Vencida aquella etapa, cuando al fin logró vivir entre
ruidos sin escuchar los ruidos, como se respira el aire sin conciencia de cada
inhalación, el joven Daniel descubrió que ya había perdido la capacidad de
apreciar las benéficas cualidades del silencio. Pero se ufanaría, sobre todo,
de haber conseguido reconciliarse con el estrépito de La Habana, pues, al mismo
tiempo, había alcanzado el empecinado propósito de sentir que pertenecía a
aquella ciudad turbulenta adonde, por suerte para él, había sido arrojado por
el empuje de una maldición histórica o divina -y hasta el final de su
existencia dudaría respecto a la más atinada de esas atribuciones.
Leonardo Padura
Herejes, página 4
Yoyi era, a todos los efectos, un ejemplar de catálogo del
Hombre Nuevo supurado por la realidad del medio ambiente: ajeno a la política,
adicto al disfrute ostentoso de la vida, portador de una moral utilitaria.
Leonardo Padura
Herejes, página 10
En aquella carta, donde apenas decía nada, Andrés lo decía
todo, con esos silencios y énfasis suyos, tipográficamente mayúsculos.
Leonardo Padura
Herejes, página 22
Viviendo en aquel universo amable de novias, amigos,
estudios, paseos, trabajo para ganarse algo propio, Daniel Kaminsky siguió su
navegación por la vida, alejándose de sus ancestros y sus preocupaciones, hasta
el punto de que se apartó tanto de la costa de la cual había partido, que un
día incluso creyó haber olvidado la existencia de aquella referencia. Fue
entonces cuando le salió al paso la cabeza de un joven judío pintada por
Rembrandt, dispuesta a complicarle la vida y a advertirle que existen renuncias
imposibles.
Leonardo Padura
Herejes, página 81
«No entiendo que alguien pueda ser ateo, pero si tú lo
dices... Dios es más grande que tu desconfianza.» «Pues yo hace mucho dejé de
creer. Usted sabe por qué. Lo importante es que soy incapaz de creer.» «No eres
el primero que piensa algo así. Ya se te pasará...» «Tal vez, tío. Aunque no lo
creo.»
Leonardo Padura
Herejes, página 87
Solo te diré que cada hombre debe resolver él mismo sus
cuestiones con Dios. Para los problemas mundanos, una ayuda es siempre
bienvenida. Los del alma no son transferibles.
Leonardo Padura
Herejes, página 88
Lo que llevó al desastre y el Holocausto fue que todos se
equivocaron: los judíos queriendo ser alemanes sin dejar de ser judíos, y los
alemanes aspirando a tomar el ejemplo de predestinación y singularidad de los
judíos. Ya algo así, aunque por suerte no terminó en tragedia, había pasado en
Ámsterdam cuando los holandeses calvinistas y puritanos hallaron en el libro
judío el fundamento para mitificar su singularidad nacional, para explicar la
historia de su mística nacional de pueblo elegido y próspero. Encontraron en
los judíos un paralelo glorioso para sus éxodos y la fundación de una
patria..., incluso la justificación para hacerse ricos sin prejuicios morales
ni religiosos. Por eso aceptaron a los sefardíes expulsados de España y
Portugal y hasta les permitieron practicar su religión y construir algo tan
majestuoso e impresionante como la Sinagoga Portuguesa, que es Una variación
futurista del Templo de Salomón, encajada en el centro de Ámsterdam. ¿O por qué
crees que Rembrandt y los demás pintores de esa época preferían las escenas del
Antiguo Testamento para buscarse a sí mismos...? Mira, si algo ha conseguido
significar el hecho de ser judío, es precisamente ser otro, una forma de ser
otro que, a pesar de no haber funcionado muchas veces para los judíos, ha
sobrevivido a tres milenios de asedio. Y eso era lo que más querían los
nacionalsocialistas alemanes: ser otros y eternos, tener un sentimiento de
permanencia tan fuerte como el de los judíos... Y para lograrlo tenían que
hacerlos desaparecer de la faz de la tierra.
