Carlos Satizábal

Cádiz

Amanece. En el verdeazul de tus orillas, jóvenes buscadores de tesoros
rastrean las joyas de los amantes de la noche, perdidas en la sal de tus arenas.
Bajo los negros ojos augurales de una niña que cruza la noche de las noches,
arden muertos tus lagos de coral, el costillar de peces
de viejos galeones sepultados en oro, las voces milenarias del vino y el salitre,
las canciones del sol que vuelve pensativo del mar de África.
En tus orillas palpita la oscura sangre de esclavos y galeotes que rumian sus miserias
al olvido de las olas.
En tus roídos laberintos de calicanto flota Miranda en el vuelo de su hamaca de prisión
y rompe con su voz de loco el manto de Iris
sobre el vestido de oro de Catalina de Rusia
y dibuja sobre el aire apestoso de la sangre los mapas de nuevas máquinas de guerra
y los planos de asalto a los fuertes invencibles.

La fiebre de la muerte es menos voraz que la traición:
¿Por qué el joven Simón Bolívar me entregó al español?  Ah, Simón,
en la alameda de Mutis tendrás una estatua ecuestre, sin espada, la mano abierta:
“Que me das por tus ochocientos soldados que tengo prisioneros.”
Dice tu mano generosa.
Pero el general español, vencedor de Napoleón en estas marismas gaditanas,
elegirá el orgullo,
y tú, joven que me entregaste al español, arrojarás sus ochocientas cabezas al mar.
Cada noche salen del mar en su ola de sangre y cabalgan la línea de estas playas
ochocientos fantasmas de soldados imperiales sin cabeza.
Tanta sangre y tanta mierda derramadas para nada.
Otro imperio viene ya sobre nosotros.
Las frágiles fronteras del sueño americano ya son sal y carne de los traidores.
Y la oscura paz de la memoria desatada con su profético delirio
a las puertas de la muerte
sólo hace más incierto el camino de luz que vemos los muertos al llegar a tus costas,
Cádiz.

En tus celdas conventuales, Mutis, con su frente incendiada de hojas y de pájaros,
vuelve a cruzar el valle ardiente de Yuma, el río grande de la Magdalena,
y contempla los fantásticos trazos de los maestros quiteños,
copistas de flores, ramas, hojas y frutos, asombros de la nueva ciencia,
y siembra de borracheros y de sanpedritos la alameda de la muralla y las hornacinas.

En tus plazas los muros celebran la libertad, la revolución y la independencia.
Con gratitud te llamas a ti misma: Puerta de América.

En el café de enfrente, los desterrados de la noche cantan sus sueños de mar
al viento africano del amanecer, rojo y blanco de gaviotas pintadas por el sol.
La cara de hacha del viejo marinero recuerda el olvidado remo celta
y la fuente romana y el acero visigodo y la memoria de Grecia:
Seremo tan viejos como er gran Sahara der viento
ar final de la espuma,
y aún már viejo que er mar, ya ni ruina tenemo,
solo er cante y la luna…
-canta el viejo marinero- y extiende su brazo como ola fresca
desde el jazmín que abandona la noche
hasta el mar abierto al cielo de sangre del amanecer.

Cádiz Andalus, hace más de mil años en tu cante árabe
la joven Europa escuchó la perdida voz de Grecia, de Platón, de Aristóteles.

Con los últimos grillos y las primeras cigarras dormidas del sol,
entre risas y besos de la noche huyente,
llega del jardín del malecón la voz y el canto de los muchachos y las muchachas
borrachos de vino del jardín griego y alunados con el kif de los baños de Alá.
Un ulular y una alarma de algarabía nos arranca
de la barra somnolienta y de las hierbas amorosas
y de las olas de ojos sin sueño reventando con voz de acantilado.
Tras el pan duro que brilla en las esquinas desdentadas de la pequeña Europa,
mi África de los vientos ha lanzado sus hijos a la brisa azarosa del estrecho
mare nostrum.
En la noche del alma las olas vinosas han roto sus frágiles pateras
contra el frío de los vientos y la locura de las piedras.
La guardia costera los trae. Sobre el puente de la barcaza
un terco brazo levantado al cielo sale del hule negro que oculta la muerte.

