecidos apareció una rara
y cada vez más extendida «enfermedad» de la mente. Para los imperialistas
ortodoxos de esos mundos era una locura, pero se trataba en verdad de un tardío
e ineficaz despertar a la cordura en seres cuya naturaleza había sido moldeada
enteramente por la demencia en un ambiente demente.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 174
Entre los sistemas individuales de mundos, como entre los
compañeros simbióticos, las relaciones tenían a veces casi un significado
sexual, aunque el sexo no tuviese realmente ninguna participación. Sistemas
vecinos proyectaban pequeños mundos viajeros, o mundos mayores, o trenes de
mundos a través del océano del espacio para que entrasen en órbita alrededor de
otros soles e intervinieran íntimamente en la vida privada de otros mundos
mediante una relación simbiótica, o mejor «simpsíquica». Ocasionalmente todo un
sistema emigraba a otro sistema, y colocaba sus anillos de mundos entre los
anillos del otro sistema.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 180
Recurriendo a símbolos para expresar lo inexpresable,
imaginábamos que, antes del comienzo, el Hacedor de Estrellas estaba solo, y
que por amor y espíritu de comunidad había resuelto crear una criatura
perfecta, su compañía. Imaginábamos que la había creado de su deseo de belleza
y de su voluntad de amor; pero que la había probado también en la creación y la
había atormentado, de modo que al fin fuese capaz de triunfar sobre toda
adversidad, y alcanzar así tal perfección como él mismo en toda su excelsitud no
podría alcanzar nunca. Pensábamos que el cosmos mismo era esa criatura. Y nos
parecía en nuestra simplicidad que habíamos asistido a la mayor parte del
crecimiento cósmico, y que sólo faltaba el clímax de ese crecimiento, la unión
telepática de todas las galaxias, es decir, el espíritu uno, totalmente
despierto del cosmos, perfecto, destinado a ser eternamente contemplado y
gozado por el Hacedor de Estrellas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 182
Un descubrimiento acabó lentamente con nuestra somnolencia.
Poco a poco fuimos comprendiendo que el sentimiento prevaleciente en los
innumerables sistemas de mundos utópicos no era en verdad de triunfo. En todos
los mundos encontramos una convicción muy profunda: la de la pequeñez e
impotencia de los seres finitos, cualquiera fuese su nivel. En cierto mundo
había una criatura que podríamos llamar un poeta. Le hablamos de nuestra
concepción de la meta cósmica, y él nos dijo: —Cuando el cosmos despierte, si
despierta, descubrirá que no es la criatura amada de su creador, sino una mera
burbuja que flota a la deriva en el ilimitado e insondable océano del ser.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 183
—Cuando el cosmos despierte, si despierta, descubrirá que no
es la criatura amada de su creador, sino una mera burbuja que flota a la deriva
en el ilimitado e insondable océano del ser.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 184
Esta creencia de que ninguna criatura cumple totalmente su
destino daba a la sociedad galáctica de mundos el encanto y la pureza de una
flor perecedera y delicada. Y ahora nosotros mismos estábamos aprendiendo a
mirar aquella vasta utopía como si fuese una criatura de precaria belleza. En
ese estado de ánimo tuvimos de pronto una experiencia notable.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 184
Pero las estrellas mismas daban una irresistible impresión
de vitalidad. Era raro que los movimientos de estas cosas meramente físicas,
estas simples bolas de fuego, que giraban y viajaban de acuerdo con las leyes
de sus minúsculas partículas, pareciesen tan vitales, tan indagatorias. Pero
toda la Galaxia en realidad parecía tan vital, tan semejante a un organismo,
con sus delicadas líneas de corrientes de estrellas, como las líneas del
interior de una célula viva, y de brazos extendidos, casi como órganos del
tacto, y con un núcleo de luz. Esta vasta y hermosa criatura estaba seguramente
viva, debía de tener una experiencia inteligente de sí misma y de otros seres.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 188
Cada uno de estos mundos, poblado con su única y
multitudinaria raza de sensibles inteligencias individuales, era en sí mismo
algo vivo, poseído por un espíritu común. Y cada uno de los sistemas de muchas
órbitas populosas era en sí mismo un ser comunal. Y toda la Galaxia, unida por
una red telepática era un solo ser ardiente, una inteligencia única, el
espíritu común, el «yo» de todos sus innumerables, diversos y efímeros
individuos.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 191
La Sociedad Galáctica de los Mundos había perfeccionado su
comunicación con otras galaxias. El medio más simple de contacto era
telepático; pero parecía también deseable cruzar físicamente el vasto vacío que
separaba esta Galaxia de la próxima. En la tentativa de emprender estos viajes
la sociedad de mundos provocó la epidemia de la explosión de estrellas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 192
La actitud emocional de estos mundos había cambiado también.