Leonardo Padura
Herejes, página 97
El Conde no quería sonreír, pero tuvo que hacerlo. Otra vez
comprobaba cómo la historia y la vida eran una maraña de hilos en la cual nunca
se sabía dónde se cruzaban y hasta se anudaban determinadas hebras, para darle
forma a los destinos de las personas y hasta a las historias de los países.
Leonardo Padura
Herejes, página 116
- ¿Se mató? ¿Se suicidó?
-No, no, fue un accidente cargando un revólver. O eso se
supone que haya sido. Se dio un balazo en el cuello.
- ¿El mismo día...?
-El mismo día -ratificó Elías Kaminsky-. Al amanecer...,
casi a la misma hora.
Conde, que se había olvidado de fumar, encendió uno de sus
cigarros. La acumulación de coincidencias, incongruencias, de soluciones
fortuitas o forzadas de aquel relato lo estaba desbordando. Casi sentía, incluso,
cómo corría el jugo de sus elucubraciones por los bordes de su pobre cerebro
aguado y envejecido.
Leonardo Padura
Herejes, página 148
Como ves, lo que quiero saber no me va a ayudar a recuperar
el Rembrandt. Pero puede ayudarme a recuperar la memoria de mi padre, quizás a
hacer justicia...
Leonardo Padura
Herejes, página 151
Soy un poco demasiadas cosas para alimentarlas todas.
Leonardo Padura
Herejes, página 151
-Tú mismo me has dicho que hay cosas que es mejor no
menearlas... -O que debemos menearlas. Si no se caen, mejor. Y si se caen, pues
a joderse... Lo que quiero, necesito, es la verdad.
Leonardo Padura
Herejes, página 153
La lucha por sobrevivir en la cual se habían empeñado a lo
largo y ancho de esos años, casi veinte, había sido tan visceral que en muchas
ocasiones solo aspiraron a deslizarse del mejor modo posible sobre la turbia
espuma de sus días. Y llegar al siguiente. Y empezar de nuevo, siempre de cero.
En aquella guerra a vida o muerte se endurecieron y debieron olvidarse de
códigos, gentilezas, rituales. No hubo tiempo, espacio ni posibilidades para
las exquisiteces de la nostalgia, solo para capear la Crisis, que Conde siempre
evocaba así, con mayúsculas. Pero cuando el olvido se creyó vencedor, muchas
veces la memoria, con su inconcebible capacidad de resistencia, había salido a
flote moviendo su pañuelo blanco.
Leonardo Padura
Herejes, página 160
Afuera comenzó a caer una lluvia cruzada de relámpagos.
Ellos, a salvo de toda inclemencia exterior, bebieron en silencio, como si no
tuvieran nada que decirse, aunque, en realidad, no necesitaban hablar pues ya
se lo habían dicho todo. Los años y los golpes los habían enseñado a disfrutar
a plenitud los instantes en que el goce era posible, para, avariciosos, dejar
caer después esa efímera sensación de vida disfrutada en la alcancía de las
ganancias indelebles, un recipiente translúcido como la memoria y que siempre
se podía quebrar si se avecinaban tiempos peores, en los cuales incluso habría
más razones para llorar. Y ellos también sabían que esa era una posibilidad en
permanente acecho. Pero ahora estaban allí, tenaces y bebedores, encerrados por
propia voluntad entre las murallas levantadas para proteger lo mejor de sus
vidas, sus únicas pertenencias inalienables.
Agotado el segundo trago se miraron con intensidad a los
ojos, como si quisieran ver algo agazapado más allá de las pupilas del otro, en
algún pliegue remoto de sus conciencias. Como si todo lo que representaban uno
para el otro estuviera en los ojos. Dejando a un lado las montañas de las
frustraciones, los mares de los desengaños, los desiertos de los abandonos,
Conde encontró detrás de aquellos ojos el oasis amable y protector de un amor
que se le había ofrecido sin exigencias de compromisos. Tamara, tal vez, se
topó con la gratitud del hombre, con su asombro invencible ante la certeza de
que algo invaluable le pertenecía y lo completaba.
Tomados de la mano, como diecinueve años atrás, subieron las
escaleras, entraron en la habitación y, con menos prisas y con más pausas que
antes, se refugiaron en la seguridad del amor.
Afuera el mundo se deshacía en la lluvia y las descargas
eléctricas, el caos y la incertidumbre que siempre augura la llegada del
Apocalipsis. O tal vez de un mesías.
