"Los murciélagos eran tantos, que investían la cara de la gente, y hacían tal ruido, que admiraba. Por la puerta principal de la calle hay una figura tallada a medio relieve en la misma piedra, dispuesta de la cintura para arriba, con corona de laurel; representa una persona joven, sin barba, con una banda atravesada en el dorso, y un faldellín por la cintura; debajo del escudo de esta figura hay algunos signos ya gastados por el tiempo."
J. de la C. Barbosa
Tomada del libro La maldición de los exploradores de Lorenzo Fernández Bueno, página 7
"Yo mismo di con ese documento que aún se encuentra en Río. La historia comienza en 1743, cuando un nativo de Minas Gerais, cuyo nombre no se ha conservado, decidió buscar las minas de Muribeca. Francisco Raposo —tengo que identificarlo con algún nombre— partió con sus intrépidos compañeros, 18 colosos, quizá este fue el secreto de su supervivencia; existe un informe de una Bandeira de 1.400 hombres de los cuales ninguno regresó.
(...)
Relato histórico de una oculta y gran población antiquísima sin habitantes, que se descubrió en el año 1753: habiendo viajado diez años por las selvas, para ver si descubrían las decantadas minas de plata del gran descubridor Moribeca, que por culpa de un gobernador no se hicieron patentes, pues quería usurparle esta gloria […] llegó esta noticia a Río de Janeiro a principios del año 1754.
Después de una larga e infortunada peregrinación, incitados por la insaciable codicia del oro, y casi perdidos por muchos años en esa profunda selva, descubrimos una región de montes tan elevados que parecían llegar a la Región Etérea, que servían de trono al viento y a las estrellas; el esplendor que se veía desde lejos, principalmente cuando el Sol daba en el cristal del que estaba compuesta, formaba una visión tan grande y agradable, que ninguna podía desviar sus ojos de aquellos reflejos; comenzó a llover antes de que pudiéramos comenzar a registrar esa maravilla cristalina, y veíamos sobre la piedra calva correr las aguas precipitándose de los altos peñascos, pareciéndonos como nieve herida por los rayos del Sol […] Resolvimos investigar aquel admirable prodigio de la naturaleza, llegando al pie de los montes, sin importarnos las dificultades de ríos o matas que nos impidiesen el paso; no obstante, circundando las montañas, no encontramos paso libre para poder ejecutar la resolución de acercarnos a estos Alpes y Pirineos brasileños, este desengaño nos produjo una inexplicable tristeza.
Abarrancándonos, y con el designio de retroceder al día siguiente, de pronto un negro que iba caminando hacia la leña, vio un venado blanco, quien nos hizo descubrir, el camino entre dos sierras, que parecían cortadas a propósito, y no por la naturaleza; con la alegría de la novedad comenzamos a subir, encontrando muchas piedras sueltas y otras amontonadas, lo que parecía un camino desgastado por el correr del tiempo. Tardamos más de tres horas en la subida, suavemente por los cristales que admirábamos, y en las cumbres del monte, hicimos alto, y extendiendo la vista vimos un campo raso, más demostraciones para nuestra admiración.
Divisamos más o menos a legua y media, un gran poblado, pareciéndonos por lo dilatado de la figura, una Ciudad de la Corte de Brasil; descendimos al valle con cautela […]
Estuvimos casi dos días esperando a los exploradores —habitantes— para el fin que muchos deseábamos, y solo oíamos cantar los gallos, como comprobación de que allí había pobladores; hasta que llegó nuestro desengaño, ahí no había habitantes, quedándonos todos confundidos; se resolvió que entrara a todo riesgo y precaución, un indio de nuestra comitiva; volvió asombrado diciendo que no encontró, rastros de ninguna persona; esto nos confundió más todavía, no lo podíamos creer ya que veíamos las casas, y entonces todos los exploradores decidimos seguir los pasos del indio.
Vimos y confirmamos lo dicho por el indio de que no había gente, y así determinamos la entrada al pueblo con las armas, y entramos una madrugada, sin que hubiese quien nos saliera al encuentro para impedir nuestros pasos, no encontramos otro camino, más que el único que tiene la gran población, cuya entrada está hecha por tres arcos de gran altura, el del medio más grande que el de los dos costados; sobre el grande y principal, divisamos letras que no pudimos copiar por la gran altura.
Hay una calle del largo de los tres arcos, con casas de pisos de una y otra parte, con los frentes de piedra labrada y ya obscurecidas, notando que por la regularidad y simetría con que están hechas, parece solo una casa, y sin tejas, porque los techos son de ladrillos quemado unos y de lajas otros.
Recorrimos con bastante miedo algunas casas y en ninguna encontramos vestigios de vajillas, ni muebles, que pudiésemos por el uso y el trato, conocer la calidad de los nativos: las casas son todas oscuras en el interior, con apenas una luz escasa, y como son abovedadas, resonaban los ecos de los que hablaban, y nuestras mismas voces nos atemorizaban.
Pasada y vista la calle de gran distancia, dimos en una plaza regular, y en el medio de ella una columna de piedra negra de tamaño extraordinario, y sobre ella una estatua de hombre común, con una mano en el costado izquierdo, y el brazo derecho extendido, mostrando con el dedo índice el Polo Norte en cada ángulo de dicha plaza, una lanza, a imitación de la que usaban los romanos, más algunas ya maltratadas y partidas como dañadas por los rayos.
Por el lado derecho de la plaza, hay un soberbio edificio, como la casa principal de algún Señor de la Tierra.