El fervor por establecer la utopía cósmica había desaparecido, y con él el
fervor por contemplar la aventura del espíritu mediante un mayor conocimiento y
una mayor capacidad creadora. Ahora la exterminación parecía inevitable en un
tiempo más o menos breve, y crecía la voluntad de ir al encuentro del destino
con una paz religiosa. El deseo de alcanzar la lejana meta cósmica, que había
sido al principio el motivo supremo de todos los mundos despiertos, parecía
ahora extravagante, y aun impío. No se entendía cómo aquellas pequeñas
criaturas, los mundos despiertos, podían llegar a tener conocimiento de la
totalidad del cosmos, y menos de lo divino. Se contentarían con desempeñar su
papel en el drama, y apreciar su propio y trágico fin con un desprendimiento y
un contentamiento supremos.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 198
La vida de una estrella individual es no sólo una vida de
movimiento físico. Es también indudablemente, en muchos sentidos, una vida
cultural y espiritual. De alguna manera cada estrella descubre en la presencia
de las otras estrellas seres conscientes. Este mutuo conocimiento es
probablemente intuitivo y telepático, aunque debe de fundarse también en
inferencias y observaciones. De la relación psicológica de unas estrellas con
otras emerge todo un orden de experiencias sociales tan ajenas a los mundos
inteligentes que casi nada puede decirse de él.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 202
Ésta, de modo aproximado, es la vida normal de una estrella
común. Pero hay muchas variedades dentro del tipo general. Pues no todas las
estrellas tienen el mismo tamaño, ni la misma composición, y probablemente se
distinguen también por el impacto psicológico con que se manifiestan a las
otras estrellas. Una de las más comunes, entre los tipos excéntricos, es la estrella
doble, dos poderosos globos de fuego que avanzan en círculos por el espacio, en
algunos casos tocándose casi. Como todas las relaciones estelares, ésta es
también perfecta, angélica. Sin embargo, es imposible asegurar que la pareja
experimente algo que pueda ser llamado un sentimiento de amor personal, o que
se consideren más que compañeros dedicados a una tarea común. La investigación
sugería evidentemente que los dos seres recorrían sus serpeantes caminos con
algo así como mutua satisfacción, una satisfacción que nacía asimismo de una
íntima colaboración con la Galaxia. ¿Pero amor? Es imposible decirlo. A su
debido tiempo, con la pérdida del momentum, las dos estrellas se ponían
realmente en contacto. Entonces, en algo que parecía una agonizante llamarada
de alegría y dolor, se unían confundiéndose. Luego de un período de
inconsciencia, la gran nueva estrella generaba nuevos tejidos, y ocupaba su
puesto en la compañía angélica.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 205
Con grave alegría nosotros, los exploradores cósmicos, que
ya nos habíamos incorporado a la mente comunal de nuestra propia Galaxia, nos
encontramos en íntimo contacto con decenas de otras mentes galácticas. Nosotros
(aunque mejor podría decir «yo») experimentamos el lento movimiento de las
galaxias como un hombre siente el movimiento de sus propios miembros. Desde mis
múltiples puntos de vista observe la tormenta de nieve de muchos millones de
galaxias, que fluían y giraban, apartándose cada vez más unas de otras junto
con la incesante «expansión» del espacio. Pero, aunque la vastedad del espacio
aumentaba constantemente en relación con el tamaño de las galaxias, estrellas y
mundos, para mí (con todos los seres que me acompañaban, en un cuerpo disperso)
el espacio no era más grande que una gran sala terrestre abovedada. Mi experiencia
del tiempo cambió también, pues ahora, como en ocasiones anteriores, los eones
eran tan breves como minutos. La vida entera del cosmos se me aparecía no como
el paso pausado e inmensamente prolongado de una remota y oscura fuente a una
eternidad aún más remota, sino como una breve carrera, precipitada y
desesperada, contra la fugacidad del tiempo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 216
Mirando retrospectivamente el panorama de los eones, me
impresionaba menos la extensión del viaje que me había traído a este estado que
su rapidez, su confusión, y aún su brevedad. Asomándome a las edades más
tempranas, antes que apareciesen las estrellas, antes que las nebulosas
nacieran del caos, yo no alcanzaba a ver aún ninguna fuente clara, sino sólo un
misterio tan oscuro como los que enfrentan los minúsculos habitantes de la
Tierra.
Igualmente, cuando yo intentaba sondear las profundidades de mi propio ser, no encontraba tampoco sino un impenetrable misterio. Aunque la conciencia de mí mismo había alcanzado un plano tres veces superior al de la conciencia de los seres humanos —del simple individuo a la mente-mundo, de la mente-mundo a la mente galáctica, y de ésta a la abortada mente cósmica— sin embargo, yo solo encontraba oscuridad en las profundidades de mi ser.
Mi mente había acumulado toda la sabiduría de todos los mundos de todas las edades; la vida de mi cuerpo cósmico era en sí misma la vida de miríadas de mundos infinitamente diversos, de miríadas de individuos infinitamente diversos; la creatividad y la alegría animaban mi vida común. Sin embargo, todo esto no era nada. Pues alrededor se movían las galaxias que no habían realizado su destino, la muerte de mis estrellas había empobrecido gravemente mi propia carne, y los eones se alejaban hacia el pasado con fatal velocidad. Pronto mi cerebro cósmico se desintegraría. Y entonces, inevitablemente, yo iría perdiendo mi preciado, aunque imperfecto estado de lucidez, y descendería, a través de todas las etapas de la segunda infancia de la mente, hacia la muerte cósmica.
