Jiddu Krishnamurti El conocimiento de uno mismo


Es muy importante, a mi entender, que seamos sumamente serios. Los que acuden a estas reuniones, los que asisten a diversas conferencias de este tipo, se creen muy formales y serios. Pero me agradaría descubrir qué entendemos por «ser formal», «ser serio». ¿Es formalidad, demuestra seriedad, eso de ir de un conferenciante u orador a otro, de un dirigente a otro, de un instructor a otro? ¿O que acudamos a diferentes grupos, o pasemos por diversas organizaciones, en busca de algo? Antes, pues, de empezar a averiguar lo que es ser serio, debemos ciertamente descubrir qué es lo que buscamos. ¿Qué es lo que busca la mayoría de nosotros? ¿Qué es lo que cada uno de nosotros quiere? Sobre todo, en este mundo de desasosiego, en el que todos procuran hallar cierto género de felicidad, alguna clase de paz, resulta sin duda importante averiguar —¿no es así? — qué es lo que intentamos buscar, qué es lo que tratamos de descubrir. Es probable que la mayoría de nosotros busque alguna especie de felicidad, alguna clase de paz; en un mundo sacudido por disturbios, guerras, contiendas, luchas, deseamos un refugio donde pueda haber algo de paz. Creo que eso es lo que casi todos deseamos. Y así proseguimos, yendo de un dirigente a otro, de una organización religiosa a otra, de un instructor a otro. Ahora bien: ¿andamos en busca de la felicidad, o lo que buscamos es alguna clase de satisfacción de la que esperamos derivar felicidad? Hay una diferencia, por cierto, entre felicidad y satisfacción. ¿Podéis buscar la felicidad? Tal vez podáis hallar satisfacción; pero, ciertamente, no podéis encontrar la felicidad. La felicidad, sin duda, es un derivado; es un producto accesorio de alguna otra cosa. Antes, pues, de consagrar nuestra mente y corazón a algo que requiere gran dosis de seriedad, de atención, de pensamiento, de cuidado, debemos descubrir —¿no es así? — qué es lo que buscamos; si es felicidad o satisfacción. Temo que la mayoría de nosotros busquemos satisfacción. Deseamos estar satisfechos, deseamos hallar una sensación de plenitud al final de nuestra búsqueda. ¿Podéis, empero, buscar algo? ¿Para qué venís a estas reuniones? ¿Por qué estáis todos aquí sentados, escuchándome? Sería muy interesante averiguar por qué estáis escuchando, por qué os tomáis la molestia de venir desde largas distancias, en un día caluroso, para escucharme. ¿Y qué es lo que escucháis? ¿Procuráis hallar solución a vuestras dificultades y es por eso que vais de un conferenciante a otro, que pasáis por diversas organizaciones religiosas, leéis libros, etc.? ¿O tratáis de hallar la causa de toda la perturbación, la miseria, las contiendas y las luchas? Eso, por cierto, no exige que leáis mucho, que asistáis a innumerables reuniones, o andéis en busca de instructores. Lo que exige es claridad de intención, ¿no es así? Después de todo, si uno busca la paz puede encontrarla muy fácilmente. Puede uno consagrarse ciegamente a alguna causa, a una idea, y hallar en ella un refugio. Eso, a buen seguro, no resuelve el problema. El mero aislamiento en una idea que nos encierra, no nos libra del conflicto. Debemos, pues —¿no es así? — descubrir qué es lo que cada uno de nosotros quiere, tanto en lo íntimo como exteriormente. Si esto lo vemos claro, no necesitaremos ir a parte alguna, recurrir a ningún instructor, a ninguna iglesia, a ninguna organización. De modo que nuestra dificultad —¿no es así? — estriba en aclarar para nosotros mismos cuál es nuestra intención. ¿Puede haber claridad en nosotros? ¿Y esa claridad nos viene indagando, tratando de averiguar lo que otros dicen, desde el más elevado instructor hasta el vulgar predicador de la iglesia a la vuelta de la esquina? ¿Tenéis que recurrir a alguien para descubrir? Y, sin embargo, eso es lo que hacemos, —¿no es así? Leemos innumerables libros, asistimos a muchas reuniones; y discutimos, ingresamos a diversas organizaciones, procurando con ello hallar un remedio al conflicto, a las miserias de nuestra vida. O, si no hacemos todo eso, creemos que hemos encontrado; esto es, decimos que una organización determinada, tal o cual instructor, determinado libro, nos satisface: en eso hemos hallado todo lo que deseamos, y en eso permanecemos, cristalizados y encerrados. Debemos, pues, llegar al punto en que nos preguntemos, de un modo realmente serio y profundo, si alguien puede darnos la paz, la felicidad, la realidad, Dios, o lo que os plazca. ¿Puede esta búsqueda incesante, este anhelo, brindarnos ese extraordinario sentido de realidad, ese estado creador, que surge cuando realmente nos comprendemos a nosotros mismos? ¿El conocimiento propio nos llega mediante la búsqueda, siguiendo a alguien perteneciendo a determinada organización, leyendo libros, etc.? Después de todo —¿no es así?— ese es el principal problema: que mientras no me entienda a mí mismo, no tengo base para el pensamiento, y toda mi búsqueda será en vano. Puedo refugiarme en las ilusiones, puedo huir de la contienda, de la lucha, de la brega; puedo adorar a otro ser; puedo esperar mi salvación de otra persona. Mientras sea, empero, ignorante de mí mismo, mientras no me de cuenta del proceso total de mí mismo, no tengo base para el pensamiento, para el afecto, para la acción. Pero esa es la última de las cosas que deseamos: conocernos a nosotros mismos. Y ese, por cierto, es el único fundamento sobre el cual podemos construir. Pero antes de poder construir, de poder transformar, antes de poder condenar o destruir, tenemos que saber lo que somos. De modo, pues, que el emprender la búsqueda y cambiar de instructores de «gurús», la práctica del «yoga», los ejercicios de respiración, el realizar ceremonias, el seguir a Maestros y toda otra cosa análoga, es totalmente inútil, ¿verdad? Carece de sentido aun cuando las mismas personas a quienes seguimos nos digan: «estudiaos a vosotros mismos». Porqué el mundo es lo que somos nosotros. Si somos mezquinos, celosos, vanos, codiciosos, eso es lo que creamos en torno nuestro, esa es la sociedad en la cual vivimos. Paréceme, pues, que antes de emprender un viaje para hallar la realidad, para encontrar a Dios, antes de que podamos actuar, antes de que podamos tener relación alguna unos con otros —y eso es la sociedad— resulta por cierto esencial que empecemos por entendernos a nosotros mismos en primer término. Y yo considero persona seria a aquella a quien eso le interesa completamente, ante todo, y no cómo llegar a determinada meta. Porque, si vosotros y yo no nos entendemos a nosotros mismos, ¿cómo podremos, en la acción, operar una transformación en la sociedad, en la convivencia, en nada que hagamos? Y ello no significa, de seguro que el conocimiento propio se oponga a la convivencia o esté aislado de ella. No significa, evidentemente, acentuar lo individual, el «yo» como opuesto a la masa, como opuesto a los demás.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 2
 
 
Ahora bien: sin conoceros a vosotros mismos, sin conocer vuestra propia manera de pensar por qué pensáis ciertas cosas; sin conocer el «trasfondo» de vuestro «condicionamiento», ni por qué tenéis ciertas creencias en materia de arte y de religión, acerca de vuestro país y vuestros vecinos, y acerca de vosotros mismos, ¿cómo podéis pensar verdaderamente sobre cosa alguna?, Si no conocéis vuestro «trasfondo», si no conocéis la substancia ni el origen de vuestro pensamiento, vuestra búsqueda resulta del todo vana, por cierto, y vuestra acción carece de sentido. ¿No es así? Tampoco tiene sentido alguno el que seáis americanos o hindúes, o que vuestra religión sea una u otra.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 5
 
 
Antes de que podamos descubrir cuál es el propósito final de la vida, qué significa todo eso: las guerras, los antagonismos nacionales, los conflictos, toda esa baraúnda, debemos ciertamente empezar por nosotros mismos, ¿verdad? Ello suena tan sencillo, pero es extremadamente difícil. Para seguirse uno mismo, en efecto, para ver cómo opera el propio pensamiento, hay que estar extraordinariamente alerta. Así, a medida que uno empieza a estar cada vez más alerta ante los enredos del propio pensar, ante las propias respuestas y los propios sentimientos, empieza uno a ser más consciente, no sólo de sí mismo sino de las personas con las que está en relación. Conocerse a sí mismo es estudiarse en acción, en la convivencia. Mas la dificultad está en que somos muy impacientes; queremos seguir adelante, queremos alcanzar una meta. Y a causa de ello no tenemos tiempo ni ocasión de brindarnos a nosotros mismos una oportunidad, de estudiar, de observar. O nos hemos comprometido en diversas actividades: ganarnos el sustento, criar niños, o hemos asumido ciertas responsabilidades en diversas organizaciones. Tanto nos hemos comprometido de distintas maneras, que casi no tenemos tiempo para reflexionar sobre nosotros mismos, para observar, para estudiar. De tal modo, la responsabilidad de la reacción depende en realidad de uno mismo, no de los demás. Y el seguir —como se hace en América y en el mundo entero— a los «gurús» y sus sistemas, el leer los últimos libros sobre esto o aquello, paréceme de una total vacuidad, absolutamente vano. Podréis, en efecto, recorrer la tierra entera, pero tendréis que volver a vosotros mismos. Y como casi todos somos totalmente inconscientes de nosotros mismos, es en extremo difícil empezar a ver claramente el proceso de nuestro pensar, sentir y actuar.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 6
 
 
Cuanto más os conocéis a vosotros mismos, más claridad existe. El conocimiento propio no tiene fin: no alcanzáis una realización, no llegáis a una conclusión. Es un río sin fin. Y, a medida que se lo estudia, que en él se ahonda de más en más, encuéntrase la paz. Sólo cuando la mente está tranquila —mediante el conocimiento propio, no mediante una autodisciplina impuesta— sólo entonces, en esa quietud, en ese silencio, puede advenir la realidad. Es sólo entonces que puede existir la beatitud, que puede haber acción creadora. Y a mí me parece que sin esa comprensión, sin esa experiencia, el mero hecho de leer libros, de asistir a conferencias, de hacer propaganda, es del todo infantil; es una mera actividad sin gran significación. Por el contrario, si uno logra comprenderse a sí mismo, y con ello realizar esa felicidad creadora, esa vivencia de algo que no es de la mente, entonces, tal vez, puede haber una transformación inmediata en la convivencia alrededor nuestro, y, por lo tanto, en el mundo en que vivimos.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 6
 
 
Para comprender cualquier cosa —no solamente lo que yo digo sino cualquier cosa— ¿qué se requiere? ¿Qué se necesita para entenderos a vosotros mismos, para comprender a vuestro esposo, a vuestra esposa, para comprender un cuadro, el paisaje, los árboles? Verdadera atención, ¿no es eso? Porque, para entender algo, tenéis que dedicarle todo vuestro ser, vuestra atención integra, plena profunda, ¿no es así?, y, ¿cómo puede haber atención plena, cuando estáis distraídos? Por ejemplo: cuando tomáis notas mientras yo estoy hablando, captáis, probablemente, una buena frase y os decís: «Cáspita, voy a anotar eso; voy a usarlo en mi disertación». ¿Cómo puede haber plena atención cuando sólo os interesan las palabras? Esto es, estáis concentrados en el nivel verbal, por lo cual sois incapaces de sobrepasar ese nivel verbal. Las palabras son tan sólo un medio de comunicación. Pero si no sois capaces de comunicaros y os apegáis a las meras palabras, es obvio que no puede haber plena atención. No hay, por lo tanto, recto entendimiento. El escuchar es, pues, un arte, ¿verdad? Para entender algo debéis prestar plena atención, y eso no es posible cuando de algún modo os distraéis: cuando tomáis notas o no estáis cómodamente sentados, cuando lucháis por comprender haciendo un esfuerzo. El hacer un esfuerzo por comprender, evidentemente, es un estorbo para la comprensión porque toda vuestra atención se emplea en hacer el esfuerzo.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 7
 
 
Para prestar, pues, plena atención a alguna cosa, tiene que haber integración de todo vuestro ser. En efecto: mientras en un nivel de la conciencia deseáis quizá descubrir, saber, es posible que en otro nivel ese mismo saber signifique desilusión, ya que puede, que os haga cambiar totalmente vuestra vida. De modo, pues, que hay una contienda interior, una lucha íntima de la que quizá no os dais cuenta. Aunque creáis prestar atención, hay en realidad una distracción que continúa, interior o exteriormente; y esa es la dificultad.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 8
 
 
Nuestra dificultad para comprender estriba en que nuestra mente nunca está quieta.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 8
 
 
No puede haber entendimiento mientras la mente esté perturbada. Mientras la mente no esté muy quieta, callada, tranquila, receptiva, sensible, no es posible comprender; y esa sensibilidad de la mente no ha de ser tan sólo en el nivel superior de la conciencia, en la mente superficial. Tiene que haber tranquilidad en todo nuestro ser, una quietud integral.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 9
 
 
 
No puede haber entendimiento mientras la mente esté perturbada. Mientras la mente no esté muy quieta, callada, tranquila, receptiva, sensible, no es posible comprender; y esa sensibilidad de la mente no ha de ser tan sólo en el nivel superior de la conciencia, en la mente superficial. Tiene que haber tranquilidad en todo nuestro ser, una quietud integral. Cuando os halláis en presencia de algo muy hermoso, si empezáis a charlar no captaréis su significado. Pero en el momento en que estáis quietos, en que sois sensibles, su belleza os alcanza. De igual manera, si deseamos entender cualquier cosa, no sólo debemos estar físicamente en calma, sino que nuestra mente debe hallarse en extremo alerta, aunque tranquila. Esa alerta pasividad de la mente no se logra por compulsión. No podéis adiestrar la mente para que esté en silencio; en tal caso es simplemente como un mono amaestrado, quieto por fuera, pero en ebullición por dentro. Escuchar es, pues, un arte; y es preciso que consagréis vuestro tiempo, vuestro pensamiento, todo vuestro ser, a aquello que deseáis comprender.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 9
 
 
El temor de no ser nada hace que uno se adhiera a algo; y el proceso de aferrarse implica conflicto, dolor.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 11
 
 
El temor de no ser nada hace que uno se adhiera a algo; y el proceso de aferrarse implica conflicto, dolor. Porque aquello a que os aferráis no tarda en desintegrarse, en morir: vuestro coche, vuestra posición, vuestros bienes, vuestro esposo. Así, pues, en el proceso de retener hay dolor; y para evitar el dolor decimos que hay que estar desligado. Examinaos a vosotros mismos, y veréis que ello es así. El miedo a la soledad, el miedo a no ser nada, el miedo al vacío, nos hace apegarnos a algo: a un país, a una idea, a un Dios, a alguna organización, a un Maestro, a una disciplina, a lo que os plazca. En el proceso de apego hay dolor; y, para evitar ese dolor, tratamos de cultivar el desapego; y así persistimos en ese círculo que siempre es doloroso, en el que siempre hay lucha.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 11
 
 
Ahora a bien: ¿por qué no podemos ser como la nada, algo inexistente, no sólo en el nivel verbal sino en lo íntimo? Entonces ya no hay problema de apego o desapego, ¿verdad? ¿Y en ese estado puede haber convivencia? Eso, en efecto, es lo que este interlocutor desea saber. Él dice que sin relaciones con personas e ideas, uno vive en un vacío deprimente. ¿Es cierto, eso? ¿La convivencia es un proceso de apego? Cuando estáis apegados a alguien, ¿estáis relacionados con esa persona? Cuando estoy apegado a vosotros, cuando me aferro a vosotros, cuando os poseo, ¿estoy relacionado con vosotros? Llegáis a ser una necesidad para mí porque sin vosotros estoy perdido, me siento incómodo, desdichado, solo. Os convertís, pues, en una necesidad para mí, en una cosa útil, en algo para llenar mi vacío. Vosotros no sois lo importante; lo que importa es que llenéis mi necesidad. ¿Y existe convivencia alguna entre nosotros cuando sois para mí una necesidad, una cosa necesaria, tal como un mueble?
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 12
 
