Fernando Sorrentino

"Cargando bastante las tintas, Gabriela, a quien jamás vi con lentes, ahora lucía un par de anteojos de formidable armazón negra, que le daba un inconfundible aire de socióloga de izquierda, perfeccionado por no haberse pintado los labios y por mostrar el pelo un poco erizado. Sin embargo, la combinación de su pollera largo Chanel con una casaca profusa en bolsillos y cierres-relámpago, y un poco rígida, la hacía parecer también como una monja de clausura que aspirase a ingresar en un cuerpo de bomberos voluntarios. En fin, la pobre Gaby, dentro de sus limitaciones, es buena persona, pero con gran facilidad para el ridículo.
Habituada a mi chalet de estilo nórdico de Olivos, no dejó de chocarme desagradablemente el edificio de la calle Barco Centenera, feo y grisáceo, de típica clase media tirando a baja. Las coordenadas del portero eléctrico nos informaron que el inmueble constaba de ocho pisos. Como Gabriela era del barrio, lo indicado era que fuese ella quien oprimiera el timbre del sexto A.
No empleó el índice sino el pulgar. Tras una eternidad de por lo menos tres minutos, oímos una voz apagada:
—¿Quién es?
Para demostrarme cuán aplomada era, Gaby, siempre histriónica, sonrió, como si estuviera en un escenario, y, con cantarina voz de soprano, dijo, haciéndose la juvenil:
—¡Las profes que veníamos a consultarlo por el asunto de Juan Montalvo!
Sonó la chicharra, empujamos la puerta y entramos en un vestíbulo con olor a sopa de dedalitos. Abordamos el ascensor —en una pared alguien había escrito el que lee esto es puto— y llegamos al sexto piso.
El académico, vestido con una especie de bata raída, color rata de albañal, nos esperaba, fumando, en el vano de la puerta del departamento. Era un hombre de baja estatura, canoso, despeinado y de barba desprolija y antiestética. Un terrible tufo de cigarrillo llegaba hasta el palier.
Nos extendió una mano blancuzca como filet de merluza y con un ademán nos indicó que nos sentáramos en un sillón medio despeluzado.
El viejo fumaba el que posiblemente era el undécimo cigarrillo de la mañana.
En un cenicero con forma de neumático de tractor había, por lo menos, diez colillas de filtro marrón. A su lado, una foto enmarcada: el escritor en su juventud, junto a una mujer con cara de malvada, posiblemente su fallecida cónyuge."

Fernando Sorrentino
El poder de la palabra



"Fue una experiencia inquietante la que tuve cuando volví, después de tanto tiempo, a compartir el ascensor con la joven y lánguida vecina del tercer piso, que ahora sacaba a su tigre de Bengala a dar una vuelta a la manzana para hacer pis. Recordé el lagarto que había asomado la cabecita por la abertura del cierre relámpago. Me enternecí. ¡Qué lejos habían quedado aquellos primeros, difíciles y quijotescos tiempos de los escorpiones y de los cangrejos! Finalmente llegó un momento en que no se pudo confiar en nadie. El portero, ante la tensa mirada de varios copropietarios, lavó en la vereda con agua y jabón a su rinoceronte de dos cuernos, y luego —como si allí no hubiera pasado nada— lo hizo penetrar en su departamento. Esto era más de lo que estaba acostumbrado a soportar el del 5º A: unas horas más tarde subió triunfalmente las escaleras llevando de la brida a su hipopótamo. El edificio se halla ahora inundado y semidestruido. Me encuentro redactando este informe en la azotea, en condiciones desfavorables. Cada tanto me sobresaltan los plañideros barritos del elefante que vive con los del 7º A. Escribo con el reloj a la vista, pues, a intervalos de ocho minutos, debo guarecerme entre las ruinas de la escalera para que no estropee estas páginas el chorro de vapor que lanza la ballena azul del 7º C. Y escribo con cierta inquietud, estando, como estoy, bajo la suplicante mirada de la jirafa del 7º D, que, asomando la cabeza por sobre la tapia, no cesa ni por un segundo de pedirme galletitas."

Fernando Sorrentino
Imperios y servidumbres



“Mis primeras experiencias con las letras se remontan a cuando yo era analfabeto.”

Fernando Sorrentino



"Tengo un amigo todo lo dulce y tímido que puede pedirse. Su nombre es frágilmente anticuado --Lucas--, y su edad, recatadamente intermedia --cuarenta años--. Es de reducida estatura, es delgaducho, tiene un bigotito ralo y una calva aún más rala. Como su vista no es perfecta, usa anteojos: insignificantes y sin armazón. Para no molestar a nadie, camina siempre de perfil. En vez de pedir permiso, prefiere deslizarse apenas por un costado; si la rendija es tan estrecha que ni siquiera permite su paso, Lucas prefiere esperar con paciencia que el obstáculo --sea animado o inanimado, racional o irracional-- se aparte por su propia voluntad. Los perros y los gatos callejeros le infunden terror, y, para evitarlos, se cruza a cada instante de una vereda a la otra. Habla con una vocecilla sutil, casi transparente de tan inaudible. Jamás ha interrumpido a nadie: sin embargo, no logra emitir más de dos palabras sin que lo interrumpan. Ello no parece irritarlo: más aún, se siente dichoso de haber podido pronunciar esas dos palabras. Hace años que mi amigo Lucas está casado: con una mujer delgada, colérica, nerviosa, que, además de voz aguda hasta lo insufrible, fuertes pulmones, nariz afilada y lengua de víbora, padece de temperamento indomable y de vocación domadora. Lucas --me gustaría saber cómo-- se ha continuado en un niño. La madre lo bautizó Juan Manuel: es alto, rubio, flequilludo, inteligente, suspicaz, irónico y vigoroso. No es exacto que obedezca a su madre ciegamente: más bien, ambos están siempre de acuerdo en asignarle a Lucas un lugar sin duda nulo en el universo..."

Fernando Sorrentino
La regresión zoológica














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