Clyo Mendoza

"Como persona que ha sufrido abuso sexual, mantener el erotirmo en un espacio vinculado con algo sagrado y no con una moralización del cuerpo y del deseo ha sido fundamental para sobreponerme a este trauma."

Clyo Mendoza



"El desierto es un espacio mitológico. Como fui educada por una familia católica me enseñaron que Cristo falleció en el desierto y yo no sé si por eso empecé a ir al desierto, primero por coincidencia y luego por convicción. Desde que tengo 20 años voy al desierto, ahí encontré muchas de las cosas que estaba buscando para mí misma. Se volvió un espacio de meditación profunda, de aventura y de riesgo. Y, sobre todo, de estar presente todo el tiempo en un espacio árido, donde no hay mucha comida, no hay agua. Tienes que racionarlo todo. Tienes que estar observando, no pisar una serpiente, cosas muy básicas que al final creo que ayudan mucho para el proceso escritural. Hay pueblos muy vacíos en el desierto, como no hay un mundo cotidiano sucediendo (como en las ciudades) se le da mucha importancia al mundo onírico. Entonces, muchas de las conversaciones que tienes con las viejitas, por ejemplo, son sobre los que soñaste, porque eso es lo único nuevo que te ha sucedido."

Clyo Mendoza



"El erotismo ha sido un lugar en el que me he salvaguardado a pesar de lo abusivo que es el mundo con el cuerpo. Mantener el erotismo en un lugar primordial es importantísimo para mí a nivel personal. Y darle un sentido distinto a toda esta enorme confusión, porque OK la liberación sexual, qué bien, qué lindo… pero no nos han enseñado a llevar una sexualidad que tenga que ver con otros niveles extáticos o vinculada a la espiritualidad. Algo que otras culturas tienen: las mujeres mapuche, los taoístas. Y en esta moralización del erotismo, pues se ha oscurecido un poco su significado y se nos ha quitado un poder importantísimo, y sobre todo como mujeres, porque somos los cuerpos que parimos."

Clyo Mendoza





Después de que se fue los árboles decrecieron en la penumbra. 

En mi sombra vi una niña mojada que se abrazaba a sí­ misma, me desconocí­. Esa tarde no habí­a caí­do ni una gota de agua y en mi bolso sonaban  las llaves como dientes adosados. Cerré los ojos y al fin vi su nombre. Su nombre. Un auto iba a atropellarme, crucé de prisa la calle. -Su nombre, como una sombra o un felino transparente. 

Desde que se fue sólo sé descender, volvió la ceguera y mis sueños de mujeres apiladas y heridas. 

Ya no hay llanuras blancas ni veneros. Entonces pronuncio su nombre. Comulgo con su nombre. 

Lo obligué a irse. 

Por qué. 

Tení­a amor, tení­a miedo. 

II 

Habí­amos caminado otra vez nuestra montaña blanca. Hincó el dedo en la cal y entró como una espina. El aleteo de los tordos elevó un polvo que parecí­a leche. Me agaché a ver cómo salí­a agua del hoyo que estaba abriendo usando su dedo como una broca. Bebimos y volvimos a caminar.  Otro sueño se empalmó a ese sueño: un hombre pintado todo de negro (olí­a a petróleo) estaba sentado en una esquina contando chistes. 

Entró una señora en la carnicerí­a y dijo: 

-Quiero la cabeza de cerdo de allí­. 

Y contestó el carnicero: 

-Perdone señora, pero eso es un espejo. 

Un hombre acercó un cerillo al payaso negro y éste se prendió en menos de un minuto hasta quedar hecho un muñón oscuro que apenas y se alcanzaba a ver en la noche. Se escucharon sapos o risas. 

Alguien señaló una estrella remotí­sima. Miré.

Al volver la vista él  me ofrecí­a agua con el cuenco de su mano. 

Debemos encontrar agua, amor, o arderemos por el sol del desierto, dijo.

III 

El dí­a que conocí­ a No el viento iba entre las cosas como un ser vivo. Me gustó su nombre: Me llamo No, luego me dio un beso en la mejilla y me apretó la cintura con los dedos. Caminamos juntos un rato en el parque en el que paseaba a mi perro. Luego nos recostamos bajo una secuoya y nos besamos. Camino a casa noté que el boomerang de mi perro tení­a impreso en tinta blanca: ORACLE. Pensé que la presencia de No me hací­a notar los detalles porque escuché a las aves rápidas y vi a los amantes conmovidos. 

IV 

El muchacho del sueño siempre fue distinto a No. Empezando porque tení­a el cabello corto, pero un mechón suave cubrí­a a medias el ojo izquierdo.  Con su ojo claro podí­a ver a los muertos y con el otro encontraba los veneros enterrados en la llanura blanca. Dicromí­a. Verlo a ambos ojos me hací­a sentir con un pie sobre el aire. 

-Yo te seré inútil 

-No lo entiendes, Nina. Nosotros siempre compartiremos esta enorme casa- 

Y señalaba el  desierto blanco. 


Nuestra historia no fue una historia de amor, fue una historia de sexo. 