Leonardo Padura
Herejes, página 161
Cuando no estaba de buen ánimo, se lanzaba a caminar en
solitario por la intercosta para sentir que se buscaba a sí mismo y no perderse
del todo, pues empezaba a presumir que se alejaba demasiado de lo que había
sido.
Leonardo Padura
Herejes, página 176
Cuando vagaba a solas, respirando la brisa amable del canal,
el hombre soltaba las amarras de su nostalgia por el mundo perdido. Miraba
hacia su pasado y veía a un Daniel pleno y satisfecho, libre como solo lo puede
ser un hombre que actúa, vive y piensa de acuerdo con su conciencia. La
hipócrita sumisión ahora acatada le resultaba entonces más mezquina y cobarde,
aunque bien sabía que necesaria para conseguir el respeto y hasta la impunidad
que da el poder. Y en su caso poder era dinero.
Leonardo Padura
Herejes, página 177
La muerte, solía decirle su padre, es solo el agotamiento en
vida de nuestros anhelos, esperanzas, aspiraciones, deseos de libertad. Y de la
otra muerte, la física, solo se puede retomar si se llega a ella con una vida
bien cumplida, empleada a cabalidad, con la plenitud, la conciencia y la
dignidad que les hayamos entregado a nuestras vidas, en apariencia tan
pequeñas, pero en realidad tan trascendentes y únicas como..., como un plato de
frijoles negros, decía el hombre.
Leonardo Padura
Herejes, página 179
-Papito pensaba que los cubanos resisten cualquier cosa,
hasta el hambre, pero no el éxito de otro cubano. Que como todos se creían lo
mejor del mundo, y estoy diciendo lo que él decía, los más bárbaros,
inteligentes, los más listos y los mejores bailadores, cada uno de los cubanos
lleva dentro un triunfador, un ser superior. Pero como no todos triunfan, la
compensación que tienen es la envidia. Según Papito, si el que tiene éxito es
un americano, un francés o un alemán, no hay problemas, los cubanos se mueren
de admiración. Pero si es alguien como ellos, un latinoamericano, un chino, un
español, les parece que el tipo es un comemierda con suerte y no le hacen mucho
caso... Ahora, si es otro cubano, les entra una carcomilla, sí, carcomilla
decía Papito, una picazón en el culo que no pueden resistir..., y la envidia se
les sale hasta por las orejas, y empiezan a echarle mierda al que triunfo. No
sé si es verdad, pero...
Leonardo Padura
Herejes, página 185
La clave estaba en desgajar las verdades del tronco de una
mentira.
Leonardo Padura
Herejes, página 193
¿Qué coño es lo que tú pintas? No me digas que como
Rembrandt...
Elías Kaminsky sonrió.
-No.…, pinto paisajes urbanos. Edificios, calles, paredes,
escaleras, rincones... Siempre sin figuras humanas. Son como ciudades después
de un holocausto total.
- ¿No pintas personas porque está prohibido para los judíos?
-No, no, ya eso no le importa mucho a nadie... Es que quiero
representar la soledad del mundo contemporáneo. En realidad, en esos paisajes
hay personas, pero son invisibles, se han hecho invisibles. La misma ciudad se
los ha tragado, les ha quitado su individualidad y hasta su corporeidad. La
ciudad es la cárcel del individuo moderno, ¿no?
Conde asentía mientras probaba su añejo.
- ¿Y dónde los invisibles encuentran la libertad?
-Dentro de sí mismos. En ese lugar que no se ve, pero
existe. En el alma de cada uno.
Leonardo Padura
Herejes, página 215
Recuerda lo que te dije: todo está en los ojos.» «Gracias,
Maestro», susurró el joven y salió del estudio.
Leonardo Padura
Herejes, página 266
Vaciadas las copas, Isaac Pinto se puso de pie y miró a
Elías Ambrosius, que se sintió disminuido en la profundidad muelle de su
butaca. «Hijo mío, ya sé tu secreto...», Pinto señaló al Maestro. «Mi querido
amigo me lo contó para convencerme de que hiciéramos lo que vamos a hacer
ahora. Pero escúchame bien, hijo... En esta Ámsterdam tan libre, todos vivimos
guardando uno o varios secretos. El tuyo es nada en comparación con lo que voy
a enseñarte. Por lo tanto, tu silencio es una condición que no puedes violar.
