Stanislav Kadmenski

—Si le parece podemos hablar ahora un poco sobre extraterrestres…

Lanzo el platillo sobre la mesa. Casi como si estuviera pidiendo limosna. Ha sonado a metal hueco, como el Yelmo de Mambrino rebotando contra la mesa de madera de una tasca castellana o un baquetazo mal sincronizado contra el platillo de una batería. Noto cierto desconcierto en su mirada. Un mohín de estupor. Me río un poco. Él carraspea serio. Frunce el entrecejo. Siento que le he decepcionado. «Otro periodista que viene a lo mismo», pienso que piensa. Su alegre disposición de ánimo se ha enfriado súbitamente, como un reactor nuclear apagado de improviso. Sigo hablando, pero me atropello, como si quisiera tapar el vacío cósmico en expansión que se impone entre nosotros. El giro ha sido muy brusco. Me aturullo un poco:

—Como ya le conté por teléfono, esta historia forma parte de mi infancia, la URSS era un misterio para nosotros, no sabíamos bien lo que ocurría en este país tan hermético y, de repente, aparece en los medios esta noticia, que en Vorónezh hubo un caso ovni, incluso hicieron dibujos…

Sin darle tiempo a responder, le enseño la fotocopia de la crónica de Sotillo. Mira la hoja. Guarda silencio. Estábamos hablando del escudo antimisiles, de Libia, de las dos guerras mundiales y el ovni cae como un jarro de agua fría. Sigo hablando yo.

—Los medios dijeron esto: que un ovni aterrizó en Vorónezh, que de la nave salieron gigantes con tres ojos, y un robot, y que uno de los niños fue hecho desaparecer por el disparo de uno de ellos…

Asiente con la boca cerrada.

—Mhm, mhm… Sí, sí, sí…

—¿Cuál era su trabajo en ese momento? ¿Recuerda aquel día? Tengo curiosidad por saber cómo recuerda toda esta historia. Este es el diario ABC, el más importante de España en ese momento. Incluso hicieron un dibujo. En los noticieros fue muy sonado. ¿Usted estaba aquí? ¿Cómo vivió aquel día…?

Empieza a hablar con un tono mucho más apagado.

—Me enteré por los rumores de amigos, conocidos y alumnos que circulaban por Vorónezh; se decía que en la orilla izquierda algo había aterrizado y que esto lo vio mucha gente. Esto es lo más interesante. Que los testigos fueron muchos. No fue una sola persona. Y después se dirigieron a mí oficialmente del rectorado. En nuestra cátedra hay biólogos y nos pidieron mirar lo que pasaba en este lugar. Y mis chicos, provistos de un dosímetro, llegaron a este lugar.

—¿Está el parque lejos de aquí?

—No, no muy lejos. Al otro lado del puente. Mis chicos fueron allí con el dosímetro, fotografiaron las huellas, la arena, etcétera.

—¿Usted estuvo en el lugar?

—Yo no. Estuvieron mis expertos de laboratorio. Arrancaron muestras del terreno en los lugares donde aterrizó la nave, lo trajeron.

—Se dijo que quedaron grabadas en el suelo cuatro huellas romboides.

—No me acuerdo si fueron cuatro, pero lo que aterrizó lo vio la gente. Y quedaron huellas. Recogimos muestras. Tenemos un dosímetro potente e instrumental. Y comprobamos la radiactividad. Y en estas huellas no vimos ninguna radiactividad.

—En medios españoles se dijo, en un primer momento, que sí, que los niveles eran superiores.

—No. No había nada de eso. También llegaron los biólogos y también se llevaron muestras: miraron las bacterias, el mundo microbiano, puede que en busca de virus. Tomaron muestras del aire y lo analizaron en laboratorio, con microscopios.

El que está decepcionado ahora soy yo. Me esperaba algo más, alguna conclusión más inquietante, algún parámetro radiactivo fuera de la norma que le chocara entonces. Algo del tipo: «Aquellas partículas subatómicas se comportaban de forma inusual bajo el microscopio» o «esa aleación no se parecía a nada fabricado por la mano del hombre». Y no importa que no entendiera lo que dijera (¿hay microscopios capaces de ver átomos?). Mi periodista interior lo necesita. Así no hay forma de convencer a ningún editor de que una historia tiene gancho. En los prolegómenos del viaje llegué a imaginar que me mostraría un tubo de ensayo con tierra hollada por el ovni (como ese frasquito lleno de arena del cosmódromo de Baikonur que conservo en mi casa). En mis ensoñaciones más radiactivas y calenturientas llegué incluso a pensar que Kadmenski conservaría la misteriosa piedra roja de la que tanto se habló. Ahora entiendo que para alguien que ha pisado planicies carcomidas por cesio radiactivo de Chernóbil, aquellas muestras del Parque Sur debieron parecerle tan inofensivas como el puñado de arena de playa que mañana aplastará entre sus dedos. Sus chicos recogieron muestras del aire y del suelo, sí, pero tengo la sensación de que no removieron cielo y tierra.