Era muy extraño que yo, que conocía toda la extensión del espacio y del tiempo, y que había contado las estrellas como ovejas, sin olvidar ninguna, yo que era el más despierto de todos los seres, yo, la gloria a la que habían sacrificado sus vidas miríadas de seres de todas las épocas, la gloria que esas miríadas habían adorado, mirara ahora a mi alrededor con la misma angustia sobrecogedora, la misma adoración humilde y muda con que los viajeros humanos que cruzan el desierto miran las estrellas nocturnas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 217
Aunque la mentalidad nebular era excelente, en sus propios y
curiosos límites, las mentalidades planetarias y las estelares tenían también
sus especiales virtudes. Y de las tres, la planetaria era la de más alto nivel,
pues las contenía a todas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 225
Me permití entonces creer que yo, como al fin había incluido
en mi propio ser no sólo un íntimo conocimiento de numerosas galaxias sino
también de la primera vida cósmica, podía considerarme a mí mismo con alguna
justicia la mente incipiente de la totalidad del cosmos.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 225
En este tiempo mi necesidad de esa presencia había llegado a
ser una pasión dominadora. El velo que ocultaba aún el origen y la meta de las
nebulosas, las estrellas y los mundos estaba abriéndose, o así parecía. Aquél
que había inflamado sentimientos de adoración en miríadas de seres, y que, sin
embargo, no se había revelado claramente a ninguno, aquél a quien todos se
habían encaminado ciegamente, representándolo con las imágenes de miríadas de
divinidades, estaba ahora, sentía yo (frustrado, pero aún creciente espíritu
del cosmos), a punto de revelárseme.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 225
Yo que también había sido adorado por muchos de mis pequeños
miembros, yo que me había alzado por encima de los sueños de mis criaturas, me
sentía ahora oprimido, abrumado por mi propia pequeñez y mi propia imperfección.
Pues la velada presencia del Hacedor de Estrellas ya estaba dominándome con su
tremendo poder. Cuanto más ascendía a lo largo del espíritu, más inaccesibles
me parecían las alturas que se alzaban ante mí. Pues lo que me había parecido
una vez cima era ahora el pie de una montaña, abrupta, de paredes que caían a
pico, glacial, y que se perdía arriba en una niebla oscura. Nunca, nunca
llegaría a triunfar en esa ascensión. Y, sin embargo, tenía que seguir
adelante. Un anhelo irresistible superaba el temor.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 225
En el momento supremo del cosmos, yo, como mente cósmica,
creí encontrarme con el origen y la meta de todas las cosas finitas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 229
La fuente y la meta de todas las cosas, el Hacedor de
Estrellas, se me reveló oscuramente como un ser separado de mí yo consciente,
objetivo y, sin embargo, como enraizado en las profundidades de mi propia
naturaleza, similar en fin a mí mismo, aunque infinitamente más que yo mismo.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 230
Me pareció que yo veía al Hacedor de Estrellas en dos
aspectos: como el particular modo creativo del espíritu del que había nacido
yo, el cosmos; y también, lo que era más terrible, como algo incomparablemente
superior a la creatividad: la perfección eternamente realizada del espíritu
absoluto.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 230
Enfrentado a esta infinitud, más honda que mis más hondas raíces,
y más alta que la más alta de mis cimas, yo, la mente cósmica, la flor de todas
las estrellas y mundos, me sentí sobrecogido, como se siente sobrecogido un
salvaje con el rayo y el trueno. Y mientras yo caí en la abyección ante el
Hacedor de Estrellas, una corriente de imágenes me inundaba la mente. Las
deidades ficticias de todas las razas de todos los mundos se acumularon
entonces en mí: símbolos de majestad y de ternura, de poder despiadado, de
ciega creatividad, y penetrante sabiduría. Y aunque estas imágenes no eran sino
fantasías de mentes creadas, me pareció que todas y cada una encerraban
realmente alguna verdadera característica del poder del Hacedor de Estrellas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 230
Me pareció ante todo que yo había retrocedido en el tiempo
hasta el momento de la creación, y que yo asistía al nacimiento del cosmos.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 231
En el interior de este cosmos puntual una miríada de centros
físicos de energía, que los hombres conciben vagamente como electrones,
protones, y otras partículas coincidían al principio unos con otros. Y estaban
dormidos. La materia de diez millones de galaxias dormía en un punto. Luego el
Hacedor de Estrellas dijo: «Que haya luz». Y hubo luz.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 231
Yo, criatura cósmica, percibí esta estrella de estrellas,
esta estrella que era en verdad el Hacedor de Estrellas, sólo un momento, antes
que su esplendor me cegara la vista. Y en ese momento supe que yo había visto
realmente la fuente misma de la luz, la vida y la mente cósmicas, y de muchas
otras cosas de las que yo hasta entonces no había tenido conocimiento.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 233
Una vez más, pero con sentimientos de adoración y de
vergüenza, le grité a mi hacedor, y dije: «Es suficiente, y más que suficiente,
ser la criatura de un espíritu tan magnífico y temido, de potencia infinita, de
una naturaleza que escapa a la comprensión de la misma mente cósmica. Es
suficiente haber sido creado, haber encarnado un instante el espíritu infinito,