 
… ¿puede uno vivir en el mundo sin convivencia? Evidentemente no. No hay nada que pueda vivir en el aislamiento. A algunos de nosotros quizá nos agradaría vivir aislados; pero ello no es posible. La vida de relación, por lo tanto, se convierte en una simple distracción, que os hace sentir como si estuvierais vivos. El reñir unos con otros, el sostener luchas, disputas, etc., produce una sensación de vida. De manera que la convivencia se convierte en mera distracción. Y como dice el interlocutor, sin distracciones os sentís muertos. Por eso utilizáis la convivencia como un simple medio para distraeros; y es obvio que la distracción, ya se trate de la bebida, de ir al cine, de acumular conocimientos —cualquier forma de distracción— embota la mente y el corazón, ¿no es así? ¿Cómo una mente embotada, un corazón insensible, puede tener relación con otra persona? Sólo una mente sensible, un corazón despierto al afecto, puede estar relacionado con algo. De modo que, mientras consideréis la convivencia como distracción, viviréis evidentemente en un vacío porque os asusta salir de ese estado de distracción. De ahí que temáis cualquier clase de desapego, de separación. La convivencia es, pues, una distracción que os hace sentiros vivos. La verdadera convivencia, en cambio, no es, distracción; es, en realidad, un estado en el que os halláis constantemente en proceso de entenderos a vosotros mismos en relación con algo. Es decir, la convivencia no es una distracción sino un proceso en el cual uno se revela a sí mismo; y esa autorrevelación es muy penosa porque en la convivencia no tardáis en descubriros a vosotros mismos, si estáis abiertos a tal descubrimiento. Como casi ninguno de nosotros, empero, desea descubrirse, como casi todos preferimos ocultarnos a nosotros mismos en la convivencia, ésta llega a ser ciegamente penosa, y procuramos desligarnos de ella. La vida de relación no es un estímulo. ¿Por qué queréis que la convivencia os estimule? Si ello ocurre, entonces la convivencia languidece, al igual que el estímulo. No sé si habéis notado que cualquier clase de estímulo termina por embotar la mente y disminuir la sensibilidad del corazón.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 12
 
 
De suerte que la cuestión del desapego nunca debiera plantearse, porque sólo el que posee piensa en renunciar. Nunca, empero, se pregunta él por qué posee, cuál es el «trasfondo» que ha hecho de él un hombre posesivo. Cuando comprende el proceso de poseer, entonces, naturalmente, se libra de la posesión; no que cultive un opuesto, como el desapego. Y la vida de relación será mero estímulo, un entretenimiento, mientras nos sirvamos de los demás como medio de satisfacción propia, o como una necesidad, para huir de nosotros mismos. Llegáis a ser muy importantes para mí porque en mí mismo yo soy muy pobre; en mí mismo nada soy, y, por lo tanto, vosotros lo sois todo. Tal relación está llamada a ser un conflicto, un dolor; y algo que produce dolor deja de ser una distracción. Deseamos, por lo tanto, escapar a esa relación; y a esto le llamamos desapego. Así, pues, mientras nos sirvamos de la mente en la vida de relación, no podremos entender la convivencia. Porque, después de todo, la mente es la que nos hace desligarnos. Cuando hay amor no existe el problema del apego o del desapego. El amor no es producto del pensamiento: no podéis pensar acerca del amor. Es un estado de ser. Y cuando la mente interviene por medio de sus cálculos, de sus celos, de diversos y sutiles engaños, entonces surge el problema en la vida de relación. La convivencia sólo tiene significación cuando es un proceso en que uno se revela a sí mismo; y si en ese proceso uno actúa en forma profunda, amplia y extensa, entonces hay paz en la convivencia, no la lucha ni el antagonismo entre dos personas. Sólo en esa quietud, en esa convivencia en la que existe la fruición del conocimiento propio, está la paz.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 13
 
 
 
Donde hay autoridad no puede haber pensar ni sentir, no puede haber descubrimiento de lo nuevo.
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 14
 
 
la vida es asunto de convivencia. Nada puede existir en el aislamiento.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 15
 
 
De suerte que, para comprender la actividad, tenemos ciertamente que entender la vida de relación, ¿no es así? Si consideramos la convivencia como una distracción, como una huida de algo, entonces la convivencia es simplemente una actividad. ¿Y nuestra vida de relación no es en su mayor parte una distracción, y, por consiguiente, tan sólo una serie de actividades involucradas en la convivencia? Como lo he dicho, la convivencia sólo tiene verdadera significación cuando es un proceso de autodescubrimiento, cuando es el revelarse a uno mismo en la acción misma de convivir. Pero casi ninguno de nosotros quiere ser puesto al descubierto en la convivencia. Por el contrario, nos servimos de la convivencia como medio de ocultar nuestra propia insuficiencia, nuestras propias dificultades, nuestra propia incertidumbre. Así, la vida de relación se convierte en simple movimiento, en mera actividad. No se si habéis notado que la convivencia es muy penosa; y que mientras no sea un proceso revelador en el cual os descubráis, ella será simplemente un medio de huir de vosotros mismos.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 15
 
 
La idea es el resultado de una necesidad, de un deseo, de un propósito, ¿no es así? Si yo estoy relacionado con vosotros porque os necesito es un sentido fisiológico o psicológico, es obvio entonces que esa relación se basa en una idea, ya que deseo algo de vosotros, ¿verdad? Y tal relación, basada en una idea, no puede ser un proceso autorrevelador. Es simplemente un impulso, una actividad, una monotonía en la cual se establece el hábito. De ahí que tal relación sea siempre una tensión, un dolor, una contienda, una lucha que nos causa zozobra. ¿Es posible estar relacionado sin idea alguna, sin pedir nada, sin dominio ni posesión? ¿Es posible la comunión de unos con otros —la cual significa convivencia real en los distintos niveles de la conciencia— si nos relacionamos por medio de un deseo, de una necesidad física o psicológicas? ¿Y puede haber convivencia sin esas causas condicionantes que surgen del deseo? Como ya lo he dicho, este es un problema sumamente difícil. Hay que examinarlo muy profunda y serenamente. No es cuestión de aceptar o rechazar.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 16
 
 
Sabemos lo que es nuestra interrelación en el presente: competencia, lucha, dolor, o simple hábito. Si podemos entender de un modo pleno, completo, la relación con una persona, entonces, tal vez, habrá una posibilidad de comprender la relación con muchos, esto es, con la sociedad. Si yo no entiendo mis relaciones con un individuo, ciertamente no comprenderé mis relaciones con el todo, con la sociedad, con los demás. Y si mi relación con uno se basa en una necesidad, en mi satisfacción, mi relación con la sociedad será la misma. De ello, por consiguiente, tienen que surgir disputas, con uno y con los demás. ¿Y es posible vivir con uno o con muchos sin pedir nada? Ese, por cierto, es el problema, ¿verdad? No sólo entre vosotros y yo, sino entre la sociedad y yo. Y para comprender este problema, para investigarlo profundamente, tenéis que ahondar la cuestión del conocimiento propio; porque es obvio que sin conoceros tal cuales sois, sin saber exactamente lo que es, no podéis tener las debidas relaciones con los demás. No importa lo que hagáis: evadiros, rezar, leer, ir al cine, sintonizar la radio; mientras no os entendáis a vosotros mismos, vuestra convivencia no podrá ser verdadera. De ahí las disputas, la batalla el antagonismo, la confusión que hay no sólo en vosotros sino también fuera de vosotros y en torno nuestro. No puede haber conocimiento propio mientras utilicemos la convivencia como simple medio de satisfacción, de escape, como distracción que es mera actividad. Pero el conocimiento propio se comprende, se pone al descubierto, y su proceso se revela mediante la vida de relación; esto es, si estáis dispuestos a ahondar el problema de la convivencia y exponeros ante ella. Porque, después de todo, sin relaciones no podéis vivir. Queremos, sin embargo, valernos de esa convivencia para sentirnos cómodos, satisfechos, para ser algo. Es decir, nos servimos de la convivencia basada en una idea; lo que significa que la mente desempeña el papel importante en la convivencia. Y como la mente está siempre ocupada en protegerse a sí misma, en permanecer siempre dentro de lo conocido, ella rebaja toda relación al nivel del hábito o de la seguridad; y, por lo tanto, la convivencia se convierte en mera actividad.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 16
 
 
Vemos así que la vida de relación puede ser, si le damos pie, un proceso de autorrevelación, mas como no dejamos que así sea, ella se convierte simplemente en una actividad que nos satisface. Mientras la mente se sirva de la convivencia tan sólo para su propia seguridad, esa interrelación tendrá forzosamente que engendrar confusión y antagonismo. ¿Y es posible convivir sin la idea de exigencia, de necesidad, de satisfacción? En otras palabras: ¿es posible amar sin que intervenga la mente? Amamos con la mente, nuestro corazón está lleno con las cosas de la mente; pero, sin duda alguna, las elaboraciones de la mente no pueden ser amor. No podéis pensar en el amor. Podéis pensar en la persona a quien amáis, pero ese pensamiento no es amor; y así, gradualmente, el pensamiento va ocupando el lugar del amor. Cuando la mente llega a ser suprema, lo único importante, es obvio que entonces no puede haber afecto. Ese es, por cierto, nuestro problema, ¿verdad? Hemos llenado nuestro corazón con las cosas de la mente. Y las cosas de la mente son esencialmente ideas: lo que debe ser y lo que no debe ser. ¿La convivencia puede basarse en una idea? Y si lo puede, ¿no es ella una actividad que se encierra en sí misma, y, por lo tanto, no resulta inevitable que haya disputas, lucha y miseria? Pero si la mente no interviene, ella no levanta una barrera, ni se disciplina, ni se reprime, ni se sublima a sí misma. Esto resulta en extremo difícil porque no es mediante la determinación, la práctica o la disciplina, que la mente puede dejar de intervenir; sólo dejará de intervenir cuando haya plena comprensión de su propio proceso. Sólo entonces es posible que existan las debidas relaciones con uno y con muchos, relaciones libres de contienda y de discordia.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 17
 
 
Ser poeta significa —¿no es así? — tener capacidad para recibir lo nuevo, ser lo bastante sensible para responder a algo nuevo, a la lozanía de lo nuevo.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 19
 
 
Una mente que está repleta, ahogada en los hechos, en conocimientos, ¿será capaz de recibir algo nuevo, súbito, espontáneo? Si vuestra mente está atestada de lo conocido, ¿queda en ella espacio alguno para recibir algo que sea de lo desconocido? Sin duda, el saber es siempre de lo conocido; y con lo conocido tratamos de comprender lo desconocido, algo que es inconmensurable.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 19
 
 
Porque es el pasado lo que siempre obscurece el presente.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 20
 
 
El hombre que constantemente se protege a sí mismo por medio del saber, no es un buscador de la verdad.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 21
 
 
Vamos de un instructor a otro, de héroe en héroe, de Maestro en Maestro. Nuestra mente se agudiza en todas esas cosas, y de ese modo espera descubrir aquello que está más allá. Pero el pensamiento jamás podrá encontrar lo que está más allá, porque el pensamiento es el resultado del tiempo, y aquello que pertenece a lo conocido no puede recibir lo desconocido. Por eso el hombre que se halla enredado en lo conocido, nunca es creador. Es posible que él tenga momentos de «creatividad» como los tienen algunos pintores, algunos músicos, algunos escritores; pero éstos se enredan en lo conocido: la popularidad, el dinero, centenares de otras cosas; y entonces ya están perdidos. Y es por eso que los que procuran entenderse a sí mismos —no encontrar, porque ese es un proceso erróneo: no podéis encontrar— deben cesar en su búsqueda. Todo lo que podéis hacer es entenderos a vosotros mismos, comprender los embrollos, la extraordinaria sutileza de vuestro pensamiento y de vuestro ser. Y eso puede ser comprendido tan sólo en la convivencia, que es acción; y esa acción es denegada cuando la convivencia se basa en una idea; entonces la vida de relación es mera actividad, no acción. Y la actividad no hace más que embotar la mente y el corazón. Sólo la acción torna alerta la mente y sutil el corazón, capacitándolo para recibir, para ser sensible. Por eso resulta importante, antes de emprender la búsqueda, que haya conocimiento propio. Si buscáis, encontraréis; pero no será la verdad. Por lo tanto, esta locura, este temor, esta ansiedad por llegar, por buscar, por descubrir, debe cesar. Entonces, con el conocimiento propio cada vez más vasto y profundo, viene ese sentido de la realidad que no puede ser invitado. Él adviene, y sólo entonces hay felicidad creadora. 2.ª Conferencia, 17 de julio de 1949.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 29
 
 
El conocimiento propio, como lo hemos explicado, implica no sólo conocer la acción en la convivencia de un individuo y otro, sino también la acción en las relaciones con la sociedad; y no puede haber sociedad completa y armoniosa sin ese conocimiento. De modo que, en realidad, resulta de mucha importancia y significación que uno se conozca a sí mismo tan completa y plenamente como sea posible. ¿Y es posible ese conocimiento? ¿Puede uno conocer, no en forma parcial sino integralmente, el proceso total de uno mismo? Porque, como ya lo dije, sin conocerse a sí mismo no tiene uno base para pensar. Uno queda atrapado en ilusiones: políticas, religiosas, sociales y éstas son ilimitadas, interminables. ¿Es posible conocerse a sí mismo? ¿Y cómo puede uno conocerse a sí mismo? ¿Cuáles son los medios, cuáles los procesos, qué camino seguir? Creo qué, para encontrar los medios debe uno averiguar primero —¿no es así?— cuáles son los impedimentos. Y estudiando lo que consideramos importante en la vida, las cosas que hemos aceptado —los valores, las normas, las creencias, las innumerables cosas que mantenemos— examinándolas, tal vez descubriremos cómo funciona nuestro pensamiento y de ese modo nos conoceremos a nosotros mismos. Es decir, comprendiendo las cosas que aceptamos, poniéndolas en tela de juicio, ahondando en ellas —por ese proceso, precisamente, conoceremos las modalidades de nuestro pensamiento, nuestras respuestas, nuestras reacciones; y conociéndolas nos conoceremos a nosotros mismos tal como somos. Ese, sin duda, es el único medio que tenemos para descubrir nuestra manera de pensar, nuestras reacciones: estudiando, examinando por completo los valores, las normas y las creencias que hemos aceptado durante generaciones. Y, viendo lo que hay detrás de esos valores, podremos saber cómo respondemos, cuáles son nuestras reacciones ante ellos; y así, tal vez, podremos descubrir las modalidades de nuestro propio pensar. En otras palabras: el conocerse a sí mismo significa, sin duda, estudiar las respuestas, las reacciones que uno tiene en relación con algo. Uno no puede conocerse a sí mismo aislándose. Eso es un hecho evidente. Podéis retiraros a una montaña, a una caverna, o ir en pos de una ilusión a orillas de un río; pero, si uno se aísla, la vida de relación resulta imposible. Y el aislamiento es la muerte. Sólo en la convivencia puede uno conocerse a sí mismo tal como es. Estudiando, pues, las cosas que hemos aceptado, examinándolas plenamente, no superficialmente, podremos quizá entendernos a nosotros mismos.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 30
 
 
La verdad, después de todo, está en esto: en tener la capacidad de enfrentar todas las cosas de un modo nuevo, de instante en instante, sin la reacción condicionante del pasado, para que no haya ese efecto acumulativo que obra como barrera entre uno mismo y aquello que es.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 32
 
 
Después de todo, una taza sólo es útil cuando está vacía; y una mente repleta de creencias, de dogmas, de afirmaciones y de citas, es en realidad una mente incapaz de crear, y que lo único que hace es repetir.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 233
 
 
Ahora bien, si reflexionáis, veréis que el temor es una de las razones para que haya deseo de aceptar una creencia. Porque, si no tuviéramos creencia alguna, ¿qué nos sucedería? ¿No nos causaría pavor lo que pudiera ocurrir? Si no tuviéramos ninguna norma de acción basada en una creencia (ya sea en Dios, en el comunismo, en el socialismo, en el imperialismo), o en tal o cual fórmula religiosa, o en algún dogma que nos condicione, nos sentiríamos totalmente perdidos, ¿no es así? Y esa aceptación de una creencia, la ocultación de ese temor, ¿no es acaso el miedo de no ser realmente nada, el miedo de estar vacío? Después de todo, una taza sólo es útil cuando está vacía; y una mente repleta de creencias, de dogmas, de afirmaciones y de citas, es en realidad una mente incapaz de crear, y que lo único que hace es repetir. Y el huir de ese miedo —de ese miedo al vacío, a la soledad, al estancamiento, de ese miedo de no llegar, de no triunfar, de no lograr, de no ser algo, de no llegar a ser algo— es sin duda una de las razones por las cuales aceptamos las creencias tan ávida y codiciosamente. ¿No es así? ¿Y podemos entendernos a nosotros mismos mediante la aceptación de una creencia? Todo lo contrario. Es obvio que una creencia, política o religiosa, impide la propia comprensión. Obra a modo de pantalla a través de la cual nos miramos a nosotros mismos. ¿Y podemos mirarnos a nosotros mismos sin creencia alguna? Si suprimimos esas creencias —las muchas creencias que uno tiene— ¿queda algo para mirar? Si no tenemos creencias con las cuales la mente se haya identificado, entonces la mente, sin identificación alguna, es capaz de mirarse a sí misma tal cual es; y ahí, ciertamente, está el comienzo de la propia comprensión. Si uno tiene miedo, si, encubierto por una creencia, existe el temor; y si, al comprender las creencias uno se enfrenta con el miedo sin el tamiz de las creencias, ¿no es entonces posible librarse de esa reacción del miedo? Es decir, ¿es posible saber que uno tiene miedo y permanecer ahí sin escapatoria alguna? Estar con lo que es resulta mucho más significativo y tiene más valor, por cierto, que huir de lo que es mediante una creencia.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 33
 