A No lo seguí­an las hormigas como si fuera agua. Hací­a calor entonces. Mucho calor. Pero nunca abrí­a las ventanas de su casa. Estaban cientos de muertes, sangre y diamantina en sus sábanas, en las que dormí­amos desde que lo habí­a conocido. Yo dormí­a y sudaba bajo su pierna de hombre que nunca caminaba. A esa hora en esa fecha mi corazón se dañaba con él. Estaba poseí­da por su olor a fruta podrida y el sabor agrio de su espalda. í‰l poní­a su  pesada pierna en mi cadera y yo dormí­a  bajo su peso de gigante,  soñando una y otra vez con el que caminaba sobre la tiesa llanura de hueso. 

VI 

Amor, venimos juntos. Juntos a dónde vamos 

No habí­an pájaros ni mujeres. No habí­an montañas o árboles  para escalar. No habí­an secuoyas. No habí­an muros. Estábamos solos caminando sin saber a dónde. No necesitábamos comer, sólo necesitábamos el agua que él sacaba como una gasa de la tierra. Dormí­amos de espaldas o boca abajo con miedo a lo inmenso porque ningún hombre nos tocaba. Estábamos juntos, estábamos solos. Habí­amos nacido ahí­ de pronto y en silencio sobre el hueso gigante del desierto. Déjame sentir el ritmo de tu muerte, dijo. Puso su boca en mi pezón y otro sueño se interpuso. 

VII 

No estaba intentando entrar. -Abre la puerta, abre el vientre- Estaba jugando otra vez a ser la roca. -Vete, No, estaba soñando algo importante-. No ya estaba desnudo, atraía a las moscas.

Quité su pierna gigante de mi cuerpo. Pero otra vez me agarró con ella y atrajo mis muslos a su centro. -Ábrete, semillita-. Me sujetó con su pierna de plomo.  -Sólo quiero dormir, No. Suéltame-. Mi carne se abrió. Él ya estaba ahí, inundándome. -A-, dijo -Esa es mi chica-.

VIII 

-Ya no quiero volver a dormir- 

E hice miles de pasos en la vigilia. 

-Debes dormir, Nina. Lo necesitamos-. 

El viento suspendí­a médanos pequeños a altura de mis hombros. 

-Si no duermes, Nina, tú y yo desapareceremos- 

Se endurecí­an mis ojos. 

-Debemos llegar, amor, voy a tenderme a tu lado y voy a procurar que vuelvas- 

Desperté junto a No. Qué noche, me llevó a una plaza llena de luces. Todo brillaba, todo, hasta las personas, parecí­an cosas vidriosas. Como No habí­a salido, volvió cansado. Durmió en el momento en el que se acostó en la cama. Yo me acosté junto a él y me quedé dormida pronto junto a su vapor oloroso a carne frita. 

Empuñaba algunas semillas para no tener hambre.
 
IX 

Caí­mos rendidos junto a una parvada de lechuzas albas. 

Estábamos desnudos. 

-No vamos a morirnos hoy, Nina. 

Abrió con su dedo un venero en el suelo. La pátina del agua se alargaba sobre la tierra como una mancha de leche. 

Casi llegamos. Me señaló con el dedo una región verde en la distancia. Los olivos parecí­an explosiones.

-Ya casi llegamos. 

Seguimos caminando. Levantó una rama seca y dibujó con ella una lí­nea que se borraba con el polvo de nuestros pasos.


A veces No me hací­a olvidar por qué lo odiaba. A veces sus manos no eran el diapasón de acero y el viento otra vez corrí­a entre su pelo como un ser vivo.  Esos dí­as la pasión me obligaba. Subí­a en su enorme cuerpo estriado y lo cabalgaba como a un animal puro. Comí­amos limones dulces, veí­amos crecer la enredadera plaga de la vecina. A veces con No olvidaba que el hombre no nace misericordiosamente. Me cubrí­a con su cuerpo siempre húmedo la espalda y me ocultaba ahí­, en su morbidez, de Dios y del mundo.

XI

-Caminabas dormida, Nina, dónde estabas. 

-No lo sé 

Los olivos se acercaban y nosotros debí­amos ser para los tordos puntos oscuros en un plano.

A veces No aparecí­a en la llanura como un recuerdo o una lí­nea muy tenue que me hací­a bajar la vista o detenerme. 

-Vamos, amor, ya falta poco. 

En el sueño tení­a un nombre: Nina. Mi nombre dicho por él sonaba como  un presentimiento. 

Bajó el ritmo de su paso y señaló un lugar en su vientre. 

-Ya hay una grieta que suena, debemos llegar pronto. 

Se puso en cuclillas y me subió a su espalda, caminamos así­ hasta que su cabeza golpeó con el piso. Se detuvo y mientras yo poní­a un pie en suelo firme, dijo: 

-Te amo, Nina. 

Hubo un eco y una luz.

Lo dijo y no hubo multitud que lo intentara profanar.

XII

En este mundo, No poseí­a los sentimientos más toscos.


Decí­a: Te amo. Y la frase era como la caí­da de una flor en mis narices. 

Por eso me gustaba el silencio. 

-Sh, No. Lo sé. Yo también a ti. Lo arropaba con una sábana cubierta de mi sangre y abajo de ella lo acercaba a mí­ para que me deseara. 

Inquieta y exhausta podí­a volver a él, en la llanura blanca, que me contaba historias de un lugar amargo:

-No ha existido una palabra  en ese mundo que la multitud no haya intentado profanar.

(…)

Clyo Mendoza
Nombres de sombra



“La ira y el erotismo son fuerzas evolutivas.”

Clyo Mendoza











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