tumultuosamente creador. Es infinitamente más que suficiente haber sido
utilizado, haber sido un esbozo preliminar para una creación más perfecta». Dije
esto y sentí inmediatamente una rara paz y una rara alegría.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 235
El momento supremo de mi experiencia como mente cósmica
encerró en sí mismo la eternidad, y dentro de esa eternidad había múltiples
secuencias temporales, distintas unas de otras. Pues, aunque en la eternidad
todo el tiempo está presente, y el espíritu infinito, siendo perfecto, ha de
contener en sí mismo la realización plena de todas las posibles creaciones,
esto sólo es posible cuando en su modo temporal, creador y finito, el espíritu
infinito y absoluto concibe y lleva a cabo la totalidad de las vastas series de
creaciones. En beneficio de la creación el espíritu eterno e infinito encierra
al tiempo en su eternidad, contiene en sí mismo las prolongadas secuencias de
las creaciones.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 239
En mi sueño el mismo Hacedor de Estrellas, como espíritu
eterno y absoluto, contemplaba intemporalmente todas sus obras; pero como modo
creador y finito del espíritu absoluto corporizaba sus creaciones una tras otra
en una secuencia temporal que correspondía a su propia aventura y a su propio
crecimiento. Y cada una de sus obras, los cosmos, tenía, además, su tiempo
peculiar de modo tal que el Hacedor de Estrellas podía ver toda la secuencia de
acontecimientos de un cosmos no sólo desde dentro del tiempo cósmico sino también
externamente, desde el tiempo adecuado a su propia vida, un tiempo en el que
coexistían todas las edades cósmicas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 239
El Hacedor de Estrellas no era al principio sino un vago
anhelo de creatividad.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 240
El Hacedor probó sus poderes desde un principio. Objetivó
parte de su propia sustancia inconsciente, como materia para su creación, y la
modeló con un propósito consciente. Así, una y otra vez, fue creando sus
juguetes: los cosmos.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 240
Cuando hubo dado los últimos toques a todas las edades
cósmicas desde el momento supremo y luego hacia atrás hasta la explosión
inicial, y luego hacia delante hasta la muerte ultima, el Hacedor de Estrellas
contempló su obra. Y vio que era buena.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 256
Y el Hacedor de Estrellas, ese poder oscuro y esa lúcida
inteligencia, descubrió en la belleza concreta de su criatura la realización
del deseo. Y en la mutua alegría del Hacedor de Estrellas y el cosmos último
fue concebido, del modo más extraño, el espíritu absoluto, el que comprende
todos los seres y en el que están presentes todos los tiempos; pues el espíritu
que fue consecuencia de esta unión se presentó a mi inteligencia vacilante como
siendo a la vez el campo y la salida de todas las cosas temporales y finitas.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 262
Yo me había enfrentado realmente con el Hacedor de
Estrellas, pero el Hacedor de Estrellas era ahora para mí más que el espíritu
creador y por lo tanto finito. Se me aparecía ahora como el espíritu perfecto y
eterno que comprende todas las cosas y todos los tiempos, y que contempla fuera
del tiempo las multitudes infinitamente diversas que él mismo encierra. La
iluminación que me inundó y me golpeó y me obligó a una ciega adoración fue un
centelleo (o así me pareció) de la experiencia absoluta del espíritu eterno.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 263
¿Una vez más? No. Yo sólo había vuelto en mi sueño
interpretativo al mismo momento de iluminación, cerrada por la ceguera, en que
yo había tendido las alas para ir al encuentro del Hacedor y había sido
derribado por una luz terrible. Pero ahora entendía más claramente lo que me
había abrumado.
Yo me había enfrentado realmente con el Hacedor de Estrellas, pero el Hacedor de Estrellas era ahora para mí más que el espíritu creador y por lo tanto finito. Se me aparecía ahora como el espíritu perfecto y eterno que comprende todas las cosas y todos los tiempos, y que contempla fuera del tiempo las multitudes infinitamente diversas que él mismo encierra. La iluminación que me inundó y me golpeó y me obligó a una ciega adoración fue un centelleo (o así me pareció) de la experiencia absoluta del espíritu eterno.
Con angustia y horror, y no obstante también con aceptación, y aun con alabanza, sentí o creí sentir algo de los modos del espíritu eterno tal como él aprehende en una visión intuitiva e intemporal todas nuestras vidas. Aquí no había piedad, ninguna propuesta de salvación, ninguna ayuda bondadosa. O quizá no había sino piedad y amor, pero dominados por un éxtasis helado. Nuestras vidas rotas, nuestros amores, nuestras locuras, nuestras traiciones, nuestras justificaciones, eran aquí diseccionadas serenamente, tasadas y clasificadas. Es cierto que eran vividas con completa comprensión, con discernimiento y simpatía, aun con pasión. Pero en los modos del espíritu eterno no era la simpatía lo más importante, sino la contemplación. El amor no era absoluto, sí la contemplación. Y aunque en los modos del espíritu había amor, había también odio, y el espíritu se deleitaba cruelmente en la contemplación del horror, y se complacía con la caída de los virtuosos. El espíritu, creí ver, comprendía todas las pasiones, pero dominadas, fríamente encerradas en el éxtasis de la contemplación, cristalino, claro, helado.
Es difícil admitir que éste sea el resultado final de todas nuestras vidas, esta apreciación que podría llamarse científica, o mejor aún estética. Y, sin embargo, yo adoré.