África de mi sangre, somos ese brazo, somos esa mano, somos ese cielo que despides.
África de mi sangre, en ella suena tu voz y tu ola y tu kora y tu tambor, y nadie les oye.
Llegan los cuerpos de tus bellos muchachos y tus bellas muchachas
rescatados de las aguas tremendas del mito, y nadie los ve.
Pasa la algarabía y pasan las sirenas y todos vuelven a la barra para ver la tragedia
con sus ojos ya cegados por la luz de los noticieros.

¿Dónde está, Cádiz, tu música? ¿Dónde, Al Andalus, tu canción?
¿Dónde África mía el amor de Yemayá?
¿Dónde el llanto de Ochún, el roto tambor de la rebelión?
¿Dónde la América libertaria que celebras en tus plazas?
¿Dónde hermosa niña de la mañana, tus ojos que incendien con su ternura
la noche sin amor?

a Pepe Bable y Charo Sabio

Carlos Satizábal



Colibrí

acerca tu oído
en sus alas la música
que sostiene el mundo

Carlos Satizábal



Éxodo

En estos altos valles no ha brotado agua una
sola vez en noche o dí­a, y sólo blanca muerte
y negras calaveras vela la sangrienta luna.
Cantan en olas huyentes su más trágica suerte
largas caravanas, y sueñan vivas con un lago
puro. Ondea en sus sienes el polvo por bandera.
-¿Es lluvia que se acerca ese rumor distante y vago?
Piensa ardiente el pueblo en sus cantos de la espera.
Pero el sol ya vislumbra en soledad, tras montañas
orientales, sordas horas rojas de inclemencia.
Somos fuego y agua, y sobre el mar arde el arado.
¿Qué hondos horizontes de vací­o y demencia
buscamos? ¿No nos bastan, amigos, las hazañas
de la muerte en los valles furiosos del pasado?

Carlos Satizábal



Invocación a Lilith

Que todo el odio acumulado en diez milenios de patriarcas caiga sobre mí.
Que todas las maldiciones contra la mujer
y todos los terrores ante lo femenino se precipiten sobre mi cuerpo.
Que se agrie la leche en los establos a mi paso.
Que la tierra cultivada se seque bajo mis pies.
Que no florezcan los campos cuando los contemplen mis ojos.
Que pierdan el curso los barcos de los marineros que piensen en mí.
Que se agoten las aguas de los ríos cuando yo los cruce.
Que se confundan las lenguas de los pueblos cuando mi voz diga sus palabras.
Que a mi paso la tormenta descuaje los árboles y los jardines,
y arranque de sus cimientos las casas, los montes, las ciudades.
Que se estrellen contra la tierra todas las estrellas de sangre.
Que todo el odio acumulado en diez milenios de patriarcas caiga sobre mí.

Carlos Satizábal



Llevan en sus pechos nuestros rostros

Desde antes del vuelo de los zamuros ellas vienen a nuestra fiesta.
Visten de vivos colores, traen aguardiente y comida
y cantan los antiguos cantos que alegran el camino.

Algunos se han sublevado. Otros decidieron no partir.
Y algunos que habían partido, ya regresan.
Todos quieren estar aquí y recibir a los que llegan.
Y estar con ellas, comer con ellas, cantar con ellas.
Otros no sienten ni cantan ni parten ni regresan, nada.
Quizá tampoco sientan el vuelo. Somos pájaros ahora.
Unos cantamos. Otros bailan y cantan su baile.
Pájaros sagrados. Elevan nuestros picos antiguos cantos de pájaros sin tumba.
El cielo grita.
y se llena de cantos y gritos la montaña,
florecida de muertos y cuerpos sin sus almas del día.

Cada vez llegan más y más. Innumerables, amados,
marchan hasta los sitios de las matanzas anunciadas.
Estas flores crecen con el agua de tus manos
y con ellas cantamos los cuerpos y los pedazos de los cuerpos.
Y bailamos como pájaros los cantos de los cuerpos ausentes y en la danza desaparecemos con ellos, de nuevo.

Ven amor, canta y teje coronas con las flores de mis lágrimas.
Lágrimas de maíz y amaranto, lágrimas de plumas
y picos brillantinos de pájaros perdidos.

Hay un abismo en estos cantos:
ellas hacen la fiesta del dolor sin nuestros cuerpos.
Dónde está tu cuerpo, dónde está mi cuerpo, dónde el suyo, hermano.
Ellas bailan y convierten su dolor en fuerza.
Unos somos apenas pedazos. Otros un aura de luz. Un zapato, una camisa.
Miramos el horizonte en cenizas y esperamos la llegada de los últimos,
otros que perdieron el camino.
Unos llegan sin nada. Estoy sin mi brazo, se oye en el murmullo.
Vengo sin mi pierna.
Otro dejó sus huesos al sol en el sitio mismo de la mala muerte,
alma sin cuerpo, llega.

