Solange Rodríguez Pappe

"Cada vez pienso más que luego de esta vida no hay nada. Pero la agonía es un estado curioso. Mi padre tuvo visiones y una claridad mental increíble, antes de morir. En medio de su demencia habló palabras en francés (no sé de dónde las habrá sacado) y profetizó. Le dijo a mi madre: se van a morir dos, yo y otro más. Y en efecto, dos días después murió y una semana después otro conocido. Los umbrales de la muerte son fascinantes."

Solange Rodríguez Pappe 



"Escribimos y leemos sobre el miedo para prepararnos por si nos toca vivir eso terrible. La escritura es un laboratorio de reactivos donde los autores nos exponemos nosotros mismos a los productos que creamos. Claro que nunca se parece a lo que pasa en la realidad. La simulamos pero nunca tiene un sabor exacto ni la textura. Yo pienso en los cuentos como en construcciones con niveles y en capas tectónicas." 

Solange Rodríguez Pappe 




"Me encantaría saber cómo habla Dios."

Solange Rodríguez Pappe 



"Todos somos los fantasmas de alguien."

Solange Rodríguez Pappe 



Un paseo de domingo

Como ocurre en toda familia normal, suelo salir de paseo con mi madre las tardes de domingo. Juntas hacemos el trayecto en auto, mirando por la ventana cómo ha cambiado el paisaje urbano que va del centro al norte; los espacios de los árboles talados que han transformando nuestra ciudad en un pozo caliente. Sorteamos los nuevos cráteres en el asfalto removido, hechos para las líneas telefónicas. Los cambios en la ciudad no se detienen jamás: la rueda de la fortuna, el teleférico, el islote natural que se ha ido formando en la mitad del río y donde ahora habitan pájaros… Así que ella no puede reconocer los lugares que cruzó a pie, cuando era más joven. Se equivoca en señalarme el sitio donde funcionaba una relojería que fue de su abuelo, se confunde con la dirección de la casa de su infancia. Hasta existen avenidas que ahora se llaman diferente. ¿Cuánto tiempo ha pasado?, pregunta mamá; para ella es incalculable. Yo tampoco puedo decirle.

Baja del auto, quejándose por su cuerpo y por sus piernas engarrotadas, que no avanzan. Tomo su mano reducida, para ayudarla —casi un cartílago con piel—, y la sujeto como si fuera ella la que me condujera a mí, cuando es a la inversa. Entramos juntas al gentío de los grandes almacenes que se preparan para la Navidad. Primero se le antoja hacer compras, pero luego recuerda que no tiene dónde poner las cosas ni a quién regalare. ¿Qué quieres? Le pregunto. Un adorno para el árbol, me contesta, pero guárdamelo tú porque este año tampoco podré colocarlo. La conduzco con habilidad, de tal modo que evitamos los espejos. La entretengo enseñándole una cosa y otra, las flores amarillas que tanto le gustan y que ahora está de moda bordarlas en la pechera de las blusas. Le pido su opinión de una camisa que a ambas nos parece fea. Hago que se ría.

Ha elegido una reluciente pompa azul que irá a parar a los cajones de las cosas que no puedo regalar ni tirar, esos cajones que existen en cada hogar y que se van llenando de ovillos anudados y monedas de países a los que uno nunca vuelve. Hacemos una cola infinita donde mi madre, para pasar el rato, se entretiene recordando viejas conversaciones, antiguas amistades; hasta que, entre el gentío, algún conocido me saluda y yo giro la cabeza para no verlo, esperando que pase, porque no quiero contarle a nadie que he salido con mamá, también esta tarde de domingo.

Entonces, en ese descuido escucho un grito. Ay. Un lamento inconsolable. Yo no era así, dice mi madre conmovida, así no me veía. Y se queda entristecida frente a su reflejo de cuerpo entero que también me paraliza.

Qué raras son desde hace varios años las tardes de domingo en que abrazo a mi madre que casi es como mi hija, que casi se desvanece, para protegerla de las personas que nos apretujan y nos atropellan, en los atestados centros comerciales y le digo en su frágil oído que no se preocupe, que siempre estaremos juntas, que al salir de ahí le compraré un helado del sabor que ella quiera, que no haga caso a los espejos, que jamás le han podido hacer justicia a los muertos.

Solange Rodríguez Pappe 








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