Pero esto no fue lo peor. Pues al decir que el espíritu era ante todo contemplación, le atribuía yo una experiencia humana finita, y una emoción, consolándome así a mí mismo, aunque éste fuese un consuelo frío. Pero, en verdad, el espíritu eterno era inefable. Nada realmente se podía decir de él. Aun llamarlo «espíritu» era quizá decir demasiado. No obstante, negarle tal nombre no sería un error menos grave, pues, de un modo o de otro, era más y no menos que espíritu, más y no menos que cualquier posible interpretación humana de esa palabra. Y desde el nivel humano, y aun desde el nivel de la mente cósmica, este «más», oscura y agónicamente vislumbrado, era un terrible misterio, un misterio que obligaba a la adoración.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 263
Sentado allí en el seto, en el grano planetario, me encogí
alejándome de los abismos que se abrían a los lados y en el futuro. La
oscuridad silenciosa, lo desconocido e informe, eran más temibles que todos los
terrores alimentados por la imaginación. La mente miraba alrededor y no veía
nada indudable, nada en toda la experiencia humana que pudiese ser realmente
cierto, salvo la misma falta de certeza, nada sino una oscuridad engendrada por
una densa niebla de teorías. La ciencia del hombre era una mera neblina de
números, su filosofía una bruma de palabras. Aun la percepción que tenía de
este grano de arena y de todas sus maravillas no era sino una cambiante y
engañosa apariencia. Aun uno mismo, ese hecho aparentemente central, era un
mero fantasma, tan engañoso que el más honesto de los hombres tiene que
cuestionar su propia honestidad, tan insustancial que debe dudar de su propia
existencia. ¡Y nuestras lealtades! Tan ilusorias, tan mal informadas, tan mal
concebidas. Tan vagamente perseguidas y tan envueltas en odios. Nuestros mismos
amores, y aun aquéllos de plena y generosa intimidad deben ser condenados como
intentos de autorrecompensa y autocongratulación.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 265
¿Cómo enfrentar una época semejante? ¿Cómo alimentar el
coraje cuando sólo se es capaz de virtudes domésticas? ¿Cómo preservar a la vez
la integridad de la mente, y no permitir nunca que la lucha destruya en el
propio corazón lo que se quiere realizar en el mundo, la integridad del
espíritu?
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas, página 269
Hacedor de estrellas, página 7
Hacedor de estrellas, página 7
Hacedor de estrellas, página 8
Hacedor de estrellas, página 9
Hacedor de estrellas, página 10
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Hacedor de estrellas, página 12
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Hacedor de estrellas, página 43
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Hacedor de estrellas, página 49
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Hacedor de estrellas, página 60
Hacedor de estrellas, página 65
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Ante este pavoroso espectáculo nos quedamos mucho tiempo inmóviles en el vacío. Era en verdad una perturbadora experiencia ver delante de nosotros todo un «Universo», y descubrir que había millones de universos, invisibles, demasiado remotos.
¿Cuál era el significado de aquella inmensidad y complejidad física? En sí misma, indudablemente, no era más que inutilidad y desolación. Pero con angustia y esperanza nos dijimos que había allí una promesa de algo más complejo, sutil y diverso que la mera materia. Esto sólo era justificación suficiente. Pero la formidable posibilidad, aunque inspiradora, nos pareció también terrible.
Como un pichón que mira por primera vez por encima del borde del nido, y luego se recoge de nuevo en su casita retrocediendo ante la inmensidad del mundo, nosotros habíamos asomado a los confines de aquel nidito de estrellas que durante tanto tiempo, pero falsamente, los hombres habían llamado «el universo», y ahora nos echábamos atrás refugiándonos en los amables recintos de nuestra Galaxia natal.
Hacedor de estrellas, página 67
Esa interpenetración mental no sólo sumó sino que hasta multiplicó la riqueza de nuestro pensamiento: pues uno no sólo se veía interiormente a sí mismo y veía al otro: experimentaba también aquella armonía en contrapunto de la relación. En verdad, en algún sentido que no puedo describir con precisión, nuestra unión mental resultó en la aparición de una tercera mente, intermitente aún, pero de una conciencia mucho más sutil que la de cualquiera de los dos en estado normal. Cada uno de nosotros, o mejor dicho los dos juntos, «despertábamos» de cuando en cuando para ser este espíritu superior. Todas las experiencias de uno adquirían un nuevo significado a la luz del otro; y nuestras dos mentes eran una mente nueva, más penetrante, más consciente. En este estado de elevada lucidez nosotros (es decir, el nuevo yo) empezamos a explorar deliberadamente las posibilidades psicológicas de otros tipos de mundos y seres inteligentes. Dotado de una nueva penetración distinguí en mí mismo y en Bvalltu esos atributos que son esenciales al espíritu, y esos meros accidentes que nuestros mundos peculiares nos habían impuesto. Esta operación imaginativa demostró pronto ser un método, y muy potente, de investigación cosmológica.
Comprendimos entonces más claramente un hecho que habíamos sospechado hacia tiempo. En mi viaje interestelar anterior, que me había llevado a la Otra Tierra, yo había empleado inconscientemente los distintos métodos de viaje, el método que llamaré de la «atracción psíquica». Éste consistía en la proyección telepática y directa de la mente a un mundo extraño, remoto quizá en el espacio y el tiempo, pero en tono con la mente del explorador en el momento de la operación. Evidentemente, era este método sobre todo el que me había llevado a la Otra Tierra. Las notables semejanzas de nuestras dos razas habían determinado una fuerte «atracción psíquica», mucho más poderosa que mis azarosos vagabundeos interestelares. Era este método el que Bvalltu y yo íbamos a practicar y perfeccionar ahora.
Al fin advertimos que nos movíamos lentamente. Teníamos, además, la rara impresión de que aunque pareciésemos encontrarnos solos en un vasto desierto de estrellas y nebulosas, estábamos en realidad de algún modo mentalmente cerca de unas invisibles inteligencias. Concentrándonos en esta sensación de presencia, descubrimos que nuestra marcha se aceleraba; y que si tratábamos de cambiar su curso con un violento acto de voluntad volvíamos inevitablemente a la dirección original cuando nuestro esfuerzo cesaba. Pronto nuestro movimiento se transformó en un vuelo en línea recta. Una vez más las estrellas de adelante parecieron violetas, las de atrás rojas. Una vez más todo desapareció.