En antiguo esta algarabía de pájaros y muertos que cantamos sin tumba
iba y venía entre la tierra y el cielo
y nuestros brazos y piernas destazados y sus auras azulosas, eran estrellas.
En antiguo nuestros cuerpos fueron constelaciones que anunciaban las fundaciones y el destino.
Hoy cantamos sin huesos. Ni cuerpos. Ni alas. Ni vuelo.

Desde antes de este vuelo de zamuros ellas vienen a nuestra fiesta.
Visten de vivos colores,
traen aguardiente y comida y cantan los antiguos cantos que alegran el camino.
Somos pájaros inventando las alas con el canto.
Pero el canto se rompe en la niebla y los abismos.
Ellas quizá lo sienten pero siempre vuelven con músicas y flores y canciones.
Y en los pechos los retratos de vivos colores de nosotros
cuando aún teníamos rostro.

Carlos Satizábal



Palabra

¿Habla acaso el jaguar con la alondra?
¿Acaso el samán con las rumorosas piedras del lecho
precisa de palabras para hundir sus raíces y beber las aguas?

Una ley antiquísima o divina les rige.

Ah roto cerebro!
En nosotros… la Palabra.
Ella ordena la blanca certeza de la muerte,
y nos dice creer en la inocencia del tigre que la ignora,
así esté escrito en su sangre y en su carne.

Palabra que aún sin comprender el canto de los pájaros
cifras en lenguajes un paraíso de muertes y pasiones.

En medio del maizal las torcazas alzan vuelo
al sentir la voz de los corteros que se acercan.

Carlos Satizábal



Rí­o de tumbas

                                                            Esta tierra es muy suave, muy tibia, nada estéril,
                                                            y la fecundan largos rí­os de dolor.

                                                            Porfirio Barba Jacob 

He descendido de otras orillas,
mis ojos vuelan en la hondura,
mis labios no musitan quejido alguno
pero oigo y pienso y hablo pensamientos. 

Otros vienen conmigo, los siento y los sueño.
Oigo el rumor de sus espí­ritus y les pienso
y ellos piensan y sueñan para mí­ sus recuerdos.
Muchos llevan quinientos y más años navegando. 

La loca algarabí­a de los peces
se enreda en el tejido de tantas voces mudas.
Alguien canta y el agua apenas se detiene
y tierra abajo besa su canto las rojas orillas. 

El humo y las llamas y el aullido solitario
de los perros sin amo se alzan a dios,
muerto también. Dios no viaja con nosotros.
Dios vaga solo en el alto aire sagrado. 

Los perros persiguen su cola y gruñen y aúllan.
Oigo en el sueño las varias voces de mi perro
y el ronronear de mis gatos en el jardí­n. 

Igual otros piensan y oyen la voz de sus animales:
sus vacas perezosas arrimando al ordeño,
sus mulas tercas subiendo y bajando las lomas del invierno. 

A mi lado la maestra canta nuevas rondas africanas
y los niños dibujan en el cielo de humo los mapas perdidos.
Somos pueblos del agua, de la tierra ardiente, del mar amoroso,
de los páramos de luz, de las altas lagunas de alabastro. 

Unos apenas recuerdan el rumor del agua
en la orilla arcillosa del rí­o donde nacieron.
Y otros guardan sólo una sombra del relámpago de las altas lagunas.
O un rojo destello del calor en el espejo del mediodí­a. 

Pero todos en nuestro rí­o anhelamos una arena última. Una playa sola.
Una roca serena que lenta se disuelva en el viento de los siglos.
Todos. Aún aquellos que llegamos del rí­o más secreto u olvidado,
y ya somos sólo canto, rumor del agua en la memoria inútil.

Carlos Satizábal





Un perro

Para denigrar de la nobleza y la lealtad nombramos tu raza como insulto.
Pero gentes más sensibles que habitan los valles de la sal
ven en ti al guía de los sueños,
al mítico señor de los caminos de la muerte.

El agua te reconoce como hermano y te lleva por sus cauces
como suave hoja que cruza las orillas.

El juego es tu elemento.

Tu olfato guarda las huellas del retorno
y tus ojos bellos recuerdan el desamparo de nuestro amor.

Carlos Satizábal















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