Si comentas algo, quizás eso podría obligarme a dar algunas explicaciones, pero
para ti sería el fin de todo. Y cuando digo todo, es todo. Vamos. El Bendito
nos acompaña.»
Leonardo Padura
Herejes, página 285
El Maestro asintió, todavía mirando la tela imprimada con
color tierra colocada frente a él. «No sabes cuánto me duele lo ocurrido con
Emely... Pero mejor para ti: gracias a ella hoy vas a pintar conmigo.» «Me
alegro, Maestro», dijo y de inmediato sintió deseos de morderse su maldita
lengua. Pero el otro pareció no haberlo escuchado, absorto quizás en sus
pensamientos. «Antes de mojar el pincel debes tener una idea de adonde quieres
llegar, aunque no sepas cómo vas a hacerlo... Yo hoy quisiera llegar a la
tristeza que hay en el alma de un hombre de cuarenta años. Quisiera
descubrirla, porque es una tristeza nueva- No es lo mismo el dolor que la
tristeza, ¿lo sabías? Tengo mucha experiencia en el dolor, como en la ira, en
el desengaño, en la frustración..., y también en el goce del éxito, aun cuando
los demás no lo hayan entendido y me estén dejando en el borde del camino... Lo
cual no resulta extraño... Pero la tristeza es un sentimiento profundo, demasiado
personal. La alegría y el dolor, la sorpresa y la ira son exultantes, cambian
el rostro, la mirada..., pero la tristeza lo marca por dentro. ¿Dónde crees que
puedo encontrar la tristeza?» Elías Ambrosius respondió de inmediato,
satisfecho de su sagacidad: «En los ojos. Todo está en los ojos». El Maestro
negó con la cabeza. «¿Todavía crees que sabes algo...? No, la tristeza no. La
tristeza está más allá de los ojos... Hay que llegar al pensamiento, al alma
del hombre para verla y hablar con esas profundidades para intentar
reflejarla...» El Maestro mojó el pincel en el pigmento amarillo y comenzó a
marcar las líneas de lo que pronto comenzó a ser una cabeza. «Por eso muy pocos
hombres han logrado retratar la tristeza... Un hombre triste nunca miraría al
espectador. Buscaría algo que está más allá de quien lo observa, una huella
remota, perdida en la distancia y a la vez dentro de sí mismo. Nunca miraría
hacia arriba, buscando una esperanza; tampoco hacia abajo, como alguien
avergonzado o temeroso. Debe tener la mirada fija en lo insondable... El rostro
levemente inclinado hacia dentro, la luz no demasiado brillante en la mejilla
que da al espectador, los párpados bien visibles... Para hacer que el rostro
resalte y puedas concentrar la fuerza en él, lo mejor siempre ha sido un fondo
marrón oscuro, pero nunca negro: la profundidad de la atmósfera se
correspondería con la profundidad de los sentimientos, los reiteraría y
acabaría con su misterio... Dime, muchacho, ¿te sientes capaz de pintar mi
tristeza?» «Voy a intentarlo, con su permiso...»
Leonardo Padura
Herejes, página 321
A través de aquellos ojos Elías Ambrosius Montalbo de Ávila
estaba abriéndose camino hacia su paraíso o hacia su infierno, pero sin duda
hacia el sitio luminoso al cual, con toda su alma y su conciencia, quería
llegar.
Leonardo Padura
Herejes, página 322
Elías Ambrosius quería ser pintor para tener justamente
aquel poder. El poder de crear, más hermoso e invencible que los poderes con
los cuales unos hombres solían gobernar y, casi siempre, avasallar a otros
hombres.
Leonardo Padura
Herejes, página 345
«Te dejo para que nada te distraiga», le dijo el Maestro,
una tarde de finales de agosto, mientras se despojaba de su delantal. «Vas
bien. Ahora trabaja hasta que te rindas. Cuando no puedas más, gritas y te
ayudo. Pero antes debo decirte dos cosas: primero, no quiero la mirada de un
dios; segundo, estamos buscando lo que nadie ha encontrado: a Dios vivo...