Discutimos nuestra situación en aquella oscuridad y aquel silencio absolutos. Era evidente que atravesábamos el espacio más rápidamente que la luz misma. Quizá atravesábamos también el tiempo, de algún modo incomprensible. Mientras, la sensación de la proximidad de otros seres se hacía más y más insistente, aunque no menos confusa.
Luego aparecieron otra vez las estrellas. Aunque pasaban junto a nosotros como chispas voladoras, eran normales, sin color. Una luz brillaba enfrente. Creció, alcanzó un resplandor enceguecedor, y luego fue visiblemente un disco. Con un esfuerzo de voluntad aminoramos la marcha, y volamos lentamente alrededor del sol, buscando. Descubrimos, felices, que acompañaban al astro varios mundos que podían albergar vida. Guiados por la inconfundible impresión de una presencia mental, elegimos uno de esos planetas, y descendimos lentamente hacia él.
Hacedor de estrellas, página 68
Hacedor de estrellas, página 72
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Pero estas razas eran parecidas a la nuestra sobre todo en un aspecto. En todas había una rara mezcla de violencia y delicadeza. Los apóstoles de la violencia y los apóstoles de la delicadeza llevaban a sus fieles de aquí para allá. Y en el tiempo de nuestra visita muchos de esos mundos pisaban el umbral de una crisis de este conflicto. En el pasado reciente se había alabado de labios afuera la delicadeza, la tolerancia, y la libertad; pero la política había fallado, pues no había allí un propósito sincero, ni convicción, ni respeto verdadero y vivido por la personalidad individual. Habían florecido así egoísmos y venganzas, secretamente al principio, luego abiertamente como un individualismo desvergonzado. Al fin, furiosos, los pueblos se habían vuelto contra el individualismo entregándose al culto del rebaño. Al mismo tiempo, disgustados con el fracaso de la delicadeza se pusieron a alabar directamente la violencia, y la brutalidad del héroe enviado por los dioses y la tribu armada. Aquellos que decían creer en la mansedumbre armaron a sus tribus contra las tribus extranjeras a las que acusaban de creer en la violencia. La desarrollada técnica de la violencia amenazaba destruir la civilización; año a año la bondad perdía terreno. Pocos podían creer que la salvación del mundo no dependía de la violencia a corto plazo sino de la delicadeza a largo plazo. Y menos aún podían creer que para ser efectiva la bondad tenía que ser una religión; y que la paz duradera no llegaría nunca hasta que muchos hubiesen despertado a una lucidez de conciencia que en todos aquellos mundos sólo unos pocos podían aún alcanzar.
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Sin embargo, no sólo sentíamos espanto sino también el anhelo creciente de ver y enfrentar sin temor el espíritu del cosmos, cualquiera fuese éste. Pues a medida que proseguíamos nuestra peregrinación, pasando una y otra vez de la tragedia a la farsa, de la farsa a la gloria, de la gloria a la tragedia final, sentíamos más y más que algo terrible, algo sagrado, y al mismo tiempo increíblemente atroz y letal, esperaba secretamente más allá de nuestro alcance. Una y otra vez nos sentíamos desgarrados por el horror y la fascinación, una furia moral contra el Universo (o el Hacedor de Estrellas) y una adoración irracional.
Observaríamos el mismo conflicto en todos los mundos de nuestra misma estatura mental. Mientras examinábamos estos mundos y las fases de su pasado crecimiento, y nos acercábamos a tientas como mejor podíamos al próximo plano de desarrollo espiritual, llegamos al fin a entender claramente las primeras etapas de esa peregrinación en cualquiera de los mundos conocidos. Aun en las primeras edades de todo mundo normal e inteligente hay en algunas mentes un impulso a buscar y alabar algo universal.
Al principio este impulso se confundía con la necesidad de sentir protección de algún alto poder. Las criaturas teorizan inevitablemente y sostienen que el objeto admirado debe ser el Poder mismo, y que la adoración es un acto meramente propiciatorio. De este modo llegan a concebir un todopoderoso tirano del Universo, con ellos mismos como hijos favoritos del tirano. Pero con el tiempo los profetas comprenden claramente que el corazón no puede destinar sus alabanzas a un simple Poder. Entonces la teoría entroniza la Sabiduría, la Ley, la Verdad. Y luego de siglos de obediencia a un fantasma dispensador de leyes, o a la misma legalidad divina, las criaturas descubren que estos conceptos son también inadecuados para describir la gloria indescriptible que el corazón encuentra en todas las cosas, y precia silenciosamente en todas las cosas.
Pero luego, en todos los mundos que visitamos, se abrían distintos caminos. Algunos adoradores esperaban encontrarse cara a cara con su amortajado dios solo mediante la meditación interior. Purgándose a sí mismos de todo deseo menor y trivial, esforzándose por verlo todo desapasionadamente y con una universal simpatía, esperaban identificarse con el espíritu del cosmos. A menudo recorrían un largo trayecto por el camino del perfeccionamiento y el despertar. Pero a causa de esta misma absorción interior la mayoría de ellos se hacía insensible a los sufrimientos de sus semejantes menos despiertos y no se interesaba en las empresas comunales de la especie. En no pocos mundos las mentes más vitales recorrían este camino del espíritu. Y como la raza dedicaba casi toda su atención a la vida interior, no había progreso material y social. Las ciencias físicas y biológicas no se desarrollaban. La energía mecánica era un poder desconocido, y lo mismo las ciencias médicas. Consecuentemente, estos mundos estaban estancados, y tarde o temprano sucumbían a accidentes que no hubiera costado mucho prevenir.