 
De suerte que, para entender la creencia, no de un modo superficial, sino profundamente, hay que descubrir la razón por la cual la mente se apega a varias formas de creencia, por qué las creencias han adquirido tan grande importancia en nuestra vida: creencias sobre la muerte, sobre la vida, sobre lo que pasa después de la muerte; creencias que afirman o niegan a Dios, que afirman o niegan la realidad, y distintas creencias políticas. ¿No indican todas esas creencias nuestra propia sensación de pobreza íntima? ¿Y no revelan ellas un proceso de evasión, o no actúan como una defensa? Y al estudiar nuestras creencias, ¿no empezamos a conocernos tal cuales somos, no sólo en los niveles superficiales de nuestra mente de nuestra conciencia, sino mucho más hondo? Así, pues, mientras más nos estudiamos en relación con alguna otra cosa, tal como las creencias, más quieta se torna la mente, sin coacción, sin falsa disciplina. Es obvio que cuanto más se conoce la mente a sí misma, más serena está. Cuanto más conozcáis algo, cuanto más familiarizados estéis con algo, más serena se tornará la mente. Y la mente ha de estar realmente quieta no aquietada. Hay, sin duda, una enorme diferencia entre una mente aquietada y una mente quieta. Podéis forzar la mente a aquietarse mediante diversas circunstancias, disciplinas, tretas, etc. Pero eso no es quietud, eso no es paz; eso es muerte. Mas una mente que está serena porque comprende las distintas formas del miedo y se entiende a sí misma —una mente así es creadora, una mente así se renueva sin cesar. Sólo se estanca aquella mente que está encerrada en sus propios temores y creencias. Pero una mente que comprende su relación con los valores ambientes— no imponiendo una norma de valores sino comprendiendo lo que es —esa mente, sin duda, se torna serena; es serena. No es cuestión de devenir. Sólo entonces, por cierto, la mente puede percibir lo real de instante en instante. La realidad, a buen seguro, no es algo que se encuentre en último término, un resultado final de la acción acumulativa. La realidad ha de percibirse tan sólo de instante en instante; y sólo puede percibirse cuando no obra el efecto acumulativo del pasado sobre el momento actual, sobre el «ahora».
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 34
 
 
Pregunta: ¿Por qué diserta usted?
Krishnamurti: Creo que esta pregunta es muy interesante para que yo la conteste y también para que vosotros la contestéis. No se trata de por qué yo hablo, sino también de por qué escucháis vosotros. En serio: si yo hablara para expresarme a mí mismo, os estaría explotando. Si el disertar fuese una necesidad para mí con el objeto de sentirme lisonjeado, egoístamente agresivo, y todo lo demás, entonces tendría que servirme de vosotros; entonces no habría entre nosotros convivencia, ya que seríais una necesidad para mi egoísmo. En tal caso os necesitaría para encumbrarme, para sentirme enriquecido, libre, aplaudido, al tener tanta gente escuchándome. Me serviría entonces de vosotros; habría entonces mutua utilización. No habría, pues, convivencia entre vosotros y yo, porque vosotros me seríais de utilidad. Cuando me valgo de vosotros, ¿qué convivencia hay entre vosotros y yo? Ninguna. Y si hablo porque tengo una serie de ideas que deseo transmitiros, entonces las ideas adquieren suma importancia; y yo no creo que las ideas jamás traigan un cambio fundamental; radical, una revolución en la vida. Las ideas nunca pueden ser nuevas; nunca pueden producir una transformación, una oleada creadora, porque las ideas son meras respuestas —modificadas o alteradas— de un pasado que continúa; y ellas siguen siendo del pasado. Si yo hablo porque quiero que cambiéis, o porque deseo que aceptéis mi modo especial de pensar, que pertenezcáis a mi propia sociedad, que os convirtáis en mis discípulos, entonces, como individuos, sois inexistentes, porque en tal caso lo único que me interesa es transformaros de acuerdo a una idea determinada. Entonces vosotros no sois lo importante sino dicho ideal. ¿Por qué, pues, estoy hablando? Si no es por ninguna de esas cosas, ¿por qué hablo? Responderemos a eso enseguida. La pregunta es entonces: ¿por qué escucháis? ¿No es eso igualmente importante? Tal vez más. Si escucháis para adquirir ideas nuevas o un nuevo modo de encarar la vida, sufriréis un desencanto, puesto que no os daré nuevas ideas. Si escucháis para experimentar algo que creéis que yo he experimentado, no hacéis más que imitar, en la esperanza de captar ese algo que a vuestro parecer yo tengo. De seguro, las cosas reales de la vida no pueden experimentarse por interpósita persona. O bien, por el hecho de hallaros en dificultades, de sufrir penas y dolores, o de tener innumerables conflictos, venís aquí a buscar cómo libraros de ellos. También en este caso temo no poder ayudaros. Todo lo que yo puedo hacer es señalaros vuestra propia dificultad, y entonces podemos discutirla; pero a vosotros mismos os corresponde verla. Es muy importante, por consiguiente, que descubráis vosotros mismos por qué venís a escucharme. Porque si tenéis un propósito, una intención, y yo otro, nunca nos entenderemos. Entonces no hay convivencia, no hay comunión, entre vosotros y yo. Vosotros deseáis ir hacia el norte, y yo voy hacia el sur. Nos ignoraremos mutuamente. Eso, empero, no es por cierto lo que se persigue con estas reuniones. Lo que intentamos es emprender un viaje juntos, convivir mientras proseguimos; no que yo os enseñe o que vosotros me escuchéis, sino que juntos exploremos, si ello es posible. Así seréis vosotros no sólo discípulos sino maestros, al ir descubriendo y comprendiendo. Entonces no existe tal división entre lo superior y lo inferior, entre la persona culta y la ignorante, entre el que ha realizado y el que aún está por realizar. Tales divisiones, evidentemente, falsean y pervierten la vida de relación; y si no se entiende la convivencia no puede comprenderse la realidad. Os he dicho por qué hablo. Tal vez pensaréis que os necesito para poder descubrir. No es así, indudablemente. Yo tengo algo que decir; vosotros podéis aceptarlo o rechazarlo. Y si lo aceptáis, no es que lo aceptéis de mí. Yo actúo simplemente como un espejo en el cual podéis veros a vosotros mismos. Puede que no os guste el espejo y por eso lo descartéis; pero al miraros en el espejo, mirarlo muy llanamente, sin emoción, sin que lo empañe el sentimentalismo. Resulta importante, sin duda, descubrir por qué venís a escuchar, ¿no es así? Si es, simplemente, para entreteneros por la tarde, si venís aquí en vez de ir al cine, entonces ello no tiene valor alguno. Si es con el solo objeto de argumentar, o para captar nuevas series de ideas que podáis utilizar cuando habléis en público, o escribáis un libro, o discutáis, tampoco tiene valor. Pero si realmente venís a descubriros en la vida de relación —lo cual podría ayudaros en vuestro trato con los demás— entonces ello tiene significación, vale la pena; no será entonces como tantas otras reuniones a que asistís. Estas reuniones, por cierto, no tienen por objeto el que me escuchéis, sino que os veáis a vosotros mismos reflejados en el espejo que yo procuro describir. No tenéis que aceptar lo que veáis; eso sería una necedad. Sin embargo, si miráis el espejo desapasionadamente, como si escucharais música, como si os sentarais bajo un árbol a observar las sombras de la tarde, sin condenar, sin ninguna clase de justificación —mirándolo, no más— esa misma percepción pasiva de lo que es surtirá un efecto realmente extraordinario, siempre que no haya resistencia. Eso, sin duda es lo que tratamos de hacer en todas estas pláticas. Así es como llega la verdadera libertad, no mediante el esfuerzo; éste nunca puede traer libertad. El esfuerzo puede traer tan sólo substitución, supresión o sublimación; pero ninguna de esas cosas es libertad. La libertad sólo llega cuando ya no hay esfuerzo por ser algo. Entonces la verdad de lo que es actúa; y eso es liberación.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 35
 
 
El mundo será feliz cuando no haya maestros ni discípulos.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 38
 
 
Cuando la mente está en silencio, cuando ya no se proyecta hacia el futuro, hacia el mañana, deseando algo, cuando la mente está realmente serena, en una paz profunda, lo desconocido se manifiesta. No tenéis que buscarlo. No podéis atraerlo. Lo que podéis atraer es tan sólo aquello que conocéis. No podéis invitar a un huésped desconocido; sólo podéis invitar a alguien que conocéis. Pero no conocéis lo desconocido, Dios, la realidad, o lo que sea. Ella debe advenir. Sólo puede advenir cuando el campo está listo, cuando la tierra está labrada. Pero si preparáis el terreno a fin de que aquello advenga, entonces no lo tendréis.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 43
 
 
 
Así, nuestro problema no estriba en buscar lo incognoscible, sino en comprender los procesos acumulativos de la mente, la cual siempre está con lo conocido. Y esa es una ardua tarea: requiere atención, requiere una percepción constante en la que no haya sentido alguno de distracción, de identificación, de condenación; es estar con lo que es. Sólo entonces puede la mente estar quieta. Ninguna clase de meditación o disciplina puede aquietar la mente, en el verdadero sentido de la palabra. Sólo cuando la brisa cesa, el lago entra en calma. No podéis aquietar el lago. Nuestra tarea no es, pues, la de buscar lo incognoscible, sino la de comprender la confusión, el alboroto, la miseria que hay en nosotros. Y entonces surge secretamente ese algo en el que esté la felicidad.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 43
 
 
La sencillez no es mera adaptación a un modelo. Se requiere mucha inteligencia para ser sencillo, y no, simplemente, amoldarse a cierto dechado, por meritorio que él sea en su aspecto externo. Por desgracia, casi todos empezamos por ser sencillos en apariencia, en las cosas externas. Es relativamente fácil tener pocas cosas y estar satisfecho con ellas, contentarse con poco y hasta compartir ese poco con los demás. Pero una mera expresión externa de sencillez en las cosas, en las posesiones, no implica por cierto sencillez en el fuero íntimo. Porque, tal como el mundo es actualmente, se nos incita desde afuera, desde lo exterior, a tener más y más cosas. La vida está haciéndose cada vez más compleja. Y, con el fin de escapar a todo eso, tratamos de renunciar o de desprendernos de las cosas; automóviles, casas, organizaciones, cines, y de las innumerables circunstancias que desde lo externo ejercen presión sobre nosotros. Creemos que seremos sencillos viviendo retirados. Muchos santos, muchos instructores, han renunciado al mundo; y me parece que tal renunciación por parte de cualquiera de nosotros no resuelve el problema. La verdadera sencillez, la sencillez fundamental, sólo puede originarse en el fuero íntimo; y de ahí proviene la expresión externa. Cómo ser sencillos, es entonces nuestro problema; porque esa sencillez nos hace más y más sensibles. Una mente sensible, un corazón sensible, son esenciales, pues entonces uno es capaz de percepción rápida, de pronta recepción.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 44
 
 
Es, pues, indudable, que sólo se puede ser interiormente sencillo cuando uno comprende los innumerables impedimentos, apegos, temores, que a uno lo tienen sujeto. Pero a la mayoría de nosotros nos gusta estar sujetos a las personas, a las posesiones, a las ideas. Nos gusta ser prisioneros. Interiormente somos prisioneros, aunque en lo externo parezcamos muy sencillos. Interiormente somos prisioneros de nuestros deseos, de nuestros apetitos, de nuestros ideales, de innumerables móviles. Y la sencillez no puede hallarse a menos que seamos interiormente libres. Ella, por lo tanto, ha de empezar primero en lo interno, no en lo exterior.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 45
 
 
Hay, por cierto, una extraordinaria libertad cuando uno comprende todo el proceso del creer, cuando uno comprende por qué la mente se apega a una creencia. Y, cuando uno se ve libre de creencias, hay sencillez. Pero esa sencillez requiere inteligencia; y para ser inteligente hay que darse cuenta de los propios impedimentos. Para darse cuenta hay que estar constantemente en guardia, sin asentarse en determinada rutina, en determinado tipo de acción o de pensamiento. Porque, después de todo, lo que uno es en su interior influye sobre lo externo. La sociedad, o cualquier forma de acción, es la proyección de nosotros mismos; y, si no nos transformamos interiormente, la mera legislación significa muy poco en lo externo; puede traer ciertas reformas, ciertos reajustes, pero lo que uno es en su interior se sobrepone siempre a lo externo. Si interiormente uno es codicioso, ambicioso, si persigue ciertos ideales, esa complejidad íntima terminará por trastornar, por demoler la sociedad externa, por cuidadosamente planeada que ella pueda estar. Por eso, ciertamente, uno tiene que empezar por el fuero íntimo, sin excluir ni rechazar lo externo. No hay duda de que llegáis a lo interno al comprender lo externo, al descubrir por qué el conflicto, la lucha, el dolor, existen en el mundo exterior; y a medida que esto se investiga más y más, penetra uno naturalmente en los estados psicológicos que producen los conflictos y miserias externas. La expresión externa es mero indicio de nuestro estado interior; mas para comprender ese estado íntimo, uno ha de enfocarlo a través de lo externo. Eso es lo que casi todos hacemos. Y, al comprender lo interno —no en forma exclusiva, ni rechazando lo externo, sino comprendiendo lo externo y de ese modo llegando a lo interno— encontraremos que, al proseguir investigando las íntimas complejidades de nuestro ser, nos hacemos cada vez más sencillos y más libres. Es esa sencillez interior la que resulta esencial. Porque esa sencillez crea sensibilidad. Una mente que no es sensible, que no está alerta, que carece de percepción, es incapaz de receptividad, de toda acción creadora. Por eso es que dije que la conformidad, como medio de llegar a la sencillez, realmente embota e insensibilizan la mente y el corazón. Cualquier forma de compulsión autoritaria —impuesta por el gobierno, por uno mismo, por el ideal de realización, etc.— cualquier tipo de conformidad tiene que contribuir a la insensibilidad, a que no seamos interiormente sencillos. Exteriormente podéis someteros y dar la impresión de sencillez, como lo hacen muchas personas religiosas. Ellas practican diversas disciplinas, ingresan a distintas organizaciones, meditan de una manera especial, etc., todo lo cual les confiere una apariencia de sencillez. Pero tal conformidad no contribuye a la sencillez. Ninguna forma de compulsión puede jamás llevar a la sencillez. Al contrario: cuanto más reprimís, cuanto más substituís, cuanto más sublimáis, menos sencillez existe. Cuanto mejor comprendáis, empero, el preciso de la sublimación, de la represión, de la substitución, mayor será la posibilidad de sencillez.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 45
 
 
Si uno no es sencillo, no puede ser sensible: a los árboles, a los pájaros, a las montañas, al viento, a todas las cosas que ocurren alrededor nuestro en el mundo. Y si no hay sencillez, no puede uno ser sensible a las profundas insinuaciones de las cosas. La mayoría de nosotros vive muy superficialmente, en el nivel superior de la conciencia. Allí tratamos de ser reflexivos o inteligentes, lo cual es sinónimo de religiosidad; allí tratamos de que nuestra mente sea sencilla, mediante la compulsión, mediante la disciplina. Pero eso no es sencillez. Cuando forzamos la mente superficial a ser sencilla, tal compulsión sólo consigue endurecer la mente, no la torna ágil, flexible, lista. Ser sencillo en el proceso íntegro, total, de nuestra conciencia, es extremadamente arduo. Porque no debe existir ninguna reserva interior; tiene que haber profundo interés por averiguar, por descubrir el proceso de nuestro ser. Y ello significa estar alerta a toda insinuación, a toda sugerencia; darnos cuenta de nuestros temores, de nuestras esperanzas investigar y libertarnos de todo eso cada vez más y más. Sólo entonces, cuando la mente y el corazón sean realmente sencillos, cuando estén limpios de sedimentos, seremos capaces de resolver los múltiples problemas que se nos plantean.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 47
 
 
El peso del saber embota la mente.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 48
 
 
El hombre religioso no es, en realidad, el que viste una túnica o un taparrabo, el que come tan sólo una vez al día, o el que ha hecho innumerables votos de ser esto y de no ser aquello, sino aquel que es interiormente sencillo, aquel que no está convirtiéndose en algo.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 48
 