Stanislav Kadmenski se pone las gafas para ver la crónica de Alberto Sotillo, con su llamativa ilustración de los alienígenas y el ovni con forma de Saturno sobrevolando el mapa de la URSS, su paraíso perdido. Miro sus ojos intentando ver algún síntoma de entusiasmo, algún chispazo de ironía. Es una piedra.

Pero ocurre algo.

El catedrático termina de ojear la hoja y, en vez de quitarse las gafas, las eleva ligeramente sobre su nariz y las deja apoyadas en la frente, y empieza a hablar. Y mientras habla, lo veo claro. Veo los cristales flotando sobre sus ojos azules. Veo esos cuatro ojos mirándome a la vez. Y entiendo (el escritor interior entiende) que he recorrido quinientos kilómetros para ver esto, para captar esta imagen. La imagen de un físico nuclear con cuatro ojos que viene de otro mundo, el soviético, muy diferente y lejano al mío. La imagen de un extraterrestre sin planeta. Ya tengo la metáfora, que apunto. «Cuando la cosa se constituye en metáfora se salva del tiempo y de la ruina», proclamaba Francisco Umbral. Pero al periodista no le basta. El periodista quiere más. Quiere otra cosa.

Kadmenski habla con las gafas apoyadas en su frente y todo lo que dice adquiere una nueva dimensión, amplificado por el lenguaje simbólico.

—Hubo un aterrizaje. Era tarde, pero el resplandor fue suficiente… La gente vio el aterrizaje y las huellas. No solo una persona. Parece que vieron esta cosa cien personas y desde diferentes ventanas y diferentes lugares. Así que ocurrió algo que no pudo ser inventado. Vieron esta cosa…

—Se habló de unas piedras extrañas…

—No, si hubiera quedado algo de esta nave, se habría recogido para analizarlo. No. Solo había huellas, el suelo que mostraba que algo se había posado. Y se analizaron muestras, pero no descubrimos nada. Cero.

Ante la mirada cuádruple del físico nuclear, el huevo de Pascua que vigila nuestra conversación adquiere contornos de nave espacial. Fugazmente se me pasa por la cabeza la idea loca de fotografiarlo así como está, con sus cuatro ojos, pero enseguida lo descarto. Lo espantaría. Se subiría a su bola de luz rumbo a una playa turca o gaditana y si te he visto no me acuerdo.

—¿Hubo alguna respuesta militar?

—No, respuesta militar no hubo. Lo que hubo fue el mismo hecho del aterrizaje de algo extraño y las huellas que quedaron. Eso fue lo que hubo. Nosotros llegamos al día siguiente, o puede que un poco después, y empezamos a analizar. Hubo biólogos. No descubrimos nada, nada extravagante. De hecho, era de esperar, porque estas naves deben responder a otros principios que la radiactividad o que las bombas atómicas…

Siento un cosquilleo gratificante. Este hombre cree en los ovnis o al menos deja una ventana abierta para que entren. Como si me hubiera adivinado el pensamiento (los alienígenas de más de tres ojos pueden hacer estas cosas), Kadmenski pasa a una órbita superior, a un nivel de conversación más elevado.

—Le contaré algo. Hay un problema gigantesco en la humanidad. Y es el siguiente: si vamos más al fondo, surge esta pregunta… No sé cómo usted se relaciona con esta cuestión: hay personas religiosas que se acercan a esta cuestión como dice la religión, como dice el cristianismo, los evangelios. La pregunta es la siguiente: la gente que vive en la Tierra, la humanidad, la vida, la creación de esta vida, su desarrollo, ¿tiene un sentido, un propósito, o no lo tiene?

La pregunta me sorprende en fuera de juego (sigo tomando notas sobre sus gafas, de esos dos ojos cuadrados y ciegos que me escrutan desde lo alto sin mirarme). Es una pregunta más propia de Tolstói que de un extraterrestre de Orión. Los rusos mezclan cielo y tierra en sus conversaciones. Lo mismo hablan de fútbol que de Dostoyevski, del cultivo de patatas que de Dios. Con la misma intensidad. Las conversaciones casi nunca fluyen a ras de suelo. Se elevan y aterrizan como un cohete fuera de control (y no necesariamente con combustible de alta graduación, aunque ayuda). Dejo que hable. Dejo que su explicación se expanda. Quiero saber a qué región de su pensamiento me quiere llevar.