Leonardo Padura
Herejes, página 350
«Hasta la herejía tiene grados, amigo mío» …
Leonardo Padura
Herejes, página 357
«Hasta la herejía tiene grados, amigo mío», comenzó Salom
Italia, «la mía es atrevida, la tuya es frontal: mucho podrás decir que se
trata de tu autorretrato, pero nuestros suspicaces compatriotas dirían que has
pintado un ídolo, el más prohibido de todos, el que se adora en todas las
iglesias católicas.» «Y yo les preguntaría, de oír ese juicio, cuál de ellos
vio a ese hereje, cuál de ellos puede asegurar cómo fue el falso mesías..., y
si tenía algún parecido con ese rostro pintado en la tabla, pues se debe a que
era judío, como yo», y volvió el rostro hacia el Maestro, antes de rematar, «y
de que era judío nadie tiene dudas.»
Leonardo Padura
Herejes, página 357
Amigo mío», dijo, enfocando la atención en Elías, «los
hombres no van a perdonarte. Porque la historia nos enseña que los hombres
disfrutan más castigando que aceptando, hiriendo que aliviando los dolores de
los otros, acusando que comprendiendo..., y más si tienen algún poder. Pero
Dios es otra cosa: él encarna la misericordia. Y tu problema, como el mío, es
con Dios y no con los rabinos... Y Dios, recuérdalo, está también dentro de
nosotros, sobre todo dentro de nosotros», enfatizó y siguió: «Por esa razón he
venido a cerrar mis negocios en Ámsterdam y a llevarme a mi mujer conmigo.
Porque tal vez el Mesías ha llegado. No estoy seguro, nadie puede estar seguro,
a pesar de las muchas señales que lo confirman, pero, ante la duda, voto por el
Mesías, y voy a poner mi fortuna y mi inteligencia a su servicio. Si me
equivoco y resulta un farsante, pues el Santísimo, bendito sea Él, ese que está
dentro de mí, sabrá que lo hice con el corazón abierto, como Él nos pidió que
recibiéramos a su Enviado. Y si es el verdadero Mesías, mi lugar tiene que
estar a su lado. Creo que los hijos de Israel no podemos correr el riesgo de
equivocarnos y rechazar al que puede ser nuestro salvador».
Leonardo Padura
Herejes, página 358
A veces pienso que nunca debí aceptarte en el taller. Tú
eras demasiado joven para saber lo que hacías, pero yo sí tenía conciencia de
los problemas que te traería. Tal vez por eso hice mucho para disuadirte,
hacerte pensar en los riesgos a los que te estabas exponiendo... Pero tú lo
soportaste todo, porque tienes una gran voluntad, como tu difunto abuelo
Benjamín. Tanta que has aprendido a pintar como nunca me imaginé que fuera
posible cuando vi tus primeros dibujos. Ahora no hay remedio: estás contagiado hasta
el tuétano, y es una enfermedad que no tiene cura. O sí: pintar.» «Usted me
cambió la vida, Maestro. Y no solo porque me enseñó a pintar. Mi abuelo, el
jajám Ben Israel y usted han sido lo mejor que me ha sucedido, porque los tres,
cada uno a su manera, me enseñaron que ser un hombre libre es más que vivir en
un lugar donde se proclama la libertad. Me enseñaron que ser libre es una
guerra donde se debe pelear todos los días, contra todos los poderes, contra
todos los miedos. A eso me refería cuando le quería agradecer lo que ha hecho
por mí en estos años.» El pintor, quizás sorprendido por el discurso del joven,
lo escuchó en silencio, al parecer olvidado del trabajo en marcha.
Leonardo Padura
Herejes, página 367
Cuando algunos habían olvidado cómo era el miedo, con cuánta
profundidad afectaba las esencias del hombre, el miedo regresó, como una
avalancha gigantesca, dispuesta a cubrirlo todo.
Leonardo Padura
Herejes, página 368
Y eso es lo peor: que algo horrible parezca normal para
algunos...
Leonardo Padura
Y eso es lo peor: que algo horrible parezca normal para
algunos...