 
 
Un problema sólo puede ser resuelto cuando lo abordamos de un modo nuevo.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 49
 
 
La humildad que se gana, deja de ser humildad.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 49
 
 
Un problema que es muy hondo, tenéis que atacarlo en lo profundo, no en el nivel superficial. Y este problema de la soledad, de la desesperación, con el cual casi todos nosotros estamos un tanto familiarizados en nuestros momentos excepcionales, no es cosa para ser disuelta con sólo correr a refugiaros en alguna clase de distracción o de culto. Ahí estará siempre hasta que seáis capaces de encararlo y vivirlo directamente: sin «verbalización» alguna, sin que haya tamiz alguno entre vosotros y él.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 53
 
 
Después de todo, ¿qué es lo que tenemos que hacer? Conocernos a nosotros mismos, lo que sin duda significa conocer nuestra relación con el mundo, no sólo con el mundo de las ideas y de las personas, sino también con la naturaleza, con las cosas que poseemos. Eso es nuestra vida; la vida es la relación con el todo. ¿Y exige especialización el comprender esa relación? Evidentemente no. Lo que se requiere es alerta percepción, para hacer frente a la vida en su conjunto. ¿Cómo puede uno percibir de ese modo? Ese es nuestro problema. ¿Cómo va uno a tener esa alerta percepción —si es que puedo usar ese término sin que él signifique especialización—? ¿Cómo va uno a ser capaz de enfrentarse a la vida como un todo? Ello implica no sólo relaciones personales con el prójimo sino también con la naturaleza, con las cosas que poseéis, con las ideas, y con las cosas que la mente elabora, tales como ilusiones, deseos, etc. ¿Cómo puede uno darse cuenta de todo ese proceso de relaciones? Eso sin duda, es nuestra vida, ¿no es así? No hay vida sin relación; y comprender esa relación no significa aislamiento, como lo he explicado con insistencia, constantemente. Ello requiere, por el contrario, un pleno reconocimiento o percepción de la interrelación como proceso total.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 60
 
 
Observaos a vosotros mismos luego de terminar esta reunión; observaos cuando estéis en la mesa. Observad simplemente, sin condenar, sin ninguna identificación, sin comparación alguna. Observad simplemente, y veréis que ocurre una cosa extraordinaria. No sólo ponéis término a una actividad que es inconsciente —porque la mayoría de nuestras actividades son inconscientes— no solamente ponéis término a eso, sino que, además, percibís los motivos de lo que habéis hecho, sin inquirir, sin ahondar en ello.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 62
 
 
De suerte que nuestro problema —si es que de alguna manera nos damos cuenta de ello— consiste en saber si los conflictos, las miserias y las penas de nuestra existencia diaria pueden ser resueltos por otra persona; y si no pueden serlo, ¿cómo nos será posible atacarlos? Es obvio que, para comprender un problema, se requiere cierta inteligencia; y esa inteligencia no puede derivarse de la especialización ni cultivarse mediante la especialización. Ella surge tan sólo cuando nos damos cuenta pasivamente del proceso total de nuestra conciencia, lo cual consiste en darnos cuenta de nosotros mismos sin opción, sin escoger entre lo bueno y lo malo. Cuando estéis pasivamente alertas, en efecto, veréis que como consecuencia de esa pasividad —que no es pereza, que no es somnolencia sino extrema vigilancia— el problema tiene un sentido completamente distinto; y ello significa que no hay ya identificación con el problema, y, por lo tanto no hay juicio alguno; y así el problema empieza a revelar su contenido. Si podéis hacer eso constantemente, en forma continua, todo problema puede ser resuelto de manera fundamental, no superficialmente. Y esa es la dificultad, porque la mayoría de nosotros somos incapaces de estar pasivamente alertas, dejando que el problema revele su significación sin que lo interpretemos. No sabemos cómo considerar un problema desapasionadamente, si es que os agrada emplear esa palabra. Por desgracia, no somos capaces de hacer eso, porque queremos que el problema nos brinde un resultado, deseamos una respuesta, buscamos un fin; o tratamos de interpretar el problema de acuerdo con nuestro placer o dolor; o ya tenemos la respuesta de cómo habérnoslas con el problema. Por lo tanto abordamos un problema, que siempre es nuevo, con una vieja pauta. El reto es siempre lo nuevo, pero nuestra respuesta es siempre lo viejo; y nuestra dificultad consiste en enfrentarnos al reto adecuadamente, esto es, plenamente. Él es siempre un problema de interrelación; no existe otro problema. Y para hacer frente a este problema de interrelación, con sus exigencias siempre variables, para encararlo como es debido, adecuadamente, uno tiene que percibir de un modo pasivo; y esa pasividad no es cuestión de voluntad, de determinación, de disciplina. El darnos cuenta de que no estamos pasivos, es el comienzo. En la percepción de que deseamos una respuesta determinada a un problema dado, está, sin duda, el comienzo; es decir, en conocernos a nosotros mismos en relación con el problema, viendo cómo lo encaramos. Entonces, según vamos conociéndonos a nosotros mismos en relación con el problema —cómo respondemos, cuáles son nuestros diversos prejuicios y exigencias, qué perseguimos, al hacer frente al problema— esta alerta percepción revelará el proceso de nuestro propio pensar, de nuestra propia naturaleza interior; y en ello hay liberación.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 63
 
 
La vida es, pues, cuestión de interrelación; y para comprender esa interrelación, que no es estática, tiene que existir una percepción que sea flexible, un estado de conciencia alerta y pasiva, no agresivamente activa. Y, como ya lo he dicho, esa percepción pasiva no adviene por medio de disciplina o práctica alguna. Consiste simplemente en darse cuenta, de instante en instante, de nuestro pensar y sentir, y no sólo cuando estamos despiertos; porque veremos, a medida que penetremos en ello más a fondo, que empezamos a soñar, que empezamos a proyectar a lo consciente toda clase de símbolos, que interpretamos como sueños. Abrimos, pues, la puerta hacia lo inconsciente, que entonces se convierte en lo conocido; mas para encontrar lo desconocido, tenemos que continuar más allá de la puerta. Esa, por cierto, es nuestra dificultad. La realidad no es algo que pueda ser conocido por la mente, porque la mente es el resultado de lo conocido, del pasado. La mente, por lo tanto, tiene que comprenderse a sí misma y su funcionamiento, tiene que comprender su verdad; y sólo entonces es posible que lo desconocido sea.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 65
 
 
Antes que nada se necesita una mente serena, una mente no perturbada, para comprender cualquier cosa, especialmente algo que uno no conoce, algo en lo que la mente no puede penetrar: eso que el interlocutor dice que es Dios. Para comprender cualquier cosa, cualquier problema intrincado —de la vida o de la interrelación, cualquier problema, en realidad— la mente necesita cierta serena profundidad. ¿Y a esa serena profundidad se llega por alguna forma de coacción? La mente superficial puede forzarse, hacerse serena; pero, sin duda, esa serenidad es la quietud de la decadencia, de la muerte. No es capaz de adaptabilidad, de flexibilidad, de sensibilidad. La resistencia, pues, no es el camino. Ahora bien, para ver eso se requiere inteligencia, ¿no es así? Comprender que la mente se embota con la coacción, es ya el principio de la inteligencia ¿verdad? Lo es el ver que la disciplina es mera conformidad a una norma de acción, por obra del temor. Porque eso es lo que está implícito en el hecho de disciplinarnos a nosotros mismos: tememos no conseguir lo que deseamos. ¿Y qué ocurre cuando disciplináis la mente, cuando disciplináis vuestro ser? No hay duda —¿verdad?— de que él se torna muy duro, inflexible, falto de agilidad, inadaptable. ¿No conocéis personas que se han disciplinado, si es que tales personas existen? El resultado, evidentemente, es un proceso de decadencia. Hay un conflicto interior que uno echa a un lado, que uno oculta: pero siempre está ahí, candente. Vemos pues que la disciplina, que es resistencia, crea un hábito, y el hábito evidentemente, no puede ser productor de inteligencia: el hábito jamás lo es, la práctica jamás lo es. Podéis ser muy hábiles con los dedos practicando en el piano todo el día, haciendo algo con las manos; pero se requiere inteligencia para dirigir las manos, y ahora estamos investigando esa inteligencia. Si veis a alguien que consideráis feliz o que creéis ha realizado, y él hace ciertas cosas, vosotros, deseando esa felicidad, lo imitáis. Esa imitación se llama disciplina, ¿no es así? Imitamos a fin de recibir lo que otro tiene; copiamos a fin de ser felices, como nos figuramos que él es. ¿La felicidad se encuentra por medio de la disciplina? Y poniendo en práctica cierta regla practicando cierta disciplina, una norma de conducta, ¿sois libres alguna vez? Para descubrir, tiene sin duda que haber libertad, ¿no es así? Si habéis de descubrir algo, debéis ser interiormente libres, lo cual es obvio. ¿Acaso sois libres dirigiendo vuestra mente de un modo determinado, cosa que llamáis disciplina? No lo sois, evidentemente. Sois una simple máquina de repetir; resistís de acuerdo a cierta conclusión, a cierto modo de conducta. La libertad, pues, no puede llegar por medio de la disciplina. La libertad sólo puede surgir con la inteligencia; y esa inteligencia se despierta o tenéis esa inteligencia, tan pronto veis que cualquier forma de coacción niega la libertad, interior o externa. De modo que el primer requisito —no se trata de disciplina— es evidentemente la libertad; y sólo la virtud brinda esa libertad. La codicia es confusión; la ira es confusión; la amargura es confusión. Cuando eso lo veis, es obvio que ya estáis libres de tales, cosas. No es que vayáis a resistirles; veis que solo siendo libres podéis descubrir, que ninguna forma de coacción es libertad, y que así no hay descubrimientos. Lo que la virtud hace, por cierto, es daros libertad. La persona que no es virtuosa está confundida; ¿y cómo podéis descubrir cosa alguna en medio de la confusión? ¿Cómo lo podréis? La virtud no es, pues, el producto final de una disciplina; la virtud, es libertad, y la libertad no puede surgir mediante acción alguna que no sea virtuosa, que no sea verdadera en sí misma. Nuestra dificultad consiste en que la mayoría de nosotros hemos leído tanto, hemos seguido superficialmente tantas disciplinas: levantarnos todas las mañanas a cierta hora, sentarnos en cierta postura, tratando de sujetar la mente de cierta manera. Ya lo sabéis: práctica, práctica, disciplina. Porque se os ha dicho que si hacéis esas cosas llegaréis a la meta; si hacéis esas cosas durante un cierto número de años, al final tendréis a Dios. Puede que yo lo exprese con crudeza, pero esa es la base de nuestro pensar. Pero Dios, a buen seguro, no llega con tanta facilidad. Dios no es artículo negociable: yo hago esto y tú me das aquello.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 68
 
 
La mayoría de nosotros está tan condicionada por influencias externas, por doctrinas religiosas por creencias y por nuestra propia exigencia íntima de llegar a algo, de ganar algo, que es muy difícil para nosotros pensar de un modo nuevo sobre este problema, sin hacerlo en términos de disciplina. Así, pues, primero debemos ver muy claramente lo que implica la disciplina, cómo reduce la mente, cómo la limita, cómo la obliga a una acción determinada por obra de nuestro deseo, de las influencias y de todo lo demás. Y no es posible que una mente condicionada sea libre, por «virtuoso» que sea ese «condicionamiento»: y ella, por lo tanto, no puede comprender la realidad. Y Dios, la realidad, o como os plazca llamarla —el nombre no importa— sólo puede manifestarse cuando hay libertad, y no hay libertad donde hay coacción, positiva o negativa, por causa del temor. No hay libertad si buscáis un fin, porque ese fin os ata. Puede que estéis libres del pasado, pero el futuro os retiene; y eso no es libertad. Y sólo en la libertad puede uno descubrir algo: una nueva idea, un sentimiento nuevo, una nueva percepción. Y toda formable disciplina basada en la coacción, niega esa libertad, ya sea política o religiosa. Y puesto que la disciplina —que es adaptación a una acción con un fin en vista— ata la mente, ésta nunca puede ser libre. Sólo puede funcionar dentro de esa ranura, a semejanza de un disco de fonógrafo.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 70
 
 
De suerte que, por la práctica, por el hábito, por el cultivo de un dechado, la mente sólo logra lo que tiene en vista. No es libre, por lo tanto; no puede realizar aquello que es inconmensurable. El darse cuenta de ese proceso total, de por qué os disciplináis constantemente de acuerdo con la opinión pública con ciertos santos (es cosa bien sabida eso de adaptarse a la opinión, ya sea la de un santo o la del vecino, que lo mismo da); el darse cuenta de toda esa conformidad por medio de la práctica, de los modos sutiles de someteros, de negar, de afirmar, de reprimir, de sublimar, todo lo cual implica adaptación a un modelo: el darse cuenta de todo eso es ya el principio de la libertad, de la cual surge la virtud. La virtud, por cierto, no es el cultivo de una idea en particular. La «no codicia», por ejemplo, si se la persigue como un fin, ya no es virtud, ¿verdad? En otras palabras: ¿sois virtuosos si tenéis conciencia de no ser codiciosos? Y, sin embargo, eso es lo que hacemos por medio de la disciplina.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 71
 
 
Como veis que todo es transitorio, que nada es permanente, deseáis tener la sensación de que al menos existe la permanencia del «yo». Decís «yo soy diferente». En esa acción separatista de la mente hay conflicto: ella crea un aislamiento para sí y entonces dice: «Yo soy diferente de mi pensamiento. Debo dominar mi pensamiento. ¿Cómo he de dominarlo?». Semejante pregunta no es válida. Si lo examináis, veréis que sois un haz de intereses, un manojo de pensamientos; y escoger un pensamiento y descartar los otros, escoger un interés y rechazar otro, es continuar con la treta de separaros a vosotros mismos del pensamiento. Mientras que si reconocéis que la mente es interés, que la mente es pensamiento, que no existe un pensador y un pensamiento, entonces abordaréis el problema en una forma enteramente nueva. Veréis entonces que no existe conflicto entre el pensador y el pensamiento; entonces todo interés tiene significación, y es tratado, considerado y resuelto plena y completamente. Entonces no existe el problema de un interés central, fuera del cual hay distracción.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 78
 
 
Así, pues, la religión no es evidentemente ceremonia. La religión no es dogma. La religión no es la continuación de ciertos principios o creencias inculcadas desde la niñez. Que creáis en Dios o no creáis en Dios, ello no os convierte en personas religiosas. La creencia, por cierto, no os torna religiosos. El hombre que lanza una bomba atómica y destruye en pocos minutos a miles y miles de personas, puede que crea en Dios; y ni el que lleva una vida estúpida y también cree en Dios, ni la persona que no cree en Dios, son sin duda personas religiosas. El creer o el no creer, nada tiene que ver con la búsqueda de la realidad o con el descubrimiento y vivencia de esa realidad, lo cual es religión. La vivencia de la realidad es religión, y esa vivencia no se alcanza mediante ninguna creencia organizada, ninguna iglesia, ningún conocimiento, sea de Oriente o de Occidente. Religión es la capacidad de experimentar directamente aquello que es inconmensurable, que no puede expresarse en palabras; pero eso no puede experimentarse mientras huyamos de la vida, de esa vida que hemos convertido en algo tan torpe, tan vacío, tan rutinario. La vida, que es interrelación, ha llegado a ser cuestión de rutina porque en lo íntimo no hay intensidad creadora, porque interiormente somos pobres; y es por eso que exteriormente tratamos de llenar ese vacío con creencias, con diversiones y conocimientos, con diversas formas de excitación.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 80
 
 
Hay «creatividad» en nosotros cuando experimentamos la realidad constantemente pero no de un modo continuo; porque hay una diferencia entre la continuidad y el experimentar de instante en instante. Lo que continúa decae. Aquello que se experimenta de instante en instante, ni muere ni decae. Si podemos experimentar algo de instante en instante, ello tiene vitalidad, posee vida; si podemos enfrentar la vida en todo momento de un modo nuevo, en ello hay «creatividad». Pero tener una experiencia cuya continuidad deseáis, es algo en que hay decadencia.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 81
 
 
El conocimiento propio es el principio de la sabiduría; y sin conocimiento propio no puede haber sabiduría.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 82
 
 
Tal vez yo pueda concentrarme; pero mientras haya conflicto dentro de mí entre lo que atrae mi atención y lo que yo excluyo —mientras en mí haya conflicto, éste ha de tener un efecto perjudicial—. Porque la represión de cualquier clase tiene que lacerarme psicológicamente, ocasionándome una dolencia física o un desequilibrio mental. Lo que se reprime tiene finalmente que salir a luz, y una manera de que ello ocurra es por medio de los sueños.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 84
 