—¿Hay un propósito en la humanidad? Porque una gallina también nace y vive, come, pone huevos… ¿Hay algún sentido en la existencia de la gallina? Hay dos respuestas a esta pregunta. La respuesta pequeñoburguesa, occidental y europea, porque la idea de la felicidad aparece más en los ateos, en el mundo occidental que no cree en nada aparte del dinero. Las relaciones personales son escépticas. Dicen: «¿Estamos vivos?, pues vamos a vivir cómodamente». Vamos a comer, a trabajar, a recibir un salario, a criar hijos para que sean felices. Pero no hay un objetivo. Como los cerdos, pero un poco más inteligentes. No hay un objetivo especial establecido en la razón humana. No hay objetivo en el sentido de que la persona sea una mente gigante… Cualquier proceso de la naturaleza tiende de alguna forma a su perfección. Hay un desarrollo. Si la humanidad puede desarrollarse, ¿hacia dónde dirigir ese desarrollo? ¿Comprende? La misma aparición de la humanidad contiene una función: entender, crear… Yo creo que el ser humano ha sido creado para entender el mundo, crear algo nuevo que no hay en este mundo y transformarlo, dirigirlo hacia un desarrollo creativo. Hacia una fase superior del ser humano.

Siento que lo pierdo, que se me va, que escapa entre las nubes. Pero en lugar de echarle el lazo, vierto más gasolina, me subo a su carro de fuego y contraataco:

—¿Cree usted en Dios?

—Puedo responder a esta pregunta… Es una respuesta difícil… El hecho es que hay un dios de tipo evangelista, con barba… En él es difícil que crea un físico. Pero la mayoría de los físicos inteligentes están convencidos de que el mundo tiene un propósito. Que hay una razón superior. O sea, la mayoría de los físicos están convencidos de que la humanidad no es un sinsentido. Que el destino de la humanidad tiene un objetivo. No necesariamente la vida eterna, el paraíso o el infierno que ofrece la religión oficial. El objetivo puede ser otro. Que un ser como nosotros, que poseemos conciencia y razón, no nace como los cerdos solo para hacer dinero y llevar una dolce vita. La humanidad ha sido creada para algo más, para entender el mundo y cambiarlo. Y este es el punto central de mi contraposición a Occidente. Por ideología. Por eso, todo gobierno o sociedad que contribuya, desde el punto de vista de la persona, a desarrollar el principio creativo, no monetario, sentaría las bases. Esas civilizaciones tendrán futuro y no las que estimulan las cosas pequeñas, como la civilización occidental. Newton intentó toda su vida demostrar la existencia de Dios matemáticamente. ¿Por qué es posible la ciencia?, se preguntaba. Para que exista la ciencia —dice Newton, y este es su logro— es necesario que Dios haya creado el mundo y las leyes de este mundo y deje de intervenir categóricamente en los asuntos de este mundo. Entonces hay ciencia, estudiamos las leyes de Dios que funcionan en este mundo y conociendo estas leyes podemos desarrollar el mundo de forma predecible, etcétera. O sea, la ciencia funciona cuando no hay intervención de Dios.

Siento un agradable subidón interior que barre de mi mente mis inquietudes terrenales (pequeñas y pequeñoburguesas). No acabo de entender esa vena suya tan antioccidental, pero el físico nuclear ha bombardeado mi mente con su ráfaga de argumentos y mi alma vibra. Si me miro el ombligo ahora veo el centro de una galaxia. Me tienta pedirle que abra el vino del Moncayo para echar leña al fuego dialéctico. Mientras lo veo elevarse al mundo de las ideas, me golpea en la cabeza la reflexión de una profesora de la Universidad Estatal de Moscú, experta en la obra de Tolstói, que hace una década entrevisté para el diario y que me hablaba del alma rusa y, en concreto, de un rasgo que palpita en los personajes de Guerra y paz, el de la responsabilidad del individuo ante el destino del mundo. («No tratan simplemente de buscar la comodidad individual en este mundo, sino de ver qué pueden hacer para la humanidad, para todo el mundo»). La profesora se llamaba Irina Petrovítskaya y su conjetura se desplaza en la misma órbita que Kadmenski, al que después de dos horas empiezo a verle tics de personaje literario. Me lo imagino con casaca militar con charreteras en un salón de San Petersburgo susurrándole al oído al príncipe Bolkonski: «Un ser como nosotros, que poseemos conciencia y razón, no nace como los cerdos solo para hacer dinero y llevar una dolce vita. Para algo más ha sido creada la humanidad». Y constato que el cuerpo de la obra total de Tolstói no lo rechaza.