Leonardo Padura
Herejes, página 380
Lo que más me entristece es comprobar que deben ocurrir
historias como la tuya, o producirse renuncias lamentables como la de Salom
Italia, para que los hombres por fin aprendamos cómo la fe en un Dios, en un
príncipe, en un país, la obediencia a mandatos supuestamente creados para
nuestro bien, pueden convertirse en una cárcel para la sustancia que nos
distingue: nuestra voluntad y nuestra inteligencia de seres humanos. Es un
revés de la libertad y...», cortó su frase porque con la vehemencia que lo
había ido dominando uno de sus pies golpeó el vaso y derramó el vino en el
suelo entablado. «No se preocupe, Maestro», dijo Elías y se agachó a levantar el
vaso. «No, no me preocupo por tan poco, claro que no... ¿Qué mierda puede
importarnos ahora un poco de vino perdido y otro poco de mugre ganada...? No
sabes cómo me gustaría que estuviera aquí nuestro amigo Ben Israel para que
tratara de explicarme, él, tan docto en las cosas sagradas, cómo Dios puede
entender y explicar lo que te está pasando. Seguro que hablaría de Job y los
misteriosos designios, nos diría que las leyes están escritas en nuestro cuerpo
y nos demostraría la perfección del Creador diciéndonos que si en la Torá
existen doscientas cuarenta y ocho prescripciones positivas y trescientas
sesenta y cinco negativas, que suman seiscientas trece, es porque los hombres
tenemos doscientos cuarenta y ocho segmentos y trescientos sesenta y cinco tendones,
y la suma de todos ellos, que vuelve a dar seiscientos trece, es la cifra que
simboliza las partes del universo... Lo dejaría terminar y entonces le
preguntaría: Menasseh, en todas esas cuentas de mierda, ¿dónde dejas al
individuo dueño de esos huesos y tendones, el hombre concreto del que tanto te
gusta hablar?» El Maestro volteó las palmas de sus manos hacia arriba, para
mostrar el vacío. Pero Elías no vio el vacío: por el contrario, allí estaba,
sobre aquellas manos, la plenitud. Porque aquellas eran las manos de un hombre
que se había cansado de crear belleza, incluso a partir de la constatación de
la miseria, la vejez, el dolor y la fealdad, las manos a través de las cuales
tantas veces se había manifestado y concretado lo sagrado. Las manos de un
hombre que había luchado contra todos los poderes para tallar la coraza de su
libertad...
Leonardo Padura
Herejes, página 380
Siempre que Conde se despertaba en la casa de Tamara lo
embargaba una cálida sensación de extrañamiento y, en ocasiones, hasta unos
imprevisibles deseos de casarse. La primera causa de aquellas reacciones era de
origen visual: como solía despabilarse antes que la mujer, el hombre disfrutaba
el privilegio de permanecer varios minutos en la cama observando el milagro de
su fortuna y preguntándose -la misma pregunta una y otra vez, durante esos
veinte años afortunados, al menos en aquel sentido concreto- cómo era posible
que la noche anterior hubiera compartido la intimidad con una mujer tan bella,
capaz incluso de llevar su clase al acto reflejo de roncar como si soplara un
oboe d'amore típico de las cantatas de Bach.
Leonardo Padura
Herejes, página 380
- ¡Tú no sabes ná...! Lo del cigarro es lo de menos... Imagínate, ahora, de pronto, se dieron cuenta de que si los de abajo roban es porque los de arriba les dan la llave y hasta les abren la puerta... Hay una tonga de gente gorda presa o en camino. Pero gordas gordas. Ministros, viceministros, directores de empresa...
Leonardo Padura
Herejes, página 398
Conde asintió como si lo escuchado fuese lo más natural del mundo. Y, al parecer, ya lo era.