 
La renovación es posible solamente si no hay continuidad. Lo que continúa no tiene posibilidad de renovarse: lo que termina sí tiene posibilidad de renovación. Aquello que muere tiene posibilidad de renacer.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 85
 
 
 
Ciertamente, la «creatividad» sólo surge de instante en instante.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 86
 
 
La meditación tiene gran importancia. Puede ser la puerta del verdadero conocimiento propio, y puede abrir la puerta a la realidad; y en el hecho de abrir la puerta y experimentar directamente, está la posibilidad de comprender la vida, que es interrelación. La meditación —el verdadero tipo de meditación— es esencial. Averigüemos, pues, cuál es el tipo correcto de meditación; y para averiguar qué es lo verdadero, debemos abordarlo en forma negativa. Decir simplemente que ésta o aquélla es la verdadera meditación, os dará tan sólo una norma, que adoptaréis y pondréis en práctica; mas esa no será la verdadera meditación. De modo que, mientras hable de ello, tened a bien seguirme atentamente y experimentar a medida que prosigamos juntos. Porque hay diferentes tipos de meditación. No sé si alguno de vosotros los ha puesto en práctica o se ha entregado a ellos —retirándose a una habitación cerrada, sentándose en un rincón oscuro, etc. Examinemos, pues, el proceso total de lo que llamamos meditación. Consideremos en primer lugar la meditación en la que está incluida la disciplina. Cualquier forma de disciplina sólo fortalece el «yo»; y el «yo» es fuente de contienda, de conflicto. Esto es, si nos disciplinamos para llegar a ser algo, tal como lo hace mucha gente —«este mes voy a ser bondadoso, voy a practicar la bondad», etc.—, tal disciplina, tal práctica, no puede sino fortalecer el «yo». Puede que seáis bondadosos en lo exterior, pero no hay duda de que un hombre que practica la bondad y tiene conciencia de su bondad, no es bondadoso. De modo que esa práctica que la gente también llama «meditación» no es, evidentemente, la verdadera meditación; porque, como ayer fue dilucidado, si practicáis algo, en eso la mente queda atrapada, y así no hay libertad. Pero la mayoría de nosotros desea un resultado, es decir, esperamos ser bondadosos a fin de mes o al final de cierto período, porque los instructores han dicho que al final debemos ser buenos para encontrar a Dios: Dado que nuestro deseo es encontrar a Dios como fuente definitiva de nuestra seguridad y felicidad, compramos a Dios mediante la benevolencia —lo cual evidentemente, es fortalecer el «yo» y «lo mío», un proceso por el que uno se encierra en sí mismo; y nada que limite, ninguna acción que ate, podrá jamás dar libertad. Eso sin duda, es evidente. Quizá podamos discutirlo en otra ocasión, si ahora no resulta claro. Luego viene todo ese proceso de concentración que también se llama meditación. Os sentáis con las piernas cruzadas (porque así se usa en la India), o en una silla, en un cuarto oscuro, frente a un cuadro o imagen, y tratáis de concentraros, en una palabra, o en una frase, o en una imagen mental, excluyendo todos los demás pensamientos. Estoy seguro que muchos de vosotros lo habéis hecho. Pero los demás pensamientos continúan afluyendo, y vosotros los rechazáis; y en esa lucha seguís hasta que sois capaces de concentraros en un pensamiento con exclusión de todo lo demás. Entonces os sentís complacidos: por fin habéis aprendido a fijar vuestra mente en un punto, cosa que creéis esencial. De nuevo os pregunto: ¿descubrís algo por medio de la exclusión? ¿Puede la mente aquietarse mediante la exclusión, reprimiendo, negando? Porque, como lo he dicho, sólo puede haber comprensión cuando la mente está realmente quieta, no reprimida, no tan concentrada en una idea que ésta llegue a ser exclusiva —ya sea la idea de un Maestro, o de alguna virtud, o lo que os plazca—. La mente nunca puede estar quieta mediante la concentración. Superficialmente, en las primeras capas de la conciencia, puede que por la fuerza logréis quietud, que aquietéis perfectamente vuestro cuerpo, vuestra mente; pero, de seguro, eso no es la quietud de todo vuestro ser. Nuevamente: tampoco eso es meditación. Eso es mera coacción: cuando la máquina desea correr a toda velocidad, la sujetáis, le ponéis freno. Al paso que, si sois capaces de examinar todo interés, todo pensamiento que acuda a vuestra mente; si lo ahondáis de manera plena, completa; si reflexionáis sobre todo pensamiento, entonces la mente ya no divagará porque ella habrá descubierto el valor de cada pensamiento. Dejará, por lo tanto, de sentirse atraída, lo cual significa que ya no habrá distracción. Una mente susceptible de ser distraída y que se resiste a la distracción, no está capacitada para meditar. ¿Qué es, en efecto, la distracción? Espero que pongáis a prueba lo que estoy diciendo, que lo experimentéis mientras hablo, para descubrir la verdad al respecto. Es la verdad lo que trae liberación, no mis palabras ni nuestras opiniones. Llamamos distracción cualquier movimiento que nos aleje de aquello en lo cual creemos que debemos estar interesados. Escogéis así, un interés determinado —lo que suele llamarse un «noble interés»— y fijáis vuestra mente en él; pero cualquier movimiento que os aleje de él es una distracción, y por lo tanto resistís a la distracción. ¿Por qué, empero, escogéis ese interés particular? Porque él os resulta grato, evidentemente; porque él os da una sensación de seguridad, de plenitud, una sensación de ser otro. Decís, por lo tanto: «debo fijar mi mente en eso», y todo movimiento que de ello os aleje, es una distracción. Pasáis vuestra vida batallando con las distracciones, y fijáis vuestra mente en algo distinto. Mientras que, si examináis toda distracción y no sólo fijáis vuestra mente en una atracción determinada, veréis que la mente ya no será susceptible de ser distraída, porque ha comprendido tanto la distracción como la atracción. Y, por lo tanto, la mente es capaz de percepción extraordinaria y extensiva sin excluir nada. Así, pues, la concentración no es meditación, y disciplinar no es meditar. Luego están las plegarias todo ese problema de orar y recibir. También a eso se le llama meditación. ¿Qué entendemos por orar? En su forma burda, la oración es súplica; y hay formas sutiles en distintos niveles de la oración. Todos conocemos la forma burda. Estoy en apuros, me siento desagraciado, física o psicológicamente, y necesito ayuda. Entonces imploro, suplico; y, evidentemente, hay una respuesta. Si no hubiera respuesta alguna, la gente no rezaría. Millones de personas rezan. Sólo rezáis cuando estáis en apuros, no cuando sois, felices, ni cuando hay en vosotros esa extraordinaria sensación de ser otro. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando, oráis? Tenéis una formula, ¿no es así? Con la repetición de una fórmula, la mente superficial se aquieta, ¿verdad? Intentadlo, y lo veréis. Repitiendo ciertas frases o palabras, gradualmente veréis que vuestro ser se aquieta. Esto es, vuestra conciencia superficial se calma; y entonces, en ese estado, sois capaces de recibir las insinuaciones de algo diferente, ¿no es así? De tal modo, calmando la mente por medio de la palabra repetida, por medio de las llamadas oraciones, puede que recibáis indicaciones e insinuaciones no sólo del subconsciente, sino de cualquiera de las cosas que os rodean; pero eso, por cierto, no es meditación. Porque lo que recibís tiene que ser agradable; de lo contrario lo rechazaríais. Así, cuando oráis, aquietando de ese modo la mente, vuestro deseo es resolver un problema dado, o una confusión, o algo que os causa dolor. Por lo tanto, buscáis una respuesta que sea satisfactoria. Y cuando eso lo veis, decís: «No debo buscar satisfacción; me abriré a algo que sea doloroso». A tal punto la mente es capaz de jugarse tretas a sí misma, que hay que darse cuenta del contenido total de este problema de la oración. Uno ha aprendido una treta: la de aquietar la mente de modo que pueda recibir ciertas respuestas, agradables o desagradables. Pero eso no es meditación, ¿verdad? Está luego ese asunto de la devoción por alguien del amor que prodigáis a Dios, a una imagen, a algún santo o algún Maestro. ¿Es eso meditación? ¿Por qué fluye vuestro amor hacia Dios, hacia eso que no os es posible conocer? ¿Por qué nos sentimos tan atraídos por lo desconocido y le consagramos nuestra vida, nuestro ser? ¿Acaso este problema de la devoción no indica que, siendo desgraciados en nuestra vida, no teniendo relaciones vitales con otros seres humanos, tratamos de proyectarnos en algo, en lo desconocido, y adoramos lo desconocido? Bien sabéis que las personas devotas a alguien, a algún Dios, a alguna imagen, a algún Maestro, son generalmente crueles, obstinadas. Son intolerantes con los demás, dispuestas a destruirlos, porque se han identificado en grado sumo con esa imagen, con ese Maestro, con esa experiencia. Por tanto, lo repito, el fluir de la devoción hacia un objeto, creado por uno mismo o por otra persona, no es ciertamente meditación. ¿Qué es, pues, la meditación? Si ninguna de esas cosas lo es —la disciplina, la concentración, la devoción— ¿qué es entonces la meditación? Esas son las formas que conocemos, con las cuales estamos familiarizados. Mas para descubrir aquello con lo cual no estamos familiarizados, primero hemos de estar libres de las cosas que nos son familiares, ¿no es cierto? Si no son verdaderas, deben desecarse. Sólo entonces seréis capaces de descubrir qué es la verdadera meditación. Si nos hemos acostumbrado a los falsos valores, esos falsos valores deben cesar —¿no es así? — a fin de encontrar el nuevo valor, y no porque yo lo diga, sino porque vosotros mismos lo habéis pensado y lo habéis sentido. Y cuando esos valores se han ido, ¿qué os queda? ¿Qué residuo queda del examen de esas cosas? ¿No revelan ellas el proceso de vuestro propio pensar? Si os habéis entregado a esas cosas y veis que son falsas, descubrís por qué os habéis entregado a ellas; y, por lo tanto, el examen mismo de todo eso revela el rumbo de vuestro propio pensar. De modo que el examen de estas cosas es el principio del conocimiento propio. ¿No es así? La meditación, pues, es el principio del conocimiento propio. Sin ese conocimiento, podéis sentaros en un rincón, meditar en los Maestros, desarrollar virtudes; todo ello es ilusión y no tiene sentido alguno para la persona que realmente desea descubrir qué es la verdadera meditación. Porque, no habiendo conocimiento propio vosotros mismos proyectáis una imagen que llamáis el Maestro; y esa imagen se convierte en el objeto de vuestra devoción, por el cual estáis dispuestos a sacrificaros, a construir, a destruir. Por consiguiente, tal como lo he explicado, sólo hay una posibilidad de conocernos a nosotros mismos en la medida en que examinamos nuestra relación con esas cosas, lo cual revela el proceso de nuestro propio pensar; y por lo tanto surge la claridad en todo nuestro ser. Este es el principio de la comprensión, del conocimiento de uno mismo. Sin conocimiento propio no puede haber meditación; y sin meditación no puede haber conocimiento propio. Encerraros en un rincón, sentaros frente a un cuadro, desarrollar virtudes mes tras mes —una virtud distinta cada mes: verde, púrpura, blanco y todo lo demás— ir a la iglesia, celebrar ceremonias: ninguna de esas cosas es meditación o verdadera vida espiritual. La vida espiritual nace al ser comprendida la interrelación, con lo cual comienza el conocimiento propio. Ahora bien, cuando habéis pasado por eso y habéis abandonado todos esos procesos, que sólo revelan el «yo» y su actividad, existe una posibilidad; la de que la mente pueda estar serena no sólo en la superficie sino también interiormente, ya que entonces cesan todas las exigencias. No se persigue la sensación, no hay sentido alguno de devenir, de que llegue a ser algo en el futuro, en el mañana. El Maestro, el iniciado, el discípulo, el Buda: ya sabéis que eso es escalar los peldaños del éxito, llegar a ser algo. Todo eso ha cesado porque implica el proceso del devenir. Sólo hay cesación del devenir cuando existe la comprensión de lo que es, y la comprensión de lo que es nos viene por medio del conocimiento propio, el cual revela exactamente lo que uno es. Y cuando cesa todo deseo (lo que sólo puede ocurrir mediante el conocimiento propio), la mente está serena. La terminación de todo deseo no puede ser obra de la coacción, de la devoción, de la oración de la concentración. Todo ello acentúa simplemente el conflicto del deseo en los opuestos. Más cuando todo eso cesa, la mente está de veras serena, y no sólo de manera superficial, en los niveles superiores, sino en lo íntimo y profundo. Sólo entonces es posible que ella reciba aquello que es inconmensurable. La comprensión de todo esto, no sólo de una parte, es meditación. Porque si no sabemos meditar, tampoco sabremos actuar. La acción, después de todo, es el conocimiento propio en la vida de relación; y el mero hecho de encerrarse en un recinto sagrado quemando incienso, leyendo acerca de ajenas meditaciones y de su significación, es absolutamente inútil, carece de sentido. Es una maravillosa evasión. Pero el percibir toda esa actividad humana que somos nosotros mismos: el deseo de lograr, el deseo de triunfar, el deseo de tener ciertas virtudes todo lo cual acentúa el «yo» cómo lo importante ahora o en el futuro, el devenir del «yo» —el percibir todo eso en su totalidad, es el principio del conocimiento propio y el comienzo de la meditación—. Entonces, si estáis realmente alertas, veréis que ocurre una transformación maravillosa que no es una expresión verbal, que no es «verbalización», mera repetición, sensación. De un modo efectivo, real, vigoroso, ocurre algo que no se puede denominar, que no se puede definir. Y eso no es el don de unos pocos, ni un don de los Maestros. El conocimiento propio es posible para todos, si estáis dispuestos a experimentarlo, a intentarlo. No tenéis que ingresar a ninguna sociedad, leer libro alguno ni sentaros a los pies de ningún Maestro, pues el conocimiento propio os libra de todos esos absurdos, de las estupideces de invención humana. Y sólo entonces, mediante el conocimiento propio y la verdadera meditación, surge la libertad. En esa libertad se manifiesta la realidad, pero no podéis lograr la realidad por medio de procesos mentales. La realidad debe venir a vosotros; y sólo puede venir a vosotros cuando estáis libres del deseo.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 86
 
 
Si a un hombre ilustrado, por erudito que sea y por enciclopédicos que resulten sus conocimientos, le falta amor, su saber carece ciertamente de valor: es mera cultura libresca.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 94
 
 
A mi parecer, pues, la dificultad en que nos hallamos la mayoría de nosotros proviene de habernos entregado a muchas creencias y dogmas que nos impiden mirar de un modo nuevo toda cosa nueva; y, por lo tanto, dado que la realidad, Dios, o lo que sea, debe ser algo inimaginable, algo inconmensurable, no hay posibilidad de que la mente pueda comprender. Haga lo que haga, la mente no puede ir más allá de sí misma. Puede crear la realidad a su propia imagen; pero eso no será la realidad. Será solamente la proyección de sí misma. Y, por tanto, para comprender la realidad, o para que esa inmensidad se manifieste, uno debe comprender el proceso de su propio pensar. Ese es, sin duda, el enfoque obvio. No es mi enfoque ni vuestro enfoque: es el único enfoque inteligente. Y la inteligencia no es vuestra ni mía: está mucho más allá de todos los países y todos los senderos, más allá de toda actividad religiosa, social y política. No pertenece a ninguna sociedad o grupo en particular. La inteligencia sólo se manifiesta con la comprensión de uno mismo, lo cual por cierto, no significa poner énfasis en el individuo. Es todo lo contrario. Es la insistencia en un sendero o en una creencia, en una ideología, lo que pone el acento sobre el individuo, aunque ese individuo pertenezca a un vasto grupo o esté identificado con dicho grupo. La mera identificación con lo colectivo no significa que uno está libre de la individualidad limitada.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 94
 
Si yo no me conozco a mí mismo, no tengo base para pensar; cualquier cosa que piense es simplemente una imposición, una aceptación de diversas influencias externas, una coacción circunstancial. Eso, indudablemente, no es pensar. El hecho de que se me haya criado en una sociedad determinada, de izquierda o de derecha, y haya aceptado desde mi niñez cierta ideología, no significa que yo sea capaz de pensar en la vida de un modo nuevo. Funciono, simplemente, en ese molde especial, y rechazo cualquiera otra cosa que se me dé. Mientras que, para pensar de un modo justo, verdadero, profundo, debo empezar por poner en tela de juicio todo el proceso del medio ambiente y la influencia externa del medio del que formo parte. Si no comprendo todo ese proceso en toda su sutileza, carezco ciertamente de base para pensar.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 95
 