Antes de perderlo de vista en la estratosfera, le lanzo una pregunta tierra-aire:

—¿Y todo esto que tiene que ver con nuestro ovni?

—Se lo diré. Hay una cosa que se denomina «el silencio del universo». Hay instrumentos en la Tierra, radiotelescopios, nuestros, de los americanos, de distintos países, que reciben señales de todas partes que llegan a la Tierra. Observan incesantemente. Llegan señales de explosiones de estrellas, han descubierto recientemente las ondas gravitatorias [perturbación del espacio-tiempo producida por un cuerpo masivo acelerado] generadas por el choque de dos agujeros negros situados a seis mil millones de años luz de nosotros. Los radiotelescopios son tan potentes que si hubiera un planeta del tipo de la Tierra emitiendo señales de radio, de televisión, y este planeta estuviera a una distancia, por ejemplo, de mil años luz de nosotros, la distancia que recorre la luz en mil años, ¿comprende?, un planeta así lo sentiríamos con el radiotelescopio en forma de señal ordenada. Esto todos lo saben. Pero ningún radiotelescopio la ha detectado. ¿Y esto qué significa? A esta distancia de mil años luz debería haber varios miles de planetas como la Tierra. O sea, que si ya hubiera aparecido un planeta que tuviera nuestro nivel, lo habríamos sentido con los radiotelescopios. Pero ninguna señal de este tipo ha sido recibida.

Habla del silencio del universo con la misma voz afligida con la que lamenta la ausencia de vida comunista en su tierra.

—¿Y a qué se debe este silencio?

—Hace unos años se publicó un artículo fantástico en una revista científica dedicado al silencio del universo que recogía una variante pesimista, que es la más aceptada, según la cual la vida surge, se desarrolla, pero tiene un límite: su extinción, bien por guerra atómica… se aniquila a sí misma. Hacia allí nos dirigimos ahora seguro nosotros. Esta es la variante pesimista. Y por eso resulta que el plazo de existencia de una civilización es muy corto. Por eso toda la civilización que surja en el universo, al cabo de un corto periodo se aniquila a sí misma.

Kadmenski opta por el pesimismo apocalíptico para resolver la paradoja de Fermi y mi mente vuela a la velocidad del rayo a Venus, y se planta en medio de una «ciudad infinita y callada» por la que vagan los astronautas de Stanisław Lem, que escribió su primera obra estimulado por el peligro de guerra nuclear que se cernía entonces sobre la Tierra. En Astronautas, el autor polaco sugiere la existencia de una civilización venusina formada por seres calculadores que planean acabar con la vida en la Tierra con enormes lanzaderas, pero que «olvidaron introducir en aquella ecuación un factor: ellos mismos», pues acabaron luchando entre sí hasta su propia extinción, evitando así la nuestra.

El profesor se quita las gafas y, como si fueran un resorte de su mente, la conversación pierde altura, momento que aprovecho para encauzarla hacia temas más terrenales: el aterrizaje de alienígenas gigantes a bordo de esferas luminiscentes.

—Los científicos no suelen ver los ovnis con buenos ojos…

—Le puedo decir que el 99 % de los científicos los ven de forma negativa.

—¿Y usted?

—Se lo diré así. Yo también los vería de forma negativa, pero los hechos de Vorónezh son tan terriblemente triviales… Además, cuando cien personas ven algo a la vez…

—¿Entonces usted piensa que, de hecho, ocurrió algo?

—Algo ocurrió y la única pregunta es «el qué». La mayor parte de las cosas que se ven en el cielo son, probablemente, ilusiones ópticas y sobre esto hay una gran cantidad de datos. También puede ser un globo. Recuerdo que una vez estábamos en una conferencia en Samarkanda y, de repente, vemos algo rojo gigante que se elevaba en el cielo… y resultó que era el lanzamiento de un satélite desde el cosmódromo de Baikonur, en Kazajistán. Aunque estaba a más de setecientos kilómetros.

—Entonces, volviendo a su idea anterior, entiendo que para usted el comunismo estaría más cerca de ese ideal de desarrollo de la humanidad que Occidente…

—Hablando en términos generales, la idea de Lenin y de Marx es una idea santa. La idea de rehacer la humanidad y hacerla buena…

—Sí, yo hablo mucho con mi padre de esto.

—Es una idea disparatadamente buena, ¿comprende? Pero el hecho de que para lograrla hubiera que liquidar a una clase entera… Mucha sangre se requiere para que se pueda realizar. Y aunque la idea en sí misma es impresionante y brillante… Quizá un camino más lento. Una forma sin tanta sangre.