Había otro sendero de devoción, abierto a criaturas de temperamento más práctico. Éstas, en todos los mundos prestaban una deleitada atención al Universo que las rodeaba, y descubrían preferentemente un objeto de adoración en las personas de sus semejantes, y en el lazo comunal de comprensión y amor mutuos. El amor estaba en ellos y en los otros por encima de todas las cosas.
Y sus profetas les decían que el espíritu universal que ellos siempre habían adorado, el Creador, el Todopoderoso, el Omnipotente, era también Amor. Amar al prójimo era servir al Dios-Amor. Y así durante toda una época, corta o larga, lucharon por el amor y por pertenecerse unos a otros. Tejieron teorías en defensa de la teoría del Dios-Amor. Nombraron sacerdotes y edificaron templos para servir al Amor. Y como anhelaban la inmortalidad se les dijo que el amor era el sendero para alcanzar la vida eterna. Y así el amor, que no busca recompensa, era mal interpretado.
En la mayoría de los mundos estas mentes prácticas dominaban a los teorizadores. Tarde o temprano la curiosidad práctica y las necesidades económicas producían las ciencias materiales. Examinándolo todo con los instrumentos de estas ciencias, se descubría que en ninguna parte, ni en el átomo ni en la Galaxia, ni siquiera en el corazón del hombre, había signos del Dios-Amor. Y con la fiebre de la mecanización, y la explotación de los esclavos por los amos, y las pasiones de los conflictos intertribales, y el creciente olvido o endurecimiento de las más despiertas actividades del espíritu, la llamita de la devoción ardía más débilmente en todos los corazones, más débilmente que en ninguna otra época anterior, tanto que ya era irreconocible. Y la llama del amor, sobre la que habían soplado durante siglos forzadas ráfagas de doctrina, fue sofocada por el embotamiento general de las relaciones personales, hasta reducirla a un ocasional calor humeante, que muchas veces era confundido con una mera lujuria. Furiosos, y riendo amargamente, esos seres torturados destronaban entonces de sus corazones la imagen del Dios-Amor.
Y así, sin amor y sin devoción, las desgraciadas criaturas enfrentaban los problemas cada vez mayores de un mundo mecanizado y desgarrado por el odio.
Ésta era la crisis que nosotros, en nuestros propios mundos, conocíamos tan bien. Muchos mundos, a todo lo largo y ancho de la Galaxia, nunca la superaron. Pero en unos pocos, algún milagro que no alcanzábamos a entender claramente, alzaba las mentes comunes a un plano mental superior. Más tarde hablaré de esto. Mientras tanto sólo diré que en los pocos mundos donde así ocurría, advertíamos invariablemente, antes que las mentes de ese mundo se pusieran fuera de nuestro alcance, un nuevo sentimiento acerca del Universo, un sentimiento que nos costaba compartir. Sólo cuando aprendimos a evocar en nosotros mismos algo de ese sentimiento pudimos seguir los destinos de esos mundos.
Pero, a medida que avanzábamos en nuestra peregrinación, nuestros propios deseos empezaron a cambiar. Llegamos a preguntarnos si en nuestra pretensión de que el Universo reverenciase el espíritu divinamente humano, que tanto preciábamos en nosotros mismos y nuestros semejantes de todos los mundos, no revelaría una cierta impiedad. Exigimos desde entonces cada vez menos que el amor tuviera su trono entre las estrellas; deseamos cada vez más viajar simplemente, abriendo nuestros corazones a una aceptación sin reservas de cualquier verdad que entrara en los límites de nuestra comprensión.
En la última parte de esa fase primera de nuestra peregrinación, hubo un momento en que pensando y sintiendo juntos, nos dijimos unos a otros:
—Si el Hacedor de Estrellas es Amor, sabemos que esto debe estar bien. Pero si no es Amor, si es alguna otra cosa, algún espíritu inhumano, esto está bien. Y si no es nada, si las estrellas y todo lo demás no son sus criaturas y subsisten por sí mismas, y si el espíritu adorado no es más que una exquisita creación de nuestras mentes, entonces y otra vez esto está bien, esto y ninguna otra posibilidad. Pues no podemos saber si el amor ocupa su posición más alta en el trono o en la cruz. No podemos saber qué espíritu gobierna, pues en el trono se sienta la oscuridad. Sabemos, hemos visto, que en la disipación de los astros el amor es crucificado, y justamente, probándose a sí mismo, y para la gloria del trono. Nuestros corazones reverencian el amor y todo lo que es humano. Sin embargo, también saludamos el trono y la oscuridad en el trono. Sea Amor o no Amor, nuestros corazones lo alaban, por encima de la razón.
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Hacedor de estrellas, página 114
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A veces nos inclinábamos a concebirlo como puro Poder, y le atribuíamos la imagen de las miríadas de divinidades del poder que habíamos conocido en tantos mundos. A veces lo concebíamos como pura Razón, y pensábamos que el cosmos era sólo el ejercicio de un divino matemático. A veces nos parecía que su esencia era el Amor, y lo imaginábamos con las formas de todos los Cristos de todos los mundos, los Cristos humanos, los Cristos equinodermos y nautiloides, el Cristo dual de los simbióticos, el Cristo enjambre de los insectoideos. Pero también se nos revelaba como Creatividad irracional, a la vez ciega y sutil, tierna y cruel, con el sólo cuidado de producir una infinita variedad de seres, concibiendo aquí y allí entre mil inanidades una frágil maravilla. Cuidaba a ésta durante un tiempo con maternal solicitud, hasta que al fin repentinamente celoso ante la excelencia de su propia creación, destruía su obra.