 
Yo no soy propagandista; me horroriza la propaganda. Pero eso es lo que está ocurriendo en el mundo, con los periódicos, las revistas, el cine, la radio y todo lo demás. ¿No es cierto? Vosotros continuáis realmente interesados en lo que hacéis, y la radio o el periódico os van dando propaganda. Vuestra mente se halla en otra parte, pero absorbéis sin daros cuenta; y más tarde, cuando esa absorción se ve estimulada, manifiéstase como respuesta automática a la guerra, al nacionalismo, a la aceptación de ciertas creencias, ya sean de la derecha o de la izquierda. ¿Cómo creéis que los niños se impregnan de ciertas ideas? Es por el constante impacto de esas ideas en lo inconsciente. Y ellos las aceptan; cuando crecen, siguen siendo los mismos, de derecha o de izquierda, de esta o aquella religión, con innumerables creencias y mentes condicionadas. El inconsciente ha estado absorbiendo todo el tiempo. Y puede absorber tanto lo feo como lo bello, lo verdadero como lo falso. Y nuestra dificultad consiste en libertarnos de esas impresiones y en mirar la vida de un modo nuevo, ¿no es así? ¿Es posible libertarse de la influencia de esos continuos impactos, es decir, darse cuenta de esos impactos y no dejarse influenciar por ellos? Porque ellos están presentes. Podemos ser lo suficientemente sensibles, lo suficientemente alertas, como para saber qué es falso, qué es engañoso, de suerte que ni siquiera haya resistencia ¿Porque tan pronto hacéis resistencia, fortalecéis aquello que resistís y así os convertís en parte de ello? Mas si lo comprendéis, entonces no hay duda de que ya no influirá en lo consciente o en lo inconsciente. ¿Es, pues, posible libertarse de todas las influencias condicionantes en las cuales se nos ha educado? ¿Del nacionalismo, de las diferencias de clase, de las innumerables creencias religiosas, de las ideologías políticas? Hay que ser libre, por cierto; de lo contrario, no se puede descubrir lo que está más allá de la libertad. Mas para ser libre hay que examinar todas esas cosas y no aceptar ninguna, lo cual no es cultivar la duda, ¿no es así? De suerte que para ese proceso mismo, hay que comprender el contenido de la propia conciencia, de lo que uno es.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 103
 
 
De suerte que existe esa cosa llamada pecado, el sentimiento de culpa. Puede que uno haya hecho algo malo, como vejar a alguien o chismear, pero lo peor que uno pueble hacer, seguramente, es continuar en ello. Si notáis que habéis cometido un error, observadlo, examinadlo a fondo y libraos de él; no continuéis repitiéndolo. Porque, sin duda, esa sensación de ansiedad por algo que uno ha hecho en el pasado o que pueda hacer al minuto siguiente esa constante preocupación al respecto, ese temor, no hace más que acrecentar la inquietud de la mente, ¿no es así? La murmuración, la zozobra, indican desasosiego de la mente. Cuando no hay desasosiego ni distracción, sino un estado de alerta, de vigilancia, entonces el problema desaparece, ¿no es cierto? El sentimiento de culpa, a la mayoría de nosotros nos mantiene a raya. Pero eso no es sino miedo; y el miedo, sin duda alguna, no produce claridad de comprensión. En el miedo no hay comunión. Y es ese miedo el que tiene que arrancarse de raíz, no el sentimiento de que uno está pecando.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 105
 
 
Para lograr una acción colectiva, recurrimos a la fuerza o al autoritarismo; o a una forma de temor, amenaza o recompensa, con lo cual estamos todos familiarizados. El Estado, o un grupo de individuos, establece cierto propósito y entonces compele, coacciona o persuade a los demás para que cooperen, dándoles recompensas o castigos: todas las diversas formas de lograr la acción coordinada que conocemos. Y el interlocutor quiere saber si el énfasis en el individuo, implícito en la pregunta, impide la acción coordinada. Ello significa: si hay un propósito común con el cual todos estamos de acuerdo, ¿no debemos someternos a él, dejando de lado nuestra propia voluntad? ¿Cómo es posible la cooperación? —eso es realmente lo esencial del asunto, ¿no es así?—. La cooperación, la acción coordinada, son obra del miedo o de la inteligencia y el amor. Cuando tal o cual nación está en guerra, hay cooperación basada en el miedo; y, al parecer, el miedo, el odio, los celos, unen a los hombres con más rapidez que la inteligencia y el amor. Los estadistas y políticos perspicaces se dan cuenta de ello y lo instigan, lo cual, asimismo, nos resulta familiar. ¿Pero será posible unir a las personas de un modo inteligente, por medio del afecto? Ese es realmente el problema, ¿no es así? En efecto, vemos cada vez más que la gente se une por obra del odio, del miedo, de la coacción: movimientos de masa, uso de medios psicológicos para persuadir, propaganda, y todo lo demás. Y si ese es el camino, entonces resulta vano todo lo que estamos discutiendo. Pero si no cooperáis, si no os unís por medio de la codicia, ¿hay alguna otra manera de hacerlo? Y si existe un medio, ¿no debéis subordinar la voluntad del individuo a un propósito más elevado? Digamos, por ejemplo: todos estamos de acuerdo en que debe haber paz en el mundo. ¿Y cómo es posible esa paz? La paz sólo es posible cuando no hay egoísmo, por cierto; cuando el «yo» no es importante. Como soy pacífico en mí mismo, mis actos serán pacíficos; no seré, por lo tanto, antisocial. Y alejaré de mí todo lo que contribuya al antagonismo. Por consiguiente, tengo que pagar el precio de la paz, ¿no es así? Pero la paz debe originarse en mí mismo. Y cuanto mayor sea el número de nosotros que tenga esa actitud, mayor será, por cierto la posibilidad de paz en el mundo —lo cual no significa subordinación de la voluntad individual al todo, a un propósito, a un plan, a una utopía. Veo, en efecto, que no puede haber paz mientras yo no sea pacífico. Ello significa: nada de nacionalismo, nada de clase. Conocéis todas las cosas que implica el hecho de ser pacíficas, el cual significa ser completamente exento de egoísmo. Cuando eso exista, entonces cooperaremos. Entonces será inevitable que haya cooperación. Cuando hay coacción extraña para obligarme a cooperar con el Estado, con un grupo, puede que yo coopere, pero en mi fuero íntimo estaré en lucha, no habrá alivio alguno. O puede que yo me valga de la utopía como medio de hallar plena satisfacción, lo cual es también expansión de uno mismo. Así, pues, mientras la voluntad del individuo se someta a determinada idea por causa de la codicia, de la identificación, tiene que haber finalmente conflicto entre el individuo y lo colectivo. De suerte que el énfasis, sin duda, no ha de ponerse en el individuo y lo colectivo como opuestos entre sí, sino en la liberación del sentido del «yo» y de «lo mío». Habiendo esa libertad, no hay problema del individuo en oposición a lo colectivo. Pero como eso parece casi imposible, se nos induce a que nos unamos a lo colectivo a fin de producir una acción determinada, a que sacrifiquemos al individuo en aras del todo; y ese sacrificio nos lo exigen otros hombres, los líderes. Es posible, mientras tanto, considerar todo este problema inteligentemente, no como relativo a lo individual y a lo colectivo, y darnos cuenta de que no puede haber paz mientras vosotros y yo no seamos pacíficos en nosotros mismos; y que la paz no puede comprarse a ningún precio. Vosotros y yo tenemos que vernos libres de las causas que producen conflicto en nosotros mismos. Y el centro del conflicto es el «ego», el «yo». Pero la mayoría de nosotros no quiere librarse de ese «yo». Esa es la dificultad. Casi todos gustamos de los placeres y las penas que trae el «yo»; y mientras estemos dominados por el placer y las penas del «yo», habrá conflicto entre el «yo» y la sociedad, entre el «yo» y lo colectivo; y lo colectivo dominará al «yo» y lo destruirá, si puede. Pero el «yo» es mucho más fuerte que lo colectivo; por tanto, siempre lo embauca y trata de asegurarse una posición para él, para expandirse, para satisfacerse.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 106
 
 
La verdadera función del hombre, a no dudarlo, consiste en libertarse del «yo»; y por lo tanto en la búsqueda de la realidad, en el descubrimiento y el advenimiento de la realidad. Las religiones juegan con ello en sus ritos y jerigonzas; ya conocéis todo ese negocio. Pero si uno llega a darse cuenta de todo este proceso que hemos estado dilucidando durante años, surge una posibilidad de que funcione la inteligencia recién despierta. En ello no hay autoliberación ni autorrealización, sino «creatividad». Es esta acción creadora de la realidad, que no está sujeta al tiempo, la que a uno lo emancipa de todo este problema de lo colectivo y lo individual. Entonces esta uno realmente en condiciones de ayudar a crear lo nuevo.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 108
 
 
De suerte que, si las ideas son el resultado de la sensación, y lo son, y si la mente está llena de ideas, si la mente es idea, entonces hay una continuación de la mente como manojo de ideas. Pero eso, sin duda, no es inmortalidad; porque las ideas son mero resultado de las sensaciones, del placer y del «no placer»; y la inmortalidad tiene que ser algo que esté más allá de las ideas, algo sobre lo cual no es posible que la mente especule; porque la mente sólo puede especular en términos de placer y de dolor, de evasión y de aceptación. Como la mente sólo puede pensar en esos términos, por más extensiva y profundamente que lo haga ella sigue basándose en la idea; pero el pensamiento, la idea, tiene continuidad, y es obvio que aquello que continúa no es inmortalidad. De modo que para conocer o experimentar la inmortalidad, o para la vivencia de ese estado, no debe haber ideación. Uno no puede pensar acerca de la inmortalidad. Si podemos vernos libres de la ideación, es decir, si no pensamos en términos de ideas, entonces hay tan sólo un estado de vivencia, un estado en que la ideación ha cesado por completo. Podéis experimentar con esto vosotros mismos; no aceptéis lo que os digo. Porque hay mucho involucrado en todo esto. La mente ha de estar del todo quieta, sin moverse hacia atrás ni hacia adelante, sin ahondar ni encumbrarse. Es decir, la ideación debe cesar por completo. Y eso es sumamente difícil. Por tal causa nos apegamos a palabras como «alma», «inmortalidad», «continuidad», «Dios», todas las cuales tienen efectos neurológicos que son sensaciones. Y de esas sensaciones se alimenta la mente. Privad a la mente de esas cosas, y está perdida. Por eso se aferra con gran fuerza a las experiencias pasadas, ahora convertidas en sensaciones.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 110
 
 
Sólo cuando la mente está libre de ideas, puede haber vivencia.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 112
 
 
¿Es posible que la mente esté serena —no parcialmente sino en su totalidad— hasta el punto de tener experiencia directa de aquello que no puede pensarse, que no puede ser expresado en palabras? Es obvio que aquello que continúa está dentro de los limites del tiempo; y, a través del tiempo, lo atemporal no puede manifestarse. Por tanto, Dios, o lo que sea, no puede ser objeto de pensamiento. Si pensáis al respecto, lo que hay es sólo una idea, una sensación por lo tanto ya no es verdadero. Es simplemente una idea que continúa, que es heredada o condicionada; y tal idea no es eterna, inmortal, atemporal. Es esencial que esto lo sintamos realmente, que veamos su verdad a medida que lo vamos dilucidando. No digáis «esto es así, aquello no es así»; «creo en la inmortalidad, y Ud. no»; «es Ud. agnóstico y yo religioso». Todas esas expresiones son irreflexivas, sin madurez, y no tienen significación alguna. Estamos tratando de algo que no es simple asunto de opinión, de simpatía o de aversión, ni de prejuicio. Procuramos descubrir qué es la inmortalidad, mas no como lo hace la gente llamada «religiosa», que pertenece a uno u otro culto. Nosotros intentamos experimentar ese estado, percibirlo, porque en él hay creación. Una vez que se lo ha experimentado, vivido, entonces el problema entero de la vida sufre un cambio significativo, revolucionario; y, sin eso, todas las disputas y opiniones triviales carecen en realidad de significación. Es preciso, pues, darse cuenta de todo este proceso, de cómo surgen las ideas, de cómo la acción emana de las ideas, y cómo éstas, que dependen de la sensación, dominan la acción y por lo tanto la limitan. No importa de quien sean las ideas, si de la izquierda o de la extrema derecha. Mientras nos aferremos a las ideas, permaneceremos en un estado en que no puede haber vivencia alguna. Entonces vivimos tan sólo en la esfera del tiempo: en el pasado, que brinda más sensación; o en el futuro, que es otra forma de sensación. Sólo cuando la mente está libre de ideas, puede haber vivencia. Escuchad esto, simplemente; no lo rechacéis ni lo aceptéis. Escuchadlo como escucharíais el viento entre los árboles. No ponéis objeciones al viento entre los árboles; resulta agradable. Si os desagrada, os alejáis. Haced lo mismo aquí. No rechacéis: averiguad, simplemente. Porque son muchas las personas que han expresado sus opiniones sobre esta cuestión de la inmortalidad. Los instructores religiosos hablan de ella, como lo hace todo predicador a la vuelta de la esquina. Son tantos los santos, tantos los autores que niegan o afirman; dicen que hay inmortalidad, o que el hombre es tan sólo el resultado de influencias del medio ambiente, etc. Las opiniones abundan. Pero las opiniones no son la verdad; y la verdad es algo que ha de ser experimentado directamente, de instante en instante; no es una experiencia que deseáis, lo cual resulta entonces mera sensación. Y sólo cuándo se logra ir más allá del manojo de ideas que es el «yo», la mente, y que tiene una continuidad parcial o completa, sólo cuando se puede ir más allá de eso, sólo cuando el pensamiento está totalmente callado, sólo entonces hay un estado de vivencia. Entonces uno sabrá lo que es la verdad.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 111
 
 
Puede decirse, pues, que uno se engaña a sí mismo y que está en la ilusión cuando se identifica con un país, con una creencia, con una idea, con una persona, etc.; o cuando existe el deseo de repetir una experiencia, que es la sensación de la experiencia; o cuando, al recordar la niñez, uno desea repetir sus experiencias: el deleite, la amistad estrecha, la sensibilidad; o cuando uno desea ser algo. Es sumamente difícil no ser engañado, ya sea por uno mismo o por otro; y el engaño cesa tan sólo cuando no existe el deseo de ser algo. Entonces la mente es capaz de ver las cosas tal cuales son, de ver el significado de lo que es; entonces no hay lucha entre lo falso y lo verdadero; entonces no hay búsqueda de la verdad como distinta de lo falso. Lo importante, pues, es comprender el proceso de la mente; y esa comprensión es de hecho, no teórica, sentimental ni romántica; no consiste en encerrarse en un cuarto oscuro y meditar sobre todo ello, ni en tener imágenes de visiones; nada de todo eso tiene que ver con la realidad. Y como casi todos somos sentimentales, románticos, como buscamos sensación, estamos atrapados en las ideas; y las ideas no son lo que es. Por lo tanto, la mente que está libre de ideas —que son sensaciones— está libre de ilusión.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 115
 
 
Para ser sensible a lo que uno es, requiérese cierta espontaneidad; y es en esa espontaneidad que uno descubre.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 118
 
 
La generosidad de la mano es una cosa, y la generosidad del corazón es otra. La generosidad que se cultiva es la de la mano; la generosidad del corazón no podéis cultivarla. Si os ponéis a cultivar la generosidad del corazón, entonces llenáis el corazón de las cosas de la mente.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 119
 
 
Cuando no le dais nombre a una cosa, ella se desvanece.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 120
 
 
Resulta importante descubrir lo qué uno es, sorprenderse y sentirse chocado al descubrir lo que uno es, cuando uno se creía tan maravilloso. Es del todo romántico, idiota y estúpido pensar que uno es esto o aquello. De suerte que, cuando desechéis todo eso y simplemente observéis lo que es —lo cual no requiere valor ni virtud sino una vigilancia extraordinaria— cuando dejéis de reprimirlo, de condenarlo, de justificarlo o darle nombre, entonces veréis producirse una transformación.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 120
 
 
Es imperativo que aquellos que realmente desean comprender la verdad, o la realidad, o Dios, o lo que sea, capten plenamente el significado de la interrelación; porque esa es la única acción. Si la interrelación se basa en una idea, entonces no es acción. Si yo trato de circunscribir mi vida de relación, ajustarla o limitarla a una idea, cosa que casi todos hacemos, entonces eso no es acción, no hay comprensión en la convivencia. Pero si vemos que ese es un proceso falso que conduce a la ilusión, a la limitación, al conflicto, a la separación —las ideas siempre separan— entonces empezaremos a comprender directamente la interrelación, y no le impondremos un prejuicio, una condición. Entonces veremos que el amor no es un proceso de pensamiento. No podéis pensar acerca del amor. Pero la mayoría de nosotros lo hacemos, y por eso resulta mera sensación. Y si limitamos la interrelación a una idea basada en la sensación, entonces descartamos el amor, entonces llenamos nuestro corazón con las cosas de la mente. Aunque podamos sentir la sensación y llamarla amor; no es amor. El amor, por cierto, es algo que está más allá del proceso del pensamiento, pero sólo puede descubrirse comprendiendo el proceso del pensamiento en la vida de relación; no negándolo, sino percibiendo toda la significación de las modalidades de nuestra mente y de nuestra acción en la convivencia. Si podemos proseguir más hondamente, entonces veremos que la acción no está relacionada con la idea. Entonces la acción es de instante en instante; y en esa vivencia, que es recta meditación, está la inmortalidad.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 140
 
