Naoya Shiga

"Ésta no es la mejor época del año para la tempura. Siempre es una decisión acertada no tomar decisiones apresuradas entre estación y estación.
Kensaku se acordó de aquella leyenda tantas veces contada acerca de una chica que estaba perdidamente enamorada de un joven que vivía en otra isla y cada noche ella nadaba desde su isla hasta la de su amado, guiada por la luz de un faro. Aquel hombre dejó de amarla y una noche tormentosa y oscura ella terminó por ahogarse.
Se encontraban en un oscuro callejón. Suematsu detuvo su paso y se puso de cara a la pared para orinar. En ese instante un joven que llevaba sombrero de fieltro pasó junto a él y tendió a ocultar la mirada. Perdóneme, clamó solemnemente Suematsu. El joven del sombrero continuó su camino, haciendo caso omiso de la sincera apología. Entonces Suematsu bramó ¡Idiota! ¿Qué clase de persona se atreve a no responder cuando alguien le habla? Y apenas terminó de miccionar, emprendió una veloz carrera en pos de aquel desconsiderado. Kensaku permaneció en mitad del estrecho callejón, extendiendo sus brazos e impidiéndole el paso a su amigo. El joven desapareció rápidamente al doblar la esquina. Déjame pelear con él -rogó Suematsu exhalando un aliento ahíto de alcohol.
[...]
¿Por qué razón su madre se había comportado de aquella manera? Probablemente porque ella le había concebido. Él comprendió que debía el hecho de su existencia a aquel único acto y que ambas circunstancias eran del todo inseparables. Sin embargo, le era imposible aceptar de buen grado lo que su madre había hecho. Su madre y aquel cobarde anciano. El mero pensamiento de imaginarlos juntos se tornaba feo e impuro en su juvenil mente. De súbito sintió una abrumadora piedad por su propia madre, la mujer que le había engendrado y que sin duda había sido contaminada por aquel hombre. ¡Mamá! gritó como un niño a punto de arrojarse a los brazos de su madre."

Naoya Shiga
Viaje en una noche oscura



"Lo cierto es que el entusiasmo de Seibē era muy intenso. Un día, Seibē andaba por un camino de la costa, desde luego, sin parar de pensar en las calabazas. De pronto, algo atrapó su mirada. Se quedó estupefacto. Era la cabeza calva de un viejo que había aparecido de repente tras una de las tiendas colocadas en fila al borde del camino. Estaban de espaldas a la playa. Seibē pensó que era una calabaza. Se quedó ensimismado durante un buen rato: «Es una calabaza maravillosa». Cuando volvió en sí reaccionó con perplejidad. El viejo había entrado en una calleja del otro lado moviendo enérgicamente su calva cabeza, que además tenía un buen color. De repente le pareció tan gracioso a Seibē que se partió de risa en voz alta él solo. Era tan insoportable que corrió unos sesenta metros. Aun así, no pudo dejar de reírse.
Estaba muy entusiasmado con ese tema. Por eso, siempre que andaba por el pueblo, se quedaba de pie mirando fijamente delante de casi todas las tiendas que tenían calabazas colgadas: tiendas de antigüedades, de utensilios domésticos, de chucherías, verdulerías o casas especializadas en calabazas.
Seibē tenía 12 años y aún estudiaba en primaria. Cuando volvía del colegio, en vez de jugar con otros niños, solía ir él solo al pueblo a mirar calabazas. De noche se sentaba con las piernas cruzadas en un rincón del salón y cuidaba de sus calabazas. Cuando terminaba la rutina de mantenimiento, metía sake en ellas, las cubría con paños y las metía en una caja de lata. Luego las guardaba dentro de la mesa camilla y se iba a la cama. A la mañana siguiente, nada más levantarse, abría la caja para mirarlas. La piel de las calabazas sudaba a la perfección. Seibē nunca se cansaba de contemplarlas. Después las ataba con cuidado a unos hilos, las colocaba debajo del alero y se marchaba al colegio.
El pueblo donde vivía Seibē era una localidad dedicada al comercio a la que llegaban barcos. La consideraban una ciudad, pero era un sitio bastante pequeño. Si uno camina durante veinte minutos, podía atravesar la parte más larga de su trazado rectangular. Así, por muchas tiendas que vendieran calabazas, Seibē las podía visitar todas durante su paseo diario. Y así es posible que ya las hubiera visto casi todas.
No tenía especial interés en las calabazas antiguas, sino en las que aún estaban sin pelar y había que cortarles la boca. Además, la mayoría de su colección tenía esa forma de calabaza y su aspecto era bastante ordinario."