Pero sabíamos muy bien que todas estas ficciones eran falsas. La sentida presencia del Hacedor de Estrellas seguía siendo inteligible, aunque iluminaba cada vez más el cosmos, como el esplendor de un sol invisible a la hora del alba.
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Igualmente, cuando yo intentaba sondear las profundidades de mi propio ser, no encontraba tampoco sino un impenetrable misterio. Aunque la conciencia de mí mismo había alcanzado un plano tres veces superior al de la conciencia de los seres humanos —del simple individuo a la mente-mundo, de la mente-mundo a la mente galáctica, y de ésta a la abortada mente cósmica— sin embargo, yo solo encontraba oscuridad en las profundidades de mi ser.
Mi mente había acumulado toda la sabiduría de todos los mundos de todas las edades; la vida de mi cuerpo cósmico era en sí misma la vida de miríadas de mundos infinitamente diversos, de miríadas de individuos infinitamente diversos; la creatividad y la alegría animaban mi vida común. Sin embargo, todo esto no era nada. Pues alrededor se movían las galaxias que no habían realizado su destino, la muerte de mis estrellas había empobrecido gravemente mi propia carne, y los eones se alejaban hacia el pasado con fatal velocidad. Pronto mi cerebro cósmico se desintegraría. Y entonces, inevitablemente, yo iría perdiendo mi preciado, aunque imperfecto estado de lucidez, y descendería, a través de todas las etapas de la segunda infancia de la mente, hacia la muerte cósmica.
Era muy extraño que yo, que conocía toda la extensión del espacio y del tiempo, y que había contado las estrellas como ovejas, sin olvidar ninguna, yo que era el más despierto de todos los seres, yo, la gloria a la que habían sacrificado sus vidas miríadas de seres de todas las épocas, la gloria que esas miríadas habían adorado, mirara ahora a mi alrededor con la misma angustia sobrecogedora, la misma adoración humilde y muda con que los viajeros humanos que cruzan el desierto miran las estrellas nocturnas.
Hacedor de estrellas, página 217
Hacedor de estrellas, página 225
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Hacedor de estrellas, página 229
Hacedor de estrellas, página 230
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Hacedor de estrellas, página 231
Hacedor de estrellas, página 231
Hacedor de estrellas, página 233
Hacedor de estrellas, página 235
Hacedor de estrellas, página 239
Hacedor de estrellas, página 239
Hacedor de estrellas, página 240
Hacedor de estrellas, página 240
Hacedor de estrellas, página 256
Hacedor de estrellas, página 262
Hacedor de estrellas, página 263
Yo me había enfrentado realmente con el Hacedor de Estrellas, pero el Hacedor de Estrellas era ahora para mí más que el espíritu creador y por lo tanto finito. Se me aparecía ahora como el espíritu perfecto y eterno que comprende todas las cosas y todos los tiempos, y que contempla fuera del tiempo las multitudes infinitamente diversas que él mismo encierra. La iluminación que me inundó y me golpeó y me obligó a una ciega adoración fue un centelleo (o así me pareció) de la experiencia absoluta del espíritu eterno.
Con angustia y horror, y no obstante también con aceptación, y aun con alabanza, sentí o creí sentir algo de los modos del espíritu eterno tal como él aprehende en una visión intuitiva e intemporal todas nuestras vidas. Aquí no había piedad, ninguna propuesta de salvación, ninguna ayuda bondadosa. O quizá no había sino piedad y amor, pero dominados por un éxtasis helado. Nuestras vidas rotas, nuestros amores, nuestras locuras, nuestras traiciones, nuestras justificaciones, eran aquí diseccionadas serenamente, tasadas y clasificadas. Es cierto que eran vividas con completa comprensión, con discernimiento y simpatía, aun con pasión. Pero en los modos del espíritu eterno no era la simpatía lo más importante, sino la contemplación. El amor no era absoluto, sí la contemplación. Y aunque en los modos del espíritu había amor, había también odio, y el espíritu se deleitaba cruelmente en la contemplación del horror, y se complacía con la caída de los virtuosos. El espíritu, creí ver, comprendía todas las pasiones, pero dominadas, fríamente encerradas en el éxtasis de la contemplación, cristalino, claro, helado.
Es difícil admitir que éste sea el resultado final de todas nuestras vidas, esta apreciación que podría llamarse científica, o mejor aún estética. Y, sin embargo, yo adoré.
Pero esto no fue lo peor. Pues al decir que el espíritu era ante todo contemplación, le atribuía yo una experiencia humana finita, y una emoción, consolándome así a mí mismo, aunque éste fuese un consuelo frío. Pero, en verdad, el espíritu eterno era inefable. Nada realmente se podía decir de él. Aun llamarlo «espíritu» era quizá decir demasiado. No obstante, negarle tal nombre no sería un error menos grave, pues, de un modo o de otro, era más y no menos que espíritu, más y no menos que cualquier posible interpretación humana de esa palabra. Y desde el nivel humano, y aun desde el nivel de la mente cósmica, este «más», oscura y agónicamente vislumbrado, era un terrible misterio, un misterio que obligaba a la adoración.
Hacedor de estrellas, página 263
Hacedor de estrellas, página 265
Hacedor de estrellas, página 269
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