Leonardo Padura
Herejes, página 380
Mientras se limpiaba de las costras y calores del día y se
entregaba a la imaginación de un satisfactorio cierre sexual de jornada, Mario
Conde pensó que, en verdad, podía considerarse un ser muy afortunado: le
faltaban miles de cosas, le habían robado cientos, lo habían engañado y
manipulado, el mundo entero se hacía mierda, pero todavía él poseía cuatro
tesoros que, en su magnífica conjunción, podía considerar los mejores premios
de la vida. Porque tenía buenos libros para leer; tenía un perro loco e hijo de
puta del cual cuidar; tenía unos amigos a quienes joder, abrazar, con quienes
se podía emborrachar y soltarse a recordar otros tiempos que, en la benéfica
distancia, parecían mejores; y tenía una mujer a la que amaba y, si no se
equivocaba demasiado, lo amaba a él. Gozaba de todo aquello -y ahora hasta de
dinero-, en un país donde mucha gente apenas tenía nada o iba perdiendo lo poco
que le quedaba: porque demasiadas personas con las que cada día se topaba en
sus afanes callejeros y le vendían sus libros con la esperanza de salvar sus
estómagos, ya habían perdido hasta los mismísimos sueños.
Leonardo Padura
Herejes, página 452
-Parece que está escrito para ahora mismo. -Está escrito
para siempre. También para ahora mismo.
Leonardo Padura
-Dime una cosa, para tenerla bien clara... ¿Dios perdona a
todo el mundo?
-A todos los que se arrepienten y con humildad se acercan a
Él.
-¿Perdona incluso a los hijos de puta más hijos de puta?
-Él no hace esos distingos.
Leonardo Padura
Herejes, página 470
Uno de esos casi pastores de urgencia era Candito, que, si
bien no poseía un alto don para la oratoria, tenía una fe a prueba de
cañonazos. Para quienes estuviesen dispuestos a creer, el mulato podía resultar
una voz y hasta un ejemplo convincente. Su capacidad de creer resultaba tan
visceral y sincera que Conde había llegado a decir que, si Candito le
garantizaba la existencia de un milagro, él lo aceptaría. Pero ¿admitir que
cualquier hijo de puta, como, para no ir muy lejos, el tal Alcides Torres,
también mereciera el perdón divino? No, eso Conde no se lo creía ni al Rojo ni
al mismo Dios si bajaba a confirmárselo.
Leonardo Padura
Herejes, página 471
-Lo que te quiero decir es que una borrachera de todos esos
conceptos puede tener muy malos resultados. La búsqueda de la depresión abre
las puertas a la verdadera depresión, el ansia de libertad puede llevar a la
liberación, pero también al libertinaje, que es el mal uso de la libertad, y el
rechazo al cuerpo muchas veces conduce a profundidades más tenebrosas que unos
huecos en las orejas, el clítoris o el glande, o unas cortadas en los brazos.
La inexistencia de Dios puede llevar a la pérdida del temor de Dios... Tienen
que encontrar a esa muchacha, porque alguien así es capaz de hacer cualquier
cosa. Incluso contra sí misma.
Leonardo Padura
Herejes, página 503
EL verano cubano, a la altura del mes de agosto, puede
llegar a tornarse exasperante. El calor sin tregua, la humedad pegajosa que
potencia la transpiración y los malos olores, las lluvias que al evaporarse
convierten el oxígeno en un gas a punto de combustionar, agreden y lo enturbian
todo: las alergias, las pieles, las miradas, sobre todo los ánimos.
Leonardo Padura
Herejes, página 539
Las cabronadas y reparaciones del destino, siempre llegadas
con retardo.
Leonardo Padura
Herejes, página 575
Desde que me mostraste esta pintura, tú insistes en que no
es otra cosa que la imagen de tu testa de judío. Pero, mientras la he vuelto a
contemplar, he descubierto que es mucho más, porque frente a ella uno se llena
de sensaciones extrañas. Sí, esta puede ser la imagen que tu Maestro tiene en
mente de quién fue para él el Mesías. Yo, como pienso distinto a él, veo otra
cosa y eso es lo que me atrae de esta imagen... Hay algo íntimo y misterioso,
un sustrato inquietante que sale de este rostro y de esa mirada. Es una
combinación de humanidad y trascendencia. Es evidente, tu Maestro tiene un
poder. Consigue tanto con tan poco que no me cabe duda de que detrás de su mano
debe haber estado la voluntad del Creador. No me extraña que hayas querido
imitarlo. Debe ser insoportable la atracción que siente el ser humano ante la
belleza infinita de lo sagrado. Porque esto es lo sagrado", concluyó el
rabino y acarició la tela.
Leonardo Padura
Herejes, página 591
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