Naoya Shiga
Seibē y las calabazas



"¿Recibiste el telegrama?
Sí, alrededor de las tres de la tarde.
Ya sabes que una comitiva poco numerosa se va a presentar aquí. Iremos a recoger almejas, si el tiempo lo permite, así que no olvides anclar el bote frente a la casa mañana al alba.
Sin duda, señor. También le he encargado al cocinero pollo para mañana.
De acuerdo. Si es posible trata de venir tan pronto como te sea posible y adecenta un poco los alrededores de la casa.
Ya he realizado esa tarea bajo la supervisión de su esposa, tanto dentro como fuera de la casa.
Estaba a punto de ascender la pendiente hasta mi casa, cuando advertí que mi esposa aún se encontraba aquí. Ella se aproximó sin decir una sola palabra, tomó mis manos entre las suyas y las apretó con fuerza.
¡Felicidades! -dijo ella.
A la mañana siguiente me presenté solo a la estación. Mi esposa tenía la intención de venir, pero nuestro bebé se debatía entre extrañas convulsiones así que no le permití acompañarme.
El tren llegó puntual. Takako bajó primero, seguido de Rokuko y de Masako. Luego su padre. Yo me incliné ceremoniosamente. Sin ninguna expresión en su rostro él adoptó la misma postura y apenas emitió un ligero ¡Ah!.
No le dirigí la palabra hasta mucho después de haber abandonado la estación. Ambos nos sentíamos sin duda un tanto constreñidos. Confiaba en que pronto se sentiría más liberado. Pero yo mismo asumía que nos resultaría un tanto forzado el intento de mantener cualquier pequeña conversación entre nosotros. Mi padre tampoco trató por su parte de forzar nada. Todos llegaron a mi casa en calesa. Mi esposa salió de la puerta principal, sosteniendo en sus brazos a nuestro bebé. En cuanto vio el rostro lloroso de mi padre, se sintió embargada por la emoción. Mi padre miraba al bebé.
Ese día me sentí realmente bien. El rubor entre mi padre y yo pronto se desvaneció. Conversamos principalmente acerca de cuadros y cerámica. Le mostré unas vetustas piezas chinas y unos retazos de tela tejidos a mano que se hallaban en mi poder. Se refirió a algunos rollos que había adquirido recientemente. No volvimos a sentir ninguna aprensión. No obstante, no dijimos nada de lo que había sucedido el día antes. Sin embargo, cuando el pequeño grupo había abandonado por completo la estancia, mi padre se dirigió a mi esposa: «Junkichi dice que desde ahora él confía en que podamos relacionarnos normalmente como corresponde a padre e hijo, y verdaderamente he de manifestar que éste es también mi propio deseo, así que me gustaría que tú también actuaras como si todos los desencuentros habidos entre nosotros nunca hubieran sucedido».
Incapaz de responder, mi esposa simplemente asintió y se secó las lágrimas. Cuando mi padre había empezado a hablar, yo esperaba que le dijera a mi esposa exactamente lo que le había dicho a mi madre el día anterior. Y estaba seguro de que, aunque sólo dijera eso, no me sentiría en absoluto defraudado. Pero él no quiso repetirse y yo me sentí muy complacido acerca de este particular, muy agradecido a él."

Naoya Shiga
Una mañana










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