Los murciélagos eran tantos, que investían la cara de la gente, y hacían tal ruido, que admiraba. Por la puerta principal de la calle hay una figura tallada a medio relieve en la misma piedra, dispuesta de la cintura para arriba, con corona de laurel; representa una persona joven, sin barba, con una banda atravesada en el dorso, y un faldellín por la cintura, debajo del escudo de esta figura hay algunos signos ya gastados por el tiempo; divisándose no obstante los siguientes:
En la parte izquierda de dicha plaza, hay otro edificio totalmente arruinado, por los vestigios se nota bien que fue un Templo, porque todavía conserva parte de su magnífica fachada, y algunas naves de piedra entera: ocupa gran territorio, y en sus arruinadas paredes se ven obras primorosas con algunas figuras, y retratos embutidos en la piedra con cruces de varios caracteres curvos y otras delicadezas, que se necesitaría mucho tiempo para describirlos.
Siguiente a este edificio una gran parte de casas todas arruinadas, y sepultadas en grandes y pavorosas aberturas en la tierra, sin que se vea vegetación en toda esa circunferencia, árbol o planta producido por la naturaleza, pero sí montones de piedras, unas en bruto y otras labradas.
Al frente de dicha plaza corre arrebatadamente un largo y caudaloso río, espacioso, con costas que son muy agradables a la vista: tendrá un largo de once, hasta doce brazas [c/braza 2,2 metros], las costas limpias de árboles y troncos que en las inundaciones acostumbran a traer las aguas; sondeamos su altura y encontramos en las partes más profundas de 15 a 16 brazas. Además de todo los campos son de exuberante vegetación y con tanta variedad de flores, que al parecer la naturaleza estuvo más cuidadosa y generosa que en otras partes, haciendo producir los más primorosos campos de la flora: admiramos también algunas lagunas, llenas de arroz, de lo cual nos aprovechamos y también de las inmensas bandadas de patos, criados en la felicidad de esos campos, se nos hizo difícil cazarlos sin perdigones, lo hicimos con las manos.
Caminamos tres días río abajo, nos topamos con unas cataratas que hacían tanto estruendo por la fuerza de las aguas, y resistencia en el lugar, que juzgamos que no hacía mayor las bocas del decantado Nilo: después de ese salto, se dilata tanto el río, que parece el gran Océano, lleno de penínsulas, cubiertas de césped verde, con algunos árboles dispersos […]
De lado del oriente de esta catarata encontramos varias subcavaciones y horrorosas cuevas, haciendo la experiencia de medir con muchas cuerdas; con las cuales por muy largas que eran, no pudimos llegar al centro. Encontramos también algunas piedras sueltas; y en la superficie de la tierra, clavos de plata, como sacados de las minas, dejados en el tiempo.
Entre esas cavernas, vimos una, cubierta con gran laja, y con […] figuras labradas en la misma piedra, que al parecer insinúan gran misterio.
Apartado del pueblo, a tiro de cañón, está un edificio como una casa de campo de doscientos cincuenta pasos de frente, el cual se entra por un gran portón y se sube por una escalera de varios colores, llegando a una gran sala, y 15 casas pequeñas y todas con puertas que dan a esa sala, y cada una con un caño de agua.
Después de quedar admirados por todo esto, entramos por las márgenes del río a tratar de descubrir oro, sin trabajo encontramos una buena pinta [antigua medida portuguesa] en la superficie de la tierra, prometiéndonos mucha grandeza, de oro como de plata: nos extraña el que los habitantes hubieran abandonado ese pueblo. No habiendo encontrado ninguna persona por esas selvas, que nos contasen de esta deplorable maravilla, alguien que fuera de esta población, mostrándonos en sus ruinas la grandeza que tenían, y cómo era su población, si era opulenta en los siglos en que esa población floreciera; estando hoy habitada por golondrinas, murciélagos, ratas y zorras, que cebadas por la gran cantidad de gallinas y patos, se hacen mayores que un perro perdiguero. Los ratones tienen las patas tan cortas, que en lugar de caminar saltan como pulgas, no corren como las de los poblados.
De este lugar se apartó un compañero, al cual se unieron otros que después de nueve días de buena marcha avistaron, la gran orilla de la gran ensenada que hace un río, una canoa con dos personas blancas, de cabellos negros sueltos y vestidas europeas […]
Uno de nuestros compañeros, llamado Joao Antonio, encontró en las ruinas de una casa una moneda de oro, esférica, mayor que nuestras monedas de seis mil cuatrocientos: de un lado con la imagen o figura de un joven de rodillas, y del otro lado, un arco, una corona y una flecha, no dudamos que haya muchas en dicho pueblo, o ciudad desolada, porque si fue castigada por un terremoto, no les hubiera dado tiempo a poner a buen resguardo las cosas preciosas, más es necesario un brazo muy fuerte y poderoso para remover aquellos escombros, de tantos años como se ve.
Mandé estas noticias a Vm. de la selva de Bahía, y de los ríos Parácacu, asegurándole no haber dado informes a ninguna persona, porque juzgamos se despoblaron villas y arrayanes; más yo le doy a Vm. de las minas lo que hemos descubierto, recordando lo mucho que le debo.
Por supuesto que de nuestra compañía salió un compañero con ideas diferentes, con todo, pido a Vm. dejara esas penurias, y fuera a abastecerse de esas grandezas, sobornando a ese indio, para hacerse el pedido y conducir a Vm. hacia esos tesoros…
J. de la C. Barbosa
Tomada del libro La maldición de los exploradores de Lorenzo Fernández Bueno, página 17
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