Ahueca un poco la voz con aire solemne y misterioso cuando dice «idea santa». Me sorprende que hable tan abiertamente de los crímenes del comunismo. No es un nostálgico cerrado. Su perspectiva es más amplia, más cósmica, lo suficientemente elevada como para ver los límites de la granja con alambre de espino.

—¿Todas estas ideas suyas sobre la humanidad surgieron a raíz del incidente del ovni en 1989?

—No, no, no… Si hubiera habido una evidencia cierta de que esto no era de aquí, algo justificado científicamente. Pero, lamentablemente, ningún hecho… Los hechos se conocen: vino, aterrizó, voló. Está claro que la primera interpretación es que sea alguna nave terrestre…

—Los niños lo dibujaron. Era así como redondo…

Le dibujo en mis papeles el ovni almendrado, como un gran ojo, y añado cuatro patitas en la base, y lo hago con determinación, con trazo seguro, metido en la piel de los niños de Vorónezh, como si yo fuera uno de ellos y trazara algo que he visto con mis propios ojos. Lo he imaginado tantas veces, lo he visto aterrizar tantas veces dentro de mi cabeza, que me quedo con la satisfacción de haber garabateado un ovni de lo más fidedigno. Estampo en la elipse el símbolo de Ummo, un rasgo que nunca ha estado claro si lo llevaba o se lo pegaron después como una etiqueta a traición, como una pegatina con un precio de ocasión.

—Sí, con lucecitas… Correcto, correcto…

—En 1967 también hubo un caso de aterrizaje parecido en Madrid, en el barrio donde me crie.

—Hechos de este tipo hay muchos. En Vorónezh tenemos un grupo entero de ufólogos [dice enelóshniki, palabra derivada de las siglas NLO, ovni en ruso]. Aquí tenemos un grupo de personas, ingenieros, con educación superior, gente preparada, que va a distintos lugares donde aparecen estos ovnis, los fotografían. Pero, claro, probarlo de forma fehaciente… Eso ya es otra cosa.

—¿Se sigue hablando de este tema en la ciudad?

—Sí, ya le digo que en Vorónezh hay quienes se dedican a los ovnis, con seriedad y con entusiasmo. Hay gente así.

—Se dijo que podría haber sido un montaje para apartar la atención de la gente de las dificultades políticas y económicas.

—No, no creo que aquí pensaran algo así. Las consecuencias no fueron muy serias. Hay hechos que tienen consecuencias más fuertes en el comportamiento de la gente…

La ocurrencia del montaje le arranca una sonrisa y, como una partícula cuántica imantada, hace un quiebro imposible y regresa a su universo paralelo, al universo soviético, impulsado por un fogonazo de nostalgia. Ha visto una fisura en la conversación y ha forzado el viraje: me quiere decir que lo que tiene consecuencias en la gente no son los objetos extraterrestres, sino las ideas de algunos terrestres. Lo calo al vuelo. Lo conozco un poco ya. Le preocupa más la caída de la URSS que la caída de naves interplanetarias en la URSS. Más lo alto que se llegaba en la URSS que los que llegaban de lo alto a la URSS.

—Antes yo estaba siempre en la élite: era profesor, doctor… En la Unión Soviética el respeto a la ciencia siempre fue muy alto. Y ahora ningún escolar quiere ser científico. En Rusia… Es una completa locura. La preparación de los que llegan después de la escuela cayó en cien veces respecto al nivel de antes de los años noventa. No leen libros, les basta con internet.

—Me temo que esto es un problema de escala mundial…

—Volvemos a lo mismo, a que el mundo se ha idiotizado. Hay chicos avanzados de familias inteligentes que se ocupan de la educación de sus hijos. Digamos que son el 10 %. Y de ellos saldrán los científicos, la gente talentosa que se conservó en Rusia. Pero el 90 %… Antes a nosotros, a los chicos de las clases medias bajas, de familias pobres, nos permitían ascender. En la URSS había lo que se llamaba lift [elevador]. Si una persona sencilla, pero con cabeza, no un vago, estudiaba bien, entonces progresaba. Antes yo daba una clase y el 50 % de los estudiantes me seguía, en matemática y física, pero ahora me entiende el 10 %. El resto, sencillamente, no me entiende. Yo lo repito muchas veces. No saben matemática ni física ni lógica tampoco, y conocimientos tampoco. No saben nada, ¿comprende?

Stanislav Kadmenski
Entrevista con el autor del libro Mi ovni de la Perestroika de Daniel Utrilla Vizmanos, página 310








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