 
 
El asumir una actitud critica hacia uno mismo, el criticarse, condenarse o justificarse, ¿trae acaso comprensión de uno mismo? ¿Cuando empiezo a criticarme, no limito el proceso de comprender, de explorar? ¿Es que la introspección, que es una forma de autocrítica, revela el «yo»? ¿Qué es lo que hace posible la revelación del «yo»? Ser constantemente analítico, temeroso, crítico —eso, ciertamente, no ayuda a poner nada en claro—. Lo que pone de manifiesto al «yo» de modo tal que empezáis a comprenderlo, es la constante percepción del mismo sin condenación, sin identificación alguna. Ha de haber cierta espontaneidad; no podéis estar analizándolo constantemente, disciplinándolo, regulándolo. Esta espontaneidad es esencial para la comprensión. Si lo único que hago es limitar, dominar, condenar, detengo el movimiento del pensar y del sentir, ¿no es así? Es en el movimiento del pensar y del sentir que descubro, no en el simple control. Y cuando uno descubre, resulta importante saber cómo hemos de actuar al respecto. Ahora bien, si yo actúo de acuerdo con una idea, con una norma, con un ideal, encajo al «yo» en un molde determinado. En eso no hay comprensión, no hay superación. Pero si puedo observar el «yo» sin condenación alguna, sin ninguna identificación, entonces es posible ir más allá. Por eso es que todo este proceso de aproximarse a un ideal es tan enteramente erróneo. Los ideales son dioses de fabricación casera; y ajustarse a una imagen proyectada por uno mismo no es, por cierto, una liberación.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 142
 
 
Sólo puede haber comprensión cuando la mente percibe en silencio, cuando observa; y ello es arduo, porque nos complace el estar activos, inquietos, el criticar, condenar, justificar. Esa es toda la estructura de nuestro ser, y a través del tamiz de las ideas, prejuicios, puntos de vista, experiencias, recuerdos, tratamos de comprender. ¿Será posible libertarnos de todos esos tamices, y comprender directamente? Hacemos eso, sin duda, cuando el problema es muy intenso. No pasamos por todos esos métodos: encaramos el problema directamente. Así, pues, la comprensión de la convivencia se logra tan sólo cuando ese proceso de autocrítica se comprende y la mente está serena. Si me escucháis, y si tratáis de seguir sin gran esfuerzo lo que deseo transmitir, existe una posibilidad de que nos entendamos. Pero si no hacéis más que criticar, si exponéis con énfasis vuestras opiniones, lo que habéis aprendido en los libros, lo que alguien os ha dicho, etc., entonces vosotros y yo no convivimos porque entre nosotros se alza esa mampara. Pero si todos tratamos de descubrir las ramificaciones del problema, que se hallan en el problema mismo, si todos estamos ansiosos de ir hasta el fondo del problema, de saber la verdad a su respecto, de descubrir lo que es —entonces convivimos—. Entonces vuestra mente está a la vez alerta y pasiva, observando para ver lo que hay de verdadero en esto. Vuestra mente, pues, tiene que ser en extremo ágil, no debe estar anclada en ninguna idea ni ideal, en ningún criterio, en ninguna opinión que hayáis consolidado a través de vuestras propias experiencias. La comprensión llega, sin duda, cuando existe la ágil ductilidad de una mente que está pasivamente alerta. Entonces es capaz de recibir, entonces es sensible. Una mente no es sensible cuando está atestada de ideas, prejuicios, opiniones, a favor o en contra de algo.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 142
 
 
De suerte que para comprender la interrelación, debe haber percepción alerta y pasiva la cual no destruye la convivencia. Por el contrario, ella hace que la interrelación sea mucho más vital, mucho más significativa. Entonces, en esa relación existe una posibilidad de verdadero afecto; hay una cordialidad. Una impresión de proximidad que no es mero sentimiento o sensación. Y si podemos abordarlo todo de ese modo, estar en esa clase de relación con todo, nuestros problemas serán fácilmente resueltos —los problemas de la propiedad, de la posesión—. Porque nosotros somos aquello que poseemos. El hombre que posee dinero es dinero. El hombre que se identifica con la propiedad, es la propiedad, o la casa, o los muebles. De igual modo con las ideas o con las personas; y cuando hay espíritu posesivo no hay convivencia. Pero la mayoría de nosotros poseemos porque de otro modo nada tenemos. Somos cascarones vacíos si nada poseemos, si no llenamos nuestra vida con muebles, con música, con conocimientos, con esto o con aquello. Y ese cascarón hace mucho ruido, y a ese ruido le llamamos vivir; y con eso nos satisfacemos. Y cuando eso se nos desbarata, cuando se nos escapa, sentimos pena; porque entonces os descubrís tal cuales sois: cascarones vacíos sin mayor significación. Así, pues el darse cuenta del contenido total de la interrelación es acción: y de ésta surge una posibilidad de verdadera convivencia, una posibilidad de descubrir su gran hondura, su gran significación, y de saber lo que es el amor.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 143
 
 
¿La vida, la existencia, es cuestión de acontecimientos sucesivos? ¿Qué entendemos por «serie de acontecimientos»? ¿Sé que estoy vivo porque recuerdo el día de ayer? ¿Sé que estoy vivo porque conozco el camino de mi casa? ¿O sé que estoy vivo porque voy a ser alguien? ¿Cómo sé que estoy vivo? Sólo en el presente, sin duda, sé que soy consciente ¿Es la conciencia el mero resultado de la serie de acontecimientos? Para la mayoría de nosotros lo es. Sé que estoy vivo, que soy consciente, a causa de mi pasado, de mi identificación con algo. ¿Es posible, sin ese proceso de identificación, saber que uno es consciente? ¿Y por qué es que uno se identifica? ¿Por qué me identifico a mí mismo como mi propiedad, mi nombre, mi ambición, mi progreso? ¿Por qué? ¿Y qué ocurriría si no nos identificáramos? ¿Negaría eso toda existencia? Tal vez, si no nos identificásemos, habría un campo de acción más vasto, mayor hondura de sentimiento y pensamiento. Nos identificamos porque eso nos da una sensación de estar vivos como entidades, como entes separados. Así, pues, la sensación de que uno está separado ha cobrado importancia porque mediante el estado de separación disfrutamos más; y si negamos ese estado, tememos no ser capaces de gozar, de tener placeres. Esa, sin duda, es la base del deseo de continuidad, ¿no es así? Pero también opera un proceso colectivo. Dado que el estado separativo implica mucha destrucción y otras cosas, en oposición a eso está el colectivismo, que descarta la separación individual. Pero el individuo se convierte en lo colectivo mediante otra forma de identificación, reteniendo su estado separativo, como podemos observarlo. Mientras haya continuidad por medio de la identificación, no puede haber renovación. Sólo cuando cesa la identificación hay posibilidad de renovarse. A la mayoría de nosotros nos asusta llegar al fin. A casi todos la muerte nos causa pavor. Se han escrito innumerables libros acerca de lo que hay después de la muerte. Estamos más interesados en la muerte que en el vivir. Porque parece que con la muerte hay un fin: el fin de la identificación. Para aquello que continúa no hay ciertamente renacimiento, renovación. Sólo en morir está la renovación; y, por lo tanto, es importante morir cada minuto, no esperar morir de vejez y enfermedad. Eso significa morir para todas nuestras acumulaciones e identificaciones, para nuestras experiencias acumuladas; y eso es la verdadera sencillez no la acumulada continuidad de la identificación.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 145
 
 
¿Existe un intervalo entre la percepción y la acción? Casi todos diríamos que sí. Decimos que hay un intervalo: veo, y después actúo. Comprendo eso intelectualmente, ¿pero cómo voy a ponerlo en práctica? Veo lo que Ud. quiere decir, pero no se cómo llevarlo a efecto. ¿Es acaso necesario ese resquicio, esa laguna, ese intervalo? ¿O es que sólo nos engañamos a nosotros mismos? Cuando digo «veo», en realidad no veo. Si veo, entonces no hay problema. Si veo algo, la acción sigue. Si veo una serpiente venenosa, no digo «veo», y «¿cómo voy a actuar?». Actúo. Pero no vemos; y no vemos porque no deseamos ver; porque el ver es demasiado inminente, demasiado peligroso, demasiado vital. El ver trastornaría todo nuestro proceso de pensar, de vivir. Por eso decimos: «yo veo, y por favor, indíqueme cómo he de actuar». Estáis, por lo tanto, interesados en el método, en «cómo hacerlo», en la práctica. Por eso decimos: «veo la idea, comprendo, ¿pero cómo he de actuar?». Entonces tratamos de unir, de conectar la acción con la idea, y nos perdemos. Y buscamos métodos. Consultáis a diferentes instructores, psicólogos «gurús», o lo que os plazca, e ingresáis a sociedades que os ayudarán a unir la acción con la idea. Ese es un método muy cómodo de vivir, un escape feliz, una manera muy respetable de evitar la acción. Y en ese proceso estamos todos apresados. Me doy cuenta de que debo ser virtuoso, de que no debo enojarme ni ser mezquino; «pero por favor, dígame cómo debo proceder». Y ese proceso de «cómo hacerlo» se convierte en una inversión religiosa, en una explotación, y todo lo demás y viene luego; vastas propiedades, y, como bien lo sabéis, toda una serie de combinaciones. En otras palabras: no vemos y no queremos ver. Pero no decimos eso honradamente. En el momento en que admitimos eso, tenemos que actuar. Entonces sabemos que nos engañamos a nosotros mismos, lo que es muy desagradable. Decimos, pues: «Por favor, estoy aprendiendo gradualmente, todavía soy débil, no soy lo bastante fuerte; es cuestión de progreso, de evolución, de desarrollo; finalmente, llegaré». Nunca deberíamos, pues, decir que vemos, o que percibimos, o que comprendemos; porque la mera «verbalización» no tiene sentido. No hay intervalo alguno entre ver y actuar. En el momento en que veis, actuáis. Lo hacéis cuando conducís un automóvil; si no lo hicieseis, habría peligro. Pero hemos inventado muchos modos de eludir. Hemos llegado a ser lo bastante hábiles y astutos para no cambiar radicalmente. No hay, empero, intervalo entre la percepción y la acción. Cuando veis una serpiente venenosa, reaccionáis de inmediato; la acción es instantánea. Cuando hay un intervalo, ello indica pesadez de la mente, pereza, evasión. Y esa evasión, esa pereza, se vuelve muy respetable porque todos incurrimos en ella. Buscáis, pues, un método para unir la idea a la acción, y de ese modo vivís en la ilusión. Y tal vez ello os agrade. Más para un hombre que realmente percibe, no hay problema; hay acción. No percibimos a causa de nuestros innumerables prejuicios, de nuestro desafecto, de nuestra pereza, de nuestras esperanzas de que algo lo modificará. Así, pues, resulta obvio que el pensar en términos de idea y acción separadas, es prueba de ignorancia. Decir «yo seré algo» —el Buda, el Maestro, o lo que os plazca— es evidentemente un proceso erróneo. Lo importante es comprender lo que sois ahora; y eso no puede comprenderse si aplazáis, si mantenéis un intervalo entre el ideal y vosotros. Y como casi todos vosotros os entregáis a esa forma particular de excitación, es obvio que prestaréis escasa atención a todo esto. Las ideas jamás pueden libertar la acción; por el contrario, las ideas limitan la acción; y sólo hay acción cuando comprendo a medida que prosigo, de instante en instante, sin atarme a una u otra creencia ni a un ideal determinado que vaya a realizar. Eso es morir de instante en instante, en lo cual hay renovación. Y esa renovación resolverá el siguiente problema. Esa renovación da nueva luz, nuevo significado a todas las cosas. Y sólo puede haber renovación cuando uno se libra del resquicio, de la laguna, del intervalo, entre la idea y la acción.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 148
 
 
No podéis tener paz en el mundo por medios violentos.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 167
 
 
El hombre que muere de instante en instante, y que, por lo tanto, se renueva, es capaz de enfrentar la vida. No es que él sea distinto de la vida; él es la vida.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 169
 
 
Pregunta: ¿Cómo puede uno darse cuenta de una emoción sin darle nombre o sin clasificarla? Si percibo un sentimiento, parece que sé lo que ese sentimiento es, casi inmediatamente después que surge. ¿O quiere Ud. significar algo diferente cuando dice «no nombréis»?
 
Krishnamurti: Este es un problema muy difícil, que requiere una gran dosis de reflexión, percepción de su contenido total; y espero que a medida que lo explico lo iréis sintiendo, no sólo verbalmente sino viviéndolo. En mi sentir, mucho habremos comprendido si logramos entender este problema plenamente, profundamente. Trataré de enfocar el problema desde distintos ángulos, si me lo permite el tiempo de que dispongo, porque es un problema muy intrincado y sutil. Ello requiere toda vuestra atención, porque vosotros experimentáis lo que discutimos y no escucháis simplemente con la intención de experimentar después. No hay «después»: experimentáis ahora, siempre ahora, o nunca.
 
Ahora bien, ¿por qué le ponemos nombre a alguna cosa? ¿Por qué le ponemos rótulo a una flor, a una persona, a un sentimiento? Uno hace eso para comunicar el propio sentimiento, para describir la flor, etc., o para identificarse con ese sentimiento. ¿No es así? Yo nombro algo, un sentimiento, para comunicarlo. «Estoy enojado». O me identifico con ese sentimiento para fortalecerlo, para disolverlo, o para hacer algo a su respecto. Es decir, le damos nombre a algo, a una rosa, para comunicarlo a otros; o al darle un nombre creemos que la hemos comprendido. Decimos «eso es una rosa», la miramos rápidamente, y continuamos nuestro camino. Al darle un nombre creemos haberla comprendido; la hemos clasificado y creemos que por eso hemos comprendido el contenido total y la belleza de esa flor.
 
Ahora bien, no siendo sólo para comunicar, ¿qué ocurre cuando damos nombre a una flor, a alguna cosa? Por favor, seguid lo que estoy diciendo, pensad conmigo sobre ello. Aunque sea yo el que hable en voz alta, vosotros también participáis en la conversación. Al darle un nombre a alguna cosa, la hemos puesto simplemente en una categoría, y creemos haberla comprendido; no la miramos más de cerca. Pero si no le damos un nombre, nos vemos obligados a examinarla. Es decir, nos acercamos a la flor, o a lo que fuere, en actitud nueva, con una nueva cualidad de examen; la miramos como si nunca la hubiésemos visto antes. Como bien lo sabéis, el poner nombre es un medio muy cómodo de deshacerse de la gente, diciendo que se trata de alemanes, de japoneses, de americanos, de hindúes. Les ponéis un rótulo y destruís el rótulo. Pero si no les ponéis un rótulo a las personas, os veis obligados a observarlas, y entonces resulta mucho más difícil matar a alguien. Podéis destruir el rótulo con una bomba, y sentir que obráis con rectitud. Pero si no le ponéis rótulo, y, por lo tanto, tenéis que mirar la cosa individualmente —ya sea un hombre o una flor, un incidente o una emoción— entonces os veis forzados a considerar vuestra relación con ella y la acción que de ahí resulte. De suerte que el definir o poner un rótulo, es un modo muy cómodo de deshacerse de tal o cual cosa, de negarla, condenarla o justificarla. Ese es un aspecto de la cuestión.
 
¿Cuál es, entonces, el centro desde el cual nombráis? ¿Cuál es el centro que siempre está nombrando, escogiendo clasificando? Todos sentimos que hay un centro, un núcleo, desde el cual actuamos, juzgamos y denominamos, ¿no es así? ¿Qué es ese centro, ese núcleo? A algunos les agradaría pensar que es una esencia espiritual, Dios o lo que os plazca. Por lo tanto, descubramos qué es ese núcleo, ese centro que nombra, define, juzga. Ese centro, por cierto, es la memoria, ¿no es así? Una serie de sensaciones identificadas y encerradas; el pasado, vivificado a través del presente. Ese núcleo, ese centro, se alimenta del presente al nombrar, al clasificar, al recordar. Espero que sigáis todo esto. Pronto veremos, según vamos poniéndolo de manifiesto, que mientras exista ese núcleo, ese centro, no puede haber comprensión. Sólo con la disipación de ese núcleo surge la comprensión. Porque, al fin y al cabo, ese núcleo es memoria, recuerdo de diversas experiencias a las que se ha dado nombres, rótulos, identificaciones. Con esas experiencias nombradas y rotuladas desde ese centro, se acepta y se rechaza, se toma la determinación de ser o de no ser, conforme a las sensaciones, placeres y penas del recuerdo de la experiencia. Ese centro es, pues, la palabra. Si no le dais nombre a ese centro, ¿hay un centro? Esto es, si no pensáis con palabras, si no empleáis palabras, ¿podéis pensar? El pensar surge con la verbalización; o bien la verbalización empieza a responder al pensar. De suerte que el centro, el núcleo, es el recuerdo de innumerables experiencias de placer y dolor, verbalizadas. Observadlo en vosotros mismos, por favor, y veréis que las palabras, los rótulos, se han vuelto mucho más importantes que la substancia; y vivimos de palabras. No lo neguéis, os lo ruego; no digáis que ello está bien o mal. Estamos explorando. Si sólo exploráis un lado de una cosa, o permanecéis inmóviles en un lugar, no comprenderéis su contenido total. Por tanto, enfoquémoslo desde distintos ángulos.
 
Las palabras tales como verdad, Dios, o los sentimientos que esas palabras representan, han adquirido para nosotros gran importancia. Cuando decimos la palabra «americano», «cristiano», «hindú», o la palabra «ira», somos la palabra que representa el sentimiento. Pero no sabemos qué es ese sentimiento, porque lo que se ha vuelto importante es la palabra. Cuando decís que sois budistas, cristianos, ¿qué significa la palabra, qué sentido hay detrás de esa palabra que nunca habéis examinado? Nuestro centro, el núcleo, es la palabra, el rótulo. Si el rótulo no hace al caso, si lo que importa es aquello que está detrás del rótulo, entonces podéis inquirir; pero si estáis identificados con el rótulo y confundidos con él no podéis proseguir. Y nosotros estamos identificados con el rótulo: la casa, la forma, el nombre, el mobiliario, la cuenta bancaria, nuestras opiniones, nuestros estimulantes, etc. Somos todas esas cosas; y esas cosas están representadas por un nombre. Las cosas, los nombres, han llegado a ser importantes; y, por lo tanto, el centro, el núcleo, es, la palabra.
 
Ahora bien, si no hay palabra ni rótulo, no hay centro, ¿no es así? Hay disolución, hay un vacío —no el vacío del miedo, lo cual es una cosa enteramente distinta—. Hay una sensación de ser como la nada; y puesto que habéis eliminado todos los rótulos o más bien, habiendo comprendido por qué les ponéis rótulos a los sentimientos y a las ideas sois completamente nuevos, ¿verdad? No hay centro desde el cual actuéis. El centro, que es la palabra, ha sido disuelto. El rótulo ha sido eliminado, ¿y dónde estáis vosotros como centros? Estáis ahí, pero ha habido una transformación. Y esa transformación os asusta un poco; por eso no proseguís con lo que continúa involucrado en ella; ya estáis empezando a juzgarla, a decidir si os gusta o no. No proseguís con la comprensión de lo que va a venir, sino que ya estáis juzgando; lo cual significa que tenéis un centro desde el cual actuáis. Por lo tanto, os quedáis estancados tan pronto juzgáis; las palabras «me gusta» y «no me gusta» se vuelven importantes. ¿Pero qué ocurre cuando no nombráis? Observáis más directamente la emoción, la sensación, y, por lo tanto, os relacionáis con ella de manera muy distinta, igual que con una flor cuando no le dais nombre. Estáis obligados a mirarla de un modo nuevo. Cuando no dais nombre a un grupo de personas, os veis obligados a mirar cada rostro individual y no a tratarlos a todos ellos como «masa». Estáis, por lo tanto, mucho más alertas, mucho más atentos, sois más comprensivos, tenéis un sentido de piedad, de amor, más profundo; mas si a todos los tratáis como «masa», se acabó.
 
Si no le ponéis rótulo, tenéis que considerar cada sentimiento a medida que surge. Ahora bien, cuando ponéis rótulos, ¿es el sentimiento diferente del rótulo? ¿O el rótulo despierta el sentimiento? Por favor, pensadlo bien. Cuando le asignamos un rótulo, casi todos nosotros intensificamos el sentimiento. El sentimiento, y el darle un nombre, son instantáneos. Si hubiera un intervalo entre el nombrar y el sentimiento, podríais descubrir si el sentimiento es diferente de la denominación, y entonces podríais habéroslas con el sentimiento sin ponerle nombre. ¿Se está tornando demasiado difícil todo esto? Me alegro. Me temo que deba ser difícil. (Risas).
 
El problema es este: ¿cómo librarnos de un sentimiento que nombramos, tal como la ira? No se trata de subyugarlo, de sublimarlo, de reprimirlo, todo lo cual es idiota y falto de madurez; se trata de cómo librarse realmente de él. Y para estar realmente libres de él, tenemos que descubrir si la palabra es más importante que el sentimiento. La palabra «ira» tiene más significación que el sentimiento mismo. Y, para descubrir eso, tiene que haber un intervalo entre el sentimiento y su denominación. Esa es una parte.
 
Entonces, si no nombro un sentimiento, es decir, si el pensamiento no funciona solamente a causa de las palabras, o si no pienso en términos de palabras, imágenes o símbolos, lo que casi todos hacemos —¿qué ocurre entonces? —. Entonces la mente, por cierto, no es mero observador. Esto es, cuando la mente no piensa en términos de palabras, símbolos, imágenes, no hay pensador distinto del pensamiento, es cual es la palabra. Entonces la mente está quieta, ¿no es así? No está aquietada sino quieta. Y cuando la mente está realmente quieta, es posible enfrentarse de inmediato a los sentimientos que surgen. Es tan sólo cuando les damos nombres a los sentimientos y con ello los fortalecemos, que los sentimientos tienen continuidad; se acumulan en el centro desde el cual seguimos poniéndoles rótulos, ya sea para fortalecerlos o para comunicarlos.
 
Así, pues, cuando la mente ya no es, en calidad de pensador, el centro hecho de palabras, de experiencias pasadas —todas las cuales son recuerdos, rótulos, acumulados y colocados en categorías, en casillas— cuando no hace ninguna de esas cosas, entonces es obvio que la mente está quieta. Ya no está atada, ya no tiene el «yo» como centro —«mi» casa, «mi» logro, «mi» trabajo— que siguen siendo palabras, las cuales dan ímpetu al sentimiento y con ello fortalecen la memoria. Cuando ninguna de esas cosas ocurre, la mente está muy quieta. Ese estado no es negación. Por el contrario, para llegar a ese punto tenéis que pasar por todo eso, lo cual es una empresa enorme. Ello no consiste simplemente en aprender unas cuantas series de palabras y repetirlas como lo haría un escolar: no nombrar, no nombrar. Seguir a fondo todo lo que ello implica, experimentarlo, ver cómo la mente funciona y así llegar al punto en que ya no ponéis nombres —lo cual significa que ya no hay un centro distinto del pensamiento— todo este proceso, sin duda, es verdadera meditación. Y cuando la mente está de veras tranquila, entonces es posible que se manifieste aquello que es inconmensurable. Cualquier otro proceso, cualquiera otra búsqueda de la realidad, es mera autoproyección, cosa de nuestra propia hechura, y, por tanto, ilusoria. Pero este proceso es arduo, y él significa que la mente tiene en todo instante que darse cuenta de todo lo que íntimamente le ocurre. Para llegar a ese punto, no puede haber condenación ni justificación desde el principio hasta el fin, sin que esto sea un fin. No existe un fin, porque hay algo extraordinario que aún continúa. No hay promesa alguna. A vosotros os toca experimentar, penetrar de más en más profundamente en vosotros mismos, de suerte que todas las innumerables capas del centro sean disueltas; y eso lo podéis hacer rápida o perezosamente. Pero es en extremo interesante observar el proceso de la mente, cómo depende de las palabras, cómo las palabras estimulan la memoria, resucitan la experiencia muerta y le infunden vida. Y en ese proceso la mente vive en el futuro o en el pasado. Por tanto, las palabras tienen un enorme significado, tanto necrológico como psicológico. Os ruego que no aprendáis todo esto de mí o de un libro. No podéis aprenderlo de otra persona ni hallarlo en un libro. Lo que aprendáis o encontréis en un libro no será lo real. Pero podéis experimentarlo, podéis observaros en la acción, observaros al pensar, ver cómo pensáis, cuán rápidamente le dais nombre al sentimiento a medida que surge; y la observación de todo este proceso librará a la mente de su centro. Entonces la mente, estando quieta, puede recibir aquello que es eterno.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 169
 
 
¿Creéis que hay alguna relación entre el individuo y la masa, entre vosotros y lo colectivo? Al Estado, al gobierno le gustaría que nosotros fuésemos tan sólo ciudadanos, lo colectivo. Pero primero somos hombres y después ciudadanos, no ciudadanos primero y hombres después. Al Estado le agradaría que no fuésemos hombres, individuos, sino masa. Porque, cuando más ciudadanos seamos, mayor será nuestra capacidad, mayor nuestra eficiencia; nos convertimos en el instrumento que los burócratas, los Estados autoritarios, los gobiernos, quieren que seamos.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 175
 
 
Según ya lo he dicho, en la búsqueda del conocimiento propio, en su exploración, uno se ve atrapado en la conciencia de sí mismo, y el «yo» se acentúa de más en más; ¿y cómo es que esto sucede? Como lo hemos dicho en todas estas pláticas, lo importante es liberarse del «yo», de «lo mío», del «ego»; porque, evidentemente, quien no conoce todo el proceso y todo el contenido del «yo», es incapaz de recto pensar. Ello es axiomático. Rehuimos y evitamos, sin embargo, la comprensión del «yo»; y creemos que evitándola podremos habérnoslas con el «yo» u olvidarlo más fácilmente. Mientras que, si somos capaces de observarlo más intensamente, con más atención, corremos el peligro de hacernos más y más autoconscientes. ¿Y es posible ir más allá? Ahora bien, para comprender eso tenemos que ahondar el problema de la sinceridad. Sencillez no es sinceridad. Quien es sincero nunca puede ser sencillo. Porque el que procura ser sincero, tiene siempre el deseo de amoldarse o de aproximarse a una idea. Y se necesita extraordinaria sencillez para comprenderse a sí mismo, esa simplicidad que llega cuando no hay deseo de lograr, de alcanzar, de ganar algo; y no bien deseamos ganar algo mediante el conocimiento propio, surge la conciencia del «yo» en la que quedamos presos, lo cual es un hecho. Si no os limitáis a examinar lo que han dicho diversos psicólogos y santos, sino que experimentáis con vosotros mismos, llegaréis a un punto en que veréis que es imposible proseguir a menos que haya sencillez completa, no sinceridad. La autoconciencia sólo aparece cuando existe el deseo de lograr algo mediante el conocimiento de uno mismo: la felicidad, la realidad o aun la comprensión. Es decir, cuando existe un deseo de logro mediante el conocimiento propio, hay autoconciencia, lo que impide penetrar más a fondo en el problema. Y como casi todos nosotros, especialmente la gente llamada religiosa, tratamos de ser sinceros, debemos comprender esta cuestión, la palabra «sinceridad». Porque la sinceridad desarrolla voluntad, y la voluntad es esencialmente deseo. Tenéis que ser sinceros a fin de aproximaros a una idea; y de ahí que el modelo y la realización de ese modelo adquieran la máxima importancia. Para realizar un modelo necesitáis voluntad, lo cual es negación de la sencillez. La sencillez sólo se manifiesta cuando se está libre del deseo de lograr, y cuando estáis dispuestos a profundizar el conocimiento propio sin ningún propósito en vista. Y yo creo que es realmente importante meditar en ello. Lo que se requiere no es sinceridad, no es el ejercicio de la voluntad para ser o no ser algo, sino el comprenderse uno mismo de instante en instante, espontáneamente, a medida que las cosas surgen. ¿Cómo podéis ser espontáneos cuando os aproximáis a algo? ¿Cuándo descubrís algo en vosotros? Sólo en momentos inesperados, cuando no reguláis vuestra mente, vuestros pensamientos y sentimientos, consciente y deliberadamente; sólo cuando hay una respuesta espontánea a los incidentes de la vida. Entonces, de acuerdo con esas respuestas, descubrís. Pero un hombre que trata de ser sincero con relación a una idea, nunca puede ser sencillo; y es por eso que él nunca puede tener pleno y completo conocimiento propio. El conocimiento propio sólo puede descubrirse de un modo más amplio, pleno y profundo cuando hay percepción pasiva, la cual no es un esfuerzo de la voluntad. La voluntad y la sinceridad van juntas; la simplicidad y la percepción pasiva son compañeras. Cuando uno es profunda y pasivamente perceptivo, en efecto, hay una posibilidad de comprensión inmediata. Como ya lo hemos discutido, si cuando queréis comprender algo os consume el constante deseo de comprenderlo, y para ello os esforzáis, es natural que no haya comprensión. Pero si hay percepción pasiva, alerta, entonces existe una posibilidad de comprender. De un modo análogo, para que uno se comprenda a sí mismo cada vez más amplia y profundamente, tiene que haber percepción pasiva, lo cual es sumamente difícil; porque casi todos condenamos o justificamos. Nunca observamos cosa alguna pasivamente. Nos proyectamos a nosotros mismos sobre el sujeto —un cuadro, un poema o cualquiera otra cosa— especialmente cuando se trata de algo que a nosotros atañe. Somos incapaces de observarnos sin condenación ni justificación alguna; y eso, sin duda, es esencial si es que hemos de comprendernos cada vez más amplia y profundamente. Como en la búsqueda del conocimiento propio la mayoría de nosotros quedamos presos en la autoconciencia, el peligro es que, estando así atrapados, hacemos de lo que nos aprisiona la cosa más importante. Para ir más allá de la conciencia del «yo», hay que estar libre del deseo de lograr un resultado. Porque, después de todo, el logro de un resultado es lo que la mente desea; quiere estar segura, a salvo, y por lo tanto proyecta, por impulso propio, una imagen, una idea, en la cual se refugia. Y el evitar todas las ilusiones que crea la mente, el evitar quedar preso en ellas, sólo es posible cuando no existe deseo de un resultado, cuando uno vive de instante en instante.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 181
 
 
Solamente cuando hay «unitotalidad» podéis encontrar lo verdadero, lo que no tiene comparación. Y como la mayoría de nosotros tememos estar solos, construimos distintos refugios, diversas salvaguardias, y les ponemos nombres altisonantes; y ello ofrece maravillosas evasiones. Pero todo eso es ilusión, carece de sentido. Sólo cuando vemos que eso no tiene significación —cuando lo vemos de veras, no en forma verbal— tan sólo entonces estamos solos. Sólo entonces podemos realmente comprender; lo cual significa que debemos despojarnos de todas las pasadas experiencias, de los recuerdos, de las sensaciones, que tan asiduamente hemos elaborado y con tanto esmero conservamos. Es indudable que sólo una mente libre de «condicionamiento» puede comprender aquello que no es condicionado, la realidad. Y, para librar la mente de «condicionamiento», no sólo hay que enfrentarse a la soledad, sino ir más allá, superarla. No hay que aferrarse a los recuerdos que se agolpan en la mente. Porque los recuerdos son meras palabras, palabras que tienen sensaciones. Sólo cuando la mente está quieta por completo, libre de influencias, puede realizar aquello que es.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 195
 
 
 
Todos, ciertamente, tenemos que haber experimentado esos momentos en que la mente está abstraída, y en que, de pronto, surge un destello de júbilo, el resplandor de una idea, una luz, una dicha inmensa. ¿Cómo ocurre eso? Ocurre cuando el «yo» está ausente, cuando el proceso del pensamiento, de la preocupación, de los recuerdos, de los empeños, está en calma. Es por ello que la creación sólo puede ocurrir cuando la mente, por obra del conocimiento propio, ha llegado a ese estado de completa desnudez. Todo esto significa ardua atención, no el entregarse a meras sensaciones verbales ni el buscar, ir de un «gurú» a otro, de instructor en instructor, practicar vanos y absurdos ritos, repetir palabras, buscar Maestros. Todas esas cosas son ilusiones, carecen de sentido. Son «hobbies». Pero el ahondar esta cuestión del conocimiento propio y no caer en la autoconciencia; el penetrar en ello cada vez más hondamente, más a fondo, de modo que la mente esté por completo serena, eso es verdadera religión. Entonces la mente es capaz de recibir aquello que es eterno.
 
Jiddu Krishnamurti
El conocimiento de uno mismo, página 209
 
 
 
 
 

